AZUCENA R. " Vengadora "
Hasta una hora antes de su casamiento,
Azucena R. siguió rogándole a
Ramón, su
padre, que le permitiera anular todo el trámite. No solamente no estaba enamorada
de su futuro marido sino que lo despreciaba.
Luchando con el nudo de una corbata raída, Ramón ni
siquiera se molestaba en escuchar a su hija. "Ponete
algo decente que ya tenemos que salir", le contestó.
En un acto de rebeldía inútil, Azucena se puso el pantalón más viejo y sucio
que tenía y una camisa agujereada que usaba para limpiar la casa. Pero ni
siquiera eso le fue permitido. Cuando Ramón la vio, le dio un golpe en la cara y la
obligó a cambiarse.
A la hora convenida, Azucena
estaba en el registro civil del pueblo, con los ojos hinchados de llorar, un
pulóver negro y una pollera azul que solía usar para ir a misa. Su novio, Alberto,
la miraba con autoridad.
El juez leyó su texto, inexpresivo y titubeando. En el
momento de aceptar, Azucena
miró a su padre y se hizo la promesa formal de vengarse de él. Cuando le tocó
el turno, Alberto
asintió con entusiasmo y le dio un beso desafiante a su novia.
Los testigos de Azucena
eran su propio padre y un vecino del campo en el que estaban empleados. Los de Alberto,
dos compañeros del club donde jugaba al truco los jueves a la noche.
Azucena
tenía dieciocho años y hasta hacía muy poco tiempo había estado de novia con el
hermano de una amiga. Llevaban cuatro años juntos y ya estaban comprando
algunas cosas para su futuro casamiento cuando Ramón apareció en la casa con
Alberto.
Era un antiguo compañero de trabajo que había enviudado y, después de vivir
muchos años en otra provincia, había vuelto a la zona. Como Ramón,
tenía cincuenta y un años y había dedicado su vida a las tareas del campo,
aunque a él le había ido un poco mejor: había podido comprar un auto y una
casa, y tenía unos ahorros en el banco.
En cuanto se encontraron después de tantos años sin verse, Ramón
advirtió que Alberto miraba a Azucena
con un interés evidente. Rápido, calculó que una unión con la hija, siempre que
fuera a toda regla, le sería de gran utilidad: Alberto podría ayudarlo a
saldar deudas y salir a flote económicamente. La hija también saldría ganando:
se casaría con un hombre con el que podría vivir sin problemas de dinero.
A Ramón le importaba muy poco el noviazgo previo
de la hija, ni sus súplicas y llantos para evitar el casamiento obligado. Su
visión de la vida era práctica y utilitaria.
El amor romántico era una abstracción que no encuadraba en
las necesidades reales de la gente como ellos.
La infancia de Azucena
había sido dura y sacrificada. Tenía tres hermanos mayores, varones todos, a
quienes apenas veía. A la mañana iban a la escuela y más tarde trabajaban en el
campo con el padre.
Cristina, la madre, era una mujer sensible que
se desvivía para que su hija estuviera bien cuidada en ese mundo varonil e
inseguro.
Como el campo en el que tenían la casa y trabajaban estaba
alejado del pueblo, Azucena
y su madre vivían aisladas y unidas, felices de poder contar una con la otra.
Los demás hijos ignoraban a su hermana, o jugaban con ella
por un rato hasta que se aburrían. El padre era un factor de conflicto.
Desconfiaba de ese vínculo hermético que se había armado entre la madre y la
hija. Como se sentía excluido, intentaba separarlas, a la vez que había
desarrollado una abierta hostilidad hacia Azucena:
no le hablaba, la obligaba a comer cuando no tenía hambre ya dormir cuando no
tenía sueño, y la golpeaba con una correa de cuero que había preparado
especialmente para ella. Cristina intentaba defenderla, pero terminaba
ella misma siendo castigada.
Cuando Azucena
estaba en quinto grado su madre se enfermó. Ella fue la primera en advertir que
estaba más flaca y pálida que lo habitual. Volvía de la escuela casi corriendo
para hacerse cargo de las tareas de la casa y así aliviar a la madre.
