Blanca A.
Una tarde, sola en su casa, Blanca A. empezó a escuchar voces . Ni por un
momento se asustó ni pensó que había entrado alguien a robarle ni que se había
vuelto loca. Eran voces desconocidas pero firmes que le decían que tenía que cuidar
a su marido.
Las voces llegaron en una época en la que Blanca había empezado a temer
por la estabilidad de su matrimonio. Llevaba dieciséis años casada con Cacho, un electricista apocado y
honesto que la había elegido como mujer después de un desengaño sentimental con
su novia de toda la vida. Blanca, por su parte, también había tenido un noviazgo
frustrado que terminó sin pena ni gloria por un clarísimo desinterés por parte
del novio.
Así la unión de Blanca y Cacho
estuvo marcada por el agradecimiento mutuo: cada uno sentía que el otro lo
ponía a salvo de opciones peores y conflictivas.
Cuando se casaron, Blanca tenía veinticuatro años y treinta y
dos. La diferencia de edad tranquilizaba a Blanca, cuya madre, Aurora, siempre le había machacado sobre el mismo asunto. “Los maridos —le explicaba todo el tiempo—
tienen que ser bastante mayores. Porque si no, cuando se
aburren de una, se van con otras mujeres más jóvenes.” Blanca
tomó ese consejo como una verdad absoluta. Su segunda lectura acerca de los
dichos de su madre era que los maridos, en el momento en que se aburren, se van
con otra. Así, Blanca
vivió siempre sus relaciones con un miedo enfermizo a que se aburrieran de
ella. Y contra eso no podía hacer nada porque siempre tuvo la certeza de que
era una persona anodina, que no podía despertar el menor interés en nadie.
Desde muy chica Blanca quería ser arquitecta, para construir
casas enormes con vista a jardines. Pero Aurora,
su madre, la había convencido de que su capacidad no daba para tanto.
Impaciente, le recomendaba ser maestra y tener un trabajo seguro y menos
complicado. Blanca
aceptó.
Su hermana Rosa, cinco años
más grande, la cuidaba como podía y había hecho algún intento de preservarla de
la asfixia materna. Pero muy pronto se fue de la casa: se casó un mes después
de haber terminado el colegio secundario y se instaló en otro barrio. Blanca
todavía tenía trece años, de modo que pasó su adolescencia como hija única,
escuchando los sermones críticos de su madre. Su padre, un empleado municipal
enfermo y depresivo, pasaba el tiempo escuchando radio y haciendo crucigramas,
aunque una vez por semana, todos los miércoles, desaparecía de la casa a las siete
de la tarde y no volvía hasta las once de la noche. Cuando Blanca se animó a preguntarle a
su madre por el misterio de esas ausencias, recibió una mirada de furia y una
cachetada. Mucho más tarde, cuando su padre murió de un infarto y ella ya
estaba casada, se enteró de lo que ya suponía: su padre reservaba las tardes de
los miércoles para encontrarse con su amante.
El matrimonio de Blanca fue apacible y rutinario el comienzo. Blanca,
sin embargo, compensaba de pasión con la
certeza íntima de que Cacho se iba a
cansar de ella y le pediría el divorcio. Era esa certeza la que hacía que el
interés por su marido estuviera activado en forma constante.
Durante los primeros años, Blanca trabajaba como maestra. Daba clases por
la mañana a alumnos de séptimo grado, pero poco tiempo después se dio cuenta de
había ni una sola cosa de la enseñanza primaria que le resultara interesante.
Cada día era una tortura: Los planes de estudio le parecían mediocres, los alumnos
la asustaban, las madres de los alumnos le resultaban arbitrarias y agresivas.
Nerviosa, solía dar clase parapetada tras su escritorio, indecisa y frágil. El
grupo entero de chicos ya había advertido sus puntos débiles y con los clásicos
recursos estudiantiles: le tiraban tizas, se burlaban de ella, la imitaban, le
pegas en la silla.
