Blog gratis
Reportar
Editar
¡Crea tu blog!
Compartir
¡Sorpréndeme!
¿Buscas páginas de nina?
Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
Al margen
Información
Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

El administrador.
Sobre mí
FOTO

Jorge Omar Charras

ajedrez, informatica, casos reales, policiales etc.

Ver perfil

Enlaces
Camada 30
Policía de Córdoba
Calendario
Ver mes anterior Marzo 2024 Ver mes siguiente
DOLUMAMIJUVISA
12
3456789
10111213141516
17181920212223
24252627282930
31
Buscador
Blog   Web
Se comenta...
» Carta de los Papás
153 Comentarios: Kiana, Joyce Morech, Anthony Nancy, [...] ...
» Ana D. - Mujer corrosiva
30 Comentarios: El Pony, Julian, El Pony, [...] ...
» CAPITULO IX Un lobo suelto
1 Comentario: Anonimo
» Perla B. "Cocinera "
10 Comentarios: Amanda, FAITH ...
Tópicos
Caso Lorena Ahuban (5)
Hombres Asesinos (96)
Informacion (12)
La Marca de la Bestia (24)
Mujeres Asesinas (45)
Parejas Asesinas (6)
Más leídos
Ana D. - Mujer corrosiva
Ana María Gómez Tejerina
Elvira R. " Madre Abnegada "
Emilia Basil
José María Manuel Pablo De La Cruz Jarabo Pérez Morris
Juana, Nina y Yolanda
Margarita Herlein
Marta Bogado
Nélida B. " Tóxica "
Perla B. "Cocinera "
Secciones
Inicio
Contacto
Marcadores flenk
Feed
« Blog
Entradas por tag: nina
//04 de Octubre, 2010

Nina L.

por jocharras a las 11:56, en Mujeres Asesinas
NINA L. " Desconfiada"


Cuando llegaron a la casa, los dos policías encontraron la puerta semiabierta. Entraron. Las persianas estaban bajas y en el aire se olía a quemado. Uno de ellos avanzó por el pasillo y le indicó al otro, más joven, que fuera a la cocina.

El primero fue caminando despacio, siguiendo el sonido de una radio. Cuando entró al dormitorio se quedó unos instantes paralizado y enseguida llamó a una ambulancia.

Muy alterado corrió a encontrarse con el otro y le resumió la situación. Juntos entraron al living y encontraron a Nina L. sentada en un banco de madera, en penumbras.

Uno de ellos llevó la mano a la cartuchera del revólver, pero al acercarse advirtió que no había peligro. La mujer parecía tranquila. Miró a los policías sin asombro ni temor. El más viejo se le acercó. Ella advirtió que iba a hacerle preguntas. Lo paró con un gesto y negó con la cabeza y dijo “ No tengo recuerdos “.

Desde que su marido le había instalado una mercería en el barrio, Nina se obligaba a cumplir horario que iba desde las diez de la mañana hasta las siete de la tarde, con una hora y media de descanso al mediodía. Muchas veces entraban apenas dos o tres clientes en todo el día, pero Nina se negaba a reducir el horario de atención. "Siempre puede venir alguien a último momento", se ilusionaba. Pero sus ilusiones eran infundadas: el barrio se había colmado de casas precarias, cuyos habitantes difícilmente tenían dinero para comprar. y los vecinos de siempre, los de antes, estaban empezando a emigrar.

Aburrida y nerviosa, Nina se acodó en el mostrador con la vista clavada en el reloj que colgaba de la pared de enfrente. Cuando dieron las siete se levantó, sacó de la caja unos míseros billetes y unas cuantas monedas, bajó la persiana, puso los dos candados y fue a su casa.

Cuando abrió la puerta escuchó voces. Le pareció extraño: muy rara vez ellos recibían visitas. Fue directo a la cocina. Encontró a su marido charlando con, Gabriela, la hija de su amiga Luisa. Todavía llevaba puesto su uniforme del colegio y estaba tomando un café con leche.

Gabriela se levantó, se acercó a saludarla y le preguntó si no había visto a su madre.

Nina le explicó que no, que los días de semana a esa hora no solían encontrarse. Gabriela suspiró, indecisa., "Entonces voy a ver qué hago. " Abrazó a Nina, le dio un beso a José y salió muy apurada.

José, el marido de Nina, había llegado a su casa antes que su esposa. En la puerta encontró a Gabriela, que había ido a preguntar por su madre.

José la invitó a pasar. Entraron a la cocina y José, sin saber qué hacer ni de qué hablar, se puso a preparar café. Gabriela sí sabía qué hacer: lo miró a los ojos y se paró muy cerca de él, rozándolo con su uniforme del colegio.

José, confuso, se quedó en el lugar mientras Gabriela le preguntaba por su trabajo, por sus horarios, por su vida. El marido de Nina estaba atónito: hasta ese momento no había advertido que la chica, hija de la mejor amiga de su esposa, había crecido con tanta rapidez.

Gabriela no ocultaba sus intenciones. Hacía tiempo que le gustaba José y estaba dispuesta a tener algo con él. Por eso, a la salida del colegio había ido a esperarlo a la puerta de su casa, apurada, casi corriendo: quería llegar antes que Nina y estar a solas con él.

Mientras José batía el café instantáneo, tratando de adivinar si lo que estaba pasando era real o producto de su imaginación, Gabrie.la se paró atrás de él y le apoyó las tetas en la espalda, señalando un estante alto. "Mirá! Ahí tenés canela, ponéle a mi café." Confuso, José miró los estantes de su cocina y a Gabriela, que ya había ido a buscar el frasco y estiraba los brazos para alcanzarlo, consciente de que .la pollera treparía y dejaría ver su bombacha. Cuando alcanzó el frasco, otro recipiente se abrió y le cayó en la cara. Gabriela se tapó los ojos con una mano, puteando por lo bajo, mientras José se acercaba a ayudar. No había sido nada. Gabriela se enjuagó los ojos con agua fría y siguió con su tarea de seducción. Fue al grano. Le preguntó si alguna vez iba a algún lado a la salida del trabajo, antes de volver a la casa con la esposa. Avergonzado, José reconoció que no salía mucho, pero que a veces iba al bar de la estación con algunos compañeros. "Mirá qué bien. Yo también voy ahí, a veces, después del colegio. A tomar cerveza." Los dos se miraron. Gabriela siguió atacando. "Mañana voy a estar ahí, a las seis."

