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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.
Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.
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Jorge Omar Charras
ajedrez, informatica, casos reales, policiales etc.
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//01 de Noviembre, 2010 |
|
por
jocharras a las 16:05, en
Mujeres Asesinas |
Elvira R. " Madre Abnegada "
Elvira R.
enviudó el día que cumplía treinta años. Estaba terminando de decorar una gran
torta de chocolate con cobertura rosa cuando tocaron el timbre para darle la
noticia. Un policía incómodo le anunció que su marido había sido atropellado
por un taxi hacía más de una hora. Elvira atinó a preguntar si estaba muy lastimado.
El policía se sacó la gorra, miró para abajo y le dio el pésame.
Elvira nunca más festejó sus cumpleaños y por
mucho tiempo se olvidó de los hombres. Se instaló en su viudez con resignación
y se dedicó, como siempre, a dar clases de inglés en un colegio secundario.
Ocho años más tarde su vida era más o menos la misma cuando,
en un colectivo, conoció a Ismael N., un carpintero de cuarenta y cinco años
que construía muebles para una cadena de hoteles del interior. A Elvira
le gustó de entrada: era robusto, alto, de bigotes, y sabía tratar a las
mujeres. Vivía solo en una casa que estaba al lado de su carpintería.
Cinco meses después del primer encuentro en el colectivo ya
estaban casados.
Elvira quedó embarazada cuando recién había cumplido
treinta y nueve años. Su matrimonio la hacía medianamente feliz aunque, cuando
se casó, no tenía mayores expectativas. Jamás se había hecho el cuento de estar
viviendo una gran historia de amor: sabía que había tenido suerte al encontrar
a Ismael,
pero sabía también que esa relación no era parecida, ni por asomo, a las que
podía leer en los libros románticos o ver en las telenovelas de la tarde.
El matrimonio se había instalado en la casa de Ismael,
cerca de Ezeiza, en una calle
arbolada y modesta. Ella se despertaba cada mañana escuchando el ruido de la
sierra eléctrica, los pájaros y la radio.
Elvira vivió su embarazo con emoción y, poco
antes de parir, renunció a su trabajo. El bebé fue varón y se llamó Ricardo, como el padre de Ismael.
Ella se dedicó al hijo por completo. Tan encantada estaba con su nuevo rol de
madre que no paraba de preguntarse cuántos chicos más podría tener. Ismael
era práctico y terminante. "El dinero nos
alcanza para uno solo y con eso es suficiente". Elvira
no tuvo más remedio que abandonar su idea de un hermano para Ricardito.
Contrariando su instinto y su voluntad, Elvira tenía muy presente lo
que le había dicho su madre: el nacimiento del hijo no tenía que interferir en
la relación con el marido. "Si dejás de
atender a tu esposo —la sermoneaba—, se te
rompe el matrimonio". Entonces Elvira forzaba las cosas y
hacía lo que podía: le seguía cocinando a Ismael lo que a él le gustaba, se acercaba al
taller a cebarle mate y se le tiraba encima una o dos veces por semana para
mantener viva la cuestión sexual. En realidad, lo que ella quería era cocinar
exclusivamente para el hijo, verlo jugar todo el día y, a la noche, acostarse
en la cama a dormir para recuperarse del cansancio doméstico.
Ismael no registraba el sacrificio de Elvira.
Por el contrario, todo lo que ella hacía le parecía normal y poco. La comida
era desabrida, cebar el mate era casi una obligación moral de su esposa y el
sexo (que ella practicaba y fomentaba para mantener la pasión) era
apenas un favor que él le hacía para tenerla contenta. Así las cosas, todo
estaba distorsionado en esa pareja: los esfuerzos de Elvira por contentar al marido
no hacían sino fastidiarlo, cada uno sentía que se sacrificaba por el otro y
los dos empezaban a estar hartos y asfixiados. Elvira había perdido su encanto
a los ojos de Ismael,
e Ismael
había dejado de ser para Elvira un hombre cálido y comprensivo y se
había convertido en un lastre.
En ese clima familiar, Ricardito,
como le decía la madre, crecía y se transformaba en un nene consentido,
solitario y algo miedoso. Elvira vivía agobiada ante la idea de que al
chico le pasara algo, y tendía una red protectora que era útil solamente para
enfurecer a Ismael:
no lo dejaba treparse a los árboles ni subir a los techos ni andar en bicicleta
por la calle. Cuando fue más grande le prohibió inscribirse en un club de rugby
("los chicos se matan en el rugby"),
lo convenció para que no jugara con sus amigos con una tabla de skate ("vas a perder los dientes") y para que
no fuera con ellos de campamento ("es un peligro espantoso").
Ricardito
aceptaba las reglas de su madre y se dedicaba entonces a leer y a tocar la
guitarra.
Ismael, mientras tanto, había vuelto poco a poco a
sus hábitos de soltero, que incluían encuentros con sus amigos, salidas a la
cancha y prostitutas.
Si Elvira estaba molesta por la actitud de su
marido, se lo guardaba. En el fondo lo único que le importaba era criar a su
hijo, conservar al esposo y estar tranquila en su casa.
Ismael no estaba de acuerdo con la crianza del
hijo pero tenía la teoría de que los primeros años de los chicos eran
responsabilidad de las madres. Igual intentó convencerla de que lo mejor sería
que Ricardo fuera aprendiendo a los
golpes para que, más tarde, supiera manejarse por la vida, pero Elvira
era inflexible. "Ya va a tener
tiempo de sufrir y de aprender cuando sea grande", repetía
ella como un latiguillo.
Sin embargo, cuando Ricardo
estaba por cumplir quince años, Ismael decidió que ya era hora de tomar el toro
por las astas. Lo llevó por primera vez "al
bar de los muchachos" y ahí, solos los dos, le propuso una conversación
de hombre a hombre. Le preguntó, de manera brutal, si le gustaban las mujeres. Ricardo, con vergüenza, admitió que sí,
pero que estaba enamorado de una compañera que ya tenía novio. Ismael,
aliviado por la noticia de que su hijo no era homosexual como él sospechaba,
desplegó entonces un compendio absurdo de consejos sobre la vida con las
mujeres. Su hijo, estoico, escuchó todos los lugares comunes sobre el tema sin
decir una palabra. El padre entonces hizo otra pregunta crucial: "¿Ya la pusiste?". Ricardito estaba atormentado. Negó con la cabeza. El padre, dando
un golpe contra la mesa con la palma de la mano, pidió dos vasos de tinto para
festejar: esa misma semana lo rescataría de la ignorancia sexual y lo llevaría
a aprender.