Blanca volvía a su casa llorando y se
quedaba en la cama durante todo el día. Varias veces los médicos le habían dado
licencias psiquiátricas hasta que, al fin, la jubilaron anticipadamente a los
treinta y tres años.
Cacho, su marido, la acompañaba en
este proceso. Nunca minimizó sus miedos ni sus fobias, y siempre fue partidario
de que abandonase un trabajo que —era
evidente— no la hacía feliz.
Durante sus licencias psiquiátricas, Blanca pasaba mucho tiempo
durmiendo y viendo televisión. Rosa
iba todos los días a darle los remedios, temerosa de que su hermana evitara tomarlos. Para la
época en que ya no daba clases, Cacho
había dejado su trabajo en una fábrica y había instalado en su casa un pequeño
taller de arreglos de electrodomésticos. A partir de ahí, con su esposo visible
de la mañana a la noche y sin la tortura de los alumnos, Blanca se calmó. Se instaló de
lleno en su vida doméstica dispuesta a conservarla tal como estaba, sin
intromisiones ni sobresaltos.
Un día, mientras los dos tomaban el desayuno en la cocina, Cacho anunció que Gutiérrez, uno de sus mejores y más antiguos clientes, quería
instalar un negocio de venta de artículos de electricidad. Había alquilado un
local a una cuadra de la estación de trenes y, como sobraba espacio, lo había
invitado para poner allí mismo su taller de arreglos. Las ganancias de las
ventas serían para Gutiérrez y el
resto para él. Cacho, entusiasmado,
siguió explicando el plan: él estaría en el negocio, le ayudaría a Gutiérrez a atender a los clientes y
haría sus trabajos de reparación.
Blanca estaba espantada. Todos sus
miedos se materializaban: su marido, al fin, tal como ella había imaginado cientos
de veces, se iría. El primer paso sería trabajar fuera de la casa. Una vez en
otro ámbito, un ámbito lejano al hogar, se daría cuenta de que su vida era
mustia e inservible, y la abandonaría para siempre. Al borde de las lágrimas, Blanca
le suplicó que aceptara la propuesta de Gutiérrez.
A pesar de los antecedentes psicológicos de su esposa, Cacho no entendía esa reticencia absurda. Los miedos
y traumas de Blanca
eran demasiado complejos para un hombre sencillo y sin vueltas como él.
Con paciencia, Cacho trató
de explicarle que el cambio les convendría, que un local a la calle les garantizaba
más clientes, que era una gran oportunidad.
Blanca
aturdida, no hacía más que negar cada argumento ¿Y yo?
, le preguntaba una y otra vez. “Vos te vas a ir
pero ¿y yo?”
Tres meses después de esa conversación, Gutiérrez y Cacho inauguraron
el local. Una semana antes, Blanca empezó a escuchar las voces que la
alertaban sobre el alejamiento de su marido.
Poco después de escuchar esas voces, Blanca se a contestarles. Durante
las horas en que estaba sola podía hablar en voz alta, con plena libertad. En
cuento llegaba su marido, tenía que disimular. Era consciente que Cacho
no iba a entender la realidad: para él, no se trataría de seres que querían
ayudarla a prevenir una catástrofe matrimonial sino de una locura lisa y llana.
Sin embargo, había momentos en los que Blanca dudaba de . sí misma. Se
preguntaba si no estaría viviendo una grave recaída de sus problemas
psiquiátricos surgidos en su época de maestra de escuela. Pero no podía concentrarse
en ese punto: las voces siempre interferían en sus razonamientos.
Para distraerse, Blanca limpiaba su casa frenéticamente.
