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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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Jorge Omar Charras

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//03 de Noviembre, 2010

CAPÍTULO II Vidas

por jocharras a las 09:50, en La Marca de la Bestia

CAPÍTULO II

Vidas

Regresar del infierno

Aquel domingo a la madrugada, Ana bajó del taxi en Obispo Oro, metros antes de llegar a Chacabuco, en el barrio Nueva Córdoba de la Capital. Eran casi las tres de la mañana. Llorando y sin poder creer lo que acababa de ocurrirle, tocó insistentemente el portero del departamento de sus amigas y pidió pasar. Subió al ascensor y apretó el botón del segundo piso. Evitó mirarse en el espejo. Salió al pasillo, golpeó la puerta desesperada -"histérica", explicaría ella después- y rompió en llanto apenas vio a sus amigas, quienes no tuvieron que preguntar nada para saber que algo espantoso había ocurrido.

Agua y algunas caricias en el pelo fue lo único con lo que esas chicas de apenas 20 años pudieron consolar a su amiga hasta que la estudiante jujeña, que unas horas antes había salido para pasar un buen rato y ahora se encontraba "sucia, ultrajada e intentando controlar un irresistible deseo de meterse bajo la ducha", pudo explicar a duras penas lo que le había ocurrido: un hombre acababa de violarla de manera brutal.

Cuando logró controlarse un poco, el relato de Ana llenó de horror el living de aquel pequeño departamento de estudiantes.

Después de acordar por teléfono con sus amigas que saldrían juntas a Mitre, un boliche ubicado en ese barrio sobre la calle Marcelo T. de Alvear 685, "para hacerle la pata a una de las chicas", Ana se había bañado para disfrutar de la noche. Alrededor de la 0.40 de aquel domingo 29 de agosto de 2004, emprendió el camino hacia el departamento de sus amigas, el mismo al que regresaría horas después para pedir ayuda.

Ya en la calle vio "un montón de gente" y caminó tranquila desde Ambrosio Olmos al 1000, rumbo a Chacabuco y Obispo Oro, por ese barrio que se había convertido en "su lugar" desde que llegó a Córdoba para estudiar en la Universidad Empresarial Siglo 21.

Esa noche la calle Estrada parecía una peatonal, y eso la animó a caminar sin miedo. Cuando iba bajando por Chacabuco y antes de llegar a Obispo Oro, sintió que alguien que venía detrás le decía algo. Tuvo el impulso de darse vuelta, pero antes de poder hacerlo volvió a escuchar aquella voz masculina ya casi encima de ella. "No me mirés, porque te voy a cortar entera -la amenazó mientras le pasaba la mano entre el hombro y el cuello, como abrazándola-, No me mirés, vamos a doblar a la derecha en la esquina", le dijo mientras pasaban a apenas veinte metros de la casa de sus amigas.

Desde entonces todo comenzó a pasar en forma vertiginosa. Con la mano de su atacante apretándola, Ana no pudo hacer otra cosa que obedecer. Dobló en la esquina por Poeta Lugones y bajó hacia la terminal de ómnibus. En ese trayecto el hombre le preguntó hacia dónde se dirigía, cómo se llamaba, qué edad tenía y si la terminal quedaba muy lejos. Increíblemente, también le dijo que no se asustara, que no le iba a hacer nada y que lo único que necesitaba era que lo acompañara para ayudarlo a zafar de la Policía.

Como explicarían todas las víctimas del violador serial en las decenas de testimonios que trascendieron después, el control que ese hombre ejercía sobre ellas consistía en demostrarles que él tenía el poder de la situación, sometiéndolas primero verbalmente y haciéndoles saber en todo momento que lo mejor que podían hacer era obedecerle a través de un comportamiento caracterizado por órdenes, contraórdenes y amenazas permanentes.

Así lo explica uno de los investigadores: "Cuando ellas estaban tensas, él se mostraba tranquilo y hasta amable asegurándoles que nada iba a pasarles; si ellas de repente se sentían seguras y él percibía que comenzaban a ponerse fuertes, las golpeaba o las apretaba amenazando con matarlas. Así, iba quebrándolas, destruyéndolas de a poco. En un momento podía asegurarles que tenía hijos y era buena gente, y al instante siguiente les decía que las iba a acuchillar si no hacían lo que les pedía. Y nunca les decía que iba a violarlas, nunca, hasta que ellas se daban cuenta de lo que estaba por sucederles. Pero ya era tarde".

