Isabel L. " Enfermera "
Hasta que conoció a Julián, Isabel L. nunca se había fijado en un hombre
que no fuera su marido. No es que estuviera desesperada de amor. Creía,
sencillamente, que el matrimonio era como una profesión: una vez que uno pasaba
con éxito el trámite de estudiar, aprender y recibirse, había que seguir
adelante hasta el final.
No la había pasado mal ni se había arrepentido de su
decisión matrimonial. Tenía cuarenta y cinco años y llevaba veinte de casada
con Raúl, un empleado administrativo
que trabajaba en el Hospital de Clínicas, donde ella era enfermera.
Fue el típico romance de trabajo con final feliz. Primero se
miraban por los pasillos, después charlaban y tomaban cafés recalentados, más
tarde él la acompañaba a la parada del colectivo y un buen día estaban
repartiendo invitaciones a la boda.
A los tres años de casados nació Daniel, el hijo único.
Dos años después se mudaron a una casa de Avellaneda con patio y dos dormitorios,
y para cuando; llevaban diez años de convivencia eran una familia indestructible:
veraneaban siempre en un hotel de San
Bernardo, almorzaban casi todos los domingos en la casa del hermano de Raúl, recibían cada quince días a un
grupo de amigos de trabajo y se defendían con uñas y dientes ante cualquier intriga
laboral que pudiera gestarse en el hospital contra uno o el otro.
Isabel, además, trabajaba en una clínica
privada que quedaba cerca de su casa y le permitía tener un ingreso extra que
no compartía con su marido: ese dinero estaba destinado a algún gasto
inesperado pero, sobre todo, a costear la educación del hijo o financiarle
algún mini emprendimiento. "Esa plata no la
toca nadie", repetía Isabel cuando Raúl o Daniel le
insinuaban que podría usarse parte de ese fondo para arreglar la casa o ir de
vacaciones.
Julián tenía veinticinco años cuando se topó con Isabel
en un pasillo del hospital. Estaba haciendo su residencia y ya la había visto
pasar varias veces. Les había preguntado a otros amigos por ella, pero no
obtuvo mucha información: era enfermera, eficaz, simpática y casada. Sus compañeros
la consideraban atractiva, pero no más que otras médicas y enfermeras.
A Julián le gustaban las mujeres mayores que él, y
esta enfermera le gustaba especialmente: era rubia, de pelo corto, ojos
marrones y caderas marcadas. Empezó a saludarla ya convidarle chocolates. Se
había presentado como “ Julián, un admirador de
muchos años", mintiendo con descaro y sembrando dudas para
facilitar la conquista. No la había visto nunca, pero ella se puso a pensar de
dónde podía conocerlo y se convenció de que debía haber sido el familiar de
algún paciente.
Una mañana Isabel descubrió que estaba frente al espejo
de su baño maquillándose para ese chico de la guardia y no para su marido.
Descubrió también que nunca se había puesto tan ansiosa por encontrarse con nadie
como con ese compañero de trabajo. Se dio cuenta, con asombro, de que no se
conocía a sí misma: apenas unos días antes ella podría haber jurado que nunca
iba a pensar en otro hombre y mucho menos en alguien poco mayor que su hijo.
Julián no tardó nada en invitaría a comer. Ella
aceptó, porque ni siquiera se le pasó por la cabeza decirle que no a quien se
había convertido en el centro de su obsesión romántica. Pero Isabel
era, todavía, una mujer práctica, y tomó precauciones para evitar cualquier
rumor. Su marido no tenía exactamente el mismo horario que ella, pero coincidían
durante tres horas. y no estaban en el mismo piso, pero, como en todo trabajo,
las noticias corrían sin ningún filtro.
Fueron a comer un martes de lluvia a un bar que quedaba a
pocas cuadras del hospital. No era el bar que frecuentaban Isabel ni Raúl, pero aun así ella estaba inquieta. Había resuelto decirle a Julián
que estaba casada y que vivía feliz y tranquila, pero una vez más se desconoció
a sí misma. Mientras comía una tortilla de papas, se escuchó decir que estaba
casada pero que no sabía bien qué hacer con su matrimonio desgastado. Le contó
que llegaba a su casa y se sentía una extraña.
Mientras avanzaba en sus explicaciones sobre la soledad de
su vida, tenía los ojos vidriosos y le temblaba la voz. No estaba actuando.
Empezó a preguntarse si no sería que, de verdad, estaba siendo desdichada y
recién se daba cuenta.
Julián la miraba de frente, sin bajar la vista. Le
.dijo que sería mejor que fueran a caminar, para que ella se calmara. En el
camino se besaron y, antes de volver al hospital, se citaron para la mañana del
jueves.
