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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//29 de Agosto, 2010

Marta Bogado

por jocharras a las 11:49, en Mujeres Asesinas
Marta Bogado

El día de su casamiento, Marta Bogado no podía dejar de llorar.

No era la emoción propia de los festejos sino el recuerdo siniestro que la venía torturando desde hacía once años: entonces, ella tenía diez y su madre había intentado estrangularla.

La imagen le volvía a la cabeza con todo detalle: se veía a sí misma con un jumper a cuadros y un suéter azul un poco estirado, mocasines marrones y una trenza prolija, castaña, que le llegaba a la mitad de la espalda. En ese momento aparecía su madre, llorando a gritos, y se le tiraba encima y la agarraba del cuello y murmuraba "te vas, te vas, te vas, te vas", mientras seguía apretando. Al final,justo antes de que fuera demasiado tarde, la soltaba. Desde abajo, ella veía el cuerpo de su madre, inmenso, brutal, con un camisón rosado de una tela suave, como para bebés. Siempre, durante el resto de su vida, ella recordaría a su madre vestida con ese camisón rosado.

Pero su madre no estaba en el casamiento. Pocos meses después de haber tratado de estrangularla, se suicidó colgándose de un placard. La encontró su marido, con un cinturón anudado al cuello y un revoltijo de ropas que la rodeaban.

Marta escuchó que la llamaban. Había que cortar la torta, y sacarse fotos con los invitados, y bailar y cumplir paso a paso con las ceremonias de aquel casamiento que no prometía nada bueno. Ella lo presentía. Se sentía triste, fea y merecedora de
aquel apretón de cuello que estuvo a punto de matarla. Pablo, en cambio, era perfecto: alto, fuerte, mandíbula cuadrada, pelo a la gomina, presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho, en la Universidad de Mendoza. Ella estaba segura de que algún día él se iría con otra. No iba a poder evitarlo.

Lo miró, le acomodó la corbata y lo abrazó para la foto. "Estás lindísima", le dijo él. Era cierto: el vestido, comprado en Buenos Aires, le quedaba perfecto. Y el pelo, recogido en una trenza, destacaba la armonía de su cara. "Pablo, no me dejes nunca, por favor", le dijo al oído mientras iban de la mano al centro del salón para bailar el vals.

Más tarde, cuando tomaban champagne y comían una insípida torta nupcial, ella tuvo otro flash de su pasado. Hacía tiempo que no recordaba esa parte de su vida, y odiaba tener que volver a esa agonía justo el día de su boda. Pero cada vez que miraba hacia el rincón donde estaba la abuela de Pablo, le aparecía el fantasma de la suya, la madre de su madre. Odiaba a su abuela con una intensidad que le dolía físicamente. La odiaba desde que tuvo que ir a vivir con ella, porque su padre se había declarado incapaz de criar solo a su hija única. "Te dejo acá. Vas a estar mejor que conmigo", le comunicó un domingo de invierno. y junto a toda su ropa incluyó la de la esposa muerta. "Te llevás también la ropa de mamá,porque yo no puedo verla, ya vos te va a venir bien".

La abuela opinó lo mismo. Nunca, en los nueve años en que vivieron juntas, le compró nada. "Para qué te voy a comprar si todo lo de tu mamá está como nuevo. La ropa es para no pasar frío y para cubrirse, nena, acostumbrate", le repetía. Ella le daba mil explicaciones, intentaba convencerla con todo tipo de argumentos, pero nada. La abuela no cedía. "Abuela, todas las chicas usan otras cosas". "Abuela, hay una liquidación que está buenísima y me puedo comprar algo". "Abuela, hasta yo podría aprender a coser y hacerme algo de ropa, y a vos también". Decía todo, menos que le producía una sensación espantosa meterse dentro de la misma ropa donde había estado -todavía viva- su madre.

