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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//03 de Septiembre, 2010

Ana D. - Mujer corrosiva

por jocharras a las 11:32, en Mujeres Asesinas

Ana D.

Cuando salió del quirófano, Martín L. fue a reunirse con otros cirujanos. Todavía sentía en el cuerpo ese estado de euforia mística que lo invadía cada vez que terminaba bien una operación. Esta vez el caso no había sido espectacular, pero podían haber existido complicaciones. Un brazo deformado después de un accidente de tránsito. Estaba seguro de que no habría problemas motrices posteriores, y la cuestión estética estaba completamente a salvo. Además, la chica le gustaba. Ya en las citas previas en el consultorio le había parecido que alguna historia podrían tener. Ella, Ana D., le hacía acordar a su primera novia, y no ofrecía ninguna resistencia a su asedio sexual evidente.

Martín le sonrió a la enfermera de turno, le dio las instrucciones y se fue. Su carrera en cirugía plástica reparadora ya le había hecho ganar dos diplomas de honor, un departamento de cuatro ambientes en Retiro y tres mujeres, sin contar a la probable Ana.

Al día siguiente, la vio en la clínica. Estaba sola en su cuarto, con el brazo vendado y la cara abotagada y descompuesta típica de los que estuvieron muchas horas bajo el efecto de la anestesia.

El romance empezó una semana después. Enseguida fue evidente la desigualdad de condiciones en la relación: ella era —siempre— la que pedía, la que esperaba, la que rogaba. Era, en suma, la menos querida. Él, el cirujano, asumía el papel dadivoso del que hace el favor de estar con alguien que poco lo merece. Una vez establecidos los parámetros de ese amor desigual, el noviazgo se afianzó, lo mismo que sus miserias y sus trabas.

Ana era estudiante de medicina. En la facultad formaba parte del grupo de “las potras”, unas seis chicas que estaban siempre juntas, tenían promedios altos y llamaban la atención por sus físicos exuberantes. La relación con el cirujano plástico apartó a Ana de sus estudios y de sus amigas. No es que él se lo hubiera pedido: ella misma se recluía para esperarlo, o para esperar un llamado telefónico que siempre se postergaba. “No me ahogues, déjame vivir”, le repetía Martín por lo menos un par de veces al día.

Ana, desesperada y por consejo de una amiga, decidió empezar terapia. No le dio resultado. Su psicóloga incurría en lo que ella consideraba un error fundamental: creer que Martín no la amaba. “Nadie me entiende. Martín me ama, pero no se anima a nada serio”, le explicó una vez a una compañera de estudios.

Sin embargo, unos meses más tarde sobrevino la calma. Una rutina más o menos apacible se estaba instalando entre ellos. Se veían tres veces por semana, salían a comer, dormían juntos en la casa de él, y a la mañana los dos se iban a la misma hora, él a su trabajo, ella a la casa de su padre.

Una mañana, Ana dijo que se sentía mal. Tan mal como para no poder salir. Él, apurado, no advirtió la maniobra: de ahí a instalarse en su casa, faltaban pocos pasos. De hecho, el episodio dio pie a que ella le pidiese una copia de las llaves. Martín, creyendo que a esa altura era un hecho inevitable, se las dio.

Poco a poco, Ana fue tomando posesión del departamento. En menos de un mes vivía ahí la mitad de la semana, y no tardó mucho más en mudarse definitivamente.

La nueva situación la puso radiante: Ana, que de por sí era alta, rubia, de rasgos fuertes pero armónicos, estaba más espectacular que nunca. Era por eso que Martín no se quejaba. Veía a sus amigos cirujanos tan impresionados por su novia, que decidió sostener una convivencia que le resultaba tediosa. La vanidad siempre lo había llevado por mal camino.

Pocas operaciones después de la de Ana, Martín había conocido a quien enseguida se convirtió en su amante. Nunca había podido hacer pública su nueva unión porque era evidente que los problemas que acarrearía tal decisión eran muy superiores a las hipotéticas ventajas. Así que Martín se veía con las dos de manera estable y salpicaba su rutina con amigas ocasionales.

Pero —era inevitableAna se enteró. Supo de su directa por el descuido de la secretaria de Martín, que por teléfono la confundió con la otra. El escándalo fue tremendo. Ana lloró, gritó, amenazó con suicidarse, con matar a su rival, con desbaratarle la clientela, y terminó aferrada a una botella de whisky, tomando del pico, en un gesto de la más total y absoluta autocompasión.

La teatralidad de la escena fue decisiva para Martín. Comparó a la mujer que le gritaba, ya casi borracha, con la otra, a quien recordó con unos shorts de jeans y una musculosa, tirada en un sofá, apacible, siempre esperándolo.

“Andate ya”, le dijo.