Isabel pasó esos dos días en un estado de
nerviosismo ingobernable. Estaba ansiosa y desesperada, pero le parecía que esa
sensación de nervios era mucho más interesante que la seguridad y la calma con
las que siempre se había movido.
El jueves se encontraron en el mismo bar, pero Julián ya
le había pedido a un amigo que le dejara libre el departamento por unas horas.
Fueron. Él había tenido cantidades de amantes. Ella solamente había estado en
una cama, con Raúl. Ninguno mencionó
sus experiencias pasadas en ese momento, pero el desequilibrio estaba a la
vista y jugó a favor de los dos. Julián estaba encantado de poder enseñarle
técnicas eróticas a una mujer atractiva y mayor que él, y ella pudo confirmar
lo que a veces sospechaba: que el sexo podía ser mucho más intenso y mejor que
lo que había conocido.
Isabel imaginó que la vuelta al hogar sería
más traumática, pero no fue así. Se adaptó a la novedad de la doble vida con
una naturalidad sorprendente. En su casa hacía las mismas cosas, aunque, acaso,
con mayor energía: la culpa la había vuelto más comprensiva con el hijo y más dedicada
con el marido. Se sentía culpable pero no iba a renunciar a su amante por nada
del mundo.
El marido, en tanto, no sospechaba nada. Veía a su mujer más
contenta, aunque no se puso a pensar en motivos. El hijo estaba en otra:
preparaba su ingreso a la facultad de Ingeniería y salía con su novia todas las
noches.
Isabel se acostaba con su marido y tenía sexo
con él. No aplicaba ninguna de las novedades que había aprendido por temor a
alertarlo. Sin embargo tenía que poner más y más esfuerzo para fingir que todo
estaba bien.
Cuando cumplieron cuatro meses de relación, Isabel
empezó a pensar en su futuro con Julián. Al principio su única duda era si debía
seguir con el amante por más o por menos tiempo, pero cuando el vínculo se
afianzó, advirtió que había que considerar otras opciones. La que a ella le
rondaba en la cabeza en todo momento era separarse de Raúl para irse a vivir con Julián. Sin embargo, en cuanto hacía un mínimo
análisis sincero, desestimaba de plano esa posibilidad. La realidad era que le
gustaba vivir con Raúl, lo quería y
se sentía incapaz de darle semejante golpe. Tampoco quería dejar de ver a Julián,
de quien se sentía "profundamente enamorada", según
trataba de explicarle a la única persona a la que le contó su affaire, una
compañera de trabajo a quien le decían Claudina.
Pensó entonces que lo mejor sería dejar pasar el tiempo para
ver la actitud del propio Julián.
Julián, en tanto, alentaba las cosas. Y así como Isabel
tenía dudas sobre el futuro de la pareja, él no tenía ninguna: estaba seguro de
que esa relación era pasajera, pero quería sacar alguna tajada.
Julián no pensaba en ella para armar una pareja
estable y armoniosa sino para tener una amante, alardear de su conquista y -lo
más importante- conseguir dinero. De hecho, ya lo estaba consiguiendo.
De una manera muy sutil se presentaba ante Isabel como el pobre muchacho que vivía en un
departamento alquilado entre cinco compañeros (lo cual era cierto) y que
tenía dificultades hasta para comprar un sándwich de mortadela (lo
cual era falso). Isabel era maternal y odiaba que la gente que
ella quería pasara dificultades. También era generosa. Julián se dio cuenta de las dos
cosas y decidió que podrían jugarle a favor.
Poco a poco fue convenciéndola de que el tiempo que pasaban
juntos no era suficiente. Le decía que tenían que verse más a menudo, aunque -se
lamentaba él- no tenían un lugar adonde ir. Por supuesto, no podían
pagar un hotel para cada día que se veían, y tenían que perder horas y horas en
bares donde, además, podían encontrarse con algún conocido. Julián,
entonces, se mordía los labios y se criticaba de manera impiadosa,
preguntándose cómo a los veinticinco años no era capaz de conseguir un mísero departamentito
donde pudieran estar juntos. Ya había especulado con la posibilidad de que Isabel
alquilara uno para los dos, que él terminaría usando solo porque ella estaba
casada. Sus cálculos no fallaron. Ella alquiló, a nombre de Julián,
un departamento de dos ambientes en la zona del Abasto. El dinero lo sacó de los ahorros destinados a su hijo.
Pensó que Daniel estaba bien
encaminado en sus estudios y que sus necesidades económicas no eran inminentes.