Compraba revistas femeninas en donde buscaba todo tipo de consejos para el
hogar. Así, se había acostumbrado a varios rituales: frotaba las alfombras con vinagre,
pasaba espátulas en las juntas de los azulejos, les daba brillo a las canillas
usando un trapo con jugo de limón. Sus hábitos de limpieza le calmaban los
nervios, le hacían pasar más rápido el tiempo en el que Cacho estaba fuera de la casa y le daban la idea de que su marido,
viendo una casa reluciente y pulcra, no estaría tan ansioso por abandonarla.
Paralelamente, Blanca había desarrollado la costumbre de rascarse
el brazo izquierdo hasta lastimarse. Aseguraba que tenía un sarpullido que le
picaba de forma atroz, pero, aparte de las heridas que ella misma se provocaba,
ningún dermatólogo le encontró nunca nada anormal.
Durante años, Blanca y Rosa
respetaban la costumbre de visitar juntas a su madre una vez a la semana. Pero
desde que Cacho había instalado su
taller en el local de Gutiérrez, Blanca
había dejado de ir. Estaba demasiado desmoralizada y desganada como para,
además, escuchar las permanentes críticas de su madre. Una tarde, sin embargo, Rosa fue a buscarla y la llevó casi a
rastras.
En casa de Aurora se
comportó de forma tan esquiva que las dos, la madre y la hermana, advirtieron
que algo extraño estaba pasando. Frente al interrogatorio Blanca ofreció resistencia pero
al final confesó que se sentía cansada, débil y sin ganas de nada. Su madre le recomendó
que se hiciera análisis para descartar alguna enfermedad y sugirió que el mismo
Cacho la acompañase a un médico.
Frustrada, Blanca
les dijo que su marido estaba muy atareado como para ocuparse de además pasaba
el día afuera. Rosa le contestó lo
obvio, que ella exageraba, que el taller de su esposo quedaba apenas a tres
cuadras de su casa, y que todos los maridos trabajan fuera del hogar. Pero Blanca,
sintiendo que nadie comprendía la gravedad del asunto, se desmoronó. Con voz
entrecortada confesó que ya le habían contado lo que iba a pasar. “Por ahora Cacho se va a trabajar, pero dentro de poco me
va a Dejar. ¡ Ya me lo dijeron! ¿No entienden? Se va a ir y no va a volver.”
Aurora y Rosa enmudecieron. Cuando se recuperaron del asombro, las dos
quisieron saber quién le había proporcionado la información. Blanca,
horrorizada, se dio cuenta de que había hablado de más. Miró a su madre y miró a
Rosa. A ninguna de las dos podía
contarle lo de las voces. “ No importa quién
fue. Pero me avisaron.”
Al otro día Rosa fue a visitar a su hermana.
Encontró a Blanca
limpiando las alfombras. Rosa le
propuso salir a tomar aire y mirar vidrieras, pero Blanca se negó. Le explicó que prefería
quedarse limpiando y esperando a que llegase Cacho. Ante la insistencia de Rosa,
Blanca
se enfureció. “ Yo tengo mil cosas que hacer en la casa.
Vos no me entendés porque vivís sola y hacés lo que querés. Pero yo tengo que
cuidar las cosas para que mi marido quiera quedarse conmigo.”
Efectivamente, el
marido de Rosa había m hacía dos
años y ella vivía sola. Como su hermana jamás había podido quedar embarazada,
pero si Rosa vivía este hecho como
una injusticia menor vida, Blanca se sentía culpable por no haberle dado
un hijo a Cacho.
Rosa
se quedó unos instantes viendo cómo su mana, arrodillada, fregaba las
alfombras. De golpe Blanca dejó el trapo en el balde, se sentó en
el suelo y empezó a llorar. Su hermana se acercó y la abrazó. Blanca,
en plena crisis nerviosa, no paraba de llorar. Rosa le acariciaba la cabeza muy despacio y trataba de calmarla. Le
preguntó otra vez quién le había contado que Cacho se iba a ir. Blanca no aguantó más. “Nadie
me dijo. Escucho voces.”