Mudo, José volvió a mirarla y bajó la vista. Le puso agua al café y le agregó la canela.

Gabriela se sentó con su taza desafiante. José, alelado e incómodo, empezó a preguntarle por el colegio y los profesores hasta que se abrió la puerta y entró Nina.

Esa noche, durante la cena, Nina le comentó al marido que le parecía extraña la conducta de Gabriela. "Yo la veo rara. Ella sabía que con Luisa hoy íbamos a trabajar más temprano, en la mercería. No podía estar acá conmigo."

José, sintiéndose culpable de entrada, relativizó todo. "Es chica, se debe haber confundido." Nina empezó a hacer memoria. No había tenido hijos, pero había vivido muy de cerca la crianza de Gabriela. La había cambiado, le había dado de comer, la había bañado y la había ayudado en sus tareas escolares.

No es que lo hiciera porque le gustaran especialmente los chicos sino por solidaridad con su amiga Luisa, cuyo esposo se había ido con otra mujer cuando Gabriela todavía no había cumplido tres años.

Pero esa tarde, cuando volvió a su casa y la vio en la cocina tomando un café con José, advirtió de golpe el paso del tiempo. Se sintió ella misma vieja y fuera de carrera. Esos dieciséis años habían marcado en Gabriela la transición entre un bebé y una adolescente voluptuosa, mientras que en ella significaba el fin de una mujer medianamente atractiva para dar paso al inevitable deterioro de la vejez. "Está linda, ¿no?", le preguntó, entre nostálgica y ofendida, a su marido.

José, inquieto, prefirió eludir la pregunta. Retrucó eligiendo un tema conflictivo para su mujer: la mercería. Nina tuvo que admitir, como lo hacía siempre en los últimos meses, que el negocio no funcionaba. Su marido fue brutal. "Entonces hay que ver qué hacemos. Por ahí vamos a tener que cerrar." Nina le mintió que había mínimos síntomas de mejora.

La posibilidad de quedarse sin la mercería la trastornaba. Por más que no ganara dinero, su negocio la hacía sentirse parte de algo que la conectaba con los demás seres humanos: mal que mal, las pequeñas transacciones entre unos hilos y unos pocos pesos se inscribían en un mundo laboral y económico que la sacaba del claustro hogareño.

Se quedaron en silencio un rato y de pronto Nina recordó algo. "Decime: ¿Gabriela estaba llorando?"

Por unos instantes José sintió el temor absurdo y soberbio de haber sido él mismo el responsable del llanto de la chica. Enseguida revivió la escena del café y sonrió. "Qué va a llorar. Le entró algo en el ojo."

A la mañana siguiente Nina estaba ordenando la casa antes de salir cuando José le pidió una camisa que solamente usaba en casamientos y reuniones familiares.

Lo miró y lo vio peinado, afeitado y con unos pantalones de corderoy inapropiados para su trabajo como empleado en una empresa de fletes y mudanzas. cuando le señaló que su ropa iba a arruinarse José la miró con indiferencia. "Bueno, que se me arruine ahora antes de que la coman las polillas."

Nina le alcanzó la camisa que él buscaba y siguió en lo suyo. Por un momento unió la repentina preocupación de su marido por su aspecto con la visita de Gabriela el día anterior. Descartó la idea en el acto. Si su marido iba a engañarla, elegiría a otra mujer. José era demasiado conservador y prolijo como para relacionarse con alguien como Gabriela, menor de edad, en plena crisis adolescente y cercana a su propia esposa.

Nina terminó con sus asuntos domésticos y fue a la mercería. Dos horas después apenas había vendido un cierre relámpago. y seguía pensando en la visita de Gabriela

A las seis de la tarde José entró al. bar de la estación. Caminó hacia la barra y miró a su alrededor. En una mesa cerca de los baños estaba Gabriela tomando una gaseosa. Caminó hacia ella de manera casual, sintiendo que todos los iban a mirar, asustado por la posibilidad de encontrarse con un conocido. Se sentó frente a ella, que se reclinó por encima de la mesa para saludarlo con un beso. José pidió una cerveza y se dio cuenta de que no sabía qué decir. Gabriela manejó la situación. Hablaba sin parar y le rozaba las piernas con sus rodillas. Poco más tarde, los miedos de José se hicieron realidad.

Un compañero de trabajo se acercó a saludarlo, mirando a Gabriela con curiosidad. Una vez más, ella sacó las papas del fuego. Adoptó un aire cansino y se presentó. "Gabriela, cómo le va. Mi mamá trabaja con la mujer de él." El otro, ya desinteresado, saludó y se fue.

Cuando quedaron solos, José estaba más nervioso que nunca. Miró a su alrededor y le dijo que estaban en el lugar equivocado: podían entrar amigos y conocidos.

Gabriela le agarró el vaso, tomó un buen trago de cerveza e intensificó la presión de sus rodillas contra las piernas de José. "Pagá y vamos."

Afuera ya era casi de noche. Se besaron en la vereda y diez minutos después estaban entrando a la habitación de un hotel.

José tenía dudas, después de todo Gabriela era una especie de sobrina postiza, más de treinta años menor que él y con notorios problemas de conducta.

Pero ella se encargó de convencerlo. Usó el método que -según les contaba a sus amigas- daba resultado con los hombres mayores: en los hechos avanzaba, metiendo mano, tocando y besando, mientras que con voz forzadamente infantil insinuaba que tenían que parar porque ella era una menor que ni siquiera sabía cómo se hacían las cosas en la cama.

Cuando terminaron, Gabriela estaba entusiasmada. Con inquietud, José la escuchaba armar planes a futuro, pronosticando citas y encuentros permanentes.

Mientras se ponía el uniforme del colegio le dijo que volverían a verse el viernes.

José recordó que los viernes su esposa y él se encontraban temprano para ir al cine. Era una salida impostergable, la única de la semana, que cumplían a rajatabla desde hacía muchísimos años. Le dijo a Gabriela " que los viernes eran días complicados.” Le propuso, en cambio, encontrarse el martes siguiente.

