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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//31 de Octubre, 2010

Laura M. " Pirata del Asfalto "

por jocharras a las 18:09, en Mujeres Asesinas
Laura M. " Pirata del Asfalto "


Los códigos carcelarios eran un misterio para Cecilia R., alias Chuchi. Por eso, cuando ingresó al Servicio Penitenciario de Los Hornos, creyó que todo estaba perdido. Nunca saldría viva de esa cárcel inhóspita con olor a baño y a humedad y con un enjambre de mujeres hostiles que pugnaban por golpearla, violarla y robarle la ropa. Perdida, en pleno desmadre emocional, vio que una presa vestida de hombre y con el pelo rapado ponía orden con dos gritos guturales. En un instante todas quedaron paradas en el lugar en el que estaban, y después de mirar por última vez a la víctima potencial, se alejaron unos metros y empezaron a charlar entre sí.

La presa vestida de hombre era Laura M., también conocida como Nono, y era la que mandaba en ese pabellón. Se había ganado su estatus a golpes y amenazas. Había roto varias narices y hecho volar varios dientes. Un par de las que intentaron desbancarla resultaron tan golpeadas que terminaron en la enfermería o en el hospital.

Las guardia cárceles no intervenían en los asuntos internos de las reclusas, ni en sus peleas ni en sus manejos particulares para resolver conflictos e imponer orden.

Esa mañana, Laura decidió que Cecilia, la nueva, sería su novia. La determinación era inapelable. Laura se acomodó el pantalón, escupió a un costado y caminó hacia donde estaba Cecilia en un rincón, con los ojos muy abiertos, tratando de contener el temblor de su mandíbula. "Vos venís conmigo. Y si alguien te toca un pelo, la hago mierda".

Cecilia se mordió el labio inferior. Se dio cuenta de que esa mujer con aspecto masculino sería su protectora: era obvio que todas la respetaban. Pero advirtió también que esa protección no sería gratis. Si tuvo alguna duda, todo quedó claro cuando Laura la agarró de la mano y la arrastró hacia los baños. Todas afuera, “¡que no me joda nadie!" Cecilia no ofreció resistencia.

Laura tenía treinta y dos años y ya era una abonada a la cárcel de Los Hornos. Había entrado por primera vez a los veintidós, condenada a tres años por robo de automotores. Pocos días después de salir se conectó con otra banda y siguió robando vehículos. Unos meses más tarde volvió a caer. Tuvo que pasar otros cuatro años en la cárcel. Al salir se unió a un grupo de piratas del asfalto y se dedicó a robar camiones de caudales. La cárcel la había vuelto audaz y agresiva, aunque demasiado confiada. Su liderazgo carcelario le hizo creer que era la mejor, la más inteligente, la más fuerte, la más valiente. Pero fue detenida en plena toma de rehenes, en Bella Vista, con armas de guerra y a punto de volarle la cabeza a un policía. Le dieron ocho años más. Nono tomó su condena con naturalidad: la vida consistía en eso, estar afuera o estar adentro.

Había períodos para una cosa y para la otra. Su propio padre, a quien ella apenas conocía, vivía de la misma ferina- Había, además, otra cuestión. Cuando formaba parte de las bandas que salían a robar, a ella jamás le permitían encabezar el grupo. Siempre había hombres, por lo general autoritarios pero inoperantes, que tomaban todas las decisiones. La cárcel, en cambio, le permitía afianzar un liderazgo férreo que afuera le era negado.

Cuando llegó a Los Hornos, Cecilia recién había cumplido diecinueve. El día en que fue detenida estaba acompañando a su marido, el padre de su bebé de diez meses. Habían salido a robar, con dos amigos en común, cuando uno de los asaltados intentó resistirse. El marido de Cecilia lo mató de dos tiros en la cabeza, y mientras todos corrían hacia un auto para desaparecer, llegó la policía. Cecilia fue condenada a cuatro años de prisión.

Nunca antes se le había cruzado por la cabeza la idea de estar en una cárcel. Por eso, cuando se enfrentó al grupo de mujeres violentas con las que tendría que convivir, decidió ampararse bajo el ala protectora de Nono. Por otro lado, tampoco tuvo mucho margen para elegir: cuando vieron el interés de Nono por Cecilia, las mismas presas dejaron libre la cancha. Nadie se animaba a ser un obstáculo en las ambiciones de la ex pirata del asfalto, una maestra para vivir en la cárcel.

El primer encuentro en el baño del penal fue aterrador. Cecilia lloró y lo primero que dijo fue que no le gustaban las mujeres. "Nadie te preguntó", fue la respuesta de Laura mientras le arrancaba la ropa a manotazos. Sin embargo, un instinto de supervivencia providencial logró que Cecilia se sobrepusiera al espanto y pudiera adaptarse a su nueva realidad. Unas semanas más tarde, Laura Se había convertido en su amiga íntima, la mujer que le garantizaba la mejor comida, cigarrillos, tarjetas de teléfono para hablar con su familia, ropa limpia y seguridad.

Por supuesto, la relación entre las dos era desigual. Cecilia estaba en clara desventaja en cuestiones prácticas: era físicamente más débil y no compartía ni un ápice del poder carcelario de su amiga. Pero Nono soportaba una inferioridad de otro tipo: era, emocionalmente, la más dependiente. En otras palabras, era la más comprometida de las dos, la que más quería a la otra. Así, la pareja subsistía en un equilibrio precario, hamacándose entre el poder real de los hechos y el poder virtual de las emociones.

