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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//01 de Noviembre, 2010

Mónica D. " Acorralada "

por jocharras a las 16:42, en Mujeres Asesinas
Mónica D. " Acorralada "


Cada tarde, cuando daban las seis, Mónica D. tenía que preparar el té para su madre inválida. Calentaba el agua y un poco de leche, ponía a tostar pan francés y colocaba una porción de mermelada de frutillas en un platito de café. Un rato antes tenía que sacar la manteca de la heladera porque su madre, Beatriz, la prefería a temperatura ambiente.

Una vez que todo estaba listo, acomodaba la merienda en una bandeja y la llevaba al cuarto de la madre, que recién empezaba a despertarse de su siesta.

Apenas entraba, corría las cortinas para que se filtrara la luz y veía cómo ella, con gesto adusto, miraba el reloj para verificar que estuvieran cumpliendo el ritual del té a la hora convenida. Después venía el control de la temperatura de la leche y el tostado del pan. El conflicto solía surgir por la textura de la manteca. Era común que Mónica se olvidara de sacarla del frío con anticipación, lo cual era advertido de inmediato por Beatriz, que en el acto suspendía la ceremonia. Había que esperar que la manteca se ablandase, con lo cual se enfriaba todo lo demás. Mónica, abnegadamente, volvía a preparar el té, la leche y las tostadas.

Los pocos amigos de Mónica le reprochaban su sumisión asombrosa, pero ella ya se había acostumbrado a soportar a su madre. "Mamá es así. Está enferma y se siente mal, pero ya va a pasar".

Beatriz había quedado paralítica por un error grosero en una operación de hernia de disco. En ese momento, Mónica había cumplido dieciséis años y todavía se estaba reponiendo de la muerte de su padre. "Menos mal que tu papá ya murió y no tiene que verme así, porque el pobre no lo soportaría", solía repetirle Beatriz, autocompasiva.

El padre, un cardiólogo exitoso, había tenido tiempo para dejar a su esposa y a su hija una cantidad de recursos económicos suficientes como para vivir sin sobresaltos. La madre cobraba dos pensiones y recibía dinero por el alquiler de tres consultorios y dos departamentos en la costa. Así pudieron contratar mucamas y enfermeras, aunque por lo general ninguna permanecía en la casa por más de dos o tres meses. Con sus exigencias absurdas y su carácter imposible, Beatriz las espantaba como a moscas. Entonces, era Mónica quien tenía que hacerse cargo del cuidado de la madre.

Diez años después de la operación que la dejó inválida, Beatriz ya se había acostumbrado a vivir una vida miserable. Como estaba aterrada ante la posibilidad de quedarse sin dinero, había decidido prescindir de la ayuda de una mucama y obligaba a su hija a cuidarla y a hacer las cosas de la casa. Por eso mismo, Mónica llevaba siete años estudiando abogacía y estaba lejos de terminar. Mientras todos sus compañeros ya se habían recibido, ella, muy lentamente, iba cursando la carrera en los ratos libres. Sabía que tenía que estar en su casa por la mañana para bañar a la madre, darle los remedios, prepararle el desayuno y el almuerzo, y dejárselos a su alcance. Ya había calculado que a eso de las diez podía dejar la casa, pero a las seis de la tarde tenía que volver para la dichosa merienda. Después podía salir una vez más, aunque debía llamar a Beatriz cada hora para ver si estaba bien. De todas maneras, era imposible siquiera pensar en pasar una noche fuera de la casa o llegar después de medianoche.

Aunque no podía caminar, Beatriz era capaz de arreglárselas sola. Sin embargo, no lo hacía. Por supuesto, podía ir en silla de ruedas a hacer las compras, o a visitar amigas, o al médico, o a estudiar, o a mirar vidrieras, pero había decidido depender enteramente de su hija. Tanto dependía que ni siquiera se desplazaba por la casa. Con el tiempo, Mónica empezó a sospechar que su madre, cuando estaba sola, se movilizaba sin mayores inconvenientes. De hecho, había encontrado evidencias de sus desplazamientos, que Beatriz negaba, indignada y ofendida.

Los médicos que la atendían también trataban de convencerla para que hiciese alguna actividad por sus propios medios. Todo era inútil.

La situación se complicaba porque, además, Beatriz había empezado a desarrollar un cuadro depresivo. Su psiquiatra intentó convencerla para que estudiara algo o se anotara en algún curso. Pero ella no quería hacer otra cosa que estar en la cama. "Ya sé que hay otros que están como yo y hacen su vida. Pero mi caso es distinto. Yo no tuve un accidente ni nací así ni tuve polio ni nada. Yo estoy paralítica porque un médico me operó mal y me arruinó la vida. Y además mi esposo murió y me dejó sola. De esto yo no puedo salir, ni quiero", solía decirle al psiquiatra en cada sesión. Al fin, Mónica, que era la encargada de llevarla y traerla, decidió suspender el tratamiento psiquiátrico por considerarlo una experiencia inútil.

En la casa de al lado vivía Beba, una viuda sesentona y autoritaria que había sido amiga de la familia de Mónica pero que, después de la muerte del padre y del accidente de la madre, había dejado de visitarlas con la asiduidad de otros tiempos.

Sin más cosas para hacer, Beba se dedicaba a observar a sus vecinas. Había llegado a la conclusión de que Mónica era una hija desaprensiva que no ponía empeño suficiente en alegrar a su madre ni en hacerle la vida más fácil ni en incentivarla para ponerse en acción.

Una mañana, cuando Mónica estaba saliendo para la facultad, se encontró con Beba en la puerta, barriendo la vereda en bata y pantuflas. "Tu madre sufre y vos no te das cuenta. Deberías hacer más por ella, que es una santa", le recriminó, mirándola como a una enemiga. Mónica no podía creer lo que escuchaba. Sentía que estaba sacrificando su vida por su madre, y que nadie le reconocía el esfuerzo. No le contestó nada y amagó con irse, pero Beba la retuvo, agarrándole el brazo. "Pensá bien y no seas egoísta. Beatriz te necesita".