Gabriela lo abrazó, divertida, y le besó el cuello. "El viernes. Vas a poder."

La relación entre Gabriela y José avanzaba, circunscripta a los límites del hotel y de un bar más o menos ignoto.

Gabriela ya había tenido muchos novios y amantes, pero con sus dieciséis años todavía no tenía en claro ciertos elementos básicos de la vida. Estaba segura de que José dejaría a Nina para irse con ella: creía que su edad y sus condiciones eróticas eran suficientes para que un hombre como José rompiera con su pasado sin titubear.

José, por su parte, vivía en un limbo sexual desconocido y quería seguir en él todo el tiempo necesario. Advertía que Gabriela era histérica y problemática, pero estaba dispuesto a seguir adelante. Soportaba sus berrinches y demandas como parte de un precio que tenía que pagar por meterse en su cama. Por supuesto, jamás se le había cruzado por la cabeza dejar a Nina, aunque a Gabriela le juraba que sí lo haría, después de un tiempo prudencial.

Nina se daba cuenta de que su marido estaba distinto. Llegaba más tarde, se compraba ropa, usaba perfume, se bañaba en horarios distintos y estaba culposo e irritable.

José, que siempre había sido amable con Luisa, había adoptado una actitud esquiva. Cuando la veía en el living, trabajando con Nina, anunciaba que no se sentía muy bien o que estaba cansado y se iba a su dormitorio, temeroso de ser delatado.

Una tarde, al llegar de su trabajo, se encontró con la propia Gabriela en su casa. Lívido, José se acercó a saludarla bajo la mirada atenta de su esposa.

Luisa, que también estaba en el grupo de mujeres, bromeó acerca de su palidez y su incomodidad.

Gabriela, que adoraba las situaciones de riesgo, estaba feliz. Trataba a José con una nueva familiaridad, intentando que Nina se diera cuenta de todo.

Cuando las dos se fueron, Nina enfrentó a su marido y le preguntó, sin dar vueltas, si estaba interesado en la hija de su socia. José reaccionó apelando a los peores trucos masculinos: manifestó un enorme asombro ante los lascivos pensamientos de su esposa y la acusó de desconfiada y loca. De paso le recordó que él la había ayudado durante toda su vida en común, y que, de hecho, le había instalado la mercería para sacarla de su incipiente depresión. No era justo que en vez de agradecimiento, él recibiera ese trato.

Las exigencias de Gabriela fueron en aumento. A los dos meses de haber iniciado la relación con José, le anunció que no se iba a conformar con verlo dos veces por semana. "Mínimo tres", decidió. Para José era imposible: ya bastante le costaba justificar esas dos veces a la semana en las que volvía a su casa varias horas más tarde que lo habitual. Su presupuesto tampoco soportaba tres turnos semanales en un hotel.

También había empezado a asustarse con la actitud patoteril de Gabriela, que amenazaba con contarle todo a su mujer si él no se separaba a la brevedad.

Sus exigencias lo agobiaban, pero no quería dejar a su amante: si lo hacía no le esperaba otra cosa que volver a su vida anodina de exclusividad marital. En resumen José estaba harto de Gabriela y sus caprichos, pero no había pasado el tiempo suficiente como para apaciguar su entusiasmo sexual.

Gabriela también sabía con absoluta claridad cuál era la manera de mantener a José prendido a ese amantazgo. Esa sabiduría la enorgullecía, y festejaba sus logros y avances con varias de sus amigas del colegio.

Cuando se encontraba con Luisa, Nina intentaba averiguar. A esa altura, ya estaba casi segura de que su esposo la engañaba con Gabriela.

En el living de su amiga, cortando y cosiendo, Nina le preguntaba por su hija, sus horarios y actividades, y sus relaciones con los hombres. Cuando se topaba con Gabriela, se daba cuenta de que la miraba con cierta sorna y de que había modificado por completo su manera de relacionarse con ella.

Cuando le comentó a su amiga esos cambios de actitud, Luisa le contó que su hija estaba pasando por una etapa difícil de su adolescencia, y que le resultaba imposible controlarla. "Debe estar saliendo con alguien, pero a mí nunca me cuenta nada. Está medio misteriosa. "

Cada cosa que le decía Luisa reforzaba su teoría de una relación clandestina, pero no se animaba a acusar directamente a su marido.

Un sábado a la tarde, mientras se despedía de Luisa, su amiga se acordó de agradecerle un libro de historia. Nina la miró sin entender. "Sí, el libro que José le regaló a Gabriela. "

Luisa se dio cuenta de la perplejidad de Nina y trató de minimizar el asunto. "Viste cómo es Gabriela. Pesada. Se debe haber encontrado con José en la calle y le debe haber pedido que le compre el libro. Y José, con lo bueno que es..."

Nina volvió a su casa furiosa y encontró a su marido en la cocina, tomando un vino. Lo encaró. " ¿No tenés que contarme nada?" José se sintió acorralado pero actuó como si no entendiera de qué le estaban hablando. Le dijo a su mujer que no le gustaba ese tono acusatorio y que fuera clara. Nina le mencionó el libro de historia. " ¿ Por qué le hacés regalos? ¿Cuándo la viste? ¿Dónde?" José tomó aire, pensó un segundo y contraatacó. " ¿Ahora me venís a hacer quilombos con la hija de tu amiga? Me la encontré en la calle y me pidió plata. ¡Le tuve que dar! Y es la hija de una amiga tuya, no de una amiga mía! "

José miró a Nina, que empezaba a dudar. Esa duda le dio pie para seguir en la línea acusatoria. Volvió a recalcar la insistencia de Gabriela en pedirle dinero, y le recordó, como tantas otras veces, que mes a mes era él quien tenía que pagar el alquiler del local donde funcionaba la mercería. y que ese alquiler y esa mercería no le reportaban ninguna ganancia sino que formaban parte de un gesto que él había tenido con ella, su esposa, para alegrarle la vida. Nina estaba muda, pero José no estaba dispuesto a terminar. Ahora que había ganado la partida sacaba a relucir todos sus actos de generosidad, incluyendo las veces que le daba dinero a su suegra para pagar los remedios. Todo para qué, se preguntaba, si al final, como resultado, lo acusaban de comprar un libro y sugerían todo tipo de perversidades.