Ana no estaba en condiciones de salir sola a la calle, Martín lo entendió. Pero al día siguiente, cuando ella, arrepentida, quiso hacer el amor con él, la rechazó. Con la frialdad de lo que en realidad era, un cirujano, explicó que sí, que tenía otra, y que prefería a la otra. Ana, una vez más al borde de la histeria, le recordó que vivían juntos, y que habían planeado ser socios para abrir una clínica de cirugía estética. “Ni socios ni novios ni amigos ni nada. No te quiero ver más”, fue la respuesta. Ella lo miró de arriba abajo y le dijo lo que en ese momento pareció una frase sacada de una telenovela. “Te vas a arrepentir de esto. No sabes cómo te vas a arrepentir”. Y se fue, sin devolverle las llaves. Él no tenía idea de que ella le estaba diciendo la verdad.

Ana volvió a su casa en estado de enajenación. No podía entender cómo, de golpe, la vida podía transformarse en algo espantoso. Hizo memoria de los últimos acontecimientos. Todo era un resumen de la desdicha. Nunca antes había sentido un rechazo tan directo como el de Martín. “No me lo merezco”, le dijo a una de las pocas amigas a las que se animó a confesarle que la habían abandonado.

Ni por un momento Ana evaluó la posibilidad de tachar de su agenda el nombre del cirujano y dedicarse a otra cosa. Quería venganza. Lo primero que pensó fue en llamar al íntimo amigo de Martín para invitarlo a salir, seducirlo y acaso quedar embarazada de él. Pero no era suficiente. Ya se había dado cuenta de que Martín no era un hombre de sufrimiento fácil. Él mismo le había dicho que jamás había llorado por una mujer, e incluso ilustró su frialdad confesándole que ni siquiera había llorado cuando su amigo de la infancia se reventó la cabeza en un accidente de moto.

Estaba claro que no había que buscar venganza tejiendo tramas con gente que lo rodeaba. Lo que ella tendría que hacer era planear algo que lo afectase directamente, algo que pudiera arruinarlo a él y a nadie más que a él.

Durante varias noches Ana hizo y rehízo el racconto de sus noviazgos y sus novios. A pesar de que en casi todos creyó ver, en los comienzos, al amor de su vida, la ilusión se iba disolviendo con el tiempo. Después, uno u otro tomaban la decisión de terminar el asunto. Porque no es que nunca la hubieran dejado, sino que, en los pocos casos en que la abandonaron, ese abandono era can cómodo y previsible que no daba ni para sorprenderse ni para angustiarse. Era el paso lógico de la relación. Pero con Martín era otra cosa. Ella había advertido en él, desde el vamos, la intención de maltratarla, de humillarla. Sabía que si no pasaba a la acción, si se quedaba con la angustia de la última escena, con la memoria de las palabras de Martín, estaría arruinada para siempre. Ya había visto a otras mujeres arruinadas por lo mismo.

Esa tarde, la tarde fatal, Ana compró el ácido sulfúrico en una ferretería.

Una semana antes había conseguido un revólver y una moto sierra. Fue al departamento de Martín y entró con las llaves que no había devuelto. Sabía que él llegaría más tarde, al terminar de trabajar. Se sentó en la cama, prendió el televisor y vio unos dibujos animados de Tom y Jerry.

Pensó en la fecha. Varios años atrás —no recordaba bien cuántos— su madre se había suicidado. En esa misma fecha. Nunca tuvo claro por qué se mató, pero sospechaba que tenía un amante, y que el amante cortó la relación. Estaba casi segura: de un día para el otro su madre había dejado de arreglarse, de salir, de hablar a escondidas por teléfono. Conocía a su madre: no estaba hecha para soportar derrotas de esa naturaleza. Sonrió y tuvo una vaga sensación de venganza con la vida.