Rosa
convenció a su hermana de que fuera a un psiquiatra. Antes, le tuvo que jurar a
Blanca
que la acompañaría y que no le contaría una palabra de lo de las voces ni a su
marido ni a su madre ni a nadie.
Blanca no quiso acudir a ninguno de los psiquiatras
que la habían atendido en su época de maestra, y Rosa eligió a uno que conocía por intermedio de una amiga.
En la primera sesión
las dos hermanas entraron juntas y fue Rosa
quien planteó el problema de las voces. Apenas el psiquiatra advirtió que Blanca
había tomado alguna confianza, le pidió a Rosa
que los dejara solos. Entonces Blanca le explicó su caso, minimizando todo.
Dijo que escuchaba voces muy de vez en cuando, en particular cuando estaba
nerviosa, pero que se daba cuenta de que esas voces eran producto de su
imaginación. Después de un interrogatorio superficial, el psiquiatra le recetó
unas pastillas. Pidió entonces hablar a solas con Rosa, a quien le recomendó que se cerciorase de que Blanca
las tomara. Le dijo también que el caso era serio pero no grave, y que con la
medicación Blanca
se normalizaría, aunque aclaró que debería tomar psicofármacos de por vida.
Blanca siguió escuchando voces. Tomó las pastillas
durante unas semanas pero antes de que hubiera pasado el tiempo necesario para
producir algún efecto, las abandonó. Las voces ya habían empezado a ser una
presencia permanente. No solamente le confirmaban sus miedos y sospechas
diciéndole que su marido la iba a dejar, sino que habían empegado a darle
órdenes. Así, las voces le exigieron que controlara de cerca la actividad de Cacho. Blanca pasaba entonces tardes
enteras espiándolo desde la esquina del local, muy alterada, histérica ante la
posibilidad de ser descubierta, rascándose el brazo hasta lastimarse.
Otro día, cuando Cacho llegó a su casa un rato más tarde
que lo habitual y le explicó que había estado terminando un arreglo atrasado,
las voces le dijeron que estaba mintiendo. Blanca, enceguecida, le dijo a su marido que
quería saber la verdad y que era obvio que sus explicaciones eran falsas. Todo
terminó en una pelea feroz que duró hasta la madrugada.
Cacho
estaba al tanto de la precariedad emocional de su esposa. Rosa, su cuñada, le había contado lo de las voces, las sesiones con
el psiquiatra y los medicamentos. De modo que Cacho, a su vez, también espiaba a su mujer aunque de manera mucho
más sutil que ella. No la seguía sino que se limitaba a acercarse sin hacer
ruido a algún lugar de la casa donde ella estaba, y quedaba en silencio y
oculto estudiando su comportamiento. Mucho no pudo ver: las voces solían arreciar
cuando Blanca
estaba sola. Era entonces cuando ella escuchaba, obedecía y contestaba, dirigiendo
la mirada hacia algún punto fijo que solía ser la pared o una ventana. Lo poco
que Cacho pudo pescar fue inquietante
pero no extremo: escondido tras las puertas pudo verla hablando muy bajito,
sola, con un destornillador en la mano, o cortando un tomate mientras movía los
labios como si rezara. “El médico me
dijo que no es para asustarse, que los remedios la van a poner bien”,
lo tranquilizaba Rosa cuando él,
alarmado, le contaba lo que había visto.
Una mañana Cacho se despidió de su esposa m
temprano que lo habitual. Le dijo que tenía que busca un dinero en la casa de Gutiérrez y después pasar por banco. En
cuanto se fue, Blanca
advirtió que había dejado su caja de herramientas.
Era raro, porque Cacho jamás se separaba de su famosa
caja. La había comprado con mucho sacrificio después de ahorrar durante un buen
tiempo.