Nina aceptó las explicaciones del marido. Sin embargo, seguía dudando.

Atormentada, había multiplicado la dosis de ansiolíticos, que combinaba con antidepresivos. En la mercería pasaba horas enteras recordando los diálogos que había mantenido con José. Trataba de encontrar alguna señal que le indicara qué era lo que estaba pasando, por dónde se colaban las probables mentiras de su esposo.

Intensificó también los interrogatorios solapados a Luisa. Después, en la soledad de la mercería, armaba cronogramas con los horarios de Gabriela -según los datos que le pasaba su amiga- y los comparaba con la agenda de José.

Pero todo se complicaba. Ni Luisa estaba segura de lo que hacía su hija, a qué horas entraba y salía de los lugares, ni ella misma podía asegurar los itinerarios de su esposo, que iban cambiando según las necesidades de la empresa de fletes.

Una noche, mientras ella y su marido estaban viendo televisión, tocaron el timbre. Nina, despreocupada, le dijo que seguramente eran los recolectores de basura pidiendo dinero. José salió a abrir. Ella se quedó frente al televisor, pero al final decidió ir a ver qué estaba pasando. Cuando llegó a la puerta vio a José hablando con Gabriela. Le pareció que estaban discutiendo. Nina, alerta, se arrimó y preguntó qué pasaba. Gabriela la miró de arriba abajo. "Ya le dije a tu marido... Busco a mi mamá, como siempre." Nina sintió claramente dos cosas: el regocijo de Gabriela al verla desarreglada y en pantuflas, y la mirada culpable de José.

Cuando Gabriela se fue y ellos entraron a la casa, Nina no aguantó la incertidumbre. " ¿Qué te pasa con esa chica? Te vi cómo la mirabas." José, nerviosísimo, solamente atinó a decirle que lo dejara en paz. Se sirvió un vaso de vino y se plantó frente al televisor, ignorando a su mujer. Nina, que hacía semanas que soportaba una tremenda ansiedad imaginando la infidelidad del marido, le apagó el televisor; lo miró a los ojos y lo señaló con un dedo acusador. "La chica es menor de edad. Si pasa algo con Gabriela vas preso. ¿Y sabés quién te va a denunciar? Yo te voy a denunciar! Yo personalmente." José le sonrió con desprecio y siguió tomando su vino. Nina estaba sobrepasada y quería seguir la discusión. " Te vi! Te vi cómo mirabas a esa nena! " José se levantó y fue a su dormitorio. Antes, se dio vuelta y retrucó. "La nena tiene más tetas y culo que vos. y si me apurás, seguro tiene más calle. Así que no me vengas con pelotudeces. "

Después de la pelea con Nina, José intentó desactivar su romance clandestino. Se daba cuenta de que la situación se le estaba yendo de las manos y que Nina estaba a punto de descubrirlo. Era evidente, además, que Gabriela haría lo imposible para que todo el mundo se enterarse de que ellos eran amantes.

Una tarde, en el hotel, cuando ya habían terminado, él le dijo que por un tiempo tendrían que verse menos. Inventó que en el trabajo tenía que hacer turnos suplementarios para cubrir a un compañero al que habían despedido. Gabriela intuyó que había otras razones y le preguntó si él estaba asustado por la diferencia de edad. José, con inocencia, creyó que Gabriela estaba al fin entrando en razón y admitió que sí, que ella era muy chica para estar con alguien tan grande, y que además, por si todos esos motivos fueran insuficientes, estaba el tema del dinero: le era imposible seguir pagando los turnos del hotel. Gabriela lo miró con rencor y le dijo lo que le decía siempre. "Decí lo que quieras. Pero no me vas a dejar."

Esa noche, cuando fueron a la cama, José intentó hablar amigablemente con su esposa. Se sentía en falta con ella, y agradecía que durante unos cuantos días no , hubiera hecho ninguna mención a Gabriela.

Antes de apagar la luz, José le preguntó por su salud, por su estado de ánimo y por la mercería. Tampoco tenía muchos otros temas de los que hablar. Nina, que había vivido esos días con la ilusión de que todo podía volver a ser como antes, le contó que estaba bien, y que confiaba en que la mercería iba a repuntar. Enseguida recordó que tenía que comprar medicamentos para su madre, que estaba a su cargo desde hacía un buen tiempo. Incómoda, le pidió el dinero al marido. José hizo cuentas: si tenía que pagar los turnos de los hoteles, no podía comprar los remedios de la suegra. Pensó también que su escasez monetaria le daría lugar a Nina para revivir sus sospechas con Gabriela. Apagó la luz y le preguntó a la mujer por qué no sacaba ese dinero de las ganancias de la mercería. "No ganarás mucho pero para comprar remedios te debe alcanzar, ¿no?" Nina tuvo que reconocer que no, que no le alcanzaba ni para eso.

José no pudo contenerse y volvió a sus amargas quejas: todo el mundo tenía que recurrir a él, que trabajaba como una bestia y terminaba sin nada. En eso estaba cuando sonó el teléfono. Los dos se miraron. José no tuvo la menor duda: era Gabriela. Se levantó de un salto y anunció que estaba esperando un llamado por trabajo. "Es por un flete que tengo que hacer mañana", dijo, mientras corría a la cocina a atender.

Por supuesto, era Gabriela, que apenas escuchó a José le dijo que lo necesitaba, que lo quería y que no estaba dispuesta a dejar de verlo ni por cuestiones de horarios ni por ninguna otra cosa. José, muy nervioso, le contestó en tono muy bajo que él también la quería y que al día siguiente la iba a llamar. Cortó. Subió la voz para que su esposa lo escuchara e inventó una conversación profesional.

Volvió a la cama y se acostó, protestando por las exigencias del supuesto cliente. Antes de dormir se dio la vuelta y le dijo a Nina que le daría el dinero para los remedios de su madre.