Mónica, que no estaba acostumbrada a defenderse de los ataques, no contestó nada. Apenas pudo hacer una mueca de disgusto y se fue.

Hacía muy pocos meses Mónica había empezado a salir con Luciano, un compañero de facultad dos años menor. Al principio no le había gustado y además le parecía ridículo. Usaba zapatos con plataforma, camisas ajustadas y brillantes, sacos con hombreras exageradas y el pelo teñido de rubio platinado con las raíces negras. Se pasaba el día entero escuchando música electrónica en un walkman y seguía el ritmo —aún en medio de las clases— sacudiendo la cabeza y los hombros con movimientos espasmódicos. De hecho, esa costumbre le valió el apodo de Robot, que con el tiempo terminó resumido en Robi.

Robi era simpático y sociable, pero advertía que los demás se reían de él, que evitaban verlo fuera de la facultad y que no lo tomaban en serio. Mónica, que por su timidez no tenía la más mínima popularidad entre sus compañeros, se había encariñado con él. Los unían el rechazo de los demás y una comprensión profunda de lo que significaba no ser aceptado.

Poco después de conocerse, estaban todo el día juntos. Eran una pareja llamativa: no formaban parte de ningún grupo, se sentaban apartados del resto, hablaban en susurros e iban juntos a todos lados. Mónica era la más débil y vulnerable. Estaba siempre alerta a cualquier señal que en los demás delatara burla o antipatía. El miedo al ridículo le impedía hacer buena parte de las cosas que para el resto de la gente eran sencillas. Mónica era incapaz de hablar en público, tartamudeaba cuando tenía que rendir un examen, jamás se sentía cómoda con su manera de vestirse, no sabía bailar ni cantar ni practicar ningún deporte, y hasta había dejado sus clases de alemán porque le daba vergüenza hablar con el profesor. Su madre sabía perfectamente cuáles eran los puntos débiles de su hija y a la menor oportunidad le recordaba sus limitaciones. "Pobrecita... siempre fuiste así, tan corta, tan limitada... En algo debo haber fallado cuando te eduqué, para que salgas así".

Mónica decidió llevar a Robi a su casa por pura necesidad: ni ella ni él tenían dinero para ir a ningún lado, y además Mónica debía cuidar a su madre. A Beatriz el novio de la hija le resultó lamentable. Ni bien lo vio le dijo a Mónica que jamás lo iba a aceptar porque era demasiado raro. Ya desde la primera visita lo miró con antipatía profunda, y le dejó la mano colgada cuanto él se la tendió para saludarla.

Con los meses, sin embargo, Beatriz no tuvo más remedio que adaptarse a la realidad. Robi iba a la casa casi todos los días y hasta la acompañaba, junto a Mónica, para el té de las seis.

Mientras tanto Beba veía con horror la situación de sus vecinas. Evitaba cruzarse con Beatriz y —en cambio— estaba alerta para asomarse cuando Mónica entraba o salía de la casa, sola o con Robi. De alguna manera se las ingeniaba para abrir la puerta en el momento mismo en que Mónica aparecía, y se le plantaba delante, mirándola con desprecio. Si estaba Robi, extendía su desprecio a los dos.

Poco después empezó a acompañar las miradas reprobadoras con algún insulto dicho entre dientes hasta que un día se animó: esperó que Mónica y Robi entraran a la casa y les tocó el timbre. Cuando ella abrió la puerta, Beba le pidió un minuto para hablar fuera de la casa. Mónica se asomó y ahí mismo la vecina le dijo que las visitas de Robi tenían que suspenderse. Ella vivía sola y tenía miedo de que ese desconocido terminara desvalijando las dos casas vecinas.

Si bien la relación con Robi la ayudaba a soportar el agobio de su vida, Mónica se sentía día a día más presionada. Su madre mantenía un nivel de exigencias difícil de tolerar: pretendía que la hija mantuviera la casa limpia, que cocinara, que le tiñera el pelo, que le diera los remedios y hasta que le pintara las uñas. La hija, que con veintiséis años se sentía de sesenta, le recordaba que tenían dinero suficiente como para contratar al menos una mucama. Beatriz la miraba con espanto. "Ya no existen las entradas de plata que había cuando tu papá trabajaba y operaba. Ahora tenemos que vivir de las pensiones y los alquileres, y ese dinero se puede terminar", argumentaba. Cuando Mónica le preguntaba dónde iba a parar el dinero que evidentemente no se usaba, Beatriz replicaba, muy seria: "Lo guardo. Ahorro. Para que después vos no quieras meterme en algún asilo de cuarta".

Poco a poco el hartazgo de Mónica fue tomando cuerpo. Su noviazgo con Robi, además, había sido el detonante para sacarla de su estado de resignación profunda. Se dio cuenta entonces de que su madre ya no le daba pena sino rabia. Pensó en la cantidad interminable de horas dedicadas a darle pastillas, prepararle tés y correrle las cortinas, y se dijo que esa etapa de su vida tenía que llegar a su fin.

Hizo unas simples cuentas y llegó a la conclusión de que el dinero que su madre guardaba en la caja fuerte, además del que seguiría cobrando, debía ser más que suficiente para no temer una posible bancarrota. Su plan era impecable: contratarían, como al principio, una mucama y una enfermera, y ella se iría a vivir sola. Para esto era necesario vender una de las propiedades de la costa y con ese dinero comprarse un departamento. Repasó los números con Robi y le planteó a Beatriz la cuestión. Su madre la escuchó atónita: creía que a esa altura de los acontecimientos su hija ya estaba domesticada. Compuso un triste personaje de víctima y la miró a los ojos, confundida. "Me querés internar, ya me doy cuenta. Me estás diciendo que siempre fui una carga para vos, por vieja y porque estoy inválida". Mónica no se dejó amedrentar y le explicó que había entendido mal: no la iba a abandonar sino que iría a vivir a otra casa con su novio y le haría todas las visitas que fueran necesarias. Además, una enfermera profesional sería más útil que ella misma.

Dos días después, la madre sufrió un pico de presión y tuvo que ser internada por precaución. Mónica enterró su plan por un tiempo y todo siguió como hasta entonces.