Ricardo estuvo
mortificado todos los días que siguieron al encuentro con el padre. Elvira,
que había desarrollado un afinadísimo vínculo con el hijo, advirtió que algo
pasaba desde que los dos habían ido a su charla de hombres.
Lo primero que hizo fue preguntarle a Ismael. El marido la miró con
fastidio y le dijo que Ricardo ya
era casi un hombre, y que la etapa en la que ella imponía su criterio había
terminado. Le explicó, de pésimo humor, que el hijo ya había crecido y que ella
ya no servía para guiarlo en la vida. "Vos
sos mujer y no podés saber de algunas cosas. Ahora de Ricardo me
hago cargo yo".
Esa tarde Elvira habló con su hijo, que estaba en su
cuarto tocando la guitarra. Con tono despreocupado le preguntó si no le iba a
contar qué había hablado con su padre. El hijo, sobrepasado, dejó la guitarra,
salió de su habitación y fue a encerrarse al baño.
Un viernes, después de terminar con su trabajo, Ismael
salió de la carpintería y fue directo a ver a su hijo. Le dijo que esa noche,
después de comer, saldrían juntos. Ricardo
ya había pensado decirle al padre que se sentía mal y que además tenía que
quedarse estudiando, pero la expresión decidida de Ismael era inapelable. Como si
estuviera por ir al cadalso, Ricardito
se encerró en su cuarto a esperar la hora decisiva.
Elvira en ese momento entendió todo. Persiguió
al marido, que estaba entrando al baño a ducharse, y le dijo que era inhumano
obligar al hijo a tener relaciones con una puta, sin contar con el peligro de
contagios varios. Ismael la miró con indiferencia. "¿Quién te dijo a vos que yo lo llevo a tener relaciones
con nadie?" Después cerró la puerta y empezó a cantar bajo
la ducha.
Elvira supo que no podría hacer nada para
cambiar las cosas y fue a preparar la cena, llorando en silencio. Ricardito, en tanto, estaba en su cama,
acostado, mirando un mapa de Europa
que tenía colgado en una pared, y en el que dibujaba trayectos imaginarios de
sus futuras giras, cuando fuera músico de rock.
La cena fue tensa. Ismael estaba eufórico, mostrando un espíritu
festivo que nada tenía que ver con el gesto lúgubre de Ricardito ni con la mirada ofendida de Elvira. Apenas terminaron de
comer, Ismael
se levantó, se despidió de su mujer y arreó a su hijo a la calle. "Esta noche vas a saber lo que es bueno",
le dijo, palmeándole la espalda.
Ismael hizo subir a su hijo al Renault 12 que le había comprado un
tiempo atrás a un amigo de la infancia. Llegaron a un edificio sórdido que
estaba a pocas cuadras de la estación de trenes de Constitución. En el
trayecto, el padre había prendido la radio y escuchaba un tango a todo volumen.
El hijo miraba por la ventanilla pensando, acaso, en la chica de la que estaba
enamorado sin suerte.
En la puerta del edificio, Ismael se arregló el cuello de la
camisa, se abrió un segundo botón y miró a su hijo de arriba abajo. Tocó el
timbre del portero eléctrico, se anunció y le abrieron. El ascensor tenía un
cartel en la puerta indicando que no funcionaba. Subieron tres pisos por unas
escaleras oscuras y con olor a humedad. Cuando llegaron al tercer piso,
departamento 23, la puerta estaba abierta. Entraron. Ricardito vio a una mujer morocha con el pelo embadurnado con una
pasta color caoba que le chorreaba por la frente, y que estaba calentando unas
empanadas en el horno. "Me estoy
tiñendo, pasen", les gritó desde la cocina. Ismael
advirtió la mirada suplicante del hijo y lo tranquilizó. "Ella es una amiga de Susy,
nomás".
En efecto, la amiga les dijo que Susy se estaba terminando de bañar porque había estado ocupada todo
el día.
Con total familiaridad, Ismael se sirvió una empanada y se puso a mirar un
televisor que estaba encendido sin sonido. Ricardo
estaba asqueado por la mezcla de olor a tintura y empanadas. Los nervios,
además, lo enloquecían. Su padre en ningún momento le había explicado qué iba a
pasar en esa casa, qué tendría que hacer y con quién.
Unos minutos después se abrió una puerta y entró Susy, en bombacha y remera, con el pelo
teñido de rubio atado con una gomita roja. Susy
miró a Ricardo de reojo y fue
directo a saludar a Ismael con un beso en la boca. Ricardo se puso en guardia. Adoraba a
su madre y no podía tolerar imaginarla durmiendo en su casa mientras su padre
estaba con otra mujer, teniéndolo a él como testigo. Sin embargo, no supo cómo
reaccionar. Se quedó sin abrir la boca mientras Susy se sentaba en la falda del padre. Se fijó con asco en la
celulitis de esas piernas blancuzcas y en los rollos que en la espalda le
marcaba el corpiño y se traslucían a través de la remera ajustada. Susy empezó a frotarse contra su padre,
que enseguida la empujó para levantarse de la silla. Entonces miró a su hijo y
señalando a Susy le dijo que esa
mujer le iba a enseñar lo que había que saber. Susy se acercó a Ricardo,
lo agarró de un brazo y lo llevó a un cuarto que había al costado de la cocina.
Ismael
fue con ellos.
La habitación estaba pintada de naranja y tenía una cama deshecha
junto a una ventana con cortinas floreadas. "No se
fijen en la cama, no tuve tiempo de hacerla", se disculpó.
De pronto, Ricardo
vio con asombro que su padre empezaba a sacarse la ropa. Desconcertado, fue
hacia la puerta para dejar solos a su padre y a Susy. En el fondo estaba aliviado porque no tendría que hacer nada
con esa mujer desagradable. Sin embargo, dudaba: bien podía suceder que después
de estar con el padre, a él le tocara quedarse con Susy.
Cuando estaba a punto de salir, Ismael lo llamó. Ya estaba en la
cama, desnudo, y le estaba sacando la remera a la mujer. Mientras le metía la
mano por debajo de la bombacha y Susy
gemía con la boca bien abierta, el padre miró a su hijo. "Quedate ahí. Nosotros te vamos a mostrar cómo se hace,
así que fíjate bien todo", le dijo, en tono didáctico.