Al día siguiente, Nina abrió la mercería más temprano que de costumbre. No quería quedarse en su casa a desayunar con José. Le daba rabia y pena verlo mentir. Estaba convencida de que había sido Gabriela quien había llamado por teléfono durante la noche y sabía que José sería incapaz de admitirlo.

Abrió la persiana del local con un cansancio infinito, tomó un par de ansiolíticos y se dedicó a esperar.

Poco después de las dos de la tarde apareció Luisa, feliz porque les habían encargado otros cincuenta manteles. Nina, sin expresar emoción alguna, le preguntó si su hija y su marido tenían una relación. Luisa no podía creer lo que escuchaba. Pensaba, sí, que José miraba a su hija más de la cuenta, pero le parecía perfectamente natural: su hija era joven y linda, y los hombres de la edad de José solían fantasear con adolescentes atractivas. Sabía también que a su hija le gustaban los hombres mayores, pero estaba segura de que los dos serían incapaces de algo semejante. Miró a Nina y le pareció mezquina y envidiosa. Le molestaban la juventud y la belleza de su hija, y la estaba acusando de querer robar- le el marido. Ofendida, le dijo que estaba harta de ella y se fue dando un portazo.

Sin embargo, le contó el episodio a su hija con cierta inquietud, temiendo que hubiera algo de cierto en las maquinaciones de Nina. Gabriela escuchó admirada: todo se estaba dando de la mejor manera. Nina se iba a enterar de lo que estaba pasando y sería ella misma quien le pediría el divorcio al marido. Miró a su madre con aire enigmático y le dijo que su relación con José no era asunto de ella.

Mientras tanto, Gabriela seguía con su acoso. Llamaba a la casa de José varias veces por día, lo iba a buscar al trabajo, le proponía citas a horas imposibles. Agobiado, José se daba cuenta de que era incapaz de seguir viviendo con tanta presión.

Una tarde en que Gabriela fue a buscarlo al trabajo, José pensó que era el momento de cortar. La llevó a un bar y le explicó que, entre otras cosas, ni siquiera tenía dinero para pagar el turno de un hotel. Gabriela, riéndose con cinismo, le propuso que fueran más prácticos. "Vamos a tu casa o a la mía. Total, me parece que Nina y mi mamá ya saben. Tu mujer le preguntó a mi vieja si nosotros dos estamos saliendo. "

José se dio cuenta de que todo era más complicado de lo que él mismo pensaba. Le dijo a Gabriela que tendrían que dejar de verse por algunas semanas hasta que todo estuviera más calmo. Gabriela fue terminante: sólo aceptaría la propuesta si él volvía separado y dispuesto a vivir con ella. José, apremiado y sin fuerzas para seguir discutiendo, le dijo que sí.

El encuentro con Gabriela le había llevado a José más tiempo que el que tenía previsto. Cuando llegó a su casa vio a Nina cosiendo bajo la luz mortecina de una lámpara de pie, con señales visibles de haber llorado.

Unas horas antes, Nina había llamado al trabajo de su marido y le habían dicho que se había retirado a la hora de siempre.

Nina se levantó de su silla y le dijo que iba a preparar la comida. José asintió, fingiendo que no advertía el frágil estado emocional de su mujer. Nina, como al pasar, le preguntó si había tenido que trabajar horas extras en alguna mudanza. José cayó en la trampa. ", ¿podés creer? Siempre aparecen laburos de más."

Al otro día Nina fue a la mercería, atendió a unos pocos clientes, tomó una dosis extra de ansiolíticos y cerró el local a las siete de la tarde. Fue a la casa de Luisa y se detuvo dos cuadras antes, a esperar. Sabía que Gabriela tarde o temprano pasaría por esa esquina, lindera a un baldío. Viniendo del centro del pueblo, ése era el camino más directo.

La calle estaba oscura y prácticamente no pasaba nadie. A las ocho y media la vio aparecer. Iba distraída, con el uniforme del colegio y una mochila colgada del brazo. Cuando llegó a la altura del baldío, Nina se le paró delante. Gabriela, distraída, se sorprendió por la aparición repentina de la esposa de su amante. La miró con suficiencia: "Te hacía cocinando".

En un segundo, Nina sacó un cuchillo, se lo apoyó en el estómago y la empujó hacia el baldío. Muy asustada, Gabriela obedeció. Iban tropezando, pisando botellas rotas y yuyos, iluminadas por la luz de un farol miserable. Cuando llegaron a la medianera, Nina la miró a los ojos y, sin decir una palabra, bajó el cuchillo. Siguió mirándola en silencio: no se arrepentía ni tenía miedo. Le estaba haciendo una advertencia.

Después de dejar a Gabriela en el baldío, Nina volvió a su casa. José ya había llegado y estaba sorprendido por su ausencia. Le preguntó si estaba bien y Nina sonrió, sintiendo que estaba empezando a poner las cosas en su lugar.

Comieron, planificaron un par de arreglos en el techo de la casa, y fueron a la cama a ver televisión.

Nina estaba plácida y conforme consigo misma. Cerca de las once de la noche sonó el teléfono. Los dos se miraron. José se levantó de un salto pero Nina se le adelantó. Fue a la cocina a atender y volvió un instante después. José la miraba expectante. Nina se metió en la cama, dueña de la situación.

"Cortaron", dijo. Cuando el teléfono volvió a sonar, los dos se quedaron viendo televisión, como si no pasara nada.

A la mañana siguiente, José estaba en su trabajo cuando recibió la llamada de Gabriela, que lo citaba con urgencia para ese mediodía. Cuando llegó al bar, la encontró histérica y desencajada.  ¿Ya te dijo lo que me hizo? ¿Ya te enteraste?" José la miraba sin entender. Entonces Gabriela le contó el episodio del cuchillo, atropelladamente, exagerando algunas cosas e inventando otras. José estaba atónito. No podía imaginar a su mujer amenazando de muerte a Gabriela, pero algo le dijo que la historia era cierta. Gabriela lo apremió.

