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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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ajedrez, informatica, casos reales, policiales etc.

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//10 de Noviembre, 2010

CAPÍTULO XI Nueva Córdoba

por jocharras a las 10:00, en La Marca de la Bestia

CAPÍTULO XI

Nueva Córdoba

En la jungla

El semáforo se pone en rojo y la 4x4 clava los frenos justo en la esquina. Un par de jóvenes se abalanzan sobre el vehículo para limpiar el parabrisas a cambio de dos monedas, un cigarrillo o nada. Es de noche y todas las luces del bulevar Chacabuco están encendidas. Por los parlantes de la camioneta resuena la base rítmica de un tema de música electrónica. Los tonos graves hacen sacudir al vehículo desde dentro. "Tung tung tung...", el sonido es tan fuerte que parece dar golpes en el pecho a todo aquel que pase cerca. En el coche, los cuatro amigos ríen, beben de la bote­lla de cerveza y deliran cuando ven pasar delante de ellos a cua­tro chicas vestidas para matar. Juntas son un espectáculo visual. Ellas sonríen y los jóvenes desesperan. Uno de ellos se asoma por la ventanilla del lado del acompañante, le jura a una de las ami­gas darle todo el amor del mundo y le ofrece casamiento. Detrás de ellas pasan caminando otras cinco chicas y metros más atrás varias más. Todas apuran el paso ya que el semáforo se corta en cualquier momento.

 

La luz finalmente se pone verde y la 4x4 demora unos segundos en arrancar. Los autos que están detrás hacen cambio de luces y se prenden de la bocina hasta que el conductor finalmente pone pri­mera, pisa el acelerador a fondo y suelta el embrague. El vehículo acelera y se pierde por el pavimento, las luces violetas ubicadas debajo del motor convierten a la camioneta en una nave espacial. El chirrido de las gomas tapa durante un par de segundos los acor­des de una canción de los Rolling Stones que empieza a sonar en el bar de la esquina. El local es pequeño y ya no cabe nadie más den­tro. Las mesas están todas ocupadas y el humo de los cigarrillos se convierte en una densa cortina azulada, iluminado por los reflecto­res del bar, y cubre todos los vasos a medio llenar, las botellas y decenas de rostros sonrientes. En la vereda hay más mesas y sillas abarrotadas de chicos y chicas que hablan, gritan y ríen en un per­manente juego de seducción.

 

Al lado hay una heladería y metros más allá un bar, dos bares, tres bares. Todos están repletos de gente de todas las edades, pero principalmente jóvenes de no más de 25. En la cuadra hay un cyberbar con unas 20 computadoras. Todas están ocupadas por jó­venes que chatean, controlan sus casillas de mails o pasan el tiem­po navegando en páginas de juegos, música y sexo. En la puerta del local hay dos amigos esperando turno hasta que se desocupe algu­na PC.

A la vuelta de la esquina, el panorama no cambia demasiado. A media cuadra, en el subsuelo de un edificio, un grupo de chicas practica step en un gimnasio todo pintado de blanco y con vidrios espejados. Algunas se paran un minuto, muertas de cansancio y dan cuenta de botellas de agua mineral.

Al frente hay un boliche con las luces de neón rojas encendidas, pero las puertas aún están cerradas. Es temprano y falta un par de horas para abrir y para que los patovicas, con sus cuerpos fabricados a base de anabólicos, se paren en la puerta con cara de pocos amigos y se pongan a rebotar a todo aquel que no les guste. Frente a la disco, cinco taxis están detenidos a la espera de clien­tes que hagan dejar de bostezar a sus choferes.

Por la Chacabuco pasa un ciruja en bicicleta. Lleva el pelo canoso y enmarañado desde hace años. Usa un viejo y sucio saco que le tapa parte del pantalón repleto de manchas oscuras de dis­tintas formas y colores. Las botas están llenas de barro y empujan con paso cansino los pedales. En la parte trasera del asiento lleva una bolsa de nailon con dos cajas de vino que acaba de comprar. También lleva cartones aplastados que canjeará por un par de mo­nedas. Se lanza por la Chacabuco sin dar importancia a un colecti­vo que pasa volando a su lado. El bocinazo del ómnibus retumba en la cuadra durante un par de segundos. El colectivero pega un volantazo y evita atropellar al ciclista que se aleja insultando por lo bajo. La imagen de estos dos personajes extraños al barrio con­firma la noche de Nueva Córdoba, donde a nadie le importa lo que hace el otro y todo el mundo está preocupado por sí mismo.

El desfile de chicos y chicas por la zona parece interminable. Se abren paso como pueden en las veredas atestadas de gente y en la calle repleta de autos estacionados y en movimiento.

La cuadra está llena de edificios. En realidad, es el barrio el que se encuentra poblado de monumentales estructuras de hormigón y ladrillo que se elevan como hongos hacia el cielo, en medio de decenas de obras en construcción que se erigen donde años atrás podían apreciarse viejas casonas de familias de renombre.

El olor en las calles es una mezcla que va desde los perfumes de quienes deambulan por allí hasta deliciosas fragancias que se desprenden de las flores de los árboles del bulevar, pasando por el aroma de hamburguesas, pizzas y demás comida chatarra.

Es la isla de la tentación. Es Nueva Córdoba, uno de los barrios más importantes y poblados de la ciudad de Córdoba. Vecina al centro de la Capital, la barriada cuenta con unas 70 cuadras distri­buidas en un triángulo formado por el bulevar San Juan, que se convierte en bulevar Illia, la avenida Vélez Sarsfield y finalmente la avenida Ambrosio Olmos, que se transforma, a su vez, en la ave­nida Poeta Lugones. Un triángulo que cuenta con una población de miles de jóvenes de clase media, en su mayoría oriundos del inte­rior de Córdoba o bien de otras provincias -como San Luis, La Pam­pa, Catamarca, Santiago del Estero, La Rioja, Tucumán, Salta y Jujuy- y que vienen a la Capital a estudiar en la Universidad Nacional o a cualquiera de las privadas.

El corazón del barrio Nueva Córdoba es la plaza España, una gran rotonda de cemento y baldosas con columnas rectangulares, que conecta a la barriada con la Ciudad Universitaria y con el Parque Sarmiento.

A cinco cuadras de la plaza, bajando por la Poeta Lugones se llega a la terminal de ómnibus. Si la plaza España es el corazón de Nueva Córdoba, podría decirse que la terminal es la cabeza del barrio. Por allí circulan diariamente decenas de miles de personas que viajan y llegan en colectivos de larga distancia, en su mayoría, provenientes de todos los rincones del país.