Con ese esquema cada vez más establecido, Cecilia acataba las órdenes de su nueva novia y soportaba las frecuentes escenas de celos que surgían sin grandes motivos. La primera se desató porque Cecilia le había preguntado a una presa acerca del funcionamiento de un calentador eléctrico. Laura apareció en el mismo momento en que la otra la ayudaba y Cecilia preparaba una taza con una bolsita de mate cocido. Apenas llegó, Laura le dio una cachetada a la supuesta rival y un empujón violento a Cecilia. Después, tiró el calentador contra una pared, pateó una silla y empezó a caminar de un lado al otro, enfurecida. Varias presas más se acercaron a ver la escena, quedándose a una distancia prudencial que les permitiera salir corriendo ante la primera agresión. Una guardia cárcel se asomó por una puerta, alertada por los ruidos: “Tranquila, Nono, fue la única recomendación antes de seguir de largo. Nono respiró hondo, dilatando los orificios de la nariz y apretando la boca, y gritó a su audiencia: "Nadie me la va a sacar, hijas de puta. ¡Me la sacan y las mato!".

Cecilia se quedó tirada en su catre sin hablar, asustada, pensando que cabía la posibilidad de morir en manos de cualquiera de sus compañeras sin haber podido jamás reencontrarse con su hijo.

Esa noche, cuando Nono se metió en el catre de Cecilia, la encontró llorando. La abrazó y le explicó que la vida era más dura de lo que parecía, y que había cosas por las que llorar no valía la pena. "Además, no es para tanto. Y hay que aprender, hay que curtirse, Chuchita". Pasó enseguida a contarle que cuando ella misma era chica tampoco sabía manejar el calentador de la casa para hacerse la comida. Su madre, amargada por la ausencia del padre, preso la mayor parte del tiempo, se desquitaba maltratando a sus hijos. A ella, entre otras cosas, la obligaba a cocinar y se reía al verla quemarse en sus intentos por prender las hornallas. Rencorosa, Laura le mostró a Cecilia las quemaduras en los brazos. "Acá tengo las marcas, ¿y qué? ¿Alguien se murió por eso? Yo no sabía prender los fuegos y me arreglaba sola, no iba a pedirle ayuda a nadie, como vos", le recriminó. Sin embargo, el recuerdo de su madre riéndose de ella en la cocina la superó. "Fue una de las pocas veces que la vi llorar", le contó después Cecilia a su madre.

Laura tenía un hijo de casi tres años. Según le explicó a una amiga, había quedado embarazada la noche misma en que habían robado un camión de caudales. Fue para ella un robo glorioso: había conseguido la información exacta que necesitaban para interceptar el camión y había jugado un papel decisivo a la hora de abordar al conductor del vehículo. Se sentía orgullosa de su profesionalismo. Un par de horas después del robo, ya estaba bañada y dispuesta a salir con una novia ocasional, cuando uno de los cabecillas de la banda la convenció de salir con él a tomar unas cervezas. Fueron. Ella tomó varias botellas y casi al amanecer se pasó al whisky, eufórica.

Su compañero se ofreció para llevarla a su casa. En el auto empezó a besarla. Ella tenía muy en claro que no le gustaban los hombres, pero esa noche estaba plagada de buenos presagios. Además, la condición privilegiada de su amigo dentro de la banda significaba mucho para ella: lo revestía, inclusive, de un encanto particular. Empezaron una relación que no duraría más que un par de meses, hasta que fue detenida en otro robo. Ella no se había dado cuenta de que estaba embarazada hasta que estuvo en la cárcel. Pero en cuanto se enteró, se dijo a sí misma y les dijo a los demás que ese hijo tendría buena estrella porque había sido concebido en un momento de suerte y de éxito laboral.

Cuando el bebé nació, su hermana y su madre fueron a visitarla y le dijeron que lo mejor sería que criara al hijo en la cárcel durante los primeros meses. Ellas lo criarían después. Pero a una semana del parto, Laura advirtió con angustia que se estaba encariñando con ese bebé minúsculo que pasaba el día prendido a su teta. Se conocía bien y conocía el sufrimiento familiar con todo detalle: supo entonces, con certeza absoluta, que si su hijo permanecía con ella más tiempo, después sería insoportable la separación. Ese mismo día llamó a su madre y le pidió que fuera a buscar al bebé. "No lo aguanto más", dijo, con gesto de fastidio. Jamás le hubiera confesado a su madre que la separación prematura de su hijo era producto del amor y no de la indiferencia maternal. Su madre tomó las cosas a la ligera. "Me imaginé que vos con un hijo no ibas a poder. Tu hermana y yo lo vamos a cuidar". Laura miró a su madre y le advirtió: "Si lo tratás como me trataste a mí, te pego cinco tiros en la cabeza. Y yo no miento".

Fueron más o menos apacibles. Cecilia vivía en un mundo carcelario irreal, preservada de las agresiones de sus compañeras por Nono, que la trataba como a una esposa frágil y un poco inútil. Sin embargo, se daba cuenta de que Cecilia era una presa que muchas otras querían conseguir. Para empezar era muy joven: con su flequillo corto y sus ojos grandes aparentaba menos que sus diecinueve. Los treinta y dos de Nono, en cambio, eran apenas un dato cronológico que sus arrugas y su rictus amargo desmentían: ya llevaba un total de diez años en la cárcel, diez años que incluían alcohol, cocaína, peleas, tiroteos, comida insalubre y amigos muertos.