"Separate. Separate ya.” “ Yo la voy a denunciar, por asesina hija de puta! " José trató de calmarla como pudo. La convenció de que no la denunciara, prometiéndole que él pondría las cosas en su sitio. Para estar seguro de que Gabriela no haría nada, la invitó a ir más tarde al hotel, "así me podés contar todo más tranquila". Gabriela aceptó, pero con la condición de que se quedaran a dormir. José se negó de la mejor manera, diciendo que necesitaba ir a ver a Nina para plantearle las cosas de manera civilizada. Esta vez Gabriela no cedió. Inventó que Nina le había jurado que la iba a matar esa misma noche, y que por eso quería estar con él. "Quedate conmigo. Tengo miedo", le rogó. José le dijo lo mismo que ya le había dicho otras veces: que esa noche le resultaba imposible pero que en el futuro ya tendrían todo el tiempo del mundo para dormir juntos.

Mientras hablaba, José le acariciaba la mano, tratando de ver si lograba convencerla una vez más. Gabriela lo miró. Lo vio pálido y acobardado. Se dio cuenta de que venía escuchando esos mismos argumentos desde hacía meses. Con un movimiento apartó la mano, se acomodó el uniforme, se levantó y se fue del bar. Ya sabía lo que tenía que hacer.

Muy nerviosa, Gabriela fue directo a la mercería. Se quedó afuera, oculta, esperando que saliera una clienta. Cuando Nina estuvo sola, se detuvo unos segundos espiándola. La vio acomodar unas bolsas con mercadería y sentarse, muy tiesa, controlando la hora.

Gabriela abrió la puerta y entró. Nina la miró sin sombro. Cuando estaba por echarla de su local, Gabriela se acercó al mostrador y la miró con desprecio.

"¿Vos todavía no sabés que tu marido me violó? ¿No sabés? Y por boluda pensás que yo lo persigo."

Gabriela tomó aire y estudió el efecto que producía en Nina su discurso. "Me fue a buscar a la escuela, me dijo que me iba a comprar un libro y al final me llevó a tu casa y me violó. En tu cama. ¿No sabías? Me tapó la loca con un trapo y me violó. Y todavía no sé si no quedé embarazada. "

Nina escuchaba en silencio, agarrándose del borde del mostrador. Gabriela se dio vuelta y salió.

Nina ni siquiera la vio salir. Estaba recordando la arde en la que había llegado a su casa y encontró a Gabriela llorando en la cocina, mientras su marido la miraba inquieto y con gesto culpable.

Cuando José volvió del trabajo encontró a Nina sentada en el dormitorio, en penumbras, cosiendo.

José prendió una lámpara de pie y la saludó. Nina levantó la vista y preguntó, con voz cansina. " ¿Cuándo la violaste?"

José asimiló la pregunta. La idea de haber violado a Gabriela le pareció tan absurda y fuera de lugar que se enfureció. A los gritos, acusó a su mujer de ser una loca que no hacía otra cosa que amargarle la vida desde hacía más de veinte años. Alcanzó a amenazar con internarla en un instituto psiquiátrico cuando sintió que le caía encima un líquido frío. Nina lo había rociado con alcohol de quemar. Un segundo después le tiraba un encendedor prendido.

José murió dos días después del ataque debido a las gravísimas quemaduras que .afectaron el 85 por ciento de su cuerpo.

Nina intentó que la declararan inimputable. Aseguró no recordar lo sucedido.

Fue encontrada culpable de homicidio agravado por el vínculo. La condenaron a catorce años de prisión.

Salió en 1998, después de nueve años de encierro.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

Palabras claves
Sin comentarios  ·  Recomendar
 
//03 de Septiembre, 2010

Juana, Nina y Yolanda

por jocharras a las 16:14, en Mujeres Asesinas

Juana , Nina y Yolanda

Por diferentes motivos, las tres creían en la brujería. Y las tres, después de largos peregrinajes esotéricos, se rindieron ante Arturo Miguel Ángel Rodríguez, alias el Hermano Miguel, alias Mónica, un curandero de 31 años que había sido sastre, cura y sanador. El apodo Mónica lo ganó cuando dejó los hábitos para poder dar rienda suelta a su homosexualidad y a su tendencia a adoptar posturas y gestos típicamente femeninos.

Las tres mujeres se conocieron en el “consultorio” del Hermano Miguel, en Iriarte 4880, de la Capital Federal. Las tres buscaban lo mismo: aniquilar a sus maridos mediante rezos, pócimas, talismanes o lo que fuera. Juana Pugnetti de Houyou, Nina Pon orilox de Owiluk y Yolanda Margarita Tiadini de Vázquez estaban hartas de sus respectivos esposos y se sentían incapaces de escapar de la esfera del matrimonio sin ayuda. Las tres se acercaron al Hermano luego de haber escuchado referencias de alguna vecina y las tres se sintieron igualmente decepcionadas cuando el curandero en cuestión les ofreció alternativas livianas. Al principio ninguna se animó a poner sobre la mesa sus verdaderas intenciones. Como siguiendo un acuerdo no escrito, el Hermano acataba las imprecisas órdenes primeras, los ruegos lavados acerca de hacer algo para vivir en paz, sin el estorbo de sus hombres. Pero en cuanto la relación entre el Hermano y cada una de sus dientas principales se hizo más intensa, el brujo les hizo admitir que las auténticas soluciones siempre tenían que ser drásticas. Les hizo ver que tenían que enviudar, de lo contrario sus vidas estarían condenadas al más patético destino. Las tres estuvieron de acuerdo con los dichos del Hermano que, de alguna manera, coincidían con sus deseos más profundos. Y decidieron que las velas y los sapos disecados eran herramientas cobardes, ineficaces, banales. Y pasaron al arsénico.

La primera en llegar al consultorio del Hermano fue Juana Pugnetti de Houyou, a principios de 1966. Tenía 34 años y una hija de 17. Odiaba a su marido, Rogelio Enrique Houyou, de 39, por motivos más bien imprecisos. Lo qué sí sabía es que quería deshacerse de él para poder vivir su vida en libertad. El Hermano vio en ella una veta económica inesperada, la posibilidad de incrementar en mucho el precio de la consulta. Poco a poco fue convenciendo a Juana acerca de sus poderes y experiencia. Le explicó que su relación con los espíritus circundantes era espléndida, y que ellos le obedecían. Le dijo que había aprendido las artes del oficio de brujo en alguna aldea brasileña perdida, y que se había especializado en pócimas matadoras que solamente ocasiones especiales. Él —decía el Hermano— era incapaz de hacer un “trabajo” para matar a alguien bueno, pero a veces estaba obligado a eliminar a personalidades demoníacas.