Por las inmediaciones de la estación el panorama es distinto al del resto de Nueva Córdoba. Ya no son tantos los boliches y tampo­co hay demasiados bares ni pubs de moda atestados de jóvenes. En la zona se observan viejas casonas venidas abajo, mezcladas con edificios y comercios tradicionales como quioscos, verdulerías, panaderías y restaurantes para viajeros.

La zona está poblada de árboles y es más oscura. La mayor parte de la gente que por allí transita lo hace a las apuradas con bolsos o mochilas a cuestas.

Allí, en medio de toda esa jungla, hay dos chicas paradas en la esquina de Illia y Balcarce. Están a dos cuadras de la terminal. El semáforo en rojo las detiene. Se trata de Mariela y Guadalupe, dos pibas de 23 años, oriundas del interior de Córdoba, que se hicieron amigas y compinches en la facultad. Están tan animadas charlando que ni le prestan atención a la 4x4 con luces violetas debajo del motor que pasa a mil frente a ellas.

Es domingo de primavera. Es el 3 noviembre de 2002. Faltan pocos minutos para que el reloj enclavado en el medio del cantero de Illia marque las diez de la noche.

Hace un par de minutos que Guada pasó a buscar a Mariela a su departamento sobre Illia para salir a caminar un rato. La noche está excelente como para quedarse encerradas en el depto. Salen a dar vueltas por Nueva Córdoba .sin un rumbo fijo. Como hacen todos, salen a rondar la noche. Si pinta un bar -como dicen sus amigos-, anclan allí. Si no, siguen dando vueltas hasta dar con un buen lugar.

Cruzan el bulevar y caminan apuradas en medio de varias per­sonas, sin darle demasiada importancia a un hombre con gorra blan­ca, bermudas y remera manga corta que se encuentra parado al lado de unos autos estacionados. Ni bien ellas pasan, el tipo se acomoda la gorra y empieza a seguirlas, sin dejar de clavarles la mirada. Visto desde atrás, su forma de caminar se asemeja a la de un gorila.

Después de tres años y medio, Marcelo Mario Sajen vuelve a su zona predilecta, a cazar víctimas desprevenidas. Vuelve a Nueva Córdoba a saciar su hambre sexual. Vuelve al barrio de siempre, aquel donde es fácil pasar inadvertido entre tanta gente y tan po­cos policías. Hace menos de un mes que salió de la cárcel y necesi­ta dar rienda suelta a su bestialidad.

Paralizadas

Las dos chicas empiezan a subir por Balcarce. No llegan a hacer 10 metros cuando Mariela siente que alguien se acerca co­rriendo y respira agitado. Ni ella ni Guadalupe alcanzan a darse vuelta cuando ya lo tienen encima. El hombre abraza a Mariela y pasa el brazo derecho sobre su espalda y con la mano le aprieta el hombro. Mientras tanto, con su mano izquierda le apoya el caño de una pistola directamente en la cintura. La chica se queda pa­ralizada, sin entender nada. Su amiga tampoco sabe qué hacer. Piensa en salir corriendo a pedir ayuda, pero se queda quieta, porque sabe que si huye a su amiga puede irle mal. De todas maneras, tampoco puede escapar, el miedo la ha paralizado por com­pleto.

-Shhh, quietas, quietas, pendejas. Se me quedan calladitas y no les va a pasar nada. Sigan caminando que no pasa nada. Esto es un robo. Vamos a ir caminando hasta la esquina, me dan todo lo que tienen y las dejo ahí -dice Sajen en voz baja, pero con un tono que permite que las chicas lo oigan y no atinen a hacer otra cosa que no sea obedecerlo-. Tranquilas, que no les va a pasar nada. Quiero que me den toda la guita que tienen enci­ma. ¡Vos hija de puta no te des vuelta, no me mirés, porque te cago matando! ¿Me entendés, che pelotuda? Te cago matando a vos y a tu amiga. Hagan lo que les digo y no les pasa nada. Y vos no salgas corriendo, no te hagás la canchera y vení para acá porque cago matando a tu amiga. La hago boleta. La guita, la guita, vamos, denme la guita - repite Sajen, sin detenerse du­rante la subida de la Balcarce.

Aterradas, Mariela y Guadalupe apenas pueden caminar. Están mudas del miedo. Una de ellas extrae un billete de 10 pesos, todo arrugado, del bolsillo delantero del pantalón y se lo da a Sajen. La otra se saca una cadenita de oro y un reloj pulsera.

Los tres llegan al cruce de Balcarce con la avenida Poeta Lugones. Frente a ellos se levanta el Parque Sarmiento. Por la ve­reda de la avenida pasan varios grupos de amigos caminando, mu­jeres solas, parejas abrazadas. Poco más allá algunos jóvenes prac­tican footing, con la música palpitando en sus discman.

El ir y venir de autos, a pesar del día y la hora, es incesante. También circulan colectivos de larga distancia ya sea rumbo a Buenos Aires, a Mendoza o al sur del país, con pasajeros que bostezan, duermen plácidamente o contemplan a través de las ventanillas, con mirada indiferente, lo que ocurre en la calle.

Sajen llega a la esquina, mira hacia el parque, pero opta por doblar hacia la izquierda y dirigirse por Poeta Lugones hacia la terminal de ómnibus. Sabe bien dónde llevarlas, pero no se los dice. Eso las asustaría y echaría por tierra el plan.

Las dos amigas le dicen que ya le dieron todas las cosas de valor que llevan encima y le piden que las deje ir. Sajen no respon­de y mira hacia adelante, de un lado hacia el otro, controlando toda la situación. Fotografiando todo lo que ocurre, escudriñando cada metro, llevando el control. Por fin, habla.

-Quedense tranquilas. No les voy a hacer nada malo. No soy un choro, no soy una mala persona. Esto lo hago porque tengo hi­jos y tengo que darles de comer. ¿Vieron cómo están las cosas ahora? Está dura la calle, no hay laburo, no hay un mango - Mariela y Guadalupe lloran de pánico y tiemblan. Sajen, de golpe, se exaspera-. Vos, dejá de llorar como una pelotuda y abrazame como si fueras mi novia. Vos seguí caminando y no se te ocurra salir corriendo o gritar porque liquido a tu amiga. ¿Lo conocen a Gustavo? - dice Sajen, sin obtener respuestas.

En varios de sus ataques anteriores y posteriores, el depravado pronunció ese nombre mientras abordaba a sus víctimas y las con­ducía al sitio elegido de antemano para violarlas. Hasta el día de hoy, nadie sabe ni puede decir con certeza a qué o a quién se refe­ría con esa palabra, si es que representó algo. No existe ningún familiar cercano a él que se haya llamado así. Es más, ni su esposa ni sus amantes, como así tampoco sus hermanos u otros familiares recuerdan a alguien del entorno con ese nombre.

Con estos elementos podría cobrar validez la suposición de al­gunos investigadores judiciales que señalan que "Gustavo" sería un término utilizado para hacer referencia a la eyaculación.