La sesión duró una media hora, en la que el padre se esforzó
en mostrar lo mejor de sus habilidades. Ricardito
miraba asqueado. No sabía casi nada de sexo, y su única información consistía
en relatos que escuchaba en el colegio y un único fragmento de una película
porno que había visto en la casa de un compañero. Pero había una distancia
abismal entre la imagen de dos desconocidos en una pantalla de TV y la
presencia en vivo y en directo de su padre con una puta, a metro y medio de
distancia. La cercanía sin filtros de ninguna clase le permitía verlo todo: la
panza de su padre chocando contra la panza de la mujer, la torpeza de
movimientos de los dos, las tetas caídas de Susy. Su padre, además, golpeaba a cada rato el culo de su amante
con la palma de la mano, a lo que ella respondía con grititos ridículos. Pero
si los gemidos de Susy le irritaban,
los alaridos guturales de su padre al llegar al orgasmo le parecieron
vergonzosos.
Cuando todo terminó, su padre se desplomó sobre un costado
de la cama, resoplando, mientras Susy
se levantaba y salía del cuarto, anunciando que iría al baño. Ricardo temía lo peor: que su padre
tomara el lugar de observador y lo obligara a meterse en la cama con Susy. La sola idea lo espantó. Se
imaginó a sí mismo desnudo, en contacto con el cuerpo blando de Susy (un cuerpo que ya había estado en
contacto con su padre) y sintió que no iba a poder tolerar la
repulsión.
Pero nada de eso sucedió. Susy volvió ya vestida con una camisa y un short. Su padre se
levantó, se miró con satisfacción en un espejito con marco de plástico naranja
que colgaba de una pared, y empezó a vestirse. Cuando terminó le alargó a Susy un par de billetes, le dio un beso
en la boca y una lamida en el cuello, y se despidió.
Bajaron la escalera, salieron a la calle y entraron al auto,
en silencio. Ricardo no se animaba a
mirar al padre, que sonreía feliz. "¿Y?
¿Viste cómo era la cosa?", le preguntó,
mirándolo de reojo. El hijo se hundió en el asiento y miró obstinadamente por
la ventanilla, como si del otro lado del vidrio se estuviera decidiendo su
destino. No se dijeron nada en todo el trayecto.
La madre los recibió en camisón, con la cara hinchada por
haber llorado. Abrazó al hijo, que no pudo mirarla a los ojos: sentía que había
participado de una traición imperdonable, en asociación canallesca con el
padre. Ismael
miró a Elvira
y le preguntó si había algo para comer.
Al día siguiente, Elvira esperó a que su marido fuera a la
carpintería y decidió hablar con el hijo, que estaba preparándose para ir al
colegio. Estaba convencida de que Ismael lo había llevado con una puta, lo cual era
obvio, pero ni siquiera imaginaba en qué consistía la lección que el padre
había preparado. Creía que le había conseguido una cita y que él se había
limitado a pagar y a esperar afuera mientras Ricardito debutaba. Quería, sin embargo, saber más: si el hijo se
había cuidado con preservativos, si la experiencia había resultado traumática,
si la mujer lo había tratado bien. Empezó a preguntar pero se encontró con un
hijo desconocido en su actitud esquiva. Ricardo,
por su parte, no quería hablar del tema porque se sentía culpable por no haber
actuado a favor de su madre, obligando a su padre a mantenerse fiel. Pero no
fue capaz de sostener su secreto por mucho tiempo: dos días después le contaba
a Elvira
con todo detalle lo que había pasado esa noche.
Elvira no podía creer lo que escuchaba. A esa
altura ya se había calmado, convenciéndose de que Ismael había actuado como tantos
hombres que querían que sus hijos se sacaran de encima la deuda del sexo sin
demorarse demasiado. Pero esto era distinto. Nunca jamás había escuchado un
relato semejante. Volvió a preguntarle a Ricardo
si estaba seguro de lo que decía. El hijo le contestó que sí, aliviado al ver
que su madre lo perdonaba y dirigía su furia hacia el padre.
Esa misma noche Elvira mandó al hijo a visitar a una tía y
encaró al marido. La pelea fue brutal. Ismael le dijo a su esposa que era una mujer
inútil, estúpida y metida. "Y mayor. ¡Estás
vieja! ¿Cómo querés que me caliente con vos?". Indignada, Elvira
le dijo que se quería separar. La respuesta fue un puñetazo en el estómago que
la dejó sin aliento.
Nunca la había golpeado así. Es verdad que hacía tiempo que
amenazaba con pegarle. Las amenazas, además, servían para desactivar peleas:
antes de que la discusión subiera de tono venía la amenaza, que surtía en Elvira
un efecto inmediato. Pero esta vez el golpe había sido de verdad.
Cuando recuperó el aire y pudo hablar, Elvira se sentó en su cama y no
mencionó el golpe ni la pelea. Solamente le dijo que no volviera a llevar a Ricardo al departamento de su amante.
Elvira e Ismael siguieron durmiendo juntos pero apenas se
hablaban. Ella evitaba tenerlo cerca y pasaba horas mirando por la ventana, sin
siquiera moverse. Ricardo se daba
cuenta de que su madre sufría, y pasaba con ella buena parte de su tiempo
libre. Había dejado sus clases de guitarra para acompañarla, cebarle mate y
mirar con ella películas viejas por televisión.
Elvira empezó a tenerle miedo a su marido. Le
pareció que un hombre que llevaba a su hijo para que lo viera teniendo sexo con
su amante era capaz de cualquier cosa. Temía además que Ismael, viendo que Ricardito estaba cada vez más apegado a
ella, tomara alguna represalia: que la golpeara o que directamente volviera a
llevar al hijo al mismo lugar.
Elvira no solamente no se recuperaba de su
depresión sino que empeoraba día a día. Una tarde fue a visitarla una de sus
tías y la convenció para salir a caminar e ir al cine. Fueron.
Cuando Ismael vio que Elvira salía, respiró aliviado. Hacía tiempo
que su mujer estaba instalada en su casa como un mueble desvencijado, sin
hablarle y sin mirarlo. Mientras él se preparaba un sándwich en la cocina,
llegó Ricardito del colegio. Ismael
pensó, entonces, que era un momento ideal para volver a llevarlo a lo de Susy a quien, por otro lado, iría a
visitar esa noche.