Cuando Beatriz se recuperó y ya había pasado un tiempo prudencial desde el ataque, Mónica volvió a la carga. Durante esas semanas había empezado a rememorar su rutina diaria. Se veía a sí misma yendo y viniendo de la cocina al cuarto de su madre, atendiendo sus caprichos más absurdos y escuchando sus críticas más ofensivas. Se preguntó cómo, en todos esos años, había adoptado una actitud tan pasiva.

Tan enojada estaba con su propio comportamiento que no podía dejar de pensar en el pasado. Su novio intentaba distraerla pero Mónica estaba empecinada en revisarlo todo. Cada situación vivida entre ella y su madre le parecía peor y más patética de lo que en verdad había sido: la indignación le distorsionaba los recuerdos. Era obvio que no podía seguir viviendo en esa casa mucho tiempo más.

Apenas advirtió que su madre estaba mejor, retomó sus planes de independencia. Le dijo que ya había tomado la decisión y que había que poner en venta alguna de las propiedades de la costa cuanto antes: eso evitaría que la relación entre las dos continuara su evidente deterioro.

Beatriz le pidió unos días para hacerse a la idea de los cambios y se dedicó a ganar tiempo.

Mientras tanto, el frente de tormenta con Beba iba de mal en peor. Despojada del más elemental sentido común, la vecina había emprendido una cruzada contra la permanencia de Robi en la casa, contra la actitud de Mónica con su madre y contra los sonidos fuertes después de las diez de la noche. Por algún motivo, la precaria estabilidad emocional de Beba había colapsado. De un momento para el otro se dio cuenta de que no estaba dispuesta a tolerar a Mónica ni su novio, y se los hacía saber. Permanentemente les tocaba el timbre para quejarse por el volumen de la radio, por el olor a comida, por el ruido de una ventana que el viento había cerrado de golpe. Si ellos perforaban una pared para colocar un cuadro, ahí estaba Beba para dejar sentada su protesta. Si se les caía una olla, en el acto llegaba Beba con su enojo. La modalidad era siempre la misma: una seguidilla de golpecitos rápidos y la voz de alerta, en tono indignado: "Soy yo, soy Beba. ¿Me atienden?".

Los meses seguían pasando y nada se resolvía. A pesar de su frustración y de su enojo, Mónica seguía cuidando a su madre, que después de su ataque de presión había tenido que ser internada dos veces más. La primera fue por un cuadro de deshidratación: deprimida, había dejado prácticamente de comer y de tomar líquidos y se negaba a que su hija la alimentara. La segunda internación fue más seria: Beatriz se había roto la cadera en la bañera en un momento en el que Mónica la había dejado sola para atender el teléfono.

"Se cayó a propósito, estoy segura de que se tiró al suelo para joderme” le dijo al novio con furia al día siguiente del accidente. Como sea, las internaciones dejaron todo el trámite de la mudanza en punto muerto.

Beba, que en un principio evitaba encontrarse con Beatriz, cambió su estrategia. Una tarde, cuando Mónica y su madre volvían de la calle, Beba las interceptó en la puerta. Saludó a las dos con amabilidad y le dijo a Beatriz que le gustaría entrar a su casa para hacerle un rato de compañía, "como en otros tiempos". Mirando a Mónica de reojo, con una sonrisa irónica, tomó la mano de la mujer inválida y se la apretó con afecto. "Beatriz, Beatriz querida. Qué sola te debés sentir. Dejáme que me quede un rato con vos, que seguro no tenés con quien hablar".

Beatriz, que mil veces había criticado la lejanía afectiva de la vecina y su permanente intromisión con las cuestiones de su hogar, aceptó encantada. La visita duró menos de una hora, y cuando madre e hija volvieron a estar solas frente a su merienda de las seis de la tarde, Beatriz hizo sentar a su hija para hablar de algo importante. "Beba tendrá sus cosas pero es inteligente. Y lo que me dijo es cierto: Robi es un peligro. Seguramente nos quiere robar. No quiero que vuelva".

Mónica no le contestó. Se quedó viendo cómo su madre devoraba las tostadas y llenaba la cama de migas que luego ella tendría que limpiar. Recordó que el día anterior la habían aplazado en un examen: no había podido prepararlo por falta de tiempo. La convalecencia de su madre le había demandado un esfuerzo adicional que repercutió, como tantas otras veces, en sus estudios.

Al fin, se decidió. Fue a buscar un saco y le dijo a la madre que iría a una inmobiliaria para poner en marcha la venta de un departamento en la costa. Beatriz no se amedrentó y por primera vez dijo claramente lo que ya tenía decidido desde un principio. "No vayas. Yo no quiero vender nada. No voy a autorizar ninguna venta".

Mónica trató de mantener la calma. Le dijo que ella tenía derecho a pedir ese dinero porque se trataba de la herencia de su padre. La madre fue inflexible. "Andá a juicio. No me importa. Tu padre antes de morir me dijo que quería que esos departamentos no se vendieran. Y yo voy a respetar lo que él me pidió".

Esa noche Mónica no fue a dormir a su casa por primera vez en su vida. Se quedó en la casa de Robi, en un sofá que la madre del novio le habilitó en el living, "porque nosotros no somos modernos ni degenerados". A la mañana siguiente volvió a buscar algo de ropa. En cuanto puso la llave en la puerta, apareció Beba, indignada. Le contó que en la madrugada llegó una ambulancia a buscar a su madre porque había tenido otro pico de presión. "La pobre Beatriz se arrastró como pudo para poder dejar entrar al médico. Qué vergüenza".

Esa misma tarde la madre estaba de vuelta en la casa. Mónica se quedó sentada al lado de su cama, en silencio, viéndola dormir. Antes de las seis Beatriz abrió los ojos, miró la hora y habló: "Tengo el azúcar muy alto. Para el té ya no puedo comer la mermelada de siempre. Andá a comprarme una que sea de bajas calorías".