En sintonía con esto, un funcionario de la Fiscalía General de la Provincia opinó que la palabra Gustavo era "común" en la cár­cel, pero eso fue rechazado por los presos y ex presos consultados. Aun así, alguna gente del barrio donde creció Sajen dijo que es común en ciertas reuniones de hombres escuchar referencias a la llegada del "Gustavo", como la llegada del orgasmo y la eyaculación.

La afirmación más fundamentada y menos subjetiva sobre el tema, la efectuó el comisario Oscar Vargas, uno de los policías que ayudó a atrapar a Sajen, quien precisó: "¿De qué vale buscar significados? En la práctica de Sajen y del caso violador serial la utilización del nombre Gustavo era el primer golpe que daba el atacante a sus víctimas, provocándoles la primera confusión de la serie de confusiones que le permitían sostener el control".

Gustavo, además, es el nombre inventado que solía usar Sajen cuando era detenido y necesitaba dar una falsa identidad. Al me­nos en una ocasión (cuando estuvo detenido en 1993) dio el nombre Gustavo Rodolfo Segal y en otra (en 1999) se hizo llamar Gustavo Rodolfo Brene.

-¿No lo conocen a Gustavo? -vuelve a preguntar Sajen. Ni Mariela ni Guadalupe responden.

Para entonces, el hombre ya les ha hecho cruzar la avenida y las lleva a paso acelerado hacia el viejo edificio de los Molinos Minetti. El predio, ubicado sobre el bulevar Perón y frente de la terminal de ómnibus, se encuentra abandonado desde hace varios años. Cuenta con varios pisos y ocupa una gran extensión de terre­no. Los accesos al predio conducen directamente a sectores aban­donados, oscuros y cubiertos por enormes yuyales.

Según determinarían los investigadores con posterioridad, ésa era la primera vez -conocida- que Sajen llevaba a una víctima a ese lugar. Antes, si bien había abusado sexualmente de otras jóve­nes en ese sector de la ciudad, preferentemente lo había hecho en el Parque Sarmiento, ya sea en la Isla Crisol o bien en la pista de patinaje.

Sajen hace detener a las dos chicas debajo del puente del Nudo Vial Mitre, donde se encuentra la obra El Hombre Urbano, y em­pieza a revisarlas como si fuera un policía. En realidad, las palpa de un modo idéntico al de los uniformados. Está agitado. Las cua­tro cuadras que las había hecho caminar, desde que las abordó, lo habían dejado boqueando.

Primero sujeta a Mariela y mete sus manos en los bolsillos tra­seros de su jean. El manoseo lo excita.

Qué linda cola tenés, pendeja! -susurra mientras manosea a Guadalupe y termina por descontrolarse -Vamos mierda, métanse ahí- grita Sajen, mientras las obliga a entrar al viejo edi­ficio, conduciéndolas directamente hacia un baldío interno que da hacia el bulevar Perón y corre paralelo a las vías que pasan por la estación ferroviaria Mitre.

Ni bien se cerciora de que no hay nadie que pueda complicarle sus planes, obliga a las chicas a ponerse de cara contra una pared, cerca de un tanque de agua, y vuelve a manosearlas. Hace que Guadalupe se tire al suelo y se quede boca abajo con las manos sobre la cabeza.

Se acerca entonces a Mariela y la obliga a que no despegue la vista de la pared. La abraza por detrás y empieza a hablarle al oído, mientras le acaricia los pechos y empieza a bajarle el panta­lón. Mariela grita y trata de defenderse, sujetándose el jean, pero se lastima las manos. Sajen le pega en la cabeza y le apoya la pis­tola en la sien.

-Hija de remil puta, quedate quieta o te cago matando mierda. Te juro que te mato. Nadie va a venir a ayudarte.

Mariela llora desconsolada. Lo mismo hace Guadalupe, ahogando su llanto en el piso.

Sajen se baja el cierre de la bermuda, se escupe la mano y empieza a masturbarse. Intenta penetrar a la joven por el ano, sin dejar de mirar para todos lados. El grito de dolor retumba en el descampado y se pierde en medio de la oscuridad. En un impulso desesperado, Mariela trata de manotearle el arma a Sajen, mien­tras le grita:

Matame hijo de puta, matame, matame! ¡Antes de que me ha­gas esto, prefiero que me mates, hijo de puta!...

Sajen queda descolocado durante unos segundos mientras la ira lo quema por dentro. Levanta la mano y le da una furibunda cachetada en la cara antes de soltarla. En segundos, se viste, mete la pistola 11.25 dentro de la bermuda a la altura de la cintura y amenaza a las dos chicas.

-Quédense quietas o las mato a las dos. Yo me voy a ir, pero ustedes se me quedan media hora acá. Voy a estar cerca, mirándolas. Si se van antes o me siguen, las doy vuelta de un balazo.

Y vos, no hagas ninguna denuncia. Vas a pasar la vergüenza de tu vida con los canas. Se van a cagar de risa de vos. Encima te voy a ir a buscar a tu casa y te voy a liquidar.

Sajen se tranquiliza, sale caminando de los viejos Molinos Minetti y retoma la avenida Poeta Lugones, en dirección a la plaza España. Falta apenas media hora para la medianoche del domingo y decide retornar a su casa.

Sólo cuando siente que el violador está lejos, Mariela se viste y se abraza en un llanto desconsolado con su amiga. Minutos des­pués llegan al departamento de una de ellas sin despegar la mira­da del piso y presenciando cómo el mundo de Nueva Córdoba gira con total normalidad.

En el departamento pasan un largo rato bañándose. Se sienten destruidas y no pueden entender por qué les tuvo que tocar a ellas. Después parten a la comisaría del barrio Nueva Córdoba, desde donde las mandan (en taxi) a la Unidad Judicial de la División Pro­tección de las Personas, en la Jefatura de Policía ubicada en aveni­da Colón al 1250, donde los policías y funcionarios de la unidad se encargan de que Mariela vuelva a sentir la violación.

La misma humillación y mal trato se trasladarían después a los consultorios de la Policía Judicial, cuando fue revisada por un médico forense.

Al alcance de la mano

El dibujo muestra de espaldas a un hombre corpulento, casi sin cuello, de brazos largos musculosos y pelada incipiente. Debajo de la figura se alcanzan a leer las especificaciones de la autora: pan­talón largo de jean, remera blanca mangas cortas y zapatillas.

Cuando A. lo dibujó por primera vez, apenas habían pasado horas del ataque y su memoria todavía guardaba un recuerdo fres­co de esa imagen que tampoco el tiempo iba a poder borrar fácil­mente.