Blanca se sentó al lado de la caja, pensativa. La voces
le indicaron, con absoluta claridad, que Cacho
estaba más dedicado a su trabajo que a ella, y que era esa dedicación enfermiza
lo que estaba acabando con su matrimonio. Era esa misma dedicación enfermiza la
que hacía que Cacho ya no la buscara
en la cama, ni la besara, ni la invitara al cine. Era por eso que su marido la
había empezado a mirar con gesto desconfiado. Era por eso que lo había visto un
par de veces estudiándola como si estuviera enferma: porque la percibía como un
obstáculo para lo que de verdad le importaba, que era su trabajo Y esa caja de
herramientas representaba su obsesión por el trabajo.
El razonamiento que
seguían las voces terminaba en un punto muy claro: había que deshacerse de las
herramientas para evitar males mayores.
Blanca miró a su alrededor. Las voces captaron sus
intenciones y la guiaron: no era posible quemar las herramientas ni ocultarlas.
Tenía entonces que sacarlas de la casa: Regalárselas a alguien.
Blanca se puso unas zapatillas, un pantalón de
gimnasia y una remera y salió a la calle, con los pelos revueltos, muerta de
frío y con la cara sin lavar. Llevaba, abrazada, la caja de herramientas.
Corrió varias cuadras en dirección contraria al local donde trabajaba su
marido, y al fin se detuvo y se dispuso a estudiar a la gente No podía decidir
a quién le iba a dar la caja Se acerco a un hombre que en cuanto la vio apuró
el paso y se alejo Siguió caminando unos metros más hasta que se topó con otro
que esperaba un colectivo. Blanca caminó hacia él y le dejó la caja a sus
pies. “Tome. Son buenas. Son de mi marido pero no
las va usar más.”
Esa tarde, cuando Cacho volvió a su casa, encontró a Blanca
muy arreglada, con la comida lista. Comieron tranquilamente y se fueron a la
cama. Antes de dormir Blanca le preguntó a su marido por su trabajo.
Cacho relajado, le contestó que todo
marchaba bien. Le anunció, orgulloso, que ese mismo día le habían llevado varios
electrodomésticos para arreglar. “Viste que al final
convenía que pusiera el taller fuera de casa?”, cariñoso,
sintiendo al fin que las cosas comenzaban a arreglarse. Blanca no contestó.
Entusiasmado, Cacho siguió su
discurso en la misma línea. “Ahora puedo hacer
más plata. Y si sigo así, hasta voy a ahorrar y vamos a poder irnos a algún
lado.” Blanca se sentó en la cama, herida. “Cómo te querés ir, vos... Se ve que estar acá conmigo no
te alcanza.” Cacho ni
siquiera se molestó en explicarle que estaba hablando de las vacaciones.
Se dio cuenta, de
golpe, que no era tan fácil ni tan fácil ni tan rápido recuperar a su esposa en
estado normal. Blanca
en tanto, ya estaba conectada con la angustia del abandono y le insistía al
marido con el tema de volver a trabajar en su casa “Vos
estas afuera todo el día.. ¿Y yo? ¿y yo?. No pensás en mi. No pensás en que
quiero estemos juntos como antes, cuando trabajabas acá en casa?”
Cacho
la miró, hizo un esfuerzo para no levantarse y salir corriendo, se dio vuelta y
se acomodó para dormir.
A la mañana siguiente Cacho se levantó temprano para ir a
trabajar. Como el día anterior lo había dedicado a trámites bancarios y a
acomodar mercadería, quería adelantar los arreglos que tenía pendientes.
Tomó muy rápido un café
con leche mientras de reojo miraba a Blanca, que parecía más inquieta que nunca.
Terminó de comer un pedazo de bizcochuelo y se levantó para salir. Se puso un
saco y una bufanda y buscó la caja de herramientas donde la había dejado. No la
encontró. Siguió buscando en toda la casa hasta que le preguntó a Blanca
que, esquiva, le contestó entre murmullos que no la había visto. Cacho volvió a revisar por todos lados,
corriendo muebles y abriendo armarios una y otra vez..Blanca, culposa, miraba al piso
sin decir una palabra. Cuando Cacho
la vio tuvo la certeza de que ella le había escondido la caja. Harto, la encaró.