Se convenció de que en un tiempo prudencial podría recuperar cada centavo, y
pagó todos los gastos.
Dos meses después de alquilar el departamento, la clínica
privada donde trabajaba Isabel presentó un plan de retiros voluntarios
para sus empleados. Isabel lo consideró seriamente. Ya no tenía
tanto tiempo como para salir de un trabajo y meterse en el otro, además de
atender a su familia. Ahora también estaba Julián. Hizo un par de cuentas y vio que, con su
antigüedad en la empresa, podía recibir bastante dinero de golpe. Sin dudar y
sin consultar, se anotó. Cobró, peso sobre peso, el equivalente a veintidós
sueldos. Unos días después, depositaba el cheque en el banco.
Su marido, cuando se enteró, le dijo que se alegraba por
ella: iba a poder llevar una vida un poco más descansada. Se asombró de que no
le hubiera consultado nada antes de tomar la decisión, pero lo atribuyó al
cansancio lógico de Isabel. Daniel,
el hijo, también estuvo de acuerdo y le dijo que tendría que haber dejado ese
trabajo hacía tiempo. A Julián le brillaron los ojos en cuanto supo el monto
de la indemnización.
Mediante un trabajo muy sutil, Julián convenció a Isabel
de las desventajas de desembolsar dinero para el pago del alquiler. "Es plata tirada ", decía, con cara de
profundo malestar. Y así fue que los dos se pusieron a buscar un departamento
chico para comprar. Poco después, se decidieron por uno de un ambiente y medio
en Almagro. Esta vez, Isabel
gastó en la compra todo el dinero destinado a Daniel. También se dio cuenta de que jamás podría volver a
reponerlo todo.
La culpa la mortificaba, pero no le impidió poner la propiedad
a nombre de Julián.
Todo lo que hacía por él le parecía poco. "Nunca
sentí algo así por ningún hombre", le contaba a Claudina, su compañera, que sospechaba
que ese residente joven, rubiecito y simpático escondía algo bajo la manga.
Isabel iba al departamento de Almagro todas
las veces que podía, que no eran tantas. Durante esas visitas, Julián se
portaba como el más feliz de los amantes. El resto del tiempo lo pasaba con su
novia Paulita, con quien tenía pensado casarse seis meses después.
Isabel había pensado muchas veces que, como
ella era casada y él soltero, lo normal sería que Julián tuviera una pareja que le
diera la estabilidad que ella no podía darle.
Eso sin contar con los veinte años de diferencia de edad. Pero
eran ideas abstractas. Porque, en concreto, Isabel pensaba y estaba
convencida de que Julián le era fiel y seguiría siéndolo por mucho
tiempo.
Es cierto que Isabel era crédula y un poco inocente, pero el
verdadero motivo de esa ingenuidad era la actuación impecable de Julián.
Representaba con maestría el papel de enamorado incondicional y sufriente.
Esa fue la época más feliz en la vida de Isabel.
Las cosas se habían acomodado. Su hogar estaba a salvo y su amante la quería de
manera incondicional.
Isabel atendía su casa, estaba cómoda por la
proximidad de Raúl ("mi gran amigo"), adoraba a Daniel y se hacía tiempo para ver a Julián y
desarrollar la veta romántica que siempre le había faltado. Lo único que la mortificaba
era que había gastado todo el dinero de su hijo para comprar el departamento de
Almagro. Pero Daniel demostraba ser
un chico independiente, emprendedor e inteligente: iba a poder arreglárselas
solo, aunque a ella le hubiera gustado ayudarlo. La perturbaba también el hecho
de que en algún momento su marido o su hijo le iban a preguntar por el dinero
ahorrado durante veinte años.
Lo que tenía que pasar, pasó. Un día Isabel llegó al departamento de
Almagro y no pudo abrir la puerta. Se fijó si había puesto la llave correcta, e
intentó de nuevo. La puerta no abría. Tocó timbre pero Julián no estaba. Bajó a hablar con
el portero para pedirle ayuda con la cerradura. Él la miró con curiosidad
fingida y le dijo que lo mejor sería que esperase. El chico del 4° C no está, pero
en algún momento va a venir. ¿Usted es amiga
de él o familiar?", le preguntó, conociendo la respuesta de
antemano. Isabel
negó con la cabeza y salió. Fue a tomar un café ya esperar. En el bar se sintió
ridícula y molesta, pero no pensó que estuviera pasando nada grave.
Julián no volvió. Ella esperó dos horas, y en ese
tiempo fue tres veces a tocarle el timbre.