Mónica empezó a tener fantasías asesinas. Se imaginaba que ahogaba a la madre con una almohada y que la enterraba en el jardincito trasero. Como se sentía sola y no podía soportar sus propios pensamientos, le contaba todo a Robi, en detalle. Los dos partían de la base de que ella jamás se animaría a matar a la madre y tomaban esas charlas macabras como un sano ejercicio para liberar tensiones.

La convivencia entre Mónica y Beatriz había empeorado aceleradamente. Mónica se había animado a expresar su disgusto con pequeñas muestras de independencia. Dejó de hacerle el té de las seis de la tarde, preparaba comidas que a su madre nunca le habían gustado, no la ayudaba a hacer sus ejercicios de elongación y mostraba una indiferencia plena frente a sus charlas cotidianas.

Sin embargo, Mónica no podía ir mucho más allá. A pesar de su enojo y su rechazo, tenía terror de que su madre se muriera. Beatriz, que conocía perfectamente a su hija, se aferraba a este dato para dominar la situación. Fue Robi quien le marcó a Mónica la contradicción durante una charla en la que ella volvía sobre la idea de eliminar a la madre. "Si tu vieja se muere, vos te volvés loca, así que tenés que pensar otra cosa".

Mónica iba enfrentando a la madre de a poco, sin tensar demasiado la cuerda. Pero en cuanto la madre se sentía mal o decía estar enferma, Mónica volvía a su régimen de sometimiento y obediencia. Las dos medían fuerzas y estaban agotadas una de la otra.

Una mañana Mónica recibió el llamado del médico de cabecera de su madre para anunciarle que los exámenes clínicos no habían dado bien: cambiarían la medicación y harían algunos estudios complementarios.

Conmocionada por la noticia, Mónica fue al cuarto de la madre para contarle, en versión piadosa, su conversación con el médico. Beatriz adoptó una actitud resignada y lastimera. Pidió que la acompañara a lo de su abogado para dejar los papeles en regla ante la proximidad de su muerte. Fueron. La madre pidió estar a solas con el abogado. "Ahora no va a hacer falta que vendas un departamento porque vas a recibir todo, cuando yo no esté".

Mientras tanto, la vecina había empezado a jugar un doble papel: visitaba a Beatriz día por medio pero seguía enfrentándose a Mónica y a Robi. Cada vez que hacían un ruido que a Beba le parecía excesivo, se plantaba con autoridad y los llamaba para dejar sentada su posición. Después de los inconfundibles golpecitos nerviosos se anunciaba, desde afuera, con la fórmula habitual. "Soy yo, Beba, ¿me atienden?"

Mónica, totalmente harta, le pidió a su madre que hablara con la vecina para frenar sus constantes intromisiones y quejas. Beatriz pareció escandalizada. "¿Cómo le voy a decir que no proteste, si ustedes la molestan? Ella tiene derecho, pobre; además, lo hace por mi bien".

Así, la vida de Mónica iba entrando en una vertiente más y más angustiante. Se sentía totalmente acorralada entre los requerimientos incesantes de su madre inválida y la inesperada actitud controladora de su vecina.

Robi, como único amigo y confidente de Mónica, trataba de desarticularle su creciente neurosis. "Por lo menosle decíadejá de preocuparte por Beba". Pero era justamente la presencia de Beba lo que más la estaba alterando. Cada vez que cerraba la puerta de calle se imaginaba a la otra, en la puerta de al lado, acechando. No se equivocaba: si no cerraba con extremo cuidado, se podía escuchar, nítido, el insulto del otro lado de la pared. "¡Hijos de puta! ¡No saben cerrar una puerta sin dar un golpe!"

Obsesionada, Mónica había desarrollado técnicas para abrir y cerrar la puerta de calle sin hacer el mínimo sonido y trataba de imponerle la nueva costumbre a su novio.

También ponía el televisor y la música a un volumen bajísimo, lo que le traía problemas con Robi, que no estaba dispuesto a acatar las decisiones paranoicas de Mónica.

Una mañana, a las siete, Mónica fue a despertar a su madre para llevarla a hacer los estudios que le había pedido el médico. Beatriz se negó a ir. Estaba deprimida y asustada. Trágica, le habló desde la cama, prácticamente cubierta con las sábanas. Le dijo que la dejara morir en paz y que no estaba dispuesta a seguir arrastrándose por la vida en su silla de ruedas, siendo una carga para todos. Mónica se acercó, la destapó e intentó sentarla para sacarle el camisón y vestirla. Beatriz ofreció resistencia y las dos terminaron forcejeando hasta que Mónica, muy alterada, la soltó. "Me voy a la facultad, hacé lo que quieras, y si querés morirte es problema tuyo". "No le hables así a tu madre", fue la respuesta ofendida de Beatriz. Mónica ya no podía contenerse. A los gritos empezó a pasarle una por una todas las cuentas pendientes de su vida. Cuando terminó, la madre la estudió con incredulidad. "Ahora me vengo a enterar de que mi hija me odia. ¿Sabés qué? Andate y no vuelvas más. No te quiero ver más a vos ni al marica de tu novio".

Con lágrimas de indignación, Mónica corrió a su cuarto para buscar un abrigo y una cartera e irse. En eso estaba cuando escuchó los golpes de la vecina en la puerta de entrada. "Soy Beba, ¿me atienden?" Furiosa, Mónica apuró el trámite: se colgó el bolso al hombro, agarró una campera al voleo y salió. Beba, en camisón, le dijo que quería pasar para ver si su madre estaba bien. "Seguro le hiciste algo, yo escuché. Sos mala persona, vos".

Beba y Mónica se miraron. Si no se hubiera sentido tan acorralada, Mónica no habría reaccionado como reaccionó. Beba, por su parte, no tenía manera de saber que cometía un error trágico: se estaba cruzando en el camino de una mujer que había llegado al límite mismo de su tolerancia emocional y no podía soportar más presión de la que soportaba.

Sin pensarlo ni un instante, Mónica se tiró encima de Beba y con la correa de su cartera le apretó el cuello hasta estrangularla.

Siguió apretando y solamente aflojó cuando la vecina ya llevaba un buen rato muerta y ella misma se había quedado sin fuerzas.