"¿Dónde metiste mis herramientas?"
Blanca
improvisó una respuesta vaga. "No sé. Las debés
haber dejado en tu trabajo. Fijate allá. O por ahí las dejaste en otro lado."
A medida que hablaba, Blanca iba asumiendo una actitud más y más
sumisa y acorralada. Cacho, impaciente,
la agarró del brazo y le pidió a los gritos su caja de herramientas. Blanca
intentó una vez más convencer a Cacho
de su inocencia hasta que se dio por vencida y se sentó en el suelo, tapándose
la cara con las manos. Cacho se paró
al lado de ella y se contuvo para no explotar. "Dámelas
ahora." Blanca negó con la cabeza y le confesó que las
había regalado. Cacho respiró hondo
y buscó solucionar la cuestión. "Vas a ir y las
vas a pedir de vuelta." Blanca, lívida, negó otra vez
con la cabeza. "Se las dejé a
alguien en la calle. No sé dónde están."
Ese día Cacho le anunció que se iba de la casa.
Blanca
se metió en la cama y llamó a su hermana para que fuera a acompañarla. Rosa no podía creer lo que escuchaba.
"¿Vos estás tomando los remedios?",
le preguntó alarmada. Blanca le juró que sí, pero que no pensaba volver
jamás a lo de su psiquiatra. La explicación era simple: el psiquiatra le daba
medicamentos porque ella escuchaba unas voces que le decían que su marido se iba
a ir. Yal final, su marido se había ido tal como le habían anunciado las voces.
La hermana intentó
hacerla entrar en razón pero era inútil Para Blanca todo estaba clarísimo y
se lo explicaba a Rosa a los gritos.
"¿No te das cuenta? Las voces me avisaron! Y como yo ya sabía que él se iba a
ir, entonces puedo aguantar lo que pasa. Si no fuera porque las voces me
avisaron yo ya habría saltado por la ventana! Qué remedios ni qué remedios!
Ahora tengo que hacer que Cacho vuelva. "
Hábil y contenedora, Rosa fue calmando a la hermana poco a
poco. Le dijo que la única forma de retomar su matrimonio era aceptando que su
marido, como todos los maridos del mundo, iba a trabajar fuera de la casa. Y
que tenía que volver a sus remedios en ese mismo momento.
Blanca estudió a su hermana. Supo que si aceptaba sus
consejos Rosa hablaría con Cacho y lo convencería de que esa vez
las cosas iban a cambiar. Cacho,
entonces, volvería a la casa. "Está bien
", dijo Blanca,
componiendo un personaje arrepentido y manejable. "Voy a
hacer lo que digas. Tenés razón."
Una semana después de
la gran pelea por las herramientas, Rosa
habló con Cacho. Le dijo que esta
vez Blanca
se había arrepentido sinceramente, y que estaba haciendo un tratamiento
psiquiátrico en forma rigurosa. Le recordó que ella ya había pasado por
tratamiento similares cuando ejercía la docencia, y que siempre se había
recuperado. Para convencerlo, dio el argumento final. "Lo que pasa es que nadie le había dicho que el tratamiento
era para siempre. Este médico es más serio nos explicó eso. Si toma siempre las
pastillas, va a estar todo bien."
Rosa
le anunció además que él, como marido, tenía que conocer al psiquiatra de Blanca.
"Me dijo que lo llames mañana para sacar una
hora con él. Tiene que hablar con vos, me parece."
Cacho
se sintió culpable por no haber acompañado jamás a su esposa en sus consultas
con el psiquiatra. Rosa advirtió esa
grieta en la estructura férrea de su enojo y la utilizó en el acto. " ¿ Por qué no vas a verla aunque sea un rato?"