Fue víctima de Sajen el 13 de noviembre de 2002, algo más de un mes después de que éste hubiera sido dejado en libertad por el Servicio Penitenciario de Córdoba. Aunque menos triste que otras, porque esta joven logró escapar de las manos de su agresor antes de ser sometida, la historia de A. echa luz para entender cuán lejos estaba la Policía en 2002 de atrapar al delincuente que ya había abusado de más de 30 mujeres de la ciudad de Córdoba.

La joven fue contactada por nosotros en los primeros meses de 2005 y accedió gentilmente a contar lo que le pasó aquella noche. El encuentro se concretó en el bar de la librería El Ateneo, junto al vidrial que da hacia la avenida General Paz, pleno centro de Córdoba.

Bajita, de pelo castaño y curvas sutiles pero pronunciadas, A. relató lo que sucedió mientras caminaba rumbo a Nueva Córdoba desde la calle Corrientes, subiendo por Obispo Salguero, hacia su departamento ubicado 20 metros antes de que esta última calle se cruce con Rondeau.

"Venía de acompañar a un amigo hasta su casa. Eran cerca de las nueve y media de la noche. Llegué despreocupada a la altura de bulevar San Juan porque no me seguía nadie", recuerda la chica antes de explicar que un año antes de encontrarse con quien asegu­ra era Sajen, había sido víctima de un hombre que la manoseó en plena calle. "Desde entonces -asegura- me volví muy cuidadosa y siempre estaba mirando para atrás por las dudas, por eso te puedo decir que, al menos desde atrás, nadie me había seguido".

A. habla acompañada de gestos y nunca deja de mover sus ma­nos, pero a medida que avanza el relato ese histrionismo suma un nuevo elemento y es el de los dibujos. Mientras habla, la joven toma una servilleta y traza un plano. Esa noche, A. cruzó el bulevar que está ubicado a 80 metros del departamento donde vivía y, cuan­do apenas había comenzado a caminar por Obispo Salguero, sintió que alguien la agarraba del cuello y, con la otra mano, le apretaba los riñones.

"Me torció el cuello para que no lo mirara y automáticamente me dijo: 'Te bajo acá. Decile a Gustavo que se deje de joder que lo voy a coger y lo voy a hacer mierda'". Cuando escuchó la amenaza, A. creyó que su atacante se había equivocado y se lo dijo, pero el desconocido demostró que eso no iba a frenarlo. "No importa", res­pondió, mientras despaciosamente la hacía caminar.

"Mientras me llevaba se dio lo que, según me dijo después la Policía, era una característica clásica de los ataques de Sajen. Como yo estaba exaltada, él se tranquilizó un poco con sus amenazas, como si supiera lo que me pasaba y lo que tenía que hacer para controlarme", asegura la chica.

-¿Tenés plata? -preguntó el desconocido.

-No tengo nada -respondió A.-

"En ese momento empecé a sentir taquicardia, como si el cora­zón me fuera a explotar y el pecho se me saliera, así que comencé a sollozar sin parar, sin poder contenerme", cuenta la joven de 23 años, mientras se lleva las manos al cuello.

Cuando era llevada por el desconocido, A. vio a una mujer y la miró fijamente a los ojos, pero ésta no se dio cuenta de lo que pasaba. El miedo tampoco le permitió a la chica encontrar fuerzas para hablar o al menos hacer el gesto de horror que deseaba. Si­guieron caminando, despacio.

"Él había bajado la presión, pero yo nunca bajé el nivel de tensión y ahora pienso que eso fue lo que me salvó. En ningún mo­mento pensé que iban a violarme o a pegarme o asaltarme. Pensé que me mataban, que me moría y me decía 'no me puedo morir ahora, no me puedo morir ahora, no me puedo morir ahora'", afir­ma A., quien aún hoy no puede creer que en esa cuadra donde siempre está lleno de gente, aquella vez no hubiera nadie.

"Yo tenía fe de que si hacíamos unos metros más íbamos a pa­sar por el frente de mi edificio y el portero se iba a dar cuenta, pero justo cuando nos acercábamos, él me hizo cruzar la calle".

-¿De dónde sos? -preguntó el desconocido mientras cruzaban.

A. intentó contestar, pero no tuvo fuerzas.

-¿Dónde vivís? -volvió a preguntar el atacante, tratando de que el control no se le fuera de las manos.

A. volvió a hacer silencio y señaló el edificio con su cabeza.

-Si te portás bien -volvió a hablar el atacante-, no te va a pasar nada. Yo estoy jugado así que si te portás mal, te bajo acá mis­mo.

Ya habían llegado casi a la esquina, donde había un videoclub. Entonces A. se dio cuenta de que ya no sentía aquella presión en los riñones.

"Me di cuenta de que no me estaba apuntando más con lo que, yo creía, era un arma. Como yo pensaba que iba a matarme, no pude evitar mirar para atrás. Vi que no tenía arma... No sé de dón­de saqué fuerzas, pero lo empujé y lo alejé. Entonces me dijo que me callara la boca y no dijera nada y salió corriendo por Rondeau, donde se encuentra la Clínica El Salvador", relata A., como si aque­lla experiencia hubiera ocurrido ayer.

Increíblemente, y por un segundo, el victimario se convirtió en perseguido porque, "llena de bronca", A. comenzó a perseguirlo. A poco de andar, la joven se detuvo y se dio cuenta de que era un error. "Fue un impulso nada más, pero estaba tan asustada que ni siquiera pude gritar, me quedé parada ahí viéndolo correr. Sin embargo, eso me sirvió porque justo cuando pasó frente a la clíni­ca, las luces hicieron que pudiera verle perfectamente la espalda y la pelada en la cabeza. Su imagen me quedó tan grabada en la memoria que después pude hacer un dibujo de su silueta vista des­de atrás y dárselo a la Policía", señala la chica.

En este punto es necesario detenerse y señalar, sin dejar de considerar valiente la actitud de A., que los estudiosos de este tipo de delitos entienden que los ataques de un delincuente sexual pue­den tener aspectos comunes entre sí, pero son imposibles de com­parar por más que esas características similares existan. A. pudo escapar de su atacante porque las circunstancias del hecho se pre­sentaron de tal manera que ella pudo aprovecharlo. Sin embargo, eso no significa en lo absoluto que, aun en circunstancias simila­res, otras víctimas hayan tenido la misma suerte de la chica.

Resulta importante precisar que las otras víctimas de Sajen no tienen ninguna culpa o responsabilidad por no haber podido esca­par. Simplemente tuvieron la mala suerte de que sus circunstan­cias y el contexto en el que se desarrollaron las mismas no les permitieron zafarse como A.

"Era el violador serial"

Si alguien hubiese escuchado y prestado atención en su momento a A., muchas otras jóvenes se habrían salvado de caer vícti­mas de Sajen.