Dejó el cadáver tirado en el pasillo, cerró la puerta, que había estado entornada pero abierta durante todo el proceso de estrangulamiento, y fue al cuarto de su madre, con la cartera en la mano. No sabía si ella podía haber escuchado algo porque no tenía registro del crimen que acababa de cometer: por más que se esforzaba era incapaz de recordar si Beba había emitido algún sonido o alguna señal que pudiera haberla alertado.

Pero la madre seguía tirada en la cama, con la cara prácticamente cubierta por las sábanas, viviendo a pleno su sufrimiento físico y existencial.

Entonces cerró la puerta del dormitorio y volvió al pasillo. Se paró al lado de la vecina muerta y la miró con curiosidad: nunca la había visto en esa posición ni con ese gesto y le pareció una absoluta desconocida. La sujetó por los brazos y la arrastró hacia el cuarto de servicio, que hacía años que funcionaba como depósito de ropa vieja y artículos de limpieza. Abrió un placard, corrió unas perchas, quitó un estante sobre el que había unos cuantos sacos apolillados, y —una vez que hizo lugar— acomodó a Beba. Le tiró encima los sacos apolillados, y cerró la puerta del placard.

Ese día Mónica tenía que rendir un examen en la facultad. Robi, que ya había aprobado esa materia, la acompañó. Sin embargo, poco antes de entrar, ella dijo que se sentía mal y que quería volver a su casa. En el camino pararon en un bar para tomar un té y Mónica le contó que acababa de matar a la vecina. Ni por un momento Robi pensó que se trataba de un chiste. Conocía demasiado bien a su novia y advirtió claramente que decía la verdad.

Mónica le hizo un relato lineal y monocorde de lo que había pasado, como si le estuviera contando una película, mientras Robi calculaba los pasos que sería conveniente seguir.

Ya en la casa Robi fue directamente a la habitación de servicio. La misma Mónica abrió la puerta del placard. "¿Ves? Sigue ahí. ¿Qué vamos a hacer? ¿La enterramos en el patio?"

Robi, que jamás había visto un cadáver de cerca, se sentó en la cama, lívido.

Su novia lo abrazó y le dijo que pensara en algo, mientras ella iba a darle de comer a la madre.

Robi hizo la denuncia esa misma tarde. Le dijo a su novia que iba a hacer un trámite y fue directamente a una comisaría.

Mónica fue detenida, acusada de homicidio simple. Al momento de su detención pidió que la autorizaran para ir al velorio de su vecina. "Pobre mujer. Yo no tenía que haberla matado. De haber tenido mi propia casa, esto no habría pasado: ella seguiría viva y yo no estaría presa... Lo que es el destino... Yo estaba enojada con mamá y la maté a ella".

La condenaron a once años de prisión. Saldrá en libertad a fines de 2010.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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//20 de Septiembre, 2010

Graciela Monica Hammer

por jocharras a las 22:05, en Mujeres Asesinas

Graciela Monica Hammer



Gladys  Tolosa camino por un pasillo de la Comisaria de Tigre acompañada por un

oficial. Tropezó con una baldosa floja y trastabilló. Se miró los pies con

indiferencia. Escuchó que el policía le decía que habían llegado. Estaban frente a un

cuarto ínfimo mal pintado de verde agua. Había un escritorio de

madera que le recordó la escuela primaria y cuatro sillas de plástico color naranja. Al

fondo, una ventana enrejada dejaba ver un árbol seco, desplumado con un par de

bolsas de plástico enganchadas en las ramas. Era julio y hacía frío. Con un

movimiento mecánico se secó los ojos, pero hacía un rato que había dejado de llorar.


El hombre le preguntó si no quería volver otro día. Gladys  lo pensó. Estrujó un

saquito de lana color mostaza que llevaba en el brazo y negó con un movimiento de

cabeza. Pasaron a la oficina verde. Ninguno de los dos se sentó. Se ubicaron cerca

de la ventana. Gladys  preguntó si faltaba mucho, pero en ese mismo momento entró

Graciela Mónica Hammer, vestida con unos jeans azules, botas altas y un suéter

negro. Una mujer policía la sostenía del brazo y se fue apenas el oficial que

acompañaba a Gladys  Tolosa le hizo una seña.


Graciela se acomodó el pelo castaño y largo, estudió las sillas,dudó unos segundos

y al fin eligió la que estaba más cerca de la puerta. "Mejor me siento, ¿no?". Miró a

Gladys  con una sonrisa. Levantó las cejas. Cruzó la pierna derecha sobre la

izquierda y sacó un paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo de sus jeans.


¿Cómo estás, Gladys ? y usted, señor, ¿no me da fuego? El oficial le alargó un

encendedor de plástico verde transparente y no dijo nada. Gladys  miró a la mujer

que fumaba entre suspiros.


Decime, Graciela, ¿por qué mataste a mi hijo?


Lo dijo como al pasar, como quitándole todo contenido a la pregunta.


Yo no lo maté.


¿Cómo podés estar así, tan tranquila? Lo mataste, y vas a terminar tu vida en

la cárcel.


Eso decís vos. Yo creo en Dios. Vamos a ver cómo termina el juicio.


Gladys  Tolosa, que hasta ese momento había hablado en tono bajo y monocorde,

dejó de lado los modales tranquilos y se abalanzó sobre la que fuera la esposa de su

hijo muerto. El oficial le cerró el paso y la sacó a empujones al pasillo, pidiéndole que

se calmara. Graciela Hammer, impasible siguió fumando.


El 8 de junio de 1998 era un día frío y nublado. A las 8:40 de la mañana sonó el

teléfono de la comisaría Cuarta de Benavídez partido de Tigre. Un Policía de la

Segunda de Escobar le alertaba que en la calle Los Andes, a cincuenta metros de

la ruta nacional 9, había un auto incendiándose con una persona adentro.


Un rato más tarde llegaron al lugar policías y bomberos. El auto era un Fiat 600

patente C 805574. Por un minúsculo sector del guardabarros trasero pudieron ver

que el auto era azul. En el asiento trasero había una persona, totalmente carbonizada:

estaba boca arriba, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo.