La llamó para asegurarse de que podía adelantar la visita y
llevar de nuevo al hijo. Después le dijo a Ricardo
que se preparara porque iban a salir. Ricardo
amagó una disculpa ("tendría que
quedarme a estudiar") pero el padre fue inflexible. "Vestite y vamos", dijo, mientras iba
él mismo a darse una ducha. Media hora después estaban en camino.
El ritual en lo de Susy
fue parecido al de la vez anterior. Apareció la amiga que abrió la puerta y
luego entró Susy, esta vez envuelta
en un toallón. Ismael
tomó un vaso de tinto, ayudó a arreglar una canilla que perdía y fueron al
dormitorio. Ricardo, sin embargo,
pidió estar afuera del cuarto. Su padre, que estaba terminando de desnudarse,
le dijo que se quedara, que para eso lo había llevado. "Si te vas, ¿cómo vas a aprender? Fijate bien porque
después se la vas a tener que poner a la amiguita esa que te gusta tanto".
Ricardo estaba
impresionado. La imagen de su padre, trepando por encima de Susy y metiendo mano entre sus carnes
movedizas, se le mezcló con la fantasía sutil que había tenido muchas veces de
un acercamiento sexual con su compañera de escuela. Se sobresaltó. Pensó que, después
de ver lo que estaba viendo, nunca podría tener sexo con la chica que le
gustaba ni con ninguna otra. Desolado, siguió mirando a su padre y a Susy, que repetían más o menos lo que
habían hecho la otra noche, aunque con algunos adicionales.
Cuando Elvira volvió a su casa vio que todas las
luces estaban apagadas y que no había nadie. Asustada, entró al dormitorio del
hijo y vio el uniforme del colegio doblado en una silla. Entró al cuarto que
compartía con Ismael
y vio que el placard estaba abierto. Fue a ver el baño: era evidente que el
marido se había dado una ducha pero nada indicaba que hubiera tenido que salir
de urgencia. Siguió mirando y vio que su frasco de colonia para después de
afeitar estaba abierto. Entonces entendió.
Fue a la puerta a esperar a los dos y se quedó ahí, inmóvil,
temblando de rabia. Se daba cuenta de que todo era una tremenda injusticia. A Ismael
ni siquiera le había recriminado que tuviera una puta fija: lo único que le
había pedido era que no volviera a llevar al hijo a que viera lo que hacía en
la cama con la otra.
A medida que pasaban las horas, Elvira estaba más y más
alterada. Al fin vio que llegaban y que Ismael entraba el auto en el garaje de la
carpintería. Ella abrió la puerta y se quedó ahí, agazapada. Cuando entraron,
dejó pasar al hijo y se abalanzó sobre el marido. Estaba enardecida. "Lo llevaste otra vez a que viera tus porquerías",
le gritaba, mientras le arañaba la cara y le tiraba del pelo. El padre se la
sacó de encima y le indicó a Ricardito
que se fuera a su cuarto. El hijo estaba conmocionado y volvía a sentir culpa
por haber defraudado a la madre. No había sido capaz de negarse a acompañar al
padre ni había sido capaz de impedirle que se acostara con la amante. Corrió a
su cuarto y se encerró con llave a llorar de rabia y de vergüenza.
Elvira volvió a la carga y le gritó a Ismael
lo único que él no quería escuchar: "¡Degenerado! ¡Lo
llevás porque te calienta que tu propio hijo te vea en la cama!".
Ismael
la miró y le tiró una trompada a la mandíbula que la alcanzó a medias. Ella no
sintió el golpe. Estaba enceguecida. Corrió a la cocina, sacó una pistola que
su marido guardaba en un armario y empezó a disparar. Apretaba el gatillo casi
sin mirar, más pendiente de descargar su furia que de acertar los tiros. Estuvo
disparando, casi en trance, hasta vaciar el cargador. Cuando dejó el arma, su
marido estaba herido pero vivo, con los ojos abiertos, la espalda apoyada
contra una pared y las piernas en el piso. Lo habían alcanzado tres disparos,
dos en el pecho y uno en una pierna. Los peritos encontraron después once balas
más por toda la cocina.
Ricardo salió de
su cuarto y se enfrentó con el horror. Llamó a unos vecinos, que a su vez se
encargaron de pedir una ambulancia, avisar a la policía y tratar de detener las
múltiples hemorragias de Ismael. Mientras tanto, Ricardo intentaba reanimar a Elvira, que no decía una palabra y se frotaba
una mano contra la otra. Le decía a la madre que había hecho bien, que su padre
tenía la culpa de todo, que la quería y que por favor le dijera algo.
Elvira quedó detenida esa misma noche. No pudo
declarar porque estaba muda. Los psiquiatras constataron que sería inútil
interrogarla.
Ismael resistió tres días en terapia intensiva
hasta que murió. Cuando un policía se acercó a Elvira y le comunicó la
noticia, ella levantó la vista, respiró profundo y empezó a hablar.
Elvira R. estuvo un año detenida esperando la sentencia.
Su hijo fue a vivir con una tía que había conseguido la tenencia provisoria.
Para la defensa, la mujer no tenía por qué estar presa.
Argumentaron que había efectuado catorce disparos, de los cuales solamente tres
impactaron en su marido. Esto fue, para los forenses, la prueba fundamental que
determinaba que
Elvira había actuado por emoción violenta. El juez estuvo de acuerdo
y Elvira
quedó en libertad. Poco después recuperó la custodia de su hijo.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba) |
|
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|
//01 de Noviembre, 2010 |
|
por
jocharras a las 12:24, en
Mujeres Asesinas |
Lucía S. " Memoriosa "
Desde una camilla ginecológica, con la vista nublada por la
anestesia, Lucía
S. planeaba su propia muerte. Su madre, Elisa, la había hecho peregrinar por
distintos consultorios hasta dar con una médica que aceptó hacerle un aborto a
pesar de los cuatro meses y medio que llevaba su embarazo. Los ruegos
desesperados de Lucía
no lograron quebrar la decisión de su madre: ese chico no podía nacer. "Sos una nena, no podés tener un hijo ahora",
repetía Elisa
mientras un taxi las llevaba desde la casa familiar en Belgrano hasta una clínica siniestra en Olivos.