Camino hacia la terminal, el atacante le preguntó a Ana cómo reaccionaría ante la posibilidad de encontrar a un policía en el trayecto.

-Le diría que soy tu novia, pero si no me hacés nada -atinó a responder la joven.

-Si hubiera querido hacerte algo te hubiera llevado para el parque Sarmiento -le contestó cínicamente el desconocido.

Fueron minutos espantosos, en los que ese áspero diálogo se repitió y giró sobre las mismas afirmaciones. Él le preguntó si tenía plata y ella le dijo que sólo diez pesos. Entonces el atacante le aseguró que no quería robarle nada, que sólo necesitaba que lo acompañara a la terminal y que se guardara el dinero para después volverse en remis.

A lo largo del trayecto, el hombre se mostró desorientado, como intentando aparentar frente a Ana que no conocía la zona. Mientras tanto, le pidió que caminara rápido y que se mantuviera tranquila porque de esa manera no le pasaría nada. Ante cada advertencia del desconocido, la chica se mostró obediente y, sobre todo, se cuidó de no verle la cara, algo que parecía preocuparle especialmente.

Como la misma Ana contaría luego en un e-mail que provocó conmoción en todo el país, al llegar a la calle Tránsito Cáceres ella sugirió a su atacante que para ir a la terminal debían bajar por allí, a lo que él respondió, demostrando que conocía la zona a la perfección, que de todos modos seguirían derecho.

Después la obligó a caminar rumbo a unas escaleras que se encuentran entre un boliche llamado Lugones y el puente que lleva al Nudo Vial Mitre. Ana aún no lo sabía -algo dentro de ella le hacía tener fe en que nada malo iba a pasarle-, pero estaba caminando hacia el espanto, porque por ese camino se dirigían a los viejos Molinos Minetti, "un lugar abandonado, lleno de yuyos, que a esa hora y por esos días estaba lleno de basura".

El sujeto la obligó a subir las escaleras para meterse en el baldío al tiempo que le decía que no gritara porque nadie la iba a escuchar. Ana comenzó a pensar que había sido un error no haber intentado escapar antes, pero por miedo a que el atacante cumpliera con su amenaza de "cortarla toda" siguió caminando casi sin ofrecer resistencia.

Las verdaderas intenciones del degenerado comenzaron a evidenciarse cuando le anunció que la revisaría para ver qué llevaba encima, siempre bajo la amenaza de que si encontraba dinero "la mataría". Fue entonces cuando la obligó a quitarse el suéter y a ponérselo en la cabeza.

Abusada

A ciegas, Ana escuchó que el hombre le pedía que abriera las piernas, después sintió que comenzaba a palparla y que eso rápidamente se convertía en manoseo. "Dejáme que te toque un rato y después me voy", le dijo el desconocido que a esas alturas se mostraba evidentemente excitado mientras obligaba a Ana a bajarle el cierre del pantalón y tocar su órgano sexual.

-¿Alguna vez tocaste un pito tan grande? Mirá lo que tenés en las manos. ¿Alguna vez chupaste uno? ¿Te gustaría? -fueron algunas de las cosas que la joven tuvo que escuchar de boca del hombre que primero la obligó a masturbarlo, después le exigió que se tocara a sí misma y, finalmente, la violó analmente.

"Fue lo más denigrante, espantoso y humillante que me tocó vivir en mis 20 años de vida", escribiría después Ana en aquel e- mail en el que confesó haber esperado que la mataran. Pero no fue así. Después de abusarla, el violador serial simplemente le dijo que no lo fuera a denunciar porque la única persona que iba a pasar vergüenza era ella, y después la dejó ir. Increíblemente antes de alejarse, el hombre que minutos después se acostaría en su cama de barrio General Urquiza junto a su mujer, le preguntó: "¿Te alcanzan los diez pesos que tenés para tomarte un remis?".

La última imagen del agresor que alcanzó a ver Ana fue la de su sombra desandando el sendero que antes habían transitado juntos. Como si se tratara de una película de terror en la que ella era la protagonista principal, subió como pudo hasta la avenida Amadeo Sabattini para tomar el taxi que la llevaría al departamento de sus amigas. Llevaba el olor asqueroso del violador impregnado en su piel, como una marca.