Uno de los policías recorrió la zona. Encontró una gorra con visera a pocos metros

del Fiat. Tenía impresa la figura del Ratón Mickey. La calle de tosca tenía algunos

charcos de agua estancada. Frente al auto había unos silos de una empresa

procesadora de cereales.


A las 13,30, después de abrir el techo y cortar los hierros de las butacas delanteras,

los bomberos sacaron el cuerpo del auto. El muerto llevaba una cadenita dorada al

cuello y un reloj Casio Titanium gris con fondo blanco en la muñeca izquierda.

Marcaba las 6:45. En el piso del auto encontraron un anillo de metal dorado tallado

adentro. Un policía fue a buscar líquido corrector para limpiar las zonas carbonizadas

y leer la inscripción. La alianza decía: "Por siempre. 8-2-95".


Mientras despejaban la zona, un testigo, Abel Héctor Ramos, dijo que a las 08:10

había pasado una mujer corriendo frente a su casa, diciendo que a dos cuadras había

un auto incendiándose. La mujer tendría entre 35 y 38 años, vestía calzas y campera

de lluvia oscura. Ramos recordó que ya la había visto antes un par de veces.


Dos horas después de llevar el cadáver a la morgue de San Isidro, la policía

determinó que el dueño del auto era Alberto César Ortega domiciliado en Fenni

4798, de Tortuguitas. A las 20 el oficial inspector José Alejandro Voisin fue a la

casa del hombre calcinado. Lo atendió Graciela Hammer, la esposa quien estaba

junto a sus hijos viendo el programa de Susana Giménez. Después de todo, el

marido había desaparecido de madrugada y en algo tenían que entretener las horas

muertas. Voisin le explicó sin mayores detalles que había habido un problema con su

marido y su auto, y que tendría que acompañarlo a la comisaría. En la penumbra de

la casa, solo iluminada por el resplandor del televisor, la mujer, sin impacientarse, se

puso una campera, un par de guantes y dejó a sus tres hijas menores a cargo del hijo

mayor. Cuando le dieron la noticia de la muerte de su esposo, Hammer desvió la

vista del comisario y mascó enfáticamente su chicle. "No sé qué puede haber

pasado. Él se fue de casa a las cinco de la mañana para vender el auto.

Quería venderlo para arreglar el otro auto que tenemos, un Fiat Duna

blanco del 94, con el que trabajaba de remisero a veces, y otras veces en una

agencia de seguridad, la agencia Segam. Pero creo que de ahí lo habían

despedido hacía unos días. Por lo menos no le daban más trabajo. Yo le dije

que para qué iba a ir tan temprano para vender el auto, pero él fue igual. y

después no supe más nada".


Los policías le pidieron sus datos personales. Ella hizo una síntesis de sus 37 años:

dijo que en 1982 se casó con Jorge Valles con quien tuvo un hijo Gerónimo, de

15. "A Jorge nunca más lo vi después de que nació mi hijo. Después estuve

juntada con Jorge Mansini. Tuvimos tres hijas, Julieta, Andrea y Bárbara,

que tienen 10,7 y 5 años. Y en el 1994 conocí a Ortega. Con él me casé en 27

de noviembre de 1995. Él tiene 46 años es más grande que yo. Bueno, era más

grande. Con él, hijos no tuvimos".


De su marido, Hammer no dijo demasiado: contó que Ortega había vivido en

concubinato durante veintitrés años con otra mujer, con la que había tenido tres hijos,

Ulises, Ernesto y Paula, de 25, 21 y 13 años.


Dijo que su matrimonio era normal, "con las peleas que tiene cualquier pareja".

Enseguida a Hammer le hicieron ver la cadenita de oro, la gorrita grabada con el

Ratón Mickey, el reloj y la alianza. "Sí, todo es de él. Bueno, la gorrita es de

una de mis hijas, me parece. El reloj se lo regalé yo para un aniversario. y la

alianza es de él. Yo tengo la misma".


El comisario que llevaba el interrogatorio vio la oportunidad. “¿Me la muestra, por

favor? Me gustaría ver su alianza". Hacía rato que le llamaba la atención que la

mujer no se hubiera quitado en ningún momento unos guantes de lana negros.


Graciela Hammer vaciló. "Sí, como no". Se miró los guantes sin saber qué hacer.

"Con los nervios tengo tanto frío, sobre todo en las manos y los pies". "Es un

minuto, señora, quisiera ver el anillo", insistió el policía. Hammer se quitó los

guantes con fastidio. Tenía las manos con quemaduras de primero y segundo grado.


"Mire, me quemé las manos hace un par de días, mientras prendía una estufa

de querosén. Por eso las tengo así”.


Esa noche quedó detenida e incomunicada.


En mayo de 1998, menos de un mes antes de la muerte de su esposo, Graciela

Hammer se acercó a la compañía de Seguros Sur. Quería contratar un Seguro de

Vida recíproco, con alguna salvedad. Si ella moría, los beneficiarios serían su marido

y su hijo mayor, Gerónimo Valles. Si el que moría era Ortega la única beneficiaria

sería ella. La prima era de unos veintidós pesos por mes, y en caso de muerte se

cobrarían 100.000 pesos. Hammer se llevó los papeles a su casa, para hacerlos

firmar por su marido. Pero aparentemente Ortega nunca supo de este seguro.

Hammer falsificó su firma y presentó los papeles el 22 de mayo. Fueron aprobados

de inmediato.