"Cuando lo dejé, entré al edificio, pero el portero no estaba. Subí aterrada hasta mi departamento y, recién cuando entré, me di cuenta de que tenía que denunciarlo. No podía dejar que esto pasa­ra sin hacer nada", cuenta la chica de ojos almendrados. "Fui al cyber que está al lado de mi edificio y le pedí al chico que atiende que me acompañe a hacer la denuncia. Lo hizo, pero no muy convencido", recuerda.

Lo siguiente puede considerarse la más clara muestra de la nula importancia que la Policía de Córdoba le daba hasta ese mo­mento a los abusos y la evidencia más patente de que en Córdoba se desconocía que un violador serial había abusado ya de una treintena de chicas. Desandando el camino que había hecho con el atacante, A. bajó hasta bulevar Arturo Illia con su acompañante. Cerca del cruce con la calle Paraná, sus ojos se encontraron con la misma persona que la había atacado. El hombre caminaba por la vereda del frente del bulevar, en dirección a la terminal de ómnibus, y se disponía a abordar a otra chica. "Caminaba como si estu­viera sacado", recuerda A.

"Mirá, ése es el hijo de puta", gritó A. a su acompañante. El sujeto escuchó, se detuvo un momento, retrocedió unos metros y se sentó en los escalones de ingreso a una casa, dejó caer sus brazos al suelo y agachó la cabeza. Simulaba ser un borracho.

"Ése es", volvió a gritar la chica, quien cruzó a la vereda del frente. El hombre se levantó y salió corriendo. A. no tiene dudas de que era Sajen.

Justo en ese momento pasaba por calle Paraná un patrullero de la Policía, dirigiéndose hacia el Parque Sarmiento. A. le hizo señas para que se detuviera. El coche se paró ni bien cruzó la es­quina.

"Ese hijo de puta que va allá corriendo me intentó atacar re­cién", dijo la jovencita a los gritos. Según recuerda, lo primero que hizo uno de los policías fue mirarle el pantalón ajustado que ella llevaba puesto.

-Ese que va ahí -señaló de nuevo A:, mientras apuntaba a Sajen que se encontraba a unos cincuenta metros de la esquina.

-¿Qué te hizo? -preguntó el policía.

-Me quiso atacar -respondió la joven.

-¿Te pidió plata?

-No.

-¿Te manoseó?

-No.

-¿Qué te quiso hacer? -insistió el uniformado.

-Me iba a matar -respondió A.

"El policía me trató bien, pero cuando terminó de preguntarme esas cosas, el tipo ya había desaparecido. Entonces, me dijo que él no podía hacerse cargo del tema porque tenía que llevar a unos detenidos a la comisaría", dice la jovencita.

Dibujo

La joven cuenta que, a pesar de haber hecho la denuncia, ja­más fue citada por la Policía o. la Justicia.

A. recién sería contactada por los investigadores en octubre de 2004, luego de que ella misma se comunicara al teléfono 0800 555 8784 que había sido habilitado por la Justicia para recibir informa­ción de la población sobre el violador serial.

Tiempo después de esa comunicación, la jovencita fue contactada por el comisario Vargas, de Protección de las Personas de la Policía.

"Fue la primera vez que pude contar lo que me pasó a alguien que mostró interés en saberlo", asegura A.

Vargas contactó a la estudiante con el comisario Sosa, quien al enterarse de que la chica tenía memorizada la imagen de atrás del sospechoso, le pidió que se lo dibujara en una hoja. Desde enton­ces esa ilustración, dibujada con lapicera negra, pasó a ocupar un lugar de suma importancia en el escritorio de Sosa, junto al retrato de sus hijos, los diplomas de sus estudios y las fotos e identikits de los homicidas más buscados de Córdoba.

Tan seguros estaban ambos policías de las palabras y del relato de A. que se reunían todas las noches en Nueva Córdoba, con el dibujo en la mano, convencidos de que si veían pasar de espadas al violador serial, seguramente lo reconocerían.

Fue el hecho de que Sosa se mostrara dispuesto a hablar del dibujo, sin dar precisiones sobre el caso en sí, lo que despertó nues­tra curiosidad para encontrar a A.

La experiencia vivida por esta chica no consta en la causa judi­cial del fiscal Ugarte, ni está directamente vinculada con Sajen en los archivos policiales. Sin embargo, resulta extremadamente útil para demostrar hasta qué punto cuando ocurrió (pese a que hoy sabemos que Sajen ya había violado a más de 30 mujeres) el inte­rés y la dedicación por atrapar al violador serial eran prácticamente inexistentes.

El dibujo, además, demuestra cuán lejos parecía estar la Poli­cía del serial, ya que ese hombre de espaldas que adornaba la ofi­cina de Sosa es notablemente más parecido a Marcelo Sajen que los demás identikits con los que contaba la Policía.

A las dos semanas

De acuerdo con las denuncias que constan en la causa judicial, Marcelo Mario Sajen volvió a violar dos semanas después del ata­que contra Mariela y su amiga, el 17 de noviembre de 2002. La víc­tima en este caso fue una joven de unos 20 años, que fue sorprendi­da por el delincuente a pocos metros de su casa, en la calle Baradero del barrio Santa Catalina. La barriada se encuentra ubicada entre las avenidas Madrid y Cruz Roja Argentina, cerpa de la Ciudad Universitaria. El ataque fue cometido a unas 30 cuadras de los vie­jos Molinos Minetti.

La chica fue obligada a caminar unas tres cuadras hasta que finalmente fue violada en un descampado. El ataque ocurrió en plena noche y tuvo características semejantes al anterior. La única diferencia fue que el serial estuvo más tiempo con su víctima.

El siguiente hecho adjudicado a Sajen por la Justicia se regis­tró casi un mes después, otra vez en el barrio Nueva Córdoba: el viernes 13 de diciembre, a la noche. En aquella oportunidad, según señalan los investigadores, el hombre sorprendió a una chica de 21 años cuando caminaba sola en inmediaciones de la calle Obispo Trejo, entre la avenida Hipólito Irigoyen y San Luis. Sajen la ha­bría abordado de atrás, pero la chica alcanzó a gritar y salir co­rriendo. Cuando la gente que caminaba por la zona se dio vuelta para mirar, el sospechoso se había hecho humo.

Pasarían poco más de dos semanas para que el lobo volviera a atacar en la zona. A partir de entonces iniciaría una secuencia de ataques prácticamente nunca vistos en Córdoba por su mecánica y su reiteración en sitios puntuales. Los hechos se iban a incrementar en los meses siguientes, convirtiendo al 2003 en el año de la bestia. A todo esto, la Policía demostraba no tener todas las intenciones de echarle las manos encima.

Pensión

-No te des vuelta, no me mirés y seguí caminando que no pasa nada. Me sigue la yuta y vos me vas a ayudar a zafar.