Marta fue al baño a retocarse el maquillaje. y volvió a verse a sí misma, con el pelo más corto, una pollera recta, gris, y una camisa azul, en el cumpleaños de una amiga. Las otras chicas llevaban pantalones, o polleras más cortas y de colores. Ella estaba
disfrazada de señora, con catorce años. Se dio cuenta de que se reían de ella.

En el baño, Marta volvió a la realidad de su boda. Tenía la cara ardida: cada vez que recordaba aquella escena, una vergüenza retrospectiva la hacía ponerse colorada.Se miró al espejo y se habló: "Basta, nena. Tu mamá se murió, y tu abuela también. y tu papá está viviendo en Italia y no pudo venir. Tranquila. Está todo bien, está todo bien, está todo bien. Está-todo-bien. Por favor, tranquila, te estás casando, como vos querías. Tranquila, tranquila. Está todo bien".

Durante los dos primeros años, el matrimonio fue medianamente feliz. Marta seguía yendo a la facultad: como su marido, estudiaba Derecho.

En realidad, Pablo ya se había recibido, había puesto un estudio con un amigo y ganaba un poco más que lo suficiente.

El matrimonio seguía una rutina: iban a comer y al cine -en ese orden- los viernes y los sábados. Los domingos recibían amigos en la casa. y los miércoles veían
a los padres de Pablo.

Él estaba más concentrado en su carrera como abogado que en su pareja. y ella seguía teniendo el presentimiento del abandono. De todas formas, estaban bien. Pero las cosas cambiaron cuando Marta quedó embarazada: un terror indefinido empezó a torturarla. Su marido le explicaba que a todas las mujeres les pasa lo mismo cuando van a tener un bebé. Igual, ella sentía que lo suyo era desproporcionado: no podía ser que tuviera pesadillas constantes, y que viera aparecer, como flotando en el aire, a su madre muerta, vestida con su camisón rosa.

Cuando el chico nació, empezaron las primeras peleas. Marta no dejaba que nadie se acercara al hijo, ni siquiera su marido. Una sola vez le permitió bañarlo pero le pareció que él lo hacía mal, que iba a lastimar al bebé. Se pasaba todo el día cuidándolo, mirándolo, vigilándolo.

El socio de Pablo le sugirió que llevara a su mujer a un psicólogo, pero él se negó. Se había acostumbrado al nuevo rol de su mujer, y no le importaba demasiado. Cuando el hijo cumplió dos años, Marta quedó embarazada otra vez. Volvieron las pesadillas y los fantasmas. Nació otro varón. Ella se puso histérica. Se sentía incapaz de criar sola a sus dos bebés, pero al mismo tiempo nadie era lo suficientemente diestro como para ayudarla. Se mudó al cuarto que compartían los chicos, y se levantaba cada hora para ver si respiraban. Ese tema la obsesionaba: todo el tiempo necesitaba eso, estar segura de que seguían respirando.

Cuando el segundo hijo cumplió cinco meses, Pablo hizo realidad el presentimiento de su esposa: la abandonó. Dejó todo y se fue a vivir a Buenos Aires, donde instaló un nuevo estudio con otro amigo.

Los primeros días, Marta no salía del cuarto de sus hijos, salvo para cocinar. Estaba
en estado de shock. Había dejado de llevarlos a la plaza y se negaba a recibir a las pocas amigas que se ofrecían para ayudarla. Sintió, por primera vez, que se quería morir. Lo sintió con una nitidez alarmante. Pero sus hijos la necesitaban. Ella se confundía. Quería estar con los chicos, pero más quería estar con Pablo. El abandono la quebró. Nunca, como en ese momento, había tenido tanta urgencia de estar con su esposo. Empezó a llamarlo por teléfono. Él no hizo ningún esfuerzo por ocultarle la verdad: estaba harto de ella. De los hijos, ni siquiera hablo.

Desesperada, cambió de estrategia: se inscribió en un curso de control mental con el único objetivo de aprender a darle fuerza a sus pensamientos: se pasaba las horas repitiendo el nombre del marido y concentrándose para que él también tuviera ganas de llamarla. Como no lo conseguía, pidió una entrevista con sus profesores, que le recomendaron un psiquiatra. Hastiada de que todo le saliera mal, se dedicó por un tiempo a hamacarse en un sillón con sus dos hijos, uno en cada brazo, escuchando canciones de cuna.