José Voisin, el mismo policía que fue a buscar a Hammer el día de la muerte de su

marido, volvió al barrio unos días después. Su tarea era dar con alguna pista para

seguir la investigación. Entre varios vecinos entrevisto a Nazarena Daiana

Ramírez, una amiga del hijo de Hammer. La chica, de 15 años, estaba encantada

de proporcionar detalles que pudieran develar algún misterio. Al principio se explayó

en un relato acerca de las peleas permanentes del matrimonio. "Gerónimo me dijo

que Ortega le pegaba a Graciela, su mamá. Puede ser, porque se lo pasaban

discutiendo, yo los escuchaba muchas veces, cuando pasaba por la puerta de

la casa". Ese día, Nazarena se guardó un detalle que unas semanas después declaró

en el juzgado. "El domingo 7 a la noche, la noche antes de que mataran a

Ortega, Gerónimo estaba con un amigo en la vereda sacando nafta, con una

manguera, del Fiat 600. Yo le pregunté por qué lo hacía y él me dijo que se lo

había pedido la vieja y que no sabía para qué. y después él me contó que la

madre le pidió que fuera a cargar nafta". En el relato, Nazarena agregó que el

lunes a la noche, cuando Hammer estaba declarando en la policía, ella fue a ver a su

amigo y lo encontró llorando, con una carta de su madre, y preparando sus cosas

para ir a San Nicolás, a la casa de su padre.


Según consta en los testimonios del expediente judicial, la vida de Ortega cambió en

forma radical a partir de su relación con Hammer. Él venía de una convivencia

apacible con la madre de sus tres hijos. Vivieron veintitrés años juntos hasta que una

tarde, un compañero de trabajo lo invitó a comer a su casa. Se trataba de Jorge

Mansini, pareja de Hammer. Ortega llegó sin su esposa a la casa de la calle San

Juan donde se encontró con su amigo y Graciela, una mujer que lo miraba como si

fuera el hombre al que esperó toda su vida. En un principio, Ortega se sintió

incómodo. ¿Su amigo no advertía lo que estaba pasando? Pero no pudo resistir

la atracción y en un momento, cuando Mansini fue al baño, Ortega le dijo a la

mujer que la llamaría al día siguiente, lo más temprano posible. Hammer lo miró a los

ojos, sonrió y le rozó apenas la mejilla con el dorso de la mano. Ese mínimo gesto

bastó para que Ortega decidiera que no le importaba nada, que dejaría a su esposa,

que traicionaría al amigo, que se iría con esa mujer cuyo nombre ni siquiera podía

recordar. Al día siguiente empezaron una relación clandestina que no duró mucho.

Hammer quiso blanquear la situación desde el principio: por experiencia sabía que si

dejaba pasar el tiempo, el amantazgo se eternizaría. Él aplazaría el momento de

abandonar a su mujer, ella se acostumbraría a su condición de segunda. Ella iría

sintiéndose menos y menos segura para imponer condiciones, y él estaría cada vez

menos convencido de tomar una decisión adecuada. Por fuerza, con el correr del

tiempo una amante va perdiendo el brillo inicial, y esa opacidad que se descubre con

el correr de la relación va igualando a esa amante con la mujer legítima, igualmente

deslucida y opaca. Ella ya había sido amante en otras oportunidades, y esta vez

quería manejar las riendas desde el vamos. De modo que en menos de un mes

Hammer estaba caminando de la mano con Ortega, llevándolo a reuniones

familiares y sirviéndose los ravioles de su futura suegra.


Para cuando se casaron, Ortega todavía conservaba el entusiasmo por esa mujer a

la que llamaba "mi bastoncito". Pero a partir de la convivencia fue deprimiéndose

más y más. No tenía tiempo para ver a sus propios hijos, el dinero no le alcanzaba

porque tenía que mantener a Graciela y sus cuatro chicos y tenía que pasar parte de

su tiempo libre limpiando la casa y lavando la ropa: Graciela no tenía la menor

intención de hacerse cargo de las tareas domésticas.


Se habían mudado a una casa de dos ambientes en Tortuguitas, cuarenta y cinco

metros cuadrados oscuros y destartalados que albergaban al matrimonio y los cuatro

hijos de ella. Las peleas eran constantes. La falta de espacio enloquecía a todos por

igual y cualquier conflicto terminaba en el mismo cuadro: Graciela furiosa, a grito

pelado, repartiendo cachetadas y amenazando con abandonar la casa. Ortega, que

tampoco era un espíritu apocado, iba poniéndose igualmente violento. Pero después

de las peleas, venía la depresión. Se quedaba tirado en la cama días enteros, con las

persianas bajas, temblando.


Dejó de ver a sus amigos y concentró toda su vida social en las visitas semanales a

sus hijos.


El 6 de mayo de 1998, Hammer llamó por teléfono a Aldo Camera, un comisario

retirado que trabajaba como director técnico en la agencia de investigaciones Segam,

donde trabajaba Ortega. Le dijo que su marido estaba con un ataque de nervios,

llorando, desesperado, y que no sabía qué hacer con él. Camera le sugirió que lo

llevara al hospital Fernández.


Hammer nunca explicó por qué decidió llamar a uno de los directores de la empresa

y no a un compañero de su marido para pedir ayuda. Por su parte, Camera eludió

todo tipo de detalles y pidió no ir a prestar declaración. Después de ese ataque de

nervios, la estabilidad psíquica y laboral de Ortega se fue a pique.


El informe de la autopsia reveló que el cadáver tenía fractura en la base craneana. El

golpe habría provocado un estado de indefensión en la víctima. A su vez, había humo

en las vías respiratorias, lo cual demuestra que estaba vivo mientras se incendiaba el

auto. Tenía quemaduras en el ciento por ciento de su cuerpo. La muerte se produjo,

entonces, por una combinación de quemaduras e intoxicación.


Gladys  Tolosa llevaba treinta años de enfermera cuando se enteró de que su hijo

había muerto carbonizado. "Yo leí la autopsia, yo vi el informe de todo los

pulmoncitos, los riñones. Yo entiendo de eso, ¿sabe lo que eso significa para

mí? Era mi único hijo, era todo lo que yo tenía en la vida, era todo, todo

todo. Mi hijo era tan bueno, tan lindo. Era tan pero tan lindo que apenas

nació yo empecé a tener miedo. Siempre tuve miedo de que le pasara algo.

Terror. De noche me quedaba horas mirándolo, me parecía que si lo miraba,

él iba a estar más seguro. y esa mujer me lo quitó, me lo mató. Yo tengo

grabada en la cabeza esa vez que la vi, a ella, a Graciela, en la comisaría.