Al día siguiente, muy angustiada, le contó el episodio a Claudina. "A mí
no me preguntes porque yo siempre pienso lo peor", le dijo
la amiga, como para sacársela de encima y no tener que decirle lo que pensaba
de verdad. Cuando Julián llegó al hospital, ni se acercó a saludar a
Isabel.
Fue ella quien tuvo que Ir a buscarlo. Él estaba tomando café con otros
residentes, hablando de un torneo de fútbol que estaban organizando. Todos se
callaron cuando ella se paró al lado de Julián que, con absoluta calma, apenas interrumpió
su relato deportivo para preguntarle si necesitaba algo. Los demás residentes, incómodos,
miraron para otro lado. Era obvio que todos estaban al tanto del romance. Isabel
sintió que le ardía la cara de vergüenza y sólo atinó a decir que le tenía que
hacer una consulta pero que lo vería más tarde. "No,
dale, decime", retrucó Julián. Isabel balbuceó una disculpa y dijo que hablarían
después. Salió y fue al baño, donde se encerró a llorar.
Esa noche volvió a su casa destrozada. Su marido le preguntó
qué le pasaba y ella, con la cara hinchada por el llanto, le dijo que no sabía,
que debía ser algo hormonal. "Me debo estar
volviendo menopáusica", le explicó, antes de irse adormir.
Al día siguiente, se topó con Julián en un pasillo. Lo miró,
resentida pero con la ilusión de que él le diera alguna explicación sobre el
asunto. Le dijo que había ido al departamento, como habían convenido, pero que
no pudo abrir la puerta. Julián fue directo. "Cambié
la cerradura".
Ella le preguntó, desencajada, si había pasado algo. "Me enamoré", fue la respuesta. "Estoy de novio y me voy a casar".
Después le dijo que no pensara mal de él: "Con
vos fue todo muy lindo, pero ya no daba para más". Y agregó
que todo lo hacía por el bien de ella. "Es
preferible terminar ahora que sufrir de a poco ", remató.
Esa misma tarde, Isabel fue a un bar con Claudina. Le contó todo y volvió a llorar a mares. Lo primero que
hizo la amiga fue preguntar por el departamento. "Él ya
demostró que es una basura. Ahora tratá de ver si podés sacarlo de ahí lo antes
posible".
Isabel ya había pensado en eso, pero no se
animó a decirle a Claudina que el
departamento estaba a nombre de Julián.
Isabel dejó de ir al hospital por una semana.
Dio parte de enferma y se quedó en su casa, en la cama, evaluando su vida y la
situación. Ni por un momento cayó en lo que ella había aprendido a odiar desde
muy chica: la autocompasión. Más bien le dio rabia su estupidez, se odió y se
sintió ridícula.
Su hijo Daniel le
servía té caliente con tostadas para el desayuno, y jugos de fruta y caldos a
la noche, cuando volvía de la facultad. Ella lo miraba y creía que nunca jamás iba
a poder perdonarse el hecho de haber usado el dinero del hijo para conformar al
amante. Pensó que todavía era posible que Julián, por una cuestión de orgullo, abandonase el
departamento y le permitiera a ella ponerlo a su nombre. Pero en el fondo
estaba segura de que eso no iba a pasar.
Raúl, su marido,
estaba preocupado por ella. Le compraba jazmines en la calle y volvía rápido a
la casa para cuidarla. Isabel hubiera preferido mil veces que el marido
y el hijo la ignorasen, o que fueran
desamorados y fríos.
Pero esa dedicación para lograr que estuviera más animada la
hacía sentir la peor de las mujeres.
Cuando estuvo mejor, volvió al trabajo. Ese mismo día buscó
en la guardia a Julián.
Pidió, humilde, un último encuentro. Él lo pensó. No estaba pasando el mejor momento
con su novia y además estaba intrigado por la reacción de Isabel: él había calculado que
lo iba a perseguir y que le haría un escándalo tras otro, pero nada de eso
pasó.
Julián miró a Isabel para tratar de adivinar sus intenciones.
La vio más flaca y ojerosa, pero no parecía angustiada ni vengativa. "¿Estás bien?", le preguntó. Ella dijo
que sí, que inclusive estaba, en un punto, aliviada por haber terminado algo
que no tenía ningún futuro. Julián le dijo que pasara esa tarde por el
departamento. Ella no esperaba una respuesta tan rápida y le dijo que lo mejor
sería arreglar para el día siguiente a la misma hora.
Ese martes Isabel se despidió de su familia preparándole
un gran desayuno, como el que solía preparar cuando Daniel estaba en la escuela primaria. Hizo scons, sándwiches
calientes, jugos y café. Daniel
comió rápido y se levantó para irse, pero Isabel lo interceptó y le dio un abrazo. Ella
tenía los ojos llenos de lágrimas pero se tapó la cara, inventando que le había
entrado una basurita. Después se vistió, preparó su bolso con la ropa y fue al
hospital. Ese día Raúl no trabajaba.