Marta soportó la nueva situación durante tres meses. Su obsesión por los chicos aumentó. Su sueño se hizo tan ligero que creyó enloquecer de cansancio. Pero no podía dejar de controlar la respiración de los dos. Pasaba casi toda la noche acercándose a ellos y poniéndoles la mano cerca de la nariz y la boca, para ver si estaban vivos. Tenía una foto de Pablo a la que le rezaba, como si su marido se hubiese convertido en una especie de santo. "Protegenos, Pablo, protegenos por favor", le decía, antes de besarla y guardarla dentro de una Biblia. Dejó de hablar por teléfono por miedo a que él la llamara justo cuando ella estaba hablando.

Otra de sus obsesiones era el álbum de su boda. Se acordaba de esa noche como de algo místico, no merecido, como una bendición que alcanzó a llegarle una única vez. Imaginaba el resto de su vida como el pago por esa noche, cuyos detalles tétricos ya no recordaba: su memoria había alcanzado a anular cada minuto de llanto en el baño, cuando se le venían a la cabeza las imágenes de su madre y de su abuela.

Al fin, se decidió a ir a Buenos Aires. Llegó una noche, con los dos hijos y una valija azul llena a reventar. Pablo estaba viviendo con un primo. Cuando la vio llegar, sintió por ella un desprecio profundo. Pero no dijo nada y los dejó entrar. Ella lo abrazó con desesperación de ahogada, pero él se liberó de ella y le dijo que nunca volverían a vivir juntos. " ¿Para qué querés estar conmigo, si lo único que hacés en la vida es controlar a tus hijos?", le recriminó. Ella no dijo nada pero íntimamente agradeció que él no la echara a patadas de la casa. Con la ingenuidad de los negadores, pensó que si él no la echaba, era porque todavía sentía algo por ella.

Pablo les armó una cama en el living y se encerró en su cuarto para hablar por teléfono con su hermana. Le pidió las llaves de un departamento que ella conservaba de su época de soltera y le explicó que por unos días necesitaba el lugar para instalar ahí a Marta ya los chicos. Después quiso dormir pero no pudo. Pasó la noche escuchando el llanto de su ex mujer, y sus pasos descalzos sobre el piso de madera.

Al día siguiente, Pablo ayudó a instalarse a Marta y a los chicos en el departamento de dos ambientes de su hermana. Hizo lo que pudo. Pero no pudo mucho. Ni explicarle la situación a Marta, ni prometer que volvería, ni jurar que se estaba
yendo para siempre. Dejó todo en una nebulosa y se fue a trabajar.

Ella pasó una semana de pesadilla. Pablo ya no le atendía los llamados y había ido a verlos una sola vez. Fue un sábado tremendo. Él llegó con una docena de facturas y un par de autitos de plástico para los chicos. Llegó, prendió la radio para escuchar un partido de fútbol, y aceptó el café que le ofrecía su ex mujer, a quien no le dedicó siquiera una mirada compasiva. Sentó al lado suyo a su hijo mayor y lo trató como si fuera el hijo de un pariente lejano y no muy querido. Miró el reloj cientos de veces, se paseó por el departamento con cara de asco y evitó en todo momento estar cerca de su ex. Pero el lugar era demasiado chico como para no toparse con ella todo el tiempo. Marta le dijo que haría cualquier cosa que él quisiera con tal de que estuvieran juntos de nuevo. Él le dijo que haría cualquier cosa en la vida menos volver con ella.

La saña contra Marta sólo se explicaba por el grado de sumisión que ella mostraba con él. Una sumisión tan absoluta que generaba rechazo y hasta desprecio. Ella se daba cuenta, pero no lo podía evitar.