Ella me dijo que no lo había matado. Mentira. Ella lo mató. Era violenta,

mala. Le pegaba cruelmente a sus propios hijos, a las nenas y al más grande

también, a Gerónimo. No me lo contaron, yo lo vi. Una vez estábamos

comiendo y él la contradijo. Ella estaba parada y el chico sentado, y le dio

una cachetada así, de arriba abajo, que casi le parte la cara. Era tremenda.

Así como era de chiquita, un metro y medio, era tremenda igual. Mi hijo era

grandote, medía casi un metro ochenta y pesaba 78 kilos. Él debía estar

dormido cuando ella le pegó un golpe en la cabeza, cuando ella le partió la

cabeza, como salió en la autopsia. Si no, no hubiera podido. Mi hijo se

hubiera defendido. y después, cuando mi hijo estaba desmayado, lo debe

haber arrastrado hacia el auto, que estaba adentro, en el garaje, y después

llevó el auto al descampado ese donde lo quemó. Y mi hijito todavía estaba

vivo. ¿Por qué no lo llevó a un hospital para salvarlo? A lo mejor podía

haber vivido después del golpe... Una vecina me dijo que tenía que haber

habido otra persona, que ella sola no podría haberlo matado, o no podría

haberlo llevado al auto. Que alguien la debe haber ayudado. y yo digo que yo

soy enfermera y que conozco de esas cosas, yo también peso poco y puedo

llevar al baño a un hombre de cien kilos, o lo puedo trasladar de una camilla

a otra, o levantarlo del piso si se cayó. Se puede, que no me vengan a decir a

mí, que soy enfermera. Aunque a lo mejor sí había otra persona. Puede ser,

no digo que no. Es posible que ella tuviera un amante. Mi hijo había venido

a casa a dormir el fin de semana antes de su muerte, con la nena más chica,

Paulita. Mi hijo tiene tres hijos hermosos, yo sigo viviendo por ellos. La

cuestión es que mi hijo me dijo que le prepare un cuarto porque se iba a venir

a vivir conmigo, la iba a dejar a esa mujer. Me dijo que ella salía con alguien

y que andaba en algo raro.


Qué me quiso decir? Es algo que se llevó a la tumba y ella a la cárcel. Eso

me mata la cabeza. Bueno, y el sábado siguiente, dos días antes de morir,

vino a casa con Paulita y dijo que el lunes se venía a vivir conmigo. Paulita

le dijo que se quedara esa misma noche, que para qué iba a esperar al lunes,

pero él miraba la hora y decía que no, que esa noche tenía que volver a la

casa, y eso que estaba sin el auto y vivía a treinta y siete kilómetros. Se ve que

quería llegar de sorpresa a ver si la encontraba con alguien, no lo sé. y

después el chico de ella, Gerónimo, dijo que antes de que mi hijo se fuera,

a las cinco de la mañana del lunes, escuchó las voces de su madre, de mi hijo

y de otro hombre. Pero como era menor, no sé qué pasó con su declaración y

al final la cambiaron, no sé cómo habrá hecho el asesino que es el abogado

de ella, porque sólo un asesino puede defender a una asesina. Pero por suerte

a ella le dieron perpetua, porque si no le hubieran dado perpetua la hubiera

matado yo. Se lo juro. Yo, que siempre me dediqué a salvar vidas, la hubiera

matado. Hubiera borrado con el codo lo que escribí con la mano, mire lo que

es la vida. El otro día estaba con una amiga viendo fotos de mi hijo y había

varias en las que salía ella. Mi amiga me dijo que era bonita. Puede ser, pero

yo no la veo linda porque ella mató a mi hijo, es una alimaña, un elemento

pernicioso. Dice mentiras y no baja la vista, las dice de frente. No soy racista

pero sí creo en la maldad humana. Ella es alemana, y debe tener algo de la

crueldad de los nazis. Pero a mi hijo lo tenía agarrado sexualmente, si hasta

él me lo contaba, me tenía mucha confianza, me hacía bromas con eso. Y a

ella le gustaba mucho la plata, y mi hijo no andaba bien de trabajo.

Trabajaba de vigilador en una agencia y le habían dicho que no fuera más.

Seguro que esa última noche él le dijo que se iba a vivir conmigo, y por eso

ella no pudo esperar más y lo mató.


Porque quería cobrar el seguro de vida. Yo me imagino que ella pensaba

esperar más tiempo para que no sospecharan, pero si él se venía a vivir

conmigo no lo iba a poder matar. Ahora que lo pienso, me acuerdo que cada

vez que yo iba a Tortuguitas, a la casa de ellos, a visitar a mi hijo, me entraba

un frío espantoso. Y a unas cuadras antes de llegar me agarraba frío. Eso me

pasó durante meses. Y ahora que sé que me lo mataron ahí, me doy cuenta

por qué tenía frío, Porque sabía que ahí él iba a morir".


Una de las pocas amigas de Hammer la recuerda con rencor. "Siempre me miró a

mi marido. Las mujeres no la querían, y los hombres se le acercaban porque

ella los buscaba: Pero me da lástima, porque, según me dijo ella, su primer

marido y su concubino le pegaban. y parece que al final Ortega le pegó

también. Pero tenía sus razones, parece que ella estaba saliendo con el jefe de

su marido".


La amiga de Hammer tiene una teoría para explicar su conducta, que se basa en una

extraña relación que ella habría tenido con su padre, a quien adoraba.


Él era ingeniero y su madre empleada judicial. Pero por alguna razón que la amiga

dice desconocer, Hammer y su madre eran prácticamente enemigas.


"Según Graciela, la madre la odiaba porque le decía que ella le había

arruinado el matrimonio. Parece increíble, pero la madre le tenía celos, le

decía que le había quitado el amor del padre, no sé por qué decía eso. No

importa. Igual ella no tenía por qué haber matado a su marido. Yo ni pienso

ir a visitarla a la cárcel. Ni loca".


Graciela Hammer fue condenada a prisión perpetua por homicidio calificado

agravado por el vínculo, con alevosía y con concurso premeditado de dos o más

personas. Ella nunca declaró, ni tampoco se encontró al supuesto cómplice.

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