Marcela se asustó cuando oyó esas palabras del hombre que segundos antes había escuchado correr detrás de ella y que ahora la alcanzaba y abrazaba. Hacía pocos minutos que la joven de 21 años había salido de la pensión donde vivía, en calle Balcarce al 500 del barrio Nueva Córdoba, para ir a la casa de una amiga.

Trató de tranquilizarse, pensando que en realidad era un com­pañero de la facultad quien la había sorprendido desde atrás mien­tras caminaba y le hacía una broma pesada.

Recién cuando divisó la sombra de un rostro que no conocía y percibió olor a alcohol que salía de esa boca intuyó lo que ocurría y sintió el terror. Intentó gritar, pero enmudeció. Quiso zafar de la mano que le oprimía el hombro derecho, pero no pudo. Quiso mirar de nuevo y se paralizó. El hombre le tironeó el pelo y Marcela alcanzó a gritar. Fue entonces cuando sintió otro tirón de un me­chón y un fierro frío que se le apoyaba en el cuello, estremeciéndola.

-¿Qué hacés boluda? ¡Te dije que no me miraras! Caminá calladita. Abrazame como si fueras mi novia. Vamos a salir de acá caminando como si fuéramos una parejita. Dale que me sigue la cana -volvió a decir el desconocido. Marcelo Sajen había vuelto a atacar en Nueva Córdoba.

Era la 0.30 del lunes 30 de diciembre de 2002. Ese día, Marcela tenía pensado viajar a su pueblo natal, en el interior de Córdoba, para pasar el Año Nuevo con toda su familia. El viaje, finalmente, nunca se haría. Y en su casa, la noche del 31, nadie iba a levantar una copa para brindar.

Empezó a desesperarse, mientras veía que el hombre la hacía caminar a pasos apurados, sin demostrar la más mínima intención de dejarla ir. La calle estaba semi desierta. Para peor, las sombras ganaban cada espacio. Sajen había sorprendido a la chica mien­tras caminaba por Rondeau, a pocos metros del cruce con Ituzaingó, a muy pocas cuadras del centro de la Capital. Cuando vio que la chica se desesperaba, cambió de estrategia. Bajó el tono de voz, eligió mejor las palabras y empezó a hablar más pausadamente.

-Quedate tranquila que no te voy a hacer nada. Me llamo Gusta­vo y no soy un mal tipo. Lo que pasa es que me busca la cana y vos tenés que ayudarme a zafar. ¿Cómo te llamás vos? Vos vivís por acá, ¿no? ¿Tenés guita?

-Hoy me pagaron el sueldo. Tengo algo de plata. Te la doy y dejame por favor -clamó desesperada la joven.

A diferencia de otros casos, en éste, Sajen pareció conocer bien a la chica, que después comentaría a los investigadores que había visto a su atacante dos días antes mientras ella salía de la pensión y, desde el otro lado de la calle, el hombre le había preguntado qué hora era y cómo podía hacer para ir a la terminal de ómnibus.

Fue quebrando a Marcela como lo había hecho con todas sus víctimas y la hizo caminar hasta llegar a Ituzaingó donde la obligó a ir hacia arriba una cuadra para luego doblar por San Lorenzo y seguir hasta la calle Balcarce, rumbo a la pensión donde sabía que ella vivía.

Como era víspera de Año Nuevo, en el alojamiento para estu­diantes prácticamente no había nadie, pero sí estaban los guardias de seguridad de las playas cercanas a la pensión. En su testimonio judicial realizado años después del ataque, la joven contó que esto a Sajen no le importó y, después de amenazarla, no tuvo problema de pasar tranquilamente frente a los guardias.

-Vamos a ir a la pensión. Quedate tranquila que sólo voy a robarte algunas cosas y me voy, ¿sí? No llores tontita, que no te va a pasar nada... -decía Sajen.

Ni bien llegaron, Marcela puso temblorosa la llave en la cerra­dura y abrió la puerta de madera. Sajen miró para todos lados y no vio a nadie en la oscuridad. Entró rápido con ella y la llevó hacia la pieza. Una vez dentro, encendió la luz y le hizo cerrar la puerta con llave. La persiana estaba baja.

-Bueno, dame toda la guita que tenés. No, mejor quedate paradita y levantá los brazos que te voy a revisar - dijo Sajen con voz pausada. Empezó a palparla. Marcela no paraba de llorar y sintió que aquellas manos que recorrían su cuerpo eran como las de un policía.

-Callate la boca papuda. Sacate la ropa. ¡Dale si no querés que te mate! -gritó el depravado, mientras en su rostro empezaba a dibujarse una mueca de extraña perversión.

Como la joven no atinaba a hacer nada, Sajen tomó la pistola, la cargó y le apuntó directo a su cabeza. La chica pensó que todo se acababa. Pero lo que estalló esta vez en su rostro fue una trompada que la tumbó sobre la cama.

La violación se extendió por casi una hora. Una vez que se sintió satisfecho, el serial se quedó recostado junto con ella un par de minutos y le dijo algunas palabras al oído, como si fuera su novia. Marcela estaba convertida en un bollito, aturdida, no para­ba de llorar. De golpe, el violador se levantó de la cama y fue hasta el baño para lavarse. Regresó al cabo de unos minutos, tomó un saco que encontró en una silla y lo tiró en la cabeza de la joven.

-Más vale que no me veas la cara. Mirá que allá afuera hay varios tipos esperando para pasar y violarte.

Esta expresión puntual haría pensar a algunos investigadores, tiempo después, que no era producto de la simple imaginación de Sajen. Adjudican esa imagen de hombres entrando a violar a los abusos sexuales cometidos en prisión.

-Y más te vale que no me denuncies, porque sé donde vivís. No hagas boludeces, porque te voy a hacer boleta... -gritó Sajen.

De un tirón, cortó el cable del teléfono. Luego, manoteó unos billetes que encontró en la mesa de luz, se puso una campera de Marcela y vio un televisor que se encontraba apoyado sobre una mesa ubicada en un rincón de la habitación. Tomó el acolchado que momentos antes cubría la cama y que ahora se encontraba tirado
en el piso, tapó el aparato y lo cargó en andas como pudo, cuidando de no tropezarse con las ojotas que llevaba puestas.

Cuando oyó que la puerta de calle se cerraba violentamente, Marcela se perdió en un profundo llanto.

Durante mucho tiempo se creyó que este era el único caso en el que Sajen se había atrevido a ingresar a una vivienda para satis­facer sus instintos. La investigación demostraría que hubo dos ca­sos de las mismas características que nunca fueron denunciados pero se sumaron a la larga lista negra de víctimas de Marcelo Sajen.

No debe estar muy lejos

10.30 horas del 31 de diciembre de 2002, en la Jefatura de Poli­cía.