Todavía tenía tiempo, eran las cuatro y media. Pero en cuanto se levantó para buscar un vaso con jugo, escuchó el ruido de la puerta que se abría. Desesperada, juntó sus cosas y con ellas se escondió debajo de la cama. Escuchó la voz de Martín y la de una mujer. Por lo que se decían, se dio cuenta de que ella era una de sus asistentes, y que lo había acompañado a la casa porque él estaba con fiebre, probablemente a causa de unas anginas que no se había curado. Solidaria, la asistente le hizo un té, le dio remedios, y se quedó con él, durante un tiempo interminable. Estaban en el living. Martín, seguramente, estaba en el sofá de tres cuerpos, tirado. Al fin, la asistente le dijo que se fuera a la cama y que durmiera. Ella se iría a buscar a sus hijos a sus clases de inglés. Ana se puso tensa: quería escuchar la despedida, quería saber si con esa mujer pasaba algo, si había más mujeres en la vida de Martín, además de la que ella había descubierto. No pasó nada que pudiese dar a entender que eran amantes. Tranquila a medias, Ana escuchó que se despedían, y el ruido de la puerta. Después escuchó los pasos de Martín, que iba al dormitorio. La luz se prendió. Desde su lugar vio las piernas, que se acercaban a la cama. Él se sacó los zapatos y las medias, buscó un piyama que siempre había debajo de las almohadas y se acostó. Antes, había apagado la luz principal y había prendido la que había en la cabecera de su cama. Ana escuchó el ruido de las páginas de un libro. Supo que él leería hasta estar rendido por el sueño. Cuando ya habían pasado más de cinco horas, él apagó la luz. En todo ese tiempo Ana no había hecho un solo ruido, ni se había movido, ni había dejado de estar atenta a los movimientos de Martín. En un solo momento se imaginó a sí misma como protagonista de una película de terror. “Ahora debería darme sueño”, se dijo. Pero no.

Desde su lugar, Ana primero no vio nada, y enseguida empezó a distinguir los haces de luz artificial que se filtraban por las rendijas de la persiana. Miró hacia su techo, el colchón. Lo tocó con la punta de los dedos, imaginando el cuerpo de Martín del otro lado. Pensó en cuánto le gustaba, y en lo horrible que sería todo más tarde. Pero ella ya había tomado la decisión. Unos minutos más tarde, escuchó que la respiración de él se hacía rítmica y pesada. Esperó un poco más, calculó con cierto orgullo que ya había resistido seis horas esperando debajo de la cama, y salió, sin hacer ningún ruido. Lo único que se llevó fue el frasco de ácido, un tarro de vidrio verde, como de vieja botella de leche. El resto de las cosas quedó donde había estado ella.

Cuando se paró, notó que no estaba acalambrada. Pensó que eso era una señal del destino, que aprobaba lo que estaba por hacer. Miró a Martín, dormido con la boca abierta. Destapó la botella y roció con el ácido a su ex, empezando por la cara.

Martín sintió la quemadura. El dolor era inhumano. Atinó a prender la luz y escuchó a Ana: “Te lo merecés, hijo de puta! ¡Te lo merecés! ¡Por basura te lo merecés!”.

Él trató de ver, pero era imposible. El líquido también le había entrado en los ojos, y en la boca, y en las manos, y en casi todo el cuerpo. Supo que era ácido: cuando estudiaba, había encontrado casos así en los libros. Y le había tocado atender uno, en una de sus prácticas. Sabía, entonces, que el ácido es corrosivo, y que la corrosión se va incrementando segundo a segundo. A los gritos, llorando, temblando, le pidió a Ana que llamara a Segundo, un amigo también cirujano. Ella empezó a dudar. No podía dejar de mirar a Martín, con unas heridas y llagas indescriptibles, y sintió arcadas. No puedo dejar que llame, pensó Ana. Pero entró en crisis y se quedó temblando al costado de la cama.

Como pudo, Martín fue hasta el teléfono y llamó a su amigo. Milagrosamente atendió él. “Ana me tiró ácido, me estoy muriendo, flaco, ¿qué hago?”, pudo decir, con una modulación casi imposible de entender ya que el ácido le estaba actuando también sobre la lengua. Antes de salir disparado hasta la casa de Martín, Sebastián le dijo que fuera a la ducha y que dejara que le corriese mucha agua por el cuerpo, incluidos los ojos.

A tientas, gritando, Martín llegó al baño y se metió bajo la ducha. Ana, con los ojos desorbitados, lo siguió. No atinaba a decir nada, ni a hacer nada. Solamente lo miraba, y se tapaba la boca con la mano izquierda, como para no descomponerse, o como para no gritar.

Mientras Martín seguía bajo la ducha, llorando, tendido en el piso de la bañera, llegó Sebastián. Fue directo a lo del portero, le explicó todo y le pidió las llaves. Había una ambulancia esperando abajo. Llegó casi al mismo tiempo que el patrullero policial.

Martín L. nunca más pudo trabajar como cirujano plástico ni como nada. Quedó ciego, deforme, perdió buena parte de las manos, la lengua, el pelo, las orejas y los órganos sexuales.

Los abogados de Martín afirmaron que era muy clara la tentativa de homicidio, teniendo en cuenta que debajo de la cama fueron encontrados un revólver y una moto sierra.

Ana fue declarada culpable por lesiones graves. En su defensa argumentó que llevó apenas un frasquito de ácido con el que iba a amenazarlo, pero que se lo tiró cuando él se disponía a atacarla.

Después de seis años, ella recuperó su libertad, retomó su carrera de medicina y se recibió. Hoy atiende su consultorio. Es Pediatra.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

 

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