Cacho,
que además de estar harto de dormir en el local, sentía que no podía dejar a su
esposa enferma, sola y desvalida, aceptó. Le dijo a su cuñada que iría para
hablar, para buscar un poco de ropa limpia y para ver si las cosas realmente
habían mejorado.
Un rato más tarde, Rosa llamaba por teléfono a su hermana
para anunciarle que esa misma noche su marido iría a la casa a cenar.
Blanca estuvo toda la tarde cocinando una tarta de
manzanas para Cacho. Mientras tanto,
las voces se habían vuelto imparables. Blanca, muy nerviosa, trataba de no
escucharlas. Iba cortando pedazos de fruta y contestando, enojada. "Basta. No quiero saber. Hoy quiero estar tranquila.
" Las voces, una vez más, le decían que Cacho se iría, y que toda esa ceremonia nocturna de la charla y la
cena sería en vano.
Cuando llegó Cacho, Blanca estaba sentada en la cocina
leyendo una revista. Lo recibió como si nada hubiera pasado y le dijo que le
había preparado tortilla de papas. Comieron y ella le contó que durante esa semana
había empezado un curso para aprender a hacer velas. "Yo
también quiero trabajar, me va a hace: bien ", anunció. Blanca
le señaló un estante donde había una serie de velas que ya había terminado de
fabricar.
Cacho
comía y evitaba hablar de su propio trabajo. En determinado momento Blanca
tuvo que levantarse: estaba escuchando tal remolino de voces que era incapaz de
seguir una conversación con normalidad. Fue hasta la heladera y .sacó la tarta
de manzanas. Eligió un cuchillo de un cajón y se puso a despegar la tarta de su
fuente. "La voy sacando para que no esté tan fría",
anunció. Pero las voces seguían y se multiplicaban. Blanca se apoyó contra la mesada
y se agarró la cabeza. Cacho, que la
estaba estudiando desde la mesa, se alarmó. " ¿Te
sentís mal?", le preguntó. Blanca, temblando, le dijo que
iría un momento al baño porque le había bajado la presión. "Es que acá no hay aire", explicó, mientras
salía.
Ya en el baño, Blanca
se lavó las manos con agua fría, muy enojada. Sentía que las voces la
gobernaban, y que ella no tenía el mínimo control de sí misma. Se miró en el
espejo y empezó a echarse agua fría en la cara ya frotarse los ojos. El brazo izquierdo
le picaba y le ardía. Blanca sacó del botiquín la tijera que usaba para
sus trabajos de costura. Con el filo empezó a rascarse hasta sangrar.
Mientras tanto, Cacho esperaba. Terminó su tortilla y
se levantó para ir a ver si su mujer necesitaba algo. De paso, arrancó un borde
de la tarta de manzanas y la probó. Caminó por el pasillo hasta el baño.
Escuchó que su mujer lloraba. Se acercó a la puerta y golpeó. Su mujer no
contestó. Cacho abrió la puerta
despacio y vio a Blanca sentada en el suelo, llorando, con el pelo en la cara.
Cacho se arrodilló para consolarla.
En cuanto la tocó, Blanca levantó el brazo y le clavó la tijera
en el pecho. Asombrado y malherido, Cacho
empezó a caer hacia atrás, muy lentamente. Blanca siguió clavándole la tijera en el pecho
y en el cuello hasta que ya no tuvo fuerzas para seguir.
Blanca permaneció toda la noche junto al cadáver de
su marido. A la mañana siguiente llamó a su hermana para anunciarle que había
matado a Cacho.
Blanca fue acusada de homicidio agravado por el vínculo.
Las pericias psiquiátricas determinaron que padecía un severo cuadro de
esquizofrenia y fue declarada inimputable. A los psiquiatras forenses, Blanca
les explicó que había matado a su esposo porque unas Voces se lo habían
ordenado.
Blanca permaneció nueve años internada en una institución
psiquiátrica del interior. Salió en el 2004.
Actualmente vive con su
hermana.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)