Laura vivía obsesionada por Cecilia. Le parecía que una mujer tan atractiva y joven no podía conformarse con alguien como ella. Creía, además, que así como ella estaba enamorada de "Chuchita", todas las demás también deberían estarlo. Un día decidió que no soportaba que las otras presas hablaran con su novia en el patio, ni siquiera que la miraran. Pensó en prohibirles que se le acercaran, pero decidió que sería más fácil y controlable prohibirle a Cecilia las salidas al patio. Cecilia accedió sin protestar: esa semana había podido mandarles dinero a su hijo y a su familia porque Laura se lo había dado.

Laura era la única presa que tenía tanto dinero en efectivo. De hecho, en la cárcel se decía que por mes recibía bastante más que el director del penal.

Dos ex compañeros de su banda que no habían caído presos eran los encargados de mandarle plata, comida, ropa y hasta armas blancas y cocaína. Laura guardaba tres cuchillos, un soplete y varias tenazas y pinzas. Por varios motivos, las autoridades del penal no le confiscaban ninguna de sus pertenencias y la dejaban hacer. Entre otras cosas estaban convencidas de que era mejor mantenerla tranquila que alborotada.

Un sábado, el día de visitas, la madre y la hermana de Cecilia llegaron con un chico de unos veinte años. Mientras Laura recibía a un amigo que había ido a llevarle ropa, miraba de reojo el rincón donde su novia recibía a los suyos. Advirtió que Cecilia trataba a su visitante masculino con mucha familiaridad. Se controló para no intervenir en ese momento, pero cuando todos se fueron, Laura estalló. Le preguntó quién era el que la había visitado y mientras Cecilia le explicaba que era un amigo del barrio, le dio una trompada en plena cara. Nunca antes le había pegado y, aun sabiendo del temperamento violento de su amiga, ella había creído que estaba a salvo. Esa noche Cecilia se acostó sola en su catre. Laura estuvo acuclillada en un rincón, haciendo dibujos en el piso con unas tizas de colores.

El sábado posterior al golpe, Cecilia tenía un ojo mora-do. Su madre, su hermana y su bebé habían ido a visitarla. La madre preguntó por el moretón pero Cecilia ya tenía preparada la respuesta: un resbalón y una caída. Antes de que todos se fueran, apareció Laura para saludar. Se pre-sentó sola y envió señales inequívocas de que era la pareja de Cecilia. Le extendió los brazos al hijo de su novia y lo sostuvo. "Yo también tengo uno", contó. "Pero no quiero que venga a este lugar". Después se despidió y antes de irse anunció que, cuando las dos salieran, los chicos serían grandes amigos.

Cuando la hermana y el hijo de Cecilia ya estaban caminando hacia el pasillo de salida, la madre acarició la cabeza de su hija y miró para todos lados, como comprendiendo las dificultades de vivir encerrada en la cárcel. Y antes de que Cecilia pudiera decir nada, habló ella: "Ya sé, te juntaste por necesidad". Después repetiría el concepto je necesidad a todo el que mencionara que su hija Chuchi tenía una novia mujer.

La obsesión sentimental de Laura iba en aumento y se había convertido en una pesadilla para Cecilia. Cada día que pasaba en el penal era una tortura. Había llegado el punto en el que sus compañeras de prisión ni siquiera intentaban acercársele por miedo a las represalias de Laura.

Cecilia tenía la piel amarillenta, por la falta de sol y de aire, ya que nunca había podido volver al patio. Y cada vez que recibía cartas de su hermana en las que contaba al detalle los progresos de su hijo, se tiraba en el catre, apagaba la radio y se tapaba íntegra con una frazada. Laura se quedaba viéndola, y a cada rato la destapaba para ofrecerle café, mate o galletas. Cuando Chuchi se negaba a comer, Nono Laura, como habían empezado a decirle las guardias, se impacientaba. "Yo también tengo un hijo y no lloro. Bancátela que falta poco". Y entonces solía sacar de un bolsillo del pantalón unos cuantos billetes y se los tendía. "Tomá, decile a tu familia que le compre algún juguete al pibito. Pero no llores más, que no arreglás nada".

Chuchi agarraba los billetes y empezaba a quejarse por la injusticia de estar presa cuando en realidad el culpable era su marido. Nono la cortaba en seco. ”Ya estamos acá. De lo que pasó afuera, olvídate. Mejor no contar ni preguntar". Si Chuchi seguía protestando, Nono usaba una fórmula habitual: "Si querés, cuando estemos afuera, a tu ex te lo reviento".

Laura sabía que saldría en libertad a mediados de 2004 y que su novia quedaría presa por lo menos seis meses más La idea la enloquecía. Empezó a hablar una por una con sus compañeras de pabellón, prometiéndoles dinero a cambio de proteger a Cecilia en su ausencia y no tocarle un pelo. Llamó a la gente de su banda y cometió la audacia de amenazarlos: inventó que un grupo de policías sospechaba que habían participado con ella en el último asalto al blindado. "Los tienen marcados", mintió. "Y yo los voy a cubrir, pero necesito guita para que no me jodan a la pendeja".

La semana antes de irse, estaba desesperada de celos. A Cecilia le hacía escenas públicas memorables. Una vez, en medio de una requisa, estalló. "¡Te la pasaste llorando por boludeces y ahora no llorás! ¡¿No te importa que me voy?!" Una presa que había entrado hacía poco menos de un mes escuchó a Laura y miró a Cecilia, que estaba parada junto a una pared. Cecilia, con curiosidad, le devolvió la mirada.

Las guardias pararon el griterío. "Nono Laura, tranquila, que ya casi estás afuera".