Juana estaba alelada. Había ido al consultorio esperando la clásica tirada de cartas y las promesas —tan conocidas por una visitadora de brujos como ella— de rezos y plegarias. No esperaba encontrarse con un profesional de esas características. Pensó —mientras el Hermano le desplegaba sus habilidades— que tendría que agradecerle a la almacenera de su barrio por haberle pasado el dato de ese brujo. ¿Sería capaz ese hombre afeminado y gordito de lograr que a la brevedad su marido muriese de muerte natural?

El Hermano la volvió a la realidad. Le dijo que no estaba todavía seguro de que su marido mereciera la muerte. Habría que conformarse, en principio, con otro plan. Había que empezar con las velas negras. Juana protestó. “Yo ya prendí velas negras. No hacen nada”. El Hermano apeló a un recurso que siempre lo había salvado: la repentización. Se dio cuenta de que su clienta podría esfumársele si él no le ofrecía en ese mismo momento la fórmula de la muerte. Pero también era consciente de que para conseguir más dinero, tenía que aplazar el uso del veneno para más adelante. En tanto, ella seguiría pagando. “No puedo usar a los espíritus ahora, no me van a ayudar. Ellos quieren una segunda oportunidad para su marido. Antes de hacer cualquier cosa, vuelva a prender las velas negras, pero además consiga un sapo, ábrale la panza mientras esté vivono se olvide de que tiene que estar vivoy póngale adentro un papel con el nombre de su esposo. Después entierre al sapo. Y encima de la tierra ponga un hilito rojo. Cuídese de que nadie vea el hilito porque todo se echaría a perder”. La mujer dudó: “Qué consigo con eso?”. El Hermano se peinó las cejas gruesas con los dedos y contestó: “Que él se quede tranquilo, que no la moleste, que usted pueda hacer lo que quiera y él no se entere”. Por supuesto, ella ya le había contado al brujo que engañaba a su marido con otros hombres y que estaba cansada de tener que mentir y pasarse la vida inventando excusas para poder encontrarse con sus tres amantes.

La clienta siguió dudando, aunque más complacida. El Hermano advirtió que la fe de esa mujer era endeble, y que habría que reafirmarla si quería volverla a ver y a cobrar sus consultas. Le pidió que se quedara unos instantes más, para poder rezarle. Era un recurso que siempre le daba buenos resultados: tomar la cabeza de sus clientas entre sus manos y hacer una presión firme y sostenida. Las mujeres sentían, siempre, que estaban apoyadas por algo superior; que esa vez, después de tantas decepciones, podrían creer.

Juana prendió las velas, rellenó el sapo, lo enterró, colocó el hilo rojo. En su marido no se registraba cambio alguno. Esperó un par de semanas, maldiciendo el dinero gastado. Pero una tarde especialmente desdichada, sintió que no tenía nada para perder y volvió con el Hermano.

Tuvo que esperarlo una hora: una asistente le dijo que estaba haciendo un trabajó espiritual y que no podía ser interrumpido. En realidad, el hombre estaba tirado en su cama tomando mate y leyendo revistas Para Ti viejísimas, recortando recetas de cocina y consejos de maquillaje y belleza. Pero sabía que ese truco siempre era efectivo: si su clienta venía decepcionada por algún tratamiento fallido, la espera la calmaría en forma por lo menos provisoria.

Al final fue a recibir a la mujer, que ya no estaba tan enojada sino más bien ansiosa por saber si habría alguna posibilidad de intentar eliminar al marido. El Hermano dijo que había estado consultando con los espíritus y que lo habían autorizado para proporcionarle el “licor de los dioses” con el que matarían al esposo.

Juana estaba excitadísima. “Licor de los dioses? ¿Qué es eso?”. El Hermano adoptó un aire misterioso y triunfal. “Es lo que vos me pediste. Es el líquido que tiene que tomar tu marido. Con eso, va a dejar la tierra, se va a morir. Y nadie se va a dar cuenta. Pero sale caro, y vos tenés que ayudar a conseguir algunas cosas”.

El precio era cien mil pesos de la época y la “ayuda” una excusa para dar credibilidad al asunto. El Hermano citó a Juana a las 11 de la noche, frente al cementerio de Flores. Él llegó media hora más tarde junto a su amigo y “asistenteCarlos Figueroa, alias “Marta”, un mucamo de hotel que vivía en el tercer piso de Rodríguez Peña 178. De lejos, los dos eran tan parecidos que se los podía confundir: excedidos de peso, con el pelo corto y crespo, boca carnosa, nariz ancha, aspecto afeminado. En cuanto llegaron, el curandero le dijo a Juana que tendría que esperar a que su amigo y él volvieran de una incursión secreta dentro del cementerio. Tenían que buscar los ingredientes de la pócima. Tardaron casi una hora en volver. El “asistente” le tendió un paquete envuelto con papel de almacén, y el Hermano le dijo: “Ya está hecho el licor. Lo hicimos con jugo del ojo de un muerto y hueso molido de un brazo de otro. Espere dos días y después écheselo a su marido en el café, la sopa, el té, cualquier líquido que le dé para tomar”.

Una semana después, Juana se dio cuenta de que una vez más el Hermano le había fallado. Furiosa, fue a su consultorio. Le dijo .que su marido no había reaccionado frente al “licor de los dioses” y que seguía tan vivo y sano como siempre. Le confesó que su hija de 17 años conocía el plan, y también estaba decidida a matar a su padre. La chica estaba tan harta como ella de dar explicaciones acerca de sus salidas, encuentros y relaciones. El Hermano sonrió. Iba a poder cobrar otros cien mil pesos, y además haría matar a un hombre. Era fantástico “Veo que lo que querés es matar a tu marido. Vas a tener que poner otros cíen mil y yo hago que se muera, pero esta vez vamos a ayudar a los espíritus, que están un poco débiles. Le vamos a poner al tipo un poco de arsénico en la comida. Eso no falla, ¿sabés?”.