Por eso, una vez que la intervención terminó, Lucía
tomó coraje, miró a su madre a los ojos y le juró que nunca jamás la iba a
perdonar. Y que ella misma se pegaría un tiro en el abdomen en cuanto la
oportunidad fuera propicia. "Mirá que sos
dramática" fue la respuesta de su madre, mientras la
ayudaba a abrocharse la camisa y el pantalón.
El viaje de regreso fue fatídico. Lucía no paraba de llorar y de
gemir mientras la madre miraba por la ventanilla con cara de hartazgo
existencial. "Ya me lo vas a agradecer",
fue su única reflexión.
Cuando entraron a la casa, encontraron a Andrés, el padre de Lucía,
en su escritorio. Elisa, como si nada hubiera pasado, fue directo a
la cocina a preparar el té "Ya son las cinco
y media, enseguida preparo todo. Tengo unos scons muy ricos que compré a la
mañana".
Andrés siguió
enfrascado en sus asuntos. Su trabajo de escribano, un trabajo que lo aburría
notablemente, lo había convertido en un hombre taciturno y oscuro. Lucía
corrió a encerrarse en su cuarto para llorar a sus anchas. El té lo tomaron Elisa y Andrés.
Cuando se enteró de su embarazo, Lucía no pensó en sus diecisiete
años, ni en sus posibilidades económicas ni en su futuro como madre soltera y
casi adolescente. No pensó en la reacción de su novio ni en la de su madre
temible. De manera insospechada hasta para sí misma, en lo único que pensó Lucía
fue en los rasgos de su futuro hijo. Estaba segura de que se le iba a parecer,
lo cual era toda una garantía. Ella misma estaba feliz con su aspecto, con su
pelo lacio y oscuro, sus ojos verdes amarillentos y su cuerpo de modelo.
Trasladaba, con fascinación, sus propias facciones a las de un varoncito
robusto y con la cabeza pelada. En ningún momento evaluó la posibilidad de
tener una nena: la sola idea de repetir una relación como la que tenía con su
madre la llenaba de espanto.
El embarazo fue producto de un descuido deliberado. Lucía
había conocido a Santiago en su
fiesta de quince años y ese mismo día empezaron un noviazgo pegajoso y
simbiótico. Desde el instante en que él se acercó para saludarla, ella tuvo la
intuición de que estaba conociendo al hombre de su vida, un concepto en el que
ella creía religiosamente. Y eso mismo ("es el
hombre de mi vida") es lo que decía Lucía cada vez que hablaba de su
novio. Santiago compartía ese
entusiasmo romántico, pero tenía además otros intereses: jugaba al rugby y al
tenis, estudiaba alemán y tomaba clases de guitarra. Lucía, en cambio, a duras penas
podía concentrarse en aprobar las materias del colegio secundario y dedicaba todo
su tiempo libre a estar con su novio o a pensar en él.
Un buen día, Lucía decidió que no era necesario usar
preservativos todo el tiempo sino apenas "los
días peligrosos". Habló con Santiago, le dijo que tenía muy en claro cuáles eran sus días
fértiles y cuáles no, e impuso un régimen sexual en el que había que cuidarse
del embarazo apenas una semana por mes. Después de cuatro o cinco ciclos, las
cuentas fallaron y Lucía advirtió que estaba embarazada.
A su novio le transmitió la noticia con alegría. Ni por un
momento se le cruzó por la mente que, ese embarazo podía significar un
obstáculo: se trataba, más bien, de una señal del destino que le confirmaba que
Santiago era, efectivamente, el
hombre de su vida. Santiago, por su
parte, tuvo un atisbo de malestar que fue borrado de un plumazo por el típico
optimismo adolescente. Festejaron con un brindis de leche chocolatada ("estamos embarazados, no podemos tomar alcohol")
y un pacto de silencio que no podía funcionar más que por unas pocas semanas
antes de que la evidencia les cayera encima.
Los primeros tres meses pasaron sin ninguna de las molestias
típicas del embarazo. Lucía apenas había aumentado de peso y tenía
una pancita imperceptible. Pero casi llegando al cuarto mes, su cuerpo ya no
era el mismo.
Una tarde, con un acceso de hambre, Lucía fue a la cocina a
prepararse un sándwich. Su madre estaba sentada frente a una mesa mirando una
revista y tomando un jugo cuando de golpe vio a su hija, parada de perfil Se
quedó helada. Lucía,
al saberse mirada, hizo lo que no tenía que hacer: se dio vuelta, intentó
taparse la panza con las manos y amagó con irse corriendo de la cocina para
hacer un llamado telefónico. Elisa se levantó de un salto y agarró a su hija de
un brazo. A gritos le preguntó si estaba embarazada, y Lucía, sin contestar una
palabra, se puso a llorar.
El interrogatorio posterior fue duro. Lucía, temblando, admitió que
hacía rato que había pasado por su tercera falta y pidió ver a su novio. Elisa
cambió su estrategia y pasó del tono acusador al de una amiga comprensiva. Así,
entre abrazos y palabras cariñosas, le explicó a su hija que ese embarazo le
iba a arruinar la vida, y que la solución era evidente y sencilla: practicar un
aborto. Por supuesto, jamás pronunció la palabra "aborto". "Tenés que sacártelo.
Vas a ver que no es nada. No te va a doler". Astuta, evitó
que Lucía
se encontrara con Santiago y la
atiborró de pastillas para dormir, mientras ella averiguaba direcciones de
ginecólogos discretos. Las pesquisas resultaron más complicadas de lo pensado.
El primer médico que visitó Elisa, con Lucía colgada de su brazo, adormilada y
llorosa, fue terminante. El embarazo ya había pasado el cuarto mes, según el
diagnóstico ecográfico, y un aborto a esa altura presentaba riesgos que él no estaba
dispuesto a correr. La segunda consulta recayó en una médica joven que dijo lo
mismo que el médico anterior y también se negó a practicar el aborto. Elisa,
al borde de la desesperación, llamó al tercer y último número que le había dado
su propia ginecóloga, con la advertencia de que se trataba de una médica cara y
poco confiable. Lo era. No tuvo ningún reparo en aceptar el trabajo,
triplicando el precio que hubieran cobrado los otros dos de haber aceptado.
"Cuatro meses y medio de embarazo y diecisiete
años de edad, una menor. Si me agarran, estoy hasta las manos",
explicó la médica para justificar sus honorarios.