Cuando las dos se quedaron solas en una celda, Nono revolvió entre sus cosas y sacó un soplete. Sin decir una palabra se tiró encima de Cecilia, le trabó los brazos para que no pudiera defenderse y le quemó la mano derecha. Aun antes de sentir el olor a carne quemada, Laura sabía que ese arranque de celos podía arruinar la relación con su novia. Pero no pudo evitarlo. La necesidad de lastimar a quien la hacía sufrir era más fuerte.

Cuando la escuchó gritar y pedir ayuda, dejó el soplete. Estaba triste pero más tranquila.

La despedida fue corta y tímida. Hubo una especie de homenaje a Nono por parte de las presas del pabellón - del que Chuchi no participó— y un abrazo final y solitario entre las dos. Nono prometió ir a visitarla todos los sábados, y Chuchi no dijo nada: se dejó besar y asintió con la cabeza ante cada recomendación de su novia.

Al salir, fue directamente a la casa de su madre. Lo primero que hizo fue acercarse a su hijo, que le sonrió pero no se dejó abrazar y salió corriendo a jugar con una bicicleta. Laura se dio cuenta de que no podía pretender que ese chico la considerara como la madre que no había sido nunca. La estaba tratando corno lo que era en realidad: una desconocida a la que veía en una única foto gastada, y que —según todos sus compañeros de escuela— había salido en los diarios por robar camiones.

La madre de Laura vivía con su nieto y su otra hija, que se había separado hacía pocos meses. Ni la madre ni la hermana le habían preparado ningún recibimiento. Laura fue a la heladera y la madre le advirtió que iba a tener que pagar cada cosa que consumiera. La hermana le dijo que lo mejor sería que se buscara un trabajo decente y que las ayudara a pagar el alquiler.

Laura era una mujer dura pero no esperaba tanto desapego. Salió de la cocina furiosa y fue a comprar cervezas. Pero antes decidió que merecían una venganza sutil. Miró a su madre y a su hermana y les anunció que iba a hacerse cargo de los gastos pero que también llevaría a vivir a su novia a la casa.

La madre tomó el dato con indiferencia; a fin de cuentas poco le importaba con quién dormiría su hija. La hermana, en cambio, hizo un escándalo. A los gritos le dijo que le daba vergüenza tener una hermana como ella. “Chorra y encima tortillera", le recriminó. Laura dio un Portazo y salió. Fue a un kiosco, tomó unas cuantas cervezas y fue a comprar regalos para Chuchi.

Tal como estaba previsto, Laura tuvo que esperar poco más de seis meses hasta que también liberaron a Cecilia En ese tiempo fue todos los sábados a visitarla, llevarle comida y pagar la buena conducta de sus compañeras.

Laura encontraba a Chuchi taciturna y algo fría. No le había perdonado la quemadura con el soplete y no perdonaría nunca. Sin embargo, era amable y dócil. En algún punto estaba agradecida a Laura por haberla protegido del resto de las presas, y por seguir protegiéndola.

La madre y la hermana de Cecilia, y hasta su hijo, aceptaban de buena gana la presencia de Laura. En los días de visitas se reunían todos juntos y al final Laura los acompañaba a su casa. Siempre les daba dinero y muchas veces aparecía a visitarlos los domingos por la tarde llevando enormes bolsas de alimentos comprados en un supermercado de la zona.

Poco a poco Cecilia fue aceptando con naturalidad que todos ellos formaban algo parecido a una familia. Laura le había dicho que irían a vivir a su casa porque en la de Cecilia no había un cuarto libre para las dos.

El día en que liberaron a Cecilia, Laura fue a esperarla al penal con una caja de alfajores de dulce de leche. Pocos días antes había comprado un auto con el dinero que sus ex cómplices le iban dando cada quince días en pago por su silencio.

En el auto puso la radio con el volumen altísimo y se dedicó a manejar mirando de reojo a su novia, que comía los alfajores con ansiedad. Sin embargo, ninguna de las dos estaba feliz. Cecilia no sabía cómo iba a volver a conseguir un trabajo, ni cómo la iba a recibir su hijo ni qué iba a hacer con una novia golpeadora a la que ahora ya no necesitaba. Laura sufría porque su hermana la hostigaba con el tema de su homosexualidad y porque advertía que fuera de la cárcel no iba a ser tan sencillo tener controlada a Cecilia. Mientras miraba la ruta y le tocaba la rodilla a su novia pensaba que ese momento perfecto estaba a punto de saltar en pedazos. "A la larga, todo se me pudre", solía decirles a sus amigos. Y tenía razón.

Durante las primeras semanas, Cecilia pasaba el día en su casa, con su madre y su hijo. A la tarde llegaba Laura y tomaban mate en familia. A la noche se iban las dos a dormir a lo de Laura.

Pero la hermana de Laura le hizo entender a Cecilia que su presencia no era bienvenida. No la saludaba y la insultaba por lo bajo en cuanto se cruzaban. Cecilia no soportó la situación y le anunció a Laura que no volvería. Empezaron a citarse en un bar de San Isidro hasta que una tarde Cecilia no fue a la cita. Estaba harta de las escenas de celos permanentes y pensó que la mejor manera de deshacerse de Laura sería cortando la relación poco a poco. Fue peor. Laura esperó a Cecilia durante horas, llamando a su casa cada quince minutos y al final hasta fue a hacerle guardia a la puerta. Casi a las diez de la noche la vio llegar con una prima. Habían ido a un shopping a hacer unas compras. Laura, obsesionada por su novia, no podía entender que los sentimientos de una y otra fueran tan diferentes. Ella jamás hubiera cambiado una tarde con Cecilia por una tarde en el shopping. Y para esa realidad tan sencilla e indiscutible no había solución. Volvió a su casa histérica, se tomó varias botellas de cerveza, peleó ferozmente con su hermana —la responsable por la ausencia de Cecilia— y salió a conseguir un par de teléfonos celulares. Al día siguiente le llevó uno a Cecilia envuelto para regalo. Ella lo aceptó a regañadientes, sabiendo que era una estrategia obvia para controlarla.