Un lunes ella entendió todo. Pablo nunca volvería. Y ella sola no podría cuidar a los chicos. Los miró. El más grande, de tres años, jugaba con un autito de plástico amarillo. El más chico, de ocho meses, estaba en su corralito, tratando de llamar la atención de su hermano. Le dieron una pena inmensa, la misma pena que ella ya sentía por sí misma. Siguió mirándolos. A medida que pasaban las horas, la pena se transformaba en rencor: eran ellos los que no la dejaban vivir con normalidad, ellos habían destruido su matrimonio. Al rato, el rencor se volvía miedo: ¿Podrían sus hijos llevar una vida normal, siendo que su madre pensaba más en su esposo que en ellos? Los recuerdos de su infancia la abrumaban. Su vida entera le pareció patética y tuvo la certeza de que sus hijos estaban condenados a sufrir, por lo menos, lo mismo que ella había sufrido. Volvió a mirarlos. La idea le resultó intolerable. Tenía que salvarlos. Por supuesto, había una única manera.

Al día siguiente, despertó al más chico y lo sacó en brazos de la cama. Lo bañó, lo vistió, le puso perfume. Mientras lo hacía, lo iba besando y le hablaba. "Mi bebé, ahora te vas a ir y va a estar todo bien. Va a estar todo bien". Lo llevó al living, lo acostó en un sillón y lo miró. El bebé le sonreía y con las manos le agarraba un dedo. Ella lo besó una vez más en la nariz y buscó un almohadón para ahogarlo. Nunca más tendría que preocuparse de si respiraba. Ya no volvería a respirar, y era lo mejor para todos.

Cuando estuvo segura de que había muerto, dejó la almohada en un costado del sillón y se lo quedó viendo. Le pareció el bebé más hermoso del mundo. Mientras lo miraba, entró corriendo su otro hijo. Frenó en seco al ver a su hermano tieso en el sillón. "Mamá, ¿qué le pasa al bebé? ¿Está enfermo?". Ella le sonrió. "Nada, mi amor. Tu hermanito ya no está más. Se fue de viaje, ¿entendés? Y vos, ahora, también te vas a ir de viaje". El chico se asustó. Veía a su madre totalmente distinta. "No, mamá, yo no quiero hacer ese viaje". Marta lo miró con ternura. "Sí, bebé, vos también vas a ir. Pero primero nos vamos a dar un baño, y nos vamos a vestir, ¿sí?".

Marta bañó a su hijo mayor, lo vistió y le puso perfume. Enseguida lo llevó a su cuarto y lo acostó en la cama. Tomó la almohada y lo asfixió, aunque esta vez no fue tan fácil: cuando la detuvieron, tenía las muñecas cubiertas de arañazos.

Una vez que Marta vio que el mayor estaba muerto, lo llevó al living, donde estaba el cadáver de su hermano. Por alguna razón inexplicable, abrió la puerta -que daba a un pasillo exterior- y se sentó en el sillón, sosteniendo en brazos a sus dos hijos. Se hamacaba, los hamacaba, les hablaba, les cantaba canciones de cuna. Un rato más tarde, el portero fue a limpiar el pasillo. Vio la puerta abierta y se asomó. "Señora, ¿le pasa algo a sus chicos?". Ella sonrió. "No. Lo que pasa es que no están más. Se fueron de viaje y ya no están. Se fueron". El diálogo con el portero y la descripción de las muertes fue hecha por la misma Marta Bogado pocos días después de que la detuvieran.

Marta Bogado fue declarada inimputable y terminó en uno de los pabellones del hospital psiquiátrico Moyano, donde inició un tratamiento de recuperación. Durante los primeros tiempos de su internación, ella sostuvo que el suyo fue un crimen altruista. Sus hijos tenían que dejar de sufrir, por eso ella los había matado.

A medida que su cuadro fue mejorando, empezó a tomar conciencia de lo que había hecho. Después de siete años, los médicos le dieron el alta. Estaba curada. Cuando salió del Moyano, ya entendía lo que había pasado. Dos días más tarde se pegó un tiro.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)







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