De vuelta en casa, Elisa habló con su marido y le dijo que era
imperioso que Lucía
se hiciera ese aborto. "Ella tiene que
vivir como una adolescente normal, no hay otra alternativa",
razonó. Le pidió el dinero, le contó a grandes rasgos algún detalle de la
intervención y pasó por alto el tema de los riesgos. Obvió también el dato —no
menor— de que la médica que operaría era la menos recomendada por su
ginecóloga. Andrés miró a su mujer
con preocupación pero hizo lo que solía hacer: dejar la decisión en sus manos.
Le preguntó si creía necesario que fuera a hablar con la hija, pero Elisa
descartó la idea con un gesto vago. "Yo me encargo. Son
cosas de mujeres. Va a estar más cómoda conmigo". Aliviado,
el padre estuvo de acuerdo y volvió a lo suyo.
La clínica era lúgubre, con paredes descascaradas y
persianas bajas. En la sala de espera no había nadie. Cuando Lucía
advirtió que no había vuelta atrás en la decisión de su madre, dejó de llorar y
empezó a mordisquearse las uñas. Elisa, a cada rato, de un manotazo le sacaba a su
hija los dedos de la boca. "Mirá cómo te
dejás esas uñas, por Dios", arengaba.
Cuando apareció una secretaria para hacerlas pasar al
consultorio, Lucía
jugó su última carta: "Mamá, por favor,
dejáme que tenga al bebé. Te juro que lo voy a cuidar". Elisa,
distante, se levantó de la silla y tironeó de su hija. "Vamos, nena, no va a ser nada".
Ya entrando al consultorio, Lucía se detuvo en seco y,
cabizbaja, murmuró: "Si me hacés
entrar ahí, nunca te voy a perdonar". La madre abrió la
puerta y, arrastrando a su hija, entró.
Cuando volvió a su casa, Lucía corrió al teléfono y llamó
a su novio para contarle. Unos años más tarde nunca pudo explicarse a sí misma
por qué no había hablado antes con él para pedirle ayuda. Su analista le
sugirió que ella, muy en el fondo, quería abortar, por lo cual evitó la
compañía de quienes podían ayudarla. La reflexión de su psicólogo dio lugar a
que, de inmediato, Lucía abandonara la terapia y se sumiera en un
profundo estado de autocompasión.
Con su padre no habló una sola palabra de esa tarde en la
clínica para abortos. Con su madre tampoco volvió a mencionar el tema, excepto
un par de veces en las semanas que siguieron a la intervención. La relación con
Santiago, en tanto, declinaba. Lucía
no pudo perdonar que su novio tomara el hecho con tanto dramatismo inicial
para, poco después, olvidar por completo la historia. Entre el enojo de Lucía
—un
enojo jamás verbalizado— y la permanente injerencia de su madre, que
hacía lo posible para que la hija se olvidara de Santiago, el noviazgo no duró mucho más.
Elisa, entonces, se dedicó a distraer a su hija
hasta que un tiempo después ella misma dio por terminado el episodio del aborto
y lo olvidó. Cometió la torpeza increíble de suponer que su hija también lo
había olvidado. Elisa
inscribió a Lucía
en clases de teatro, canto, piano, inglés y patín. Asumió el rol de madre-amiga
y se empeñó obsesivamente en sacar a flote a su hija deprimida. Lucía,
por su parte, estaba muy lejos de olvidar: cada vez que cerraba los ojos antes
de dormir recordaba el momento en que, acostada en la camilla, le clavaban en
su brazo derecho la aguja con la anestesia. Sin embargo, acataba las directivas
de su madre sin chistar, más como un castigo autoimpuesto que por la intención
de obedecer o las ganas de salir del pozo.
La relación entre la madre y la hija se fue haciendo más y
más compleja. El odio oculto de Lucía aumentaba a la par que se profundizaba
la ignorancia de Elisa por los sentimientos más elementales de su hija. La
pasividad de Lucía,
producto de la angustia y la sensación de no tener salida, era leída por su
madre como una conducta infantil que le daba lugar a actuar con ella como si se
tratase de una nena.
Uno de los rituales que más repetía Elisa era llevar a Lucía
a comprar ropa. Por lo general, elegía tiendas de un estilo que no podía estar
más lejos del que hubiera preferido Lucía por sí misma. Elisa le elegía ropa de señora
mayor, y dentro de esos diseños vetustos iba directamente a las prendas
ajustadas y encorsetadas. Se metía con su hija en los probadores y la ayudaba a
cerrar botones asfixiantes y cierres herméticos. Al principio, Lucía
no decía nada pero con los años empezó a emitir unas tímidas protestas que terminaban
en una discusión absurda: Lucía anunciaba que esa ropa no le gustaba y
que no la iba a usar. La madre, ofendida, contestaba que ella la compraría de
todas maneras.
Por esos tiempos, Lucía empezó a estudiar abogacía. En realidad,
había insinuado una preferencia por arquitectura, pero su madre la llevó a
comer y le explicó que los arquitectos en este país no tienen trabajo, se
dedican a manejar taxis y viven vidas miserables. El futuro seguro estaba en
las leyes: su padre era escribano y ella no tendría más que recibirse de
abogada para caminar directo al éxito económico y profesional. Lucía,
que tampoco se desesperaba por la arquitectura ni por nada que no fuera el
recuerdo de su aborto, dijo que sí.
Una tarde, volviendo a su casa, Lucía se detuvo frente a un
jardín de infantes en el horario de salida. Empezó a mirar a los chicos que se
encontraban con sus madres y tuvo una idea que le cortó el aliento: ¿y si su hijo estaba vivo?
En ese tiempo ella había preguntado y averiguado por otros
casos de abortos. Tres compañeras de la facultad habían admitido, en una charla
informal, haber abortado. Una de ellas, inclusive, contó que se había hecho
nada menos que tres abortos. Lucía, al ser interrogada, dijo, enojada, que
jamás sería capaz de hacer algo semejante. Pero lo que advirtió Lucía
es que ninguna lo había hecho con un embarazo tan avanzado.
Corrió a su casa y empezó a investigar. La información que
sacó de Internet la paralizó: hubo casos de fetos de veintidós semanas que
habían sobrevivido. Y mucho antes que eso, ya tenían brazos, piernas, dedos. Lucía,
frente a la pantalla de su computadora, sacó cuentas desesperadamente. Tantas
ganas tenía de que su hijo estuviera vivo que al final se lo creyó.