Isabel
se despidió con un beso, totalmente conmocionada. El marido advirtió que algo
pasaba y le preguntó. Ella, que ya estaba en la puerta, no contestó. Volvió, le
agarró la mano, le besó la palma y salió.
Ese día Isabel trabajó, charló con sus compañeras, hizo
chistes y arregló el placard donde guardaba sus cosas. "Tengo que poner orden porque van a creer que soy una
roñosa ", le dijo, en broma, a Claudina. A las seis en punto, se maquilló, se cambió, armó el
bolso y se fue a su cita.
Julián le abrió la puerta y la hizo pasar,
ligeramente incómodo. Isabel entró. Había tomado dos tranquilizantes
y estaba mareada y somnolienta. Julián la abrazó y la besó. Ella, que creía que
había empezado a odiarlo, pensó que todo volvía para atrás: si en ese momento
él le hubiera dicho que volvieran y que se quedaran viviendo juntos, es muy
probable que ella hubiera aceptado.
Julián fue a preparar café y ella se quedó mirando
el departamento. Se fijó que, contra una hilera de libros de anatomía, estaba
apoyada una foto donde se veía a Julián abrazando a una chica de unos veinte años,
morocha, de pelo corto.
Julián volvió con el café. Ella tomó el suyo y el
de él, mientras se abrazaban y besaban en un sofá. Julián miró el reloj, inquieto, y
dijo que tenía que salir. Ella le dijo lo que tenía pensado decir: que le
devolviera el departamento, y que fueran juntos, cuanto antes, a ponerlo a su
nombre en una escribanía.
Julián parecía estar esperando el pedido. Le
contestó que no era posible nada de eso. "Mirá,
el departamento me lo regalaste a mí", le dijo, agarrando
las llaves para ir apurando la despedida. Isabel le explicó que el dinero era para el
hijo, y que ella lo tenía que recuperar. Julián mostró su peor costado: "¿y yo qué puedo hacer?".
Isabel no contestó. Julián estaba parado en la puerta con
el abrigo puesto. Ella le dijo que quería despedirse de él. "Aunque sea, dejáme despedirme", le
suplicó, aliviada por saber que lo que estaba diciendo era una actuación y no
una tremenda falta de dignidad.
Julián la miró con pena. Ella se acercó, lo abrazó
y lo llevó al dormitorio. Lo desnudó y empezó a besarlo. Julián se dejó hacer. Isabel
también se sacó la ropa.
Cuando terminaron, él le dijo que se apurara. " ¿Tenés que ir a ver a tu novia?",
preguntó Isabel.
Julián
estaba por mentir para aliviarle el momento, pero se arrepintió. Le dijo que
sí, que iba a ver a su novia. Isabel lo encaró, casi suplicando: "Te digo por última vez, Y pensá antes de contestar:
¿me vas a devolver el departamento?".
Ella sabía que le iba a decir que no. Acertó. "El departamento ahora es mío", le
escuchó decir, como en un sueño.
Isabel buscó su bolso, que estaba en el sofá,
y sacó un cuchillo que había llevado de su casa. Era el cuchillo que usaba su
marido para hacer los asados del domingo. Miró a Julián, que estaba de espaldas,
agachado, poniéndose los calzoncillos. Le dio una puñalada en el costado que lo
hizo caer, con un grito de asombro. Le clavó el cuchillo de nuevo, esta vez en
el pecho. Julián
volvió a gritar y al final quedó tirado, boqueando, en medio de un charco de
sangre que era absorbido por la alfombra verde. Isabel fue al baño, vomitó,
volvió al dormitorio, se sentó al lado de Julián, y se clavó ella misma el cuchillo en el abdomen.
Unos vecinos que escucharon gritos alertaron a la policía.
Cuando llegaron, Julián había muerto. Isabel estaba grave pero viva. Estuvo cuatro
días inconsciente, en terapia intensiva. Cuando se despertó, vio que su marido
la tenía de la mano. Se conocían tanto y tan bien, que Isabel pudo pedirle perdón con
la mirada, sin decir una palabra.
Raúl le acaricio
la frente y se acercó a contestarle. “ No te preocupes,
ya pasó “.
Isabel fue condenada a 8 años de prisión. Su
marido y su hijo la visitaban todas las semanas en la cárcel de Ezeiza.
Cuando la libertad. Los tres volvieron a vivir juntos.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)