CAPÍTULO I
El final
La noche nublada daba una imagen fantasmagórica a las siluetas
de los policías que, iluminadas por los destellos azules de las balizas de los
patrulleros, se proyectaban en los muros del oscuro callejón.
Luego de un instante de silencio en el que todos los
presentes parecieron ser parte de una fotografía llena de tensión, se sintió el
primer grito que desencadenó todos los demás: "Largá
el fierro loco, dale, no tenés salida, entregate"; "No seas boludo y entregate"; "Bajá el arma o te damos vuelta";
"No hagas pelotudeces". Era tarde y en la cuadra ya no se
veía a los chicos que, durante todo el día, habían estado jugando a la pelota,
ni a las mujeres haciendo las compras, ni a sus maridos volviendo del trabajo.
Ahora, el barrio estaba desierto y la cuadra repleta de
móviles policiales. Nadie se atrevía a salir de los hogares. Todos miraban lo
que sucedía, a través de las ventanas, para no perderse ningún detalle. Hacía
pocos minutos que las sirenas y las frenadas de los patrulleros habían alterado
la tranquilidad de la barriada.
Por la radio policial se escuchaba la voz de un oficial que
no paraba de dar instrucciones y avisaba que en pocos minutos iban a llegar
refuerzos. Frente a todos, ocupando el centro de la escena, estaba él, parado
contra la pared de una casa, mirando fijamente todos esos uniformes azules.
Tenía la ropa pegoteada al cuerpo por la transpiración. Los
nervios se le habían hecho carne y pronunciaba palabras que nadie alcanzaba a
entender. Estaba asustado, desesperado, le temblaban las piernas. Sus ojos
recorrían uno por uno a los uniformes que le apuntaban y le pedían que se
entregase. Tenía las manos sudorosas y, aunque sabía lo que quería hacer,
todavía algo dentro de él le impedía dar ese último paso que ya estaba
anunciado. La mano que sujetaba la pistola parecía ser la única que gobernaba
la situación, mientras respiraba agitado y las gotas de sudor le surcaban la
frente, obligándolo a secarse los ojos con el otro brazo. Su corazón parecía a
punto de explotar.
Tan absorto se encontraba que ya no escuchaba las órdenes
que le daban los policías, mientras amartillaban sus armas. Estaban por todos
lados y cada vez había más, como hormigas salidas de un agujero en la tierra.
Hacía tiempo que estaban tras sus pasos y ahora habían logrado dar con él.
Algunos se guarecían detrás de las puertas de los patrulleros, otros detrás de
una pirca y varios se ocultaban tras un viejo paraíso.
Vencido, el hombre tomó las fuerzas que le quedaban y, consciente
de que asistía al espectáculo de su propio sacrificio, se llevó la pistola a la
sien. Miró para todos lados y comprobó una vez más que no tenía salida. Se
acordó de sus padres, del dolor que les había causado, recordó a su mujer que
estaba por dejarlo, pensó en sus hermanos... y en la insoportable idea de
volver a estar guardado en una celda. "Esta vez perdí", pensó. "Pero
no me van a llevar con ustedes, antes me mato", dijo, y
nadie lo oyó.
Sintió que su vida ya no tenía sentido y, sin darle tiempo a
nada a los hombres que lo tenían rodeado, gatillo. El balazo retumbó seco y se
fundió en el costado de su sien. El fogonazo iluminó la pared y el cuerpo se
desplomó en el pasto húmedo.
Cuando los policías se acercaron para moverlo con sus borceguíes
y comprobar si vivía, ya no respiraba. La muerte había llegado para quedarse.
Era el final.
Aquella helada noche del 30 de junio de 1991, Luis Gabriel Sajen tenía 23 años cuando
eligió matarse de un balazo en la cabeza antes que volver a caer preso. Murió
en el patio de una casa en el barrio Altamira,
de la ciudad de Córdoba. La Policía
lo había ido a detener por un asalto que supuestamente había cometido tres días
antes en una farmacia de barrio 1 de Mayo.
Trece años después, su hermano mayor, Marcelo Mario Sajen (39), se
suicidaría de la misma forma en el jardín de una casa de barrio Santa Isabel 2a Sección, también sin
salida, también frente a los policías que lo tenían acorralado, también
decidido a escapar con la muerte, antes que caer atrapado. Ocurrió la noche del
28 de diciembre de 2004, Córdoba
descansaba en paz, luego de que el violador serial tomara el rostro de Marcelo
Sajen
para dejar de ser el fantasma sin cara que durante años había tenido en jaque a
la ciudad.