La idea de tener un hijo perdido en el mundo se convirtió en
una obsesión. Por unos meses no se lo dijo a nadie pero a la larga no pudo
soportar el peso de la incógnita. Lo primero que hizo fue llamar a Santiago, a quien ya no veía pero con quien
hablaba muy de vez en cuando por teléfono. Las llamadas eran siempre incómodas
y distantes, pero esa vez Lucía propuso un encuentro. Santiago dudó pero al fin la invitó al
departamento que acababa de alquilar y que en poco tiempo más compartiría con
su nueva novia.
En el fondo, Lucía seguía tan amarrada al recuerdo de Santiago como al del hijo que no logró
tener. Los dos elementos cruciales de su pasado estaban incluidos en un mismo
compartimiento de su cabeza. Y a pesar de haber aceptado que esa relación
sentimental había terminado, tenía la oculta fantasía de que en algún momento Santiago —el hombre de su vida— iba
a reaparecer por una jugada mágica del destino.
La cita era a la noche, y Lucía le pidió dinero a su padre
para comprarse ropa. Eligió un jean y una camisa, se pintó los ojos y fue a ver
a su ex, el único hombre con el que había salido en toda su vida. A su madre le
dijo que tenía que ir al cumpleaños de una compañera de facultad.
Santiago, que
nunca había ocultado su nueva relación, la esperaba inquieto. Por algún motivo
presentía que algo no funcionaba en los esquemas mentales de Lucía,
y se sentía responsable.
El encuentro de la ex pareja fue por lo menos inesperado. Lucía
llegó, se sacó los zapatos, recorrió el departamento de arriba abajo y al fin,
como parte de su aprobación, se tiró encima de Santiago y lo besó.
La cita de esa noche dio lugar a una relación clandestina
que duró muy poco. Santiago estaba
entusiasmado por la novedad de un amantazgo, pero sin la menor gana de romper
el compromiso con su novia oficial.
Durante las primeras veces que estuvieron juntos Lucía
evitó mencionar el tema del hijo perdido, pero al fin abordó la cuestión. Santiago estaba azorado. Intentó
explicar que un feto de cuatro meses y medio podía estar ya formado pero sin
posibilidades de sobrevivir fuera del vientre materno. Lucía insistió y le rogó a su ex
novio que la ayudara a buscar al hijo. Lo único que logró fue una mirada
piadosa y la recomendación preocupada de volver al consultorio de su psicólogo.
Para Lucía era crucial que su madre no se enterara
de su nueva sospecha. Para ella, su madre era su enemiga una enemiga a la que
había que engañar haciéndole creer que todo estaba bien entre las dos. Pero
cada día era más difícil mantener la ficción. La sola presencia de su madre
despertaba en Lucía
instintos violentos que tenía que controlar.
Una tarde, volviendo de la casa de una compañera de
estudios, decidió pasar por una iglesia. Allí, mientras estaba rezando, vio que
en la fila de adelante había una mujer embarazada. Cuando la mujer se levantó, Lucía
se acercó y empezó a hablar con ella. Resultó que el embarazo había tenido sus
complicaciones pero ahora todo empezaba a funcionar bien. Sin saber por qué, Lucía
le dijo a la mujer que ella estaba buscando un embarazo pero que no lo
conseguía. "Tenés que pedirle ayuda a San Ramón Nonato,
que es un santo buenísimo que te va a solucionar todo",
dijo la embarazada, mientras le tendía una estampita que sacó de su bolso. Fue
el principio de un delirio místico ingobernable. Lucía leyó el reverso de la
estampita: "A ti acudo, glorioso San Ramón, en estos
días que preceden a mi maternidad, para implorar de tu mediación la gracia de
un parto feliz que, colmando mis deseos, premie mis esperanzas. Como protector
de las que vamos a ser madres nuevamente, por tus méritos e intercesiones, te
suplico que la nueva vida que has hecho germinar en mí venga feliz a aumentar
el número de tus hijos. Por Jesucristo Nuestro Señor, Amén".
El mayor impacto fue leer el párrafo que mencionaba a "las
que vamos a ser madres nuevamente". Sintió que se trataba de un
mensaje divino que le decía claramente que el bebé abortado debía vivir en
algún lado. Lo peor es que no tenía a nadie a quien acudir en busca de ayuda.
La única posibilidad había sido Santiago,
y él desbarató sus planes de búsqueda con un solo gesto de incredulidad y
lástima. Sola, sin nadie que compartiera la pesadilla de la búsqueda, contaba
apenas con su propia constancia y la compañía etérea de San Ramón.
La investigación acerca de su hijo no dio ningún resultado. Lucía
revisó las agendas de su madre buscando el nombre de su ginecóloga, pero no
figuraba. Trató de recordar el periplo del taxi que la había llevado a la clínica
de Olivos pero no pudo hacerlo: esa
tarde estaba demasiado nerviosa y dopada como para ubicar con exactitud la
zona. Tenía presente, sí, que habían dado muchas vueltas, pero nada más.
Su profesora de yoga, alarmada por el estado nervioso de su
alumna, le recomendó un psicólogo amigo. Lucía accedió y fue a varias sesiones, con la
esperanza de que el psicólogo pudiera ayudarla a encontrar a su hijo. Pero
cuando pudo al fin verbalizar sus sospechas, la respuesta del analista fue
inapelable: "Usted sabe que eso es una fantasía, ¿no?".
Derrotada, ella dijo que sí, que sabía, y no volvió al consultorio. Por un
tiempo también abandonó la búsqueda, y se dedicó exclusivamente a lograr la
ayuda divina a través de San Ramón.
Una noche cerró su cuarto con llave, sacó las cosas de un
aparador y colocó la estampita que le había regalado la mujer embarazada,
además de otra mucho más grande que había comprado en una santería. Las ubicó
delante de un espejo y después puso flores blancas y prendió velas. Apagó la
luz del dormitorio y, alumbrada por las velas, improvisó su plegaria personal:
"San Ramón, San Ramoncito, ayúdame a
encontrar a mi hijo, te pido por favor. Y mientras tanto cuídalo mucho, tratá
de que esté bien, que esté contento. Que no pase frío ni hambre. Que esté sanito.
Por favor por favor por favor, ayúdame a encontrarlo y cuidámelo mucho, que con
vos va a estar bien".