-Bueno muchachos, terminamos. ¿Alguna otra novedad?

Sentado en el sillón negro de su oficina en el primer piso de la Central, el jefe de la por entonces Dirección de Inteligencia Crimi­nal (luego denominada Dirección General de Investigaciones Cri­minales), comisario mayor Martín Reparaz, dialoga con sus princi­pales investigadores. Se los ve cansados. Los encuentros con sus subordinados se habían vuelto más que frecuentes en los últimos tiempos. Se hacían a la mañana y cuando caía la tarde. Los detec­tives estaban tras los pasos de un tal Martín Ernesto Luzi, un joven de 25 años apodado el Porteño, a quien responsabilizaban de haber comandado meses antes el secuestro extorsivo de Federico Ariente, el hijo de 23 años de un empresario dedicado a la metalúrgica.

Federico había sido secuestrado el 13 de octubre de ese año a la salida de una fiesta rave en la localidad de Bialet Massé, a pocos kilómetros de la ciudad de Córdoba. El muchacho fue liberado el 30 del mismo mes en barrio Bajo Palermo, luego de que su padre arrojara un bolso con 400 mil pesos desde un colectivo en marcha en cercanías de la villa de emergencia Carlos Gardel, en el partido 3 de Febrero del conurbano bonaerense.

Ahora, toda la Policía de Córdoba estaba tras los pasos de los secuestradores y apuntaba a Luzi como el supuesto y principal ca­becilla de la banda. A su vez, a Luzi lo responsabilizaban por otro secuestro extorsivo cometido en julio de ese año. Se trataba del caso de Alfredo Goso, un chico que fue capturado por una banda de delincuentes que copó un edificio céntrico y lo liberó días después, luego de que su padre pagara una fortuna, también en Buenos Aires. Sin embargo, las pruebas nunca llegaron a vincular claramen­te al sospechoso con el caso Goso.

En ese marco de nervios y presiones, todas las mañanas y no­ches el comisario Reparaz -conocido por todos como el Pato- se reunía con los jefes de los principales cuerpos investigativos para interiorizarse a fondo sobre los avances en la búsqueda del Porte­ño. De las conversaciones participaban los jefes de la Brigada Antisecuestros, como así también de las divisiones Robos y Hurtos, Sustracción de Automotores, Homicidios y la gente de Protección de las Personas.

Aquella mañana del último día de 2002, luego de que hablaran los de Antisecuestros y los de Robos y Hurtos, el comisario Sergio Acosta, por entonces jefe de la División Protección de las Perso­nas, levantó apenas la mano. Llevaba su clásica camisa bordó arre­mangada. A su lado, el segundo jefe de la División, el comisario Juan Carlos Toledo, miraba en silencio el piso de baldosas rojas de la oficina, mientras se alisaba el cabello entrecano.

-¿Qué pasa Bicho? -inquirió Reparaz.

-Jefe, hemos tenido otra violación en la zona de Nueva Córdoba. Pero este caso es bastante particular.

Todos los comisarios que estaban en la oficina se dieron vuelta para mirar a Acosta.

-El autor es otra vez un NN -siguió Acosta-, tiene unos treinta y pico, es morrudito, tiene brazos fuertes y peludos. Pero en este caso el tipo violó a una estudiante dentro de una pensión... O sea, no fue en la calle, o en un baldío. Fue en la pensión donde vivía la chica. Una femenina de unos veintialgo... Y hay más. La chica denunció que el violador estuvo una hora con ella y le robó un televisor antes de irse. Y escuche bien esto, el saro (delincuente) tapó el tele con una colcha y se fue caminando.

Reparaz atinó a sonreír, arqueó las cejas y se recostó en el sillón. Los demás policías se miraron entre sí.

-Vos me estás cargando. ¡Pero ese tipo debe vivir ahí nomás! ¿Cómo se va a llevar un televisor caminando? -gritó Reparaz, sorprendido- No debe estar muy lejos. 0 vive a la vuelta de la pensión o se tomó un taxi. No creo que haya dejado el auto estacionado en la puerta. Alguien, algún vecino, debe haber visto algo.

-Jefe, ya mandé a unos hombres a hacer averiguaciones en el sector. Hasta el momento, no tenemos mucho -respondió Acosta. -Mirá Bicho, averigüemos bien, consigamos el dato de dónde se escondió el tipo, pedimos una orden de allanamiento y le caemos- cerró el diálogo el jefe de Inteligencia Criminal, antes de que todos se pusieran de pie.

Quienes estuvieron presentes aquel día y presenciaron la con­versación, comentan que a los pocos días se concretaron varios allanamientos en la zona, pero ninguno dio resultado.

El televisor robado de la pensión recién iba a ser encontrado a fines de 2004, en la cocina de la casa donde vivía Sajen con su esposa, Zulma Villalón. En un allanamiento del que se hablará más adelante.

"Es cierto, hay que reconocerlo, por aquel entonces al serial no se le daba toda la bola que se merecía. Lo mismo había pasado los años anteriores. Pero no era de mala voluntad, estábamos tapa­dos por otros laburos. Secuestros, robos, crímenes y no teníamos personal suficiente. Los de Protección de las Personas, menos. íba­mos laburando como podíamos", se sincera una de las personas de alto rango que participó en aquella reunión.

"Ahora que veo el caso a la distancia, pienso que no caben du­das de que el guaso escapó de la pensión en su auto, que segura­mente lo tenía estacionado cerca, y se fue a su casa en barrio Gene­ral Urquiza", agrega el uniformado sentado en un bar céntrico.

Regresares

Su cuerpo ya no es el que solía ser. Lo que hasta ayer era músculo, hoy parece grasa y lo que hace poco tiempo eran abdominales, hoy son indefectiblemente "flotadores" que cuelgan de su cintura. Todo el aspecto de Marcelo Sajen, quizá por esa pelada incipiente que avanza desde su nuca, parece más viejo y deteriorado. El hombre está más cerca de ser ese tipo arruinado y de aspecto mañoso que todo Córdoba conocería en 2004 que aquel joven "buen mozo" que sus amantes todavía añoran.

Es el sujeto que desciende del auto contento y tratando de ima­ginar la cara de los chicos cuando se levanten al día siguiente y vean la sorpresa que les trae. Como puede, salta el eterno charco del agua servida que yace entre el cordón y la calle y patea suave­mente la reja negra de su casa. Recorre el sendero de cemento existente en el pequeño jardín y golpea la puerta de entrada. "No lo van a poder creer" piensa, convencido de que los chicos lo van a llenar de mimos cuando vean instalado en el comedor el mismo televisor que apenas unos días atrás habían deseado tener al ver una propaganda del Hiper Libertad.