Una mañana Cristina fue al hospital del pueblo vecino a
atenderse. Después de tenerla toda la mañana haciéndose radiografías y estudios
precarios, le anunciaron que tenían que operarla y hacerle un tratamiento que
le llevaría varios meses. "No puede
esperar. Le voy a dar una orden para que se interne ya mismo en la ciudad
", le advirtió uno de los médicos de la guardia. Mientras tanto, le había
dado unos analgésicos para evitar los dolores.
Cristina no se internó. Se negaba a dejar a la
hija sola en la casa. Creyó, erróneamente, que si no hacía el tratamiento
tardaría más en curarse, pero que de todas formas mejoraría. "Dios aprieta pero no ahorca ", decía,
para convencerse.
Un mes después, apenas podía caminar. Azucena le suplicaba que no se levantara pero la
madre insistía en lavar la ropa y cocinar. Ramón, indiferente, no hacía nada por su
mujer. El hijo mayor, que ya tenía dieciséis años, le había pedido al padre que
llamaran a un médico, pero era inútil. "Tu
mamá ya fue al hospital. Ahora está débil; pero se le tiene que pasar. Deben
ser cosas de mujeres."
Para certificar su optimismo absurdo, la hacía levantarse
todas las mañanas para barrer el patio y limpiar el gallinero. "El aire te va a hacer bien ", le
decía. Cristina,
al límite de sus fuerzas, obedecía, para evitar que el trabajo recayera más
tarde en Azucena.
Al fin, no pudo volver a levantarse. En ese momento Ramón accedió a llamar a un
médico, que la revisó y le dijo que no había nada que hacer. "Si quieren la internan, pero no va a servir de mucho
", les dijo.
Una mañana, camino de la escuela, Azucena tuvo un presentimiento fatal. Volvió a
su casa y encontró a su madre despierta, respirando con dificultad, pero más
tranquila y repuesta. Azucena
se acostó en la cama con la madre y juntas durmieron abrazadas un buen rato. En
la casa no había nadie más.
Al mediodía, Azucena
sintió que su madre estaba fría. Quiso levantarse para buscar otra frazada y
entonces advirtió que estaba rígida. Había muerto.
Después de la muerte de su madre, Azucena pasó casi dos años sin hablar. Su padre,
convencido de que se trataba de simples caprichos de una hija que había sido
demasiado consentida, la golpeó sistemáticamente durante meses para obligarla a
abandonar su silencio. Al final, desistió. "Si
querés quedarte callada, quedáte callada. Pero el trabajo de la casa lo vas a
hacer igual", le dijo, amenazante.
Su maestra, conmovida por el drama de Azucena, la trataba con paciencia y reprendía a
los otros alumnos que se burlaban de ella y la llamaban "la mudita”.
Fue dos veces a su casa a pedirle permiso a Ramón para llevarla al
hospital, pero el padre se negaba. "Que se quede
así. Si se hace la rara, que se la aguante."
Al fin, la maestra llevó a un médico a la escuela, que
descartó cualquier enfermedad y le recomendó un psiquiatra o, al menos, una
asistente social que pudiera hablar con ella. La maestra no pudo conseguir ni
una cosa ni la otra.
Azucena,
en tanto, pasaba el tiempo limpiando la casa, atendiendo a su padre y sus
hermanos y haciendo los deberes de la escuela. Cuando terminaba, se encerraba
en un cuartito externo que oficiaba de baño y mantenía largos diálogos
imaginarios con su madre.
Al fin, cuando estaba por terminar séptimo grado, volvió a
hablar.
Después del casamiento en el registro civil, Azucena y su marido fueron a
vivir a la casa que él había compra- do hacía poco tiempo. Era la primera vez
que iban a estar solos.
La casa estaba en el pueblo, pero apartada del centro. La
habían construido en el fondo de un jardín grande y descuidado, lleno de
árboles frutales medio resecos, malezas y ligustros.