Una semana más tarde, Juana estaba otra vez en el cementerio de Flores. Pero esa vez era de día, y había ido hasta allí para enterrar a su marido.

Poco después, apareció en el “consultorio” la segunda mujer que tenía problemas con su esposo. Era Nina Ponorilox, una rusa de 37 años que se había instalado en la Argentina hacía 29. A los 14 sus padres habían decidido casarla con Esteban Cwiluk. Nunca fueron felices. Y la más perjudicada era la propia Nina, que pasó todo su matrimonio enamorándose a la distancia de distintos hombres y soñando con volver a casarse, mientras que su marido no le daba la menor importancia al tema amoroso. En algún momento de su matrimonio, Nina se animó a aceptar las propuestas sentimentales de uno de sus amigos. Así fue que tuvo su primer amante, quien la dejó poco después, como harían tantos otros. Estaba destinada a que la abandonasen. Había algo en ella que impulsaba a los hombres a alejarse: su entrega era tan absoluta que nadie estaba dispuesto a seguir adelante con una mujer que más tarde podría exigir alguna reciprocidad.

Lo cierto es Esteban Cwiluk se enteró de que su mujer le era infiel y resolvió las cosas a los golpes. Fue justamente su condición de mujer golpeada lo que llevó a Nina a acercarse al Hermano. También a ella le habían hablado del brujo en términos más que elogiosos.

En cuanto el Hermano la vio supo que podría repetir la secuencia que había inaugurado con Juana. Incluso podría sacarle más dinero: Nina era aún más inocente y crédula que la otra. Así, mientras Nina lloriqueaba contando detalles de las palizas que le daba su marido y pidiendo algún método adecuado para que él se mantuviese tranquilo, el Hermano le habló de las velas negras. “Poné siete durante siete días. Y después irá por el inodoro la cera que queda abajo, así s va al río. Con eso va a estar muy tranquilo, vas a ver”.

A los quince días, Nina volvió al “consultorio”. “Hace semana terminé con lo de las velas y mi marido sie igual. Es más, anoche me dio dos cachetadas y me tiró sobre la mesa. Está igual de bestia que siempre”. El Hermano no se inmutó. “Sí, ya sabía que iba a pasar eso. Me lo mostraron unos espíritus que vinieron a visitarme... En fin, vamos a tener que reforzar el trabajo”. Y le habló del sapo, el papel con el nombre del marido y la tinta roja. Diez días después, Nina apareció para su tercera consulta, donde le fue recetado el “licor de los dioses”, con la misma cita frente al cementerio de Flores. Y más tarde vino la cuarta cita, la del arsénico, mientras el Hermano seguía facturando las consultas y los “trabajos”.

Nina le dio el arsénico a su esposo en una taza de café con leche. Él soportó el veneno bastante bien, pero al rato sintió unas puntadas en el estómago. Nina se ofreció a hacerle un té con limón para aliviarlo. En ese té echó lo que le quedaba del arsénico. Esta vez, el hombre se sintió morir. Le pidió a su mujer que llamara con urgencia a un médico. El Hermano ya le había dicho que nadie podría descubrir el arsénico. De modo que ella llamó al médico del barrio que dispuso la internación inmediata de Cwiluk en el hospital Rawson. Pocas horas después, el paciente murió.

Después del entierro, el Hermano le recordó a Nina que le estaba debiendo dinero. El tratamiento en su conjunto —sin contar las consultas— tenía un precio de doscientos cincuenta mil pesos, y ella le debía unos cien mil. Para reforzar la necesidad del cobro, amenazó con enviarle las peores desgracias a través de sus espíritus amigos, y por las dudas condimentó su amenaza con un factor más terrenal: difundir en el barrio las sospechas de que ella había matado a su marido. Sabía que a Nina no se le ocurriría retrucar con una amenaza parecida: ella no sabía que el Hermano podría también caer en la volteada por haberle proporcionado el veneno. Para su forma de pensar y de ver las cosas, la responsabilidad sólo recaía en el autor material, es decir ella misma. De modo que, amedrentada, empeñó algunas joyas que su madre le había dejado. A eso le sumó un dinero que tenía ahorrado su marido, parte de sus ropas y un colchón. El Hermano, como salvándole la vida, dio por saldada la deuda.

Entretanto, una tercera mujer se había presentado en el “consultorio” del Hermano, atormentada por su marido. En principio, las consultas no tenían otro objeto que preguntar acerca de su futuro y el de su pareja. Pero el Hermano vio la posibilidad de repetir el negocio del arsénico, que le daba no solo dinero sino una cuota fantástica de diversión. El ex cura disfrutaba enormemente con la idea de manejar a esas mujeres e inducirlas a matar a sus maridos. Odiaba a gran parte de los hombres: sentía que lo discriminaban por su condición homosexual, y que si alguno de ellos iniciaba con él una historia romántica, la mantenía oculta como si se tratase del peor de los delitos. Y él no tenía ganas de perdonar una afrenta semejante.

Así fue que cuando apareció Yolanda Margarita Tiadini de Vázquez, el Hermano se sintió en la gloria. La mujer, de 46 años, no paraba de despotricar contra su esposo José Vázquez. Los dos vivían en Avellaneda, en la calle Capdevilla 471. Según la mujer, en su matrimonio había dos grandes conflictos: el menos grave era el mal humor sostenido de su marido, a quien todo le caía mal y que vivía quejándose de cada episodio de su vida cotidiana.

Yolanda no podía entender cómo un hombre, en apariencia simpático, pudo transformarse en una persona intratable y despectiva. “Cuando nos casamos él era amable, bueno. Pero después cambió. Se puso malísimo. Y ahora todo lo que hago, para él está mal”, repetía Yolanda con una amargura de décadas. El segundo conflicto era el fundamental. No tenían hijos. Yolanda y José habían pasado por varios médicos para ver cuál era el problema. Y el problema lo tenía él.

Unos meses antes, cuando comprobó que le estaba llegando la menopausia, se sintió morir. Lloraba a mares ante el Hermano: “Por culpa de mi marido no tuve hijos. Lo odio, lo odio