Padre ejemplar

Aquel domingo, Marcelo llegó a su casa en la calle Montes de Oca al 2800 de barrio General Urquiza pasadas las dos de la mañana. Después de lavarse meticulosamente en el baño, se dirigió, sin hacer ruido, a la habitación ubicada en la planta alta y se acostó junto a Zulma. A esa hora su esposa dormía abrazada al pequeño hijo de ambos, quien apenas superaba los seis meses.

El llanto del bebé interrumpió el sueño de Zulma y de Marcelo cerca de las 4. Ella abrazó al niño rápidamente con la esperanza de que se durmiera unos minutos más y no tuviera que levantarse, pero fue inútil. El hambre en el estómago y la humedad del pañal hicieron imposible que el niño dejara de sollozar.

Como lo había hecho con cada uno de sus hijos, Marcelo se levantó y, después de alcanzarle a Zulma las cosas para que cambiara al pequeño bajo las colchas, sin tomar frío, fue hasta la escalera que conduce a la cocina procurando no despertar a los otros hijos que dormían en las habitaciones de la planta baja.

En pocos minutos, Marcelo preparó la leche para el bebé y subió a oscuras por la escalera de madera. Al llegar a la cama le tendió la mamadera a Zulma, que ya había terminado de cambiar los pañales, y se acostó a dormir. Antes de hacerlo, repitió ese gesto automático que había repetido con cada uno de sus chicos y que consistía en besar la naricita fría de su bebé. Después, los tres durmieron abrazados.

Ya de mañana, cuando bajó de nuevo las escaleras para desayunar, Zulma tenía el mate preparado y la radio encendida. En ese momento el movilero de una emisora de radio local daba al aire la noticia de una violación en Córdoba. "Trascendidos oficiales dan cuenta de que una joven habitante de Nueva Córdoba habría denunciado en la División Protección de las Personas de la Policía que fue atacada anoche por un hombre cuyas características físicas se asemejan a las del violador serial. El depravado, que ya ha sometido a más de 20 mujeres en nuestra ciudad... ", decía el periodista.

-¿Pero cómo puede ser que este hijo de puta siga atacando? - exclamó Zulma mientras su marido rápidamente se acercaba a la radio para escuchar la noticia.

Según diría su mujer tiempo después, a su marido siempre "le daba asco escuchar" acerca del violador serial, porque le costaba entender "cómo alguien podía atacar a esas criaturas".

Aquel domingo 29 de agosto de 2004 fue para Zulma tan maravilloso como habían sido todos los domingos de su vida desde que conoció a Marcelo, una mañana de mediados de 1980.

Por aquel entonces ella era una chica de 13 años que regresaba caminando del colegio en la localidad de Pilar cuando se cruzó por primera vez con un joven dos años mayor -"muy buen mozo", dice en la actualidad- que la miraba fijamente a los ojos desde un puesto de verduras. El flechazo fue instantáneo y eterno.

Después de los mates, los Sajen fueron a la misa que todos los domingos oficiaba el padre Fernando Martins en la iglesia San Pedro Apóstol, ubicada a unas pocas cuadras de su casa. Luego de la ceremonia, regresaron al hogar y compartieron un asado en familia que fue preparado por el marido de la hija mayor de los Sajen. Desde que llegó a la familia, el joven ocupó el rol de asador que a Marcelo nunca le había entusiasmado demasiado.

Después de almorzar, Marcelo y Zulma durmieron una siesta y a la tarde partieron con sus hijos más chicos hacia el Parque Sarmiento. El paseo era una tradición para ellos, cuando no iban a Pilar para visitar a la madre de Zulma.

En el inmenso paseo verde, y a pocos metros del lago principal, los dos se sentaron y se pusieron a tomar mate, felices de contemplar a sus hijos correteando por el césped en medio de una multitud despreocupada y los puestos de algodón de azúcar y pururú.

Sajen no paraba de sonreír mientras observaba cómo su hijo más pequeño, sentado en el cochecito, se dejaba deslumbrar por las decenas de barriletes que surcaban el cielo del Parque Sarmiento. La mujer las miraba a ambos, ignorando por completo que en ese predio su amado esposo, el padre perfecto, aprovechándose de la oscuridad y la impunidad de la noche, había violado a numerosas víctimas.

Al caer la tarde, el matrimonio y sus hijos subieron al auto y regresaron a su casa saciados ya de esa vida familiar que, según comentaría luego Zulma, funcionaba en armonía gracias a ese perfecto motor de cariño que era su marido.

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