Cuando entraron, a Azucena
le impresionó el olor a humedad y el desorden. Por todos lados había cajas de
cartón cerradas y bolsas de plástico llenas de ropa. "Acomodá
todo", fue la orden del marido. "Y no
revisés las cajas de cartón, que son electrodomésticos que yo vendo a los
negocios. "
Azucena
quiso abrir las ventanas para que corriera un poco de aire, pero estaban
trabadas. "Las hice soldar",
explicó Alberto.
"Con todos los robos que hay, mejor así. "
Azucena
empezó a recorrer la cocina, pero Alberto la agarró del brazo y la llevó al
dormitorio. "Vení, que antes me quiero sacar las ganas".
Durante su primer encuentro sexual con Alberto, Azucena se quedó en silencio, inmóvil, esperando
que todo terminara de una vez. Con los ojos cerrados para contener las
lágrimas, pensaba en su novio, en su vida arruinada y en su madre muerta.
Cuando Alberto terminó de sacudirse encima de ella,
se levantó, se secó la frente con la sábana y le preguntó con cuántos hombres
había estado antes. Ella se quedó en silencio, mirando un ha14 de luz que se
colaba por una ventana.
Alberto se levantó, se vistió y le dijo que
iba a salir a comprar una botella de vino para festejar el acontecimiento. Ella
seguía sin decir nada. Alberto la miró, fastidiado. "Por lo menos podrías contestar. Que bastantes mangos le
di a tu viejo para que después te la des de artista. "
Cuando quedó sola, Azucena
intentó salir al jardín pero no pudo abrir la puerta. Alberto la había dejado
encerrada.
Cuando se casó, Azucena
acababa de terminar el colegio secundario. En un principio su padre se había
negado a que estudiara, pero la maestra de séptimo grado de Azucena lo había convencido.
Por supuesto, Ramón había impuesto sus restricciones: horarios rígidos y la
prioridad absoluta para hacer las cosas de la casa. "Si
tenés que estudiar o hacer la comida, hacés la comida ", le
dijo, brutal.
Sin embargo, el colegio le permitía escapar del clima
opresivo de su casa y, además, estar con su novio. A la salida, se encontraban
en la esquina, tomaban una gaseosa en la plaza y volvían abrazados,
planificando la próxima cita.
Muchas veces iban a la casa de él y lograban quedarse un
rato a solas, hasta que se hacía de noche y tenían que volver.
Pero la llegada de Alberto había modificado todo. De un día para el
otro, Azucena
había perdido a su novio y se había visto obligada a casarse con el amigo del
padre.
Azucena
había intentado zafar del compromiso pero no lo logró: toda su vida había
obedecido ciegamente a su padre, de modo que su autoridad no estaba en discusión.
Por otro lado, Ramón había previsto cualquier inconveniente desagradable:
antes de arreglar la boda con el amigo, ya había ido a hablar con el novio de
la hija para comunicarle que Azucena
estaba preparando su casamiento con otro. "No
hay que dar puntada sin hilo", le comentó a Alberto,
entre carcajadas. "Ahora el pibe no
la va a querer ver ni pintada."
Un mes después de convivir con Alberto, Azucena advirtió que no le había vuelto su
menstruación.
No tenía el menor cariño por su esposo, pero la idea de ser
madre le resultaba liberadora. Se imaginaba con una hija mujer a la que
adoraría. Tenía en mente la relación que ella había tenido con su propia madre,
y se sentía agradecida de poder repetirla.
Se lo dijo al marido, que la miró con sospecha. Le parecía
raro que se hubiera producido un embarazo con tanta rapidez. Él había estado
casado quince años con su mujer y no habían logrado tener hijos.
Después de pensarlo un buen rato, llegó a la conclusión de
que ella se había casado embarazada de otro.
Furioso, empezó a pegarle a su mujer, diciéndole que era una
puta y una mentirosa, y que lo había planeado todo para encajarle un hijo que
no era de él.
Azucena
se defendía como podía, pero Alberto estaba enardecido. La había agarrado
del pelo y le golpeaba la cabeza contra una mesa. Al final, cuando ella cayó al
piso, empezó a darle patadas en el abdomen.
Esa misma noche ella perdió su embarazo.
Desde que vivía con Azucena,
Alberto
había abandonado sus trabajos habituales en el campo y se dedicaba
exclusivamente a vender electrodomésticos. Los conseguía de manera misteriosa,
y los guardaba en cajas numeradas, sin marca a la vista, que dejaba por toda la
casa.
Por lo general, salía al mediodía y volvía a las siete de la
tarde, que era la hora en la que exigía la cena. Comían sin hablarse, hasta que
él interrumpía el silencio para preguntar si necesitaba dinero para comprar
alguna cosa. Si quería sexo, usaba siempre la misma frase ritual. "Vamos a la pieza." Ella acataba sin
pensar.
Por la mañana, la hacía subir al auto y salían de compras
juntos. Era él quien elegía lo que comerían y lo que tomarían. Si estaba de
buen humor, le daba la chance de llevar alguna cosa para ella.
Después la dejaba en la casa y se iba a trabajar. Si habían
tenido alguna discusión, él la encerraba hasta la vuelta. En las peores épocas
del matrimonio, ella había llegado a pasar dos meses sin salir de la casa.
Con el tiempo se fueron habituando el uno al otro. Azucena había aprendido a no
discutir. La sumisión tenía sus ventajas: podía salir sola a la calle, recibir
a alguna ex compañera del colegio y ahorrar algo del dinero que él le dejaba.
Una vez por semana, los domingos, pasaban el día en la casa
del padre de Azucena.
.
Ramón los recibía con un asado, abrazaba a su
amigo con euforia y saludaba a la hija con un gesto apático.
Azucena
entraba a la casa, limpiaba a fondo la suciedad que habían dejado su padre y sus
hermanos y preparaba alguna ensalada.
Después de comer, lavaba los platos y se acostaba en la cama
del padre, donde había muerto su madre abrazada a ella. Lloraba en silencio
mientras afuera se oían las risas de los hombres, y le contaba a la madre muerta
cómo había sido su semana.
A la noche volvían en el auto de Alberto, escuchando algún
partido de fútbol por la radio.
Ya en la casa, Alberto acomodaba algunas de las cajas que
saldría a vender al día siguiente y, si todavía no tenía sueño, le hacía a su
mujer el anuncio clásico: "Vamos a la pieza”.
Varias veces Azucena
le había pedido permiso a Alberto para salir a trabajar. Él se negaba
sistemática- mente. Decía que no era necesario porque la venta de
electrodomésticos les permitía vivir sin mayores privaciones.
Ella intentaba explicarle que en la casa le sobraba el
tiempo, y que se aburría. Le decía que podía hacer cualquier cosa, incluso
trabajar como empleada en alguno de los lugares a los que él les vendía sus
artículos eléctricos. El argumento era bueno: si ella trabajaba con conocidos
de su marido, él podría controlarla y no existiría el peligro de la traición
que tanto lo obsesionaba.
Alberto le había dicho varias veces que estaba
obligado a vigilarla debido a la gran diferencia de edad entre los dos. "Si estaba casado con una mina de mi edad, no iba a haber
problemas. Pero yo te llevo más de treinta", decía él. Ella
le juraba que no lo engañaría, e insistía con sus ruegos. Pero Alberto
era terminante en su negativa.
Azucena,
entonces, se resignaba, tal como había hecho siempre a lo largo de su vida.
Si tenía la suerte de no estar encerrada, iba a la casa de
sus pocas amigas o las recibía en la casa. Por lo general, sus amigas no
estaban mucho mejor que ella: a algunas las había dejado el marido, otras eran
solteras y con hijos y todas tenían graves problemas para llegar a fin de mes
con el dinero de sus sueldos.
Dos de las amigas que más la visitaban solían consolar a Azucena diciéndole que su
novio, aquel con el que ella había pensado casarse, ya tenía varios matrimonios
en su haber. "A las mujeres les mete los cuernos y después
las deja. Resultó un desastre, al final. Así que agradecé que te salvaste."
Azucena
no lo veía así. Estaba segura de que su ex novio se comportaba de esa forma
porque no estaba con la mujer adecuada, que era ella. "Me sacaron de mi destino, ya él también."
A medida que pasaban los años, la convivencia entre Azucena y Alberto se
iba asentando. Los vaivenes en la relación eran fáciles de predecir: los
períodos de calma siempre eran seguidos por otros de mal humor y ofuscación
hasta llegar a la pelea lisa y llana, donde abundaban los golpes y los
insultos. Alberto
se había acostumbrado a pegarle a su mujer y ella aceptaba todo como un eslabón
más en la cadena de desgracias que se había instalado cuando murió su madre.
La mayoría de las veces, los golpes empezaban después de
alguna discusión vinculada con los hombres. A pesar de su estricta vigilancia, Alberto
seguía sospechando que su mujer no era confiable. El hecho de que Azucena no hubiera vuelto a
quedar embarazada reforzaba sus dudas. Cada mes, cuando él advertía que a su
mujer le había venido la menstruación, renacían los problemas. Alberto
había empezado a creer que él era estéril y que el embarazo perdido, tal como
él había pensado en su momento, era la herencia del anterior novio de Azucena. Si ella había sido
capaz de mentirle así al principio, iba a seguir mintiéndole, con toda seguridad,
a lo largo de los años.
Azucena,
por su parte, no tenía ninguna duda, Alberto era el responsable de su único
embarazo: ella había dejado de ver a su anterior novio casi dos meses antes de
su casamiento. En realidad, Azucena
no quedaba embarazada por- que tomaba pastillas anticonceptivas. Fue talla
rabia y la desilusión por haber perdido a ese bebé, que decidió que nunca más
iba a pasar por una angustia semejante. Además, no quería tener hijos con un
hombre tan despreciable y violento.
Alberto desconocía ese dato, pero ella
prefería afrontar las peleas mensuales por los frustrados embarazos antes que
confesar que tomaba pastillas. Muy probablemente ella dejaría encerrada para
evitar que las comprara o las consiguiera en algún lado. Además, Azucena disfrutaba por el
disgusto de su marido, que al ver que no lograba embarazarla, se sentía casi un
anormal.
Cuando Azucena
cumplió veinticinco años, sus amigas le prepararon una fiesta en la casa de una
de ellas.
Azucena
estaba feliz. Desde la muerte de su madre, nadie le había festejado el
cumpleaños.
Al mediodía, cuando Alberto se estaba yendo, ella le avisó que
saldría con un par de amigas que querían saludarla. El marido le preguntó si
celebraban alguna cosa. Azucena,
con una sonrisa irónica, le dijo que no, que se encontraban para verse como
tantas otras veces.
No le había dicho la verdad por rabia: se dio cuenta de que
en todos esos años él jamás le había preguntado nada de su vida. Ni siquiera su
fecha de nacimiento. No tenía ningún sentido cambiar el patético estado de las
cosas.
La casa de su amiga estaba llena de guirnaldas y globos.
Entre todas habían comprado una torta grande de chocolate, sándwiches de miga y
sidra. También había regalos: un saco tejido y una tarjeta con un paisaje nevado,
en donde entre todas habían escrito que la querían y que le deseaban una vida
feliz.
Después de la euforia inicial, Azucena empezó a llorar. Desolada, les decía a
las amigas que su vida no tenía ningún sentido y que lo único que quería era
estar con su mamá, estuviese donde estuviese.
Todas trataron de calmarla pero Azucena seguía haciendo el balance de las
injusticias y crueldades de su vida.
Al final tomó un par de copas de sidra, se sonó la nariz,
agarró sus regalos, dos globos, un pedazo de torta que sobraba, y volvió a la
casa.
Cuando su marido la vio entrar con los paquetes y los globos,
miró la hora y le preguntó a gritos cómo
era posible que llegara a la casa a las ocho de la noche.
Azucena,
que durante el viaje de vuelta siguió haciendo el recuento mental de sus
desdichas, le dijo que estaba festejando su cumpleaños, y que se había dado
cuenta de que su vida era "peor que la de
los perros".
Alberto cayó en la cuenta de que su mujer le
había negado, a la mañana, que fuera a festejar alguna cosa. Pensó entonces que
le había mentido para no invitarlo, porque en esa fiesta seguramente habría
algún hombre que él no debería ver. Enceguecido, le dio una trompada que la
tiró contra un mueble. Azucena
cayó sentada al suelo, donde recibió más golpes y patadas.
Desde el suelo, vio a su marido desencajado, con dos botones
de la camisa saltados y el pelo gris sobre la cara. Recordó que durante varios
días había visto una llave inglesa sobre una de las cajas de electrodomésticos.
Se incorporó y la agarró. Cuando Alberto quiso pegarle otra trompada, ella lo
golpeó en la cabeza con todas sus fuerzas.
El marido, con la cara llena de sangre, cayó hacia atrás,
tirando varias cajas. Cuando dio contra el piso, ella siguió golpeándolo en la
cabeza con la llave.
Azucena
pasó toda la noche sentada en la cama sin saber qué hacer.
A la mañana se bañó, se limpió la sangre seca que le había
quedado en la cara y en las manos, y se vistió.
Cuando pasó por el living tapó a Alberto con un mantel y salió
hacia la casa de su padre.
Azucena
encontró a Ramón
tomando mate en la cocina, con frío y quejándose de su salud precaria. Era
diabético, y cuando no podía comprar la insulina empezaba a sentirse mal, con
mareos y baja presión.
Azucena
lo escuchó y al final le dijo que había ido a visitarlo para festejar su
cumpleaños, que había sido el día anterior. Su padre la felicitó y le preguntó
por su edad. También le dijo que le extrañaba que no hubiera ido con Alberto.
"Está de viaje, por unos días",
dijo la hija.
Azucena
entró a la casa, hizo una limpieza general y preguntó por los hermanos. El
padre le dijo que no volverían hasta la noche.
La hija anunció que le iba a preparar algo para comer.
Fue a la cocina y abrió la heladera. No encontró nada. Sobre
la mesada había visto unas plantas de acelga algo mustias. Fue al gallinero y
sacó media docena de huevos. Haría una tortilla de acelga.
Mientras el padre se acostaba un rato, Azucena pasó la verdura por agua hirviendo, la
cortó, batió los huevos y mezcló. Fue al lavadero y buscó en un estante donde
ella sabía que se guardaba el veneno para ratas. Encontró la caja en el mismo
lugar de siempre.
Volvió a la cocina, agregó una buena cantidad de veneno en
la tortilla y la puso en la sartén. Cuando estuvo cocida llamó al padre y se la
sirvió.
Un rato más tarde Ramón estaba agonizando, mientras la hija
tiraba los restos de tortilla por el inodoro y limpiaba el plato y la sartén,
para evitar que a sus hermanos les pasara algo. Cuando estuvo todo en orden,
fue a la ruta a esperar el colectivo.
Azucena
vivió en la calle por una semana, hasta que fue a una comisaría donde confesó
todo.
"Después que maté
a mi marido me di cuenta de que había sido injusta. No podía matarlo a Alberto y dejar a mi papá vivo. Al final, el que me hizo casar
con Alberto fue él. Me sacó
del destino que me tocaba. Y cuando le puse veneno en la tortilla, hasta me
vino una alegría. Porque él no había tenido pena de mamá, cuando mamá se moría.
Yo tampoco tuve pena de él. Ahora estamos todos a mano. Estoy tranquila. Y mamá
me habla y me dice que siempre me va a cuidar, aunque ella esté muerta. Por eso
estoy bien, porque estoy con mamá y porque ahora nadie le debe nada a nadie."
Azucena
fue declarada culpable por el asesinato de su marido y su padre.
La condenaron a once años de prisión. Salió en libertad en
1975.
Vivió en la calle durante dos años, hasta que fue internada
en un instituto neuropsiquiátrico.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)