Son las dos de la mañana. Apenas minutos antes acaba de arrui­nar la vida de una chica en una pensión de Nueva Córdoba, pero eso no es lo importante. Lo importante para él es que lo quieran, que lo admiren. Él es un regalón.

Zulma abre la puerta y queda boquiabierta al ver a su marido borracho con un bulto en sus brazos.

-¿Qué traés? -alcanza a preguntar la mujer.

Marcelo no responde, retira orgullosamente el cubrecamas Alcoyana que cubre el bulto y como por arte de magia, hace apare­cer el televisor Hitachi Serie Dorada última generación que acaba de robar. Aquel 30 de diciembre de 2002, Sajen llevaba algo más de dos meses de libertad.

"Cuando salió por última vez me vino a ver y le pregunté qué iba a hacer, porque tenía miedo de que siguiera en la misma. Ha­blamos acá mismo -cuenta Cacho Cristaldo mientras señala la ve­reda de su casa de ladrillos vistos, ubicada sobre la calle Miguel del Sesse, a pocos metros de la esquina con Juan Rodríguez- y él me miró a los ojos diciéndome que no pensaba volver a la cárcel. Me dijo que antes prefería morirse y que tenía un amigo que le iba a prestar una moto para vender, porque la idea era dedicarse al negocio de los autos".

También Zulma recuerda que Marcelo prometió no volver a robar y comenzó a manejarse en el negocio de los autos que aún hoy seguiría siendo el sustento principal de la familia. "Cuando el Marcelo salió de la cárcel, nosotros vendíamos ropa en Pilar y te­níamos un almacén en el barrio. Por otro lado yo había vendido una moto y me quedaba otra, así que con esa comenzó a hacer ne­gocios comprando autos, arreglándolos y vendiéndolos", relata la mujer.

El regreso de Sajen a la calle fue, para sus allegados, el regre­so "al mundo de los negocios".

Amor salvaje

Después de un día en el que todos los programas de televisión habían bombardeado hablando del milagro ocurrido en Río Ceballos, donde un chico de 11 años sobrevivió después de perma­necer siete minutos bajo el agua atrapado en el filtro de una pile­ta, esa noche fue como estar ahí, en la misma tribuna, esperando la presencia del Chaqueño Palavecino, que aquel 7 de enero de 2003 iba a terminar de convertirse en uno de los referentes más impor­tantes del canto popular argentino después de convocar a 17 mil personas al Festival de Doma y Folclore de Jesús María.

Toda la familia estaba frente a la tele que, ocho días des­pués de su llegada, seguía siendo el objeto más deseado de la fami­lia.

Marcelo estaba en otro lado.

A las 21.50 de aquella noche, mientras Jesús María vibraba al ritmo de las canciones del cantante salteño, Sajen abrazaba a dos chicas de 23 y 25 años para abusar de ellas. Utilizando su ya perfec­cionado método de control las obligó a caminar hasta un descam­pado cerca de la Ciudad Universitaria, donde después de manosear a una de ellas comenzó a masturbarse. Tras un momento de horror en que el delincuente paseó su pistola 11.25 por el cuerpo de una de las chicas, Sajen alcanzó a ver que un policía se acercaba y escapó.

Dos días después, el 9 de enero de 2003, una chica de 23 años también sería víctima del violador serial, que en esa oportunidad se mostró especialmente violento.

Esa chica virgen constató que Sajen la trataba más groseramente a medida que se excitaba. Fue violada en forma oral, anal y vaginal.

Una vez que terminó, el depravado se acomodó la ropa y partió caminando. De pronto, volvió sobre sus pasos y enunció una frase que demostraba su frialdad.

-No vayas a contar nada a nadie, total lo único que hice fue  echarte un polvo.

 

La edad de la cárcel

El chico entra corriendo a la casa de barrio José Ignacio Díaz 1a Sección. Pasa detrás de su madre y delante de las fotos de su padre que reposan en un espejo con marco dorado apoyado en la pared. Las imágenes muestran a sus progenitores bailando cuarte­to con cara de felicidad durante un cumpleaños.

Detrás de las espesas cejas de ese niño sonriente y pícaro se adivinan claramente los rasgos de Marcelo Mario Sajen. Corrien­do, después de girar alrededor de la mesa redonda del living, el chico se detiene un centímetro antes de chocar con el mueble de fórmica, donde se encuentran las imágenes de Cristo y de la Virgen María que, por el impulso, tambalean y caen de cara sobre la madera.

Mira a los dos periodistas con una mezcla de picardía y curiosi­dad, mientras su madre, Adriana Castro, consciente de que es el momento de mostrarse enojada, ensaya un reto que se pierde en el vacío apenas el hijo de Marcelo se sube a una de las sillas y lleva su mano, abierta como un sol, hacia su cabeza, imitando las plumas que llevan sobre la frente los indios de las películas norteamerica­nas. "Yo soy el pluma acá, el capo del pabellón", dice el pequeño sonriendo. La ocurrencia despierta una serie de carcajadas que invaden toda la habitación.

Es el año 2005 y la Negra Chuntero vuelve a abrirnos la puerta de su casa, esta vez para hablar de la vida de Marcelo Sajen desde 2002 en adelante, cuando salió de su segunda etapa en la cárcel.

"Cuando Marcelo dejó de estar privado de la libertad, nuestro hijo tenía la edad de la cárcel", cuenta Adriana, para explicar que en octubre de 2002, tres años y nueve meses después de caer preso, el pequeño tuvo por primera vez la posibilidad de ver a su papá del otro lado de las rejas.

Es una buena imagen a tener en cuenta para introducirse en esa nueva etapa de la vida de Marcelo Mario Sajen, en la que supo combinar todas sus caras de manera casi perfecta.

"Se vino a vivir conmigo. Dormía acá, en casa. A la mañana se iba en auto a lo de Zulma y a la tarde se iba a trabajar. Volvía a la noche para cenar, bañarse y dormir. Apenas salió vino un día y me dijo: 'Negra. Quiero hacer un negocio. ¿No me dejás vender esa moto tuya para ver si puedo armar un negocio?'. Yo no tenía nada, sólo esa moto, pero Marcelo me miró con esos ojitos y no me pude negar. Yo misma lo acompañé a comprar un auto y así volvió a meterse en el 'negocio", cuenta la Negra Chuntero en aquel living donde las imágenes de los santos conviven armónicamente con las del demonio.

Mientras se "reinsertaba" en sus vidas conyugales y se reencontraba con sus hijos, la vida delictiva de Sajen como el vio­lador serial seguía avanzando. Después de abusar de aquella chica virgen de 23 años abusaría, el 4 de febrero y con una crueldad simi­lar, de otra joven de 25. Lo mismo haría 11 días después con una de 22, antes de ejecutar uno de sus ataques más asombrosos y temera­rios.

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