Unos meses después Cecilia seguía sin conseguir trabajo. Dependía económicamente de Laura, lo cual la obligaba a mantener la relación. Además la quería y estaba agradecida por la incondicionalidad de su novia, pero estaba harta de sentirse vigilada y había recordado, sin lugar a dudas, que le gustaban los hombres.

Se encontraban siempre en el mismo bar y dormían, una o dos veces por semana, en casa de Cecilia.

Laura se daba cuenta de que la relación estaba en crisis, y un día decidió usar sus contactos para ayudar a su novia a conseguir trabajo. Pensó que ese detalle la conmovería y lograría bajar la tensión entre las dos. Una semana después, Cecilia había entrado en un bingo.

Una noche, mientras Cecilia estaba jugando con su hijo, Laura revisó el teléfono celular de su novia y se fijó en las llamadas que había recibido. Había cuatro llamadas de alguien que figuraba como Juan. Ella marcó el número y preguntó por él. Le dijo, ahogada por la rabia, que era la novia de Cecilia, y que estaban juntas desde la época en la que las dos estaban presas en Los Hornos.

Juan era un chico de veintiún años que Cecilia había conocido en su nuevo trabajo. Ella vendía fichas y él iba todos los días a jugar con las máquinas tragamonedas. Habían empezado a salir, pero Cecilia no le había contado nada de su pasado.

Laura cortó y fue corriendo a pelear con Cecilia, que estaba durmiendo a su hijo. Esperó a que terminara y, conteniendo la furia, la invitó a tomar un café fuera de la casa. Apenas salieron estalló. Le preguntó por Juan, y le contó que lo había llamado por teléfono. "Le habías mentido, como a mí, pero ahora sabe todo", le dijo, a los gritos, en medio de la calle. Para Cecilia ésa era la oportunidad de terminar. El alivio de imaginarse libre de Laura pudo más que la rabia por haber sido desenmascarada ante Juan. Envalentonada, admitió que estaba saliendo con ese hombre y que prefería no volver a verla nunca. Como respuesta recibió una trompada que la tumbó de espaldas. Dio la cabeza contra el cordón de la vereda y se desmayó. Laura, furiosa, salió corriendo. Los vecinos ayudaron a Cecilia y la llevaron al hospital, donde le cosieron la herida. Su madre lloró con ella en la sala de emergencias. Cecilia le contó entonces que todos los golpes que había tenido en los últimos tiempos no habían sido accidentes sino palizas de Laura.

Al día siguiente, Laura fue a ver a Cecilia a su casa. La madre le dijo que no volviera porque llamaría a la policía.

Laura no sabía vivir sin su novia. Caminaba durante horas, tomaba cerveza, no comía y pensaba todo el tiempo en suicidarse. Llamaba a Cecilia a cada rato, -pero el teléfono-no casi siempre estaba desconectado, o atendía la madre. Al fin, atendió Cecilia. Laura pidió y suplicó, pero fue inútil: Cecilia le dijo que no la quería más, y que estaba de novia con Juan, que era honesto, paciente y, además, hombre. Laura le juró que la iba a matar y que se iba a suicidar después. Pero Cecilia, enfrascada en ese estado de liviandad que otorga el enamoramiento, no la tomó en serio: empezó a reírse y cortó.

Esa noche Laura durmió con una pistola 9 mm bajo la almohada. Pensó que esperaría hasta la madrugada para Pegarse un tiro. No lo hizo: aturdida por tranquilizantes, se despertó a media mañana. Se levantó, fue a un kiosco, desayunó un pancho gigante con una cerveza y fue a buscar a Cecilia a su trabajo. Era la una y media de la tarde su novia trabajaba desde las diez hasta las dos.

Ya había imaginado la escena: encontraría a Chuchi con su uniforme, vendiendo fichas, la saludaría y se volaría la cabeza delante de ella, para que quedaran bien en claro su espíritu heroico y la injusticia de esa relación desigual.

Pero las cosas sucedieron de otra manera. Laura llegó al bingo, entró, atravesó un pasillo y encontró a Cecilia, de espaldas, colocando fichas en una máquina tragamonedas. La saludó. Cecilia se dio vuelta, miró a su ex, le dedicó una sonrisa irónica y siguió trabajando. Esa sonrisa fue su gran error. "Cuando vi que se reía de mícontó después Laurasentí que no me tomaba en serio, que no me respetaba ni me quería". Entonces, después de esa sonrisa equivocada, Laura sacó la pistola del bolsillo de su pantalón y le disparó tres veces en el pecho, mirándola a la cara.

La gente empezó a correr por todo el bingo. Laura, con mucho cuidado, se acercó al cuerpo de Cecilia. Le volvió a disparar en el brazo y la cabeza. Enseguida se puso de rodillas, le acarició el flequillo y le pasó la mano por los labios pintados de morado. "Mi amor, eras tan linda. Yo te avisé que te iba a matar. ¿Por qué me engañaste?"

La policía llegó pocos minutos después. Laura amenazaba con suicidarse, pero antes quería hablar con su hermana porque ella era la culpable de ese drama pasional. A los gritos decía que no dejaría el arma ni se mataría sin antes mirar a los ojos por última vez a esa traidora. La policía y el fiscal le prohibieron a la hermana acercarse a Laura, y cinco horas después lograron desarmarla.

Llorando, Laura repetía que había matado a Cecilia porque en el momento mismo de verla no le contestó el saludo sino que se burló de ella con crueldad. "Me miró y se rió, como se había reído por teléfono cuando le dije que me iba a suicidar".

Laura M. fue acusada de homicidio simple. Espera su sentencia en la cárcel de Los Hornos. "Me toca volver otro rato", fue lo que le dijo a una de sus antiguas compañeras.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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//05 de Octubre, 2010

Juan V. Corona

por jocharras a las 22:20, en Hombres Asesinos
Historia de Juan V. Corona, predador homosexual mexicano


Imágen de Juan Vallejo Corona, predador homosexual mexicano

Raras ocasiones son que conocemos la historia de un asesino serial mexicano y de hecho son noticias estas, procedentes de mexicanos actuando y siendo convictos en otros países. Específicamente en Estados Unidos donde la policía y demás aparatos de justicia actúan varias veces más rápido y eficaz que en nuestro país. Acaba de ser ejecutado en Texas Ángel Maturino Resendiz, el asesino del ferrocarril y acá en el Distrito Federal hace meses fue capturada 'La mataviejitas' mujer que segó la vida de numerosas ancianas de la ciudad. Pero la historia que es materia de esta página web es sobre Juan Vallejo Corona conocido en el otro lado del Río Bravo como el 'Machete Murderer'

Juan Vallejo Corona nace en el año de 1934 en México y desde joven migró a California, a la ciudad de Yuba City donde se establece. Se casó y formo una familia de cuatro hijas, y al paso del tiempo se convirtió en contratista de mano de obra. Su labor era altamente apreciada entre los granjeros del lugar a quienes proporcionaba mano de obra barata, generalmente mexicanos emigrantes que como él, perseguían un mejor nivel de vida.

Pero el 19 de Mayo de 1971 un granjero japonés de la zona, sale a pasear por sus huertos de durazno y nota que alguien ha excavado entre dos árboles un hoyo de dimensiones semejantes a las de una tumba. A pesar de que alrededor había cuadrillas de trabajadores contratadas vía Juan Corona pizcando durazno quedó intrigado por el hallazgo al grado de regresar a ver el agujero por la noche. Cuál sería su sorpresa encontrar el hoyo relleno de tierra. Decide llamar a la policía que en un principio no sospecha nada extraño a excepción del hecho de que alguien pudo haber ido a enterrar basura en una propiedad ajena. Para sorpresa de todos al excavar los oficiales se encontraron con el cadáver de un hombre blanco y delgado. En vida aquel sujeto se llamaba Kenneth Whiteacre y había sido apuñalado en el pecho, fuertemente golpeado en la cabeza y con varias laceraciones profundas detrás del cráneo. En sus ropas se pudo hallar un pasquín de pornografía gay lo que hizo suponer que se trataba de un homosexual. A pesar de la horrible naturaleza del descubrimiento, para la policía no había razón de alarmarse. Total, el movimiento gay en boga en San Francisco había agitado e irritado a mucha gente que bien pudo haber liquidado al hombre como una forma de represalia.


Recuperación del cadáver encontrado en los huertos de durazno.


El escritor y reportero del crimen Kidder especuló que aquel homicidio pudo haber sido cometido por un par de hombres, que habían salido a la caza de un encuentro sexual y hallaron un voluntario que por algún dinero accediera a sus peticiones. Pero luego lo mataron cuando se negaron a pagarle el billete prometido. Los peritos tomaron algunas impresiones de las huellas de una camioneta que estuvo en el sitio pero no se le dio la importancia debida al asunto y el cuerpo no fue estudiado con la minuciosidad requerida. Debía descartarse algún tipo de asalto sexual, aunque eso sí, se determinó que las heridas de la cabeza habían sido practicadas cuando el hombre ya había fallecido. Después del rapidísimo examen forense el cadáver fue entregado a los funerarios. Los detectives concluyeron que pudo haber sido el resultado de una pelea, un mero suceso al azar.
Sin embargo unos cuantos días después se halló otro cuerpo en las huertas de durazno de la zona. El 24 de Mayo, mientras operaban un tractor en un rancho vecino los trabajadores tuvieron que parar al encontrar partes de la tierra colapsadas. De nuevo fue llamada la policía y encontraron el cuerpo de Charles Fleming otro vagabundo del lugar. Esta vez las autoridades actuaron con mayor cautela y la búsqueda de mas cuerpo se intensificó sin encontrar nada, hasta que un oficial descubrió un pequeño camino entre la vegetación que los condujo a una enorme tumba colectiva.





Vista aérea de la zona de los funestos hallazgos


A lo largo de la rivera encontraron la tierra sospechosamente revuelta. Cuando comenzaron a remover el suelo con las palas encontraron las piezas claves del caso. Unas notas del mercado de la ciudad a nombre de un tal Juan V. Corona, despachadas hacia pocos días. Al excavar encontraron otro cadáver, un hombre con las mismas heridas de muerte, golpes en la cabeza y laceraciones producidas por lo que parecía ser un machete. El sujeto enterrado era un granjero indigente. Siguieron apareciendo cuerpos uno tras otro en diferentes grados de descomposición de tal modo que se pudo establecer hasta la cronología de las muertes. Algunos de ellos difícilmente podían mantenerse completos. Tuvieron que ser colocados dentro de bolsas de plástico para su posterior identificación. Indudablemente era esta fosa colectiva el producto de un solo criminal puesto que todos los cuerpos presentaban signos de un mismo ritual de muerte. Una especie de firma, según lo llaman los especialistas. De vez en cuando ocurren actos violentos en una comunidad, pero los oficiales a cargo jamás habían presenciado un entierro colectivo como este. Las victimas aparecían con evidentes signos de asalto sexual, con los calzones a los tobillos y los genitales expuestos. La mayoría habían sido trabajadores emigrantes y/o vagabundos, asesinados con arma punzocortante y golpes a la cabeza. Algunos habían incluso recibido un tiro. A pesar de la evidencia contra Juan Corona, el sheriff Roy Whiteaker hizo énfasis en el cuidado que debían guardar sus subalternos en la recuperación de cuerpos. Las recetas halladas eran buenas, pero para dar un paso definitivo se debía encontrar algo más. Entonces el objetivo se fijó en enterarse por terceros que hubieran conocido a las víctimas y poder ligar definitivamente al contratista con las muertes.



Cuadrillas auxiliadas por perros rastreadores buscan cadáveres


A estas alturas de la conmoción el sheriff Whiteaker ya conocía algunos detalles muy oscuros acerca del contratista mexicano Juan Vallejo Corona.

Ninguna autoridad en el estado estaba preparada para exhumar tantos cuerpos de un solo sitio.


Para principio de cuentas circulaban rumores acerca de Corona y algunos 'asuntos' suyos con hombres homosexuales, rumores al fin. Luego estaba el hecho de que había sido diagnosticado de esquizofrenia (1956) y conforme a los usos médicos de entonces fue sometido a terapia de electrochoques. También se conocía a la perfección un macabro episodio que involucraba a su hermano Natividad Corona, ese si conocido y violento gay que operaba el café 'Guadalajara' en el poblado de Marysville. Esa ocasión apareció en el baño del lugar un joven sangrando de la cabeza, pues con un machete le habían volado parte del cuero cabelludo. El sujeto fue auxiliado por otros comensales y el homosexual Natividad Corona huyó del país hacia México. La víctima demandó por $250,000 dólares, pero el proceso nunca fructificó ante la ausencia del demandado. La existencia de este lío entre homosexuales daba mucho en que pensar acerca del señor Juan Corona.
Juan V. Corona arrestado


En una época que todavía no explotaba el uso de compleja tecnología forense la única manera de construir el caso contra Juan Corona fue mediante evidencia circunstancial. Los fiscales sabían que las notas del mercado podían ser rebatidas durante el juicio así es que mediante los testimonios de muchas fuentes podían armar un mosaico que sustituyera la evidencia que en otros casos es concluyente y liga al asesino con las víctimas.
  • Kenneth Whitacre
  • Charles Fleming
  • Melford Sample
  • Donald Smith
  • John J. Haluka
  • Warren Kelley
  • Sigurd Beierman
  • William Emery Kamp
  • Clarence Hocking
  • James W. Howard
  • Jonah R. Smallwood
  • Elbert T. Riley
  • Paul B. Allen
  • Edward Martin Cupp
  • Albert Hayes
  • Raymond Muchache
  • John H. Jackson
  • Lloyd Wallace Wenzel
  • Mark Beverly Shields
  • Sam Bonafide
  • Joseph Maczak
  • ...y otros mas no identificados

En la época de los hallazgos en los huertos, el trabajo del departamento de policía se multiplicó enormemente. Las labores no solamente abarcaban la exhaustiva búsqueda de restos humanos; a pesar de haber encontrado la tumba masiva, existía la posibilidad de hallar cuerpos solitarios enterrados por aquí y allá. También había que atender a las numerosas personas que se habían enterado del asunto y que buscaban noticias de seres queridos desaparecidos. Así que había que investigar y dar seguimiento a cada caso. Igualmente daba trabajo la prensa y los curiosos que atestaban las cercanías del entierro masivo. El 4 de Junio la búsqueda llegó a su final. El conteo quedó en 25 cuerpos, de los cuales únicamente tres no eran cadáveres de anglosajones, tampoco hubo uno solo de origen mexicano. Tras un arduo proceso, todos fueron identificados menos 4 que permanecieron en calidad de desconocidos.



El Sheriff Whiteaker, encargado de las primeras investigaciones contra Corona.


En una de las tumbas a ras de tierra se halló una pieza más de evidencia contra Juan Corona. Un recibo bancario a nombre del contratista apareció entre la tierra. Obvio que el caso tomó mucha fuerza, pero el sheriff Whiteaker convocó a destiempo a una conferencia de prensa donde sin previo juicio ni mayores diligencias legales inculpó al mexicano de los crímenes. El apresuramiento resultó contraproducente puesto que abrió el caso al escrutinio de mas abogados y especialistas que determinaran realmente si había evidencia suficiente contra Corona. El mosaico de evidencias que se pretendía formar no ayudaba al caso. Además de todo en los Estados Unidos nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Ya en custodia a Corona se le comenzó a investigar surgiendo el detalle ominoso de cuando fue tratado por sus delusiones mentales años atrás y de cómo había recibido una docena de tratamientos a base de electrochoques, cuando se pensaba que eran realmente eficaces. La información señalaba que Corona era un pacífico hombre de familia, padre de cuatro mujeres y un devoto que no faltaba un solo domingo a la iglesia. Sus ingresos rondaban los $20,000 dólares al año y no había quejas de que abusara de los trabajadores temporales a quienes contrataba. No faltaba la usual queja de que no pagaba lo suficiente por el trabajo realizado. Pero bueno, ¿qué contratista en esta vida paga lo justo? Sin embargo, existía el testimonio de quienes hablaban de un Juan Corona irascible y violento y de que había sido visto rondar los entierros tras las huertas. El reportero Kidder visitó al inculpado en la cárcel para cerciorarse de su estado mental y lo que vio fue a un sujeto triste, en actitud humilde pero principalmente deprimido. Se dice que durante su juicio sufrió dos ataques cardiacos y pasaba su tiempo tomando clases de pintura.

La evidencia forense presentaba múltiples dificultades. La sangre hallada en la camioneta resultó ser de un trabajador herido que había sido transportado en dicho vehículo. Su famoso machete no presentaba rastros sanguíneos y la de otros lugares resultó ser pintura. Las huellas de llanta halladas en los sitios no concordaron con las de la camioneta tampoco, la bala hallada en uno de los cadáveres tampoco perteneció a la pistola de Corona, en fin que ni las marcas de herida de machete ligaban con certeza al contratista con los muertos. Inclusive el acusado contaba con una coartada pues durante el tiempo de la muerte de varios de los enterrados estaba usando muletas para caminar.



La familia de Corona no se quedó cruzada de brazos y lucho por conseguir fondos.


El juicio contra Juan V. Corona fue sumamente largo y tedioso. El procedimiento se tornó en una lucha de intereses entre los abogados de la defensa y los de la parte acusadora, en este caso del Estado de California. Las principales disputas giraron en torno a la evidencia forense y a su complicada y fallida recopilación. Ningún especialista que pasó a rendir testimonio en la corte pudo asegurar al 100% que los cuchillos y el machete de Corona estaban conectados con los cadáveres encontrados. En cuanto a la sangre, igual ningún especialista pudo establecer de manera convincente que hubiera conexión entre las muestras de los muertitos y las manchas y gotas encontradas en los efectos personales y la propiedad del acusado. Salieron a flote tantos y tan complicados detalles que muchas veces se perdió la perspectiva de los crímenes para enfocarse en la efectividad de los analistas y aún de su reputación profesional. Aún las recetas y recibos hallados en los entierros fueron puestos en duda, al sugerirse que tal vez alguien quiso inculpar de manera dolosa a Corona con los asesinatos. Hubo quien sugirió que se revisara la antigüedad de cada cadáver y el de las notas para poder dilucidar si fueron puestas después o cayeron en las tumbas en el momento mismo del crimen. Esta estrategia puso al descubierto errores de procedimiento por parte de los forenses al clasificar los cuerpos, los cuales fueron numerados de diferente manera por los médicos contra el sistema conque la policía los fue etiquetando. Luego estuvo el hecho de que nadie pudo concluir que Juan V. Corona fuera homosexual, este hecho hubiera resultado crucial dada la evidencia de que los crímenes tenían una motivación notoriamente sexual. Hawk, el abogado defensor nunca llevó ningún testigo clave al estrado y aunque no lo nombró explícitamente basó gran parte de su estrategia en sugerir, que había sido el hermano de Juan, es decir Natividad Corona, el verdadero responsable de la matanza.

Para complicar más el juicio resulta que se le acusó a Corona por los 25 crímenes, multiplicando así en costos monetarios y de tiempo las diligencias respectivas. Usualmente cuando se acusa a un multihomicida basta con procesarlo por uno o dos crímenes de la multitud que se le adjudican, pero en este caso ese detalle de atiborrar de acusaciones constituía la estrategia de la parte acusadora para conformar un caso ganador. Es decir, cimentar el mosaico de evidencias circunstanciales de que habíamos hablado párrafos atrás. Finalmente ambas partes dieron por agotados su trabajo y el jurado decidió que Juan V. Corona era culpable de 25 homicidios y en consecuencia el juez recetó 25 cadenas perpetuas con derecho a libertad condicional.

Poco tiempo después Corona volvió a juicio puesto que un nuevo grupo de abogados tomó la defensa del caso y decidió que no se le había defendido correctamente en su primer juicio. De hecho nadie se explica el porqué su primer abogado defensor no hizo nada por alegar incapacidad mental. Estaba claro y documentado que Corona había sido sometido a electroshocks. Sin embargo este nuevo lance probó ser ineficaz y costoso, pues se estima que a los contribuyentes Californianos el chiste les salió en varios millones de dólares. Básicamente el jurado argumentó que Corona era el más probable culpable por la evidencia de su bitácora personal donde había anotado un registro de los nombres de varias de las victimas halladas y siendo de ese modo, no se modificó la sentencia del juicio anterior. Siendo que hasta esa evidencia no estaba exenta de controversia y que fue materia de mucho debate entre especialistas en grafología.


Juan Corona languideciendo en la cárcel.


En cuanto a Corona, no lo pasó bien en la cárcel los primeros años, puesto que fue atacado por 4 internos quienes lo cocieron a puñaladas, casi muriendo y perdiendo un ojo tras el ataque. Se recuperó y a la fecha continúa purgando sentencia en la prisión estatal de Corcoran en California. Padece de demencia senil y su salud no es buena.
Algunas de las victimas de Juan Corona
Donald Dalesmith
Donald Dalesmith
Elbert Riley
Elbert Riley
John Haluka
John Haluka
Lloyd Wenzel
Lloyd Wenzel

Y estos son algunos de los que no se pudieron identificar plenamente


Bibliografía:
  • Jury: The People vs Juan Corona, Victor Villasenor
  • A Criminal History of Mankind, Colin Wilson
  • The Road to Yuba City: A Journey into the Juan Corona Murders, Tracy Kidder
  • Burden of proof: The Case of Juan Corona, Ed Cray


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