Cada mañana Lucía desarmaba su altar y lo volvía a armar a
la noche, cuando se iba a dormir y cerraba con llave la puerta de su
dormitorio, sin que su madre lo advirtiera. Pero una noche su madre la llamó y
ella, sin pensar en el santo, abrió la puerta. Cuando su madre vio el altar, se
enfureció. Hacía varios meses que la relación entre las dos era cortante e
incómoda, y en ese instante Elisa creyó ver el origen del conflicto.
"A ver, nenita,
¿por qué no sacamos todo esto y vamos a comer? ¿No ves que estas estampitas te
van a enfermar? ¡Si ya te están enfermando!" Mientras la
madre decía esto, iba sacando las estampitas y apagando las velas, hasta que Lucía
le agarró el brazo y la frenó. La miró de frente y le dio un empujón, tratando
de hacerla salir de su cuarto. Hasta ese momento, jamás se había atrevido a
tanto. Pero el empujón abrió la puerta a la violencia contenida de una y otra. Elisa
zafó de la hija y empezó a gritar. "¡Por eso! ¡Por
eso estás tan agresiva conmigo! ¡Porque estás loca! ¿Desde cuándo te volviste
chupacirios?" La hija, amedrentada, asustada por su propia
actitud de unos segundos antes, se quedó quieta en un rincón. La madre
aprovechó la situación para volver sobre sus pasos, agarrar las estampitas y
romperlas en pedazos.
La destrucción de las estampitas dio lugar a un recrudecimiento
del odio de Lucía
hacia su madre. Hastiada, esquivó a su padre, que, ajeno a todo, miraba
televisión en el living, y salió a la calle. Caminó unas cuadras y se sentó en
un umbral. En todo momento imaginaba que su madre estaba en la cocina de su
casa y que ella aparecía por detrás y le clavaba un cuchillo en la espalda. Esa
imagen era lo único que la calmaba y sostenía. Y no era la primera vez que
imaginaba la muerte de su madre. Había imaginado cientos de muertes distintas.
La matadora siempre era ella y la muerta, en circunstancias dolorosas y a veces
sádicas, siempre era su madre. La recreación de esa escena fue lo único que la
ayudó a dormir desde el día del aborto en adelante, durante casi diez años: Lucía
se acostaba, cerraba los ojos y mataba mentalmente a su madre de todas las
formas imaginables. Recién entonces se podía dormir.
Pocos días antes de su casamiento, Santiago llamó a Lucía para despedirse. Se citaron en un bar. Lucía
estaba desolada. No podía entender cómo y en qué momento todo se había
desbandado. El amor de su vida estaba por casarse con otra, el hijo que habían
tenido había desaparecido y el que podrían haber tenido después, nunca iba a
existir. Empezó a pensar en el momento en que había quedado embarazada y en
todos los errores que había cometido: el principal y más dramático había sido
haber acatado siempre las decisiones de su madre. Pensó que una vez producido
el embarazo tendría que haber hablado con Santiago,
lograr que uno y otro consiguieran un trabajo, acaso pedir ayuda a su padre y
empezar una vida en común, los dos casados y criando al bebé. En vez de eso
sucumbió a las presiones de Elisa, no hizo gran cosa por obtener la ayuda de
su novio y tiró su vida por la borda. Lucía levantó la vista de su café con leche y
miró a Santiago, el que había sido
el hombre de su vida pero ya no podría ser.
La mirada retrospectiva de su vida resultó devastadora para Lucía.
Desde sus veintisiete años analizaba su conducta de los diecisiete, y todo le
parecía imperdonable. Santiago captó
la tristeza de su antigua novia y trató de ayudar. Ni por un momento pensó que
el planteo interior de Lucía incluía el aborto, la fantasía del hijo
vivo y la angustia por el hombre de su vida que pronto sería de otra mujer.
Para él, se trataba del despecho por el casamiento inminente. Por eso, cuando
trató de explicarle que el noviazgo de ellos había sido una cuestión adolescente
que había que recordar con ternura, ella explotó. Le habló entonces del hijo,
de San Ramón, de la desgracia de
perder al hombre que el destino le había asignado desde su cumpleaños de
quince, y de la tremenda mala suerte de tener una madre cruel como la suya.
"Ella me arruinó la vida, y nunca, jamás, se
lo voy a perdonar", fue el lúgubre final de su monólogo.
Abrumado, Santiago le preguntó si
alguna vez había hablado francamente con su madre y le había dicho lo que
pensaba de ella. Lucía lo miró con una sonrisa irónica. Su ex novio, era
evidente, no entendía nada. Antes de irse, Santiago
sólo atinó a decirle que lo mejor sería arreglar cuentas con su madre lo antes
posible. Lucía
lo miró asombrada. "¿Sabés que tenés
razón? Ya es hora".
Esa noche, cuando Lucía llegó a su casa encontró a sus padres
comiendo en la cocina. Su padre la miró con cariño y le preguntó por los exámenes
que estaba a punto de rendir. Lucía le explicó, con tono académico, el
estado de su carrera. Elisa, en tanto, terminaba de freír las últimas
milanesas e interrumpía el relato de su hija para comentar detalles menores de
su vida doméstica. Lucía la miró y cayó en la cuenta de que ella
jamás tendría una vida doméstica normal, porque sus pensamientos estaban
demasiado contaminados por el pasado.
Elisa dejó de hablar y se dedicó a masticar una
milanesa con ansiedad. Comía vorazmente, sin levantar la vista del plato. Su
padre apenas probó un poco de ensalada y anunció que se iba a acostar porque al
día siguiente tendría reuniones desde muy temprano.
Madre e hija, solas, se concentraron en la comida. Lucía
no podía tragar. Se levantó y fue a su cuarto. Cuando volvió, su madre seguía
comiendo. Se estaba sirviendo otra milanesa sin haber terminado la anterior. Lucía
la miró con disgusto. En la mano tenía un revólver que había comprado cuatro
años antes. "Mamá", fue lo último
que dijo, en un susurro, antes de dispararle cinco balazos.
Lo primero que le contó Lucía a la policía fue que había estado
preparando esa muerte durante diez años. "Antes
no podía matarla porque estaba débil. Pero en estos diez años, desde el día de
mi aborto hasta hoy, me fui entrenando y poniendo fuerte para matar a mamá. Es
raro, pero la verdad es que yo no podía vivir si ella también estaba viva".
Lucía fue declarada inimputable. Está
internada en un instituto psiquiátrico desde abril de 2001. Recibe la visita de
su padre dos veces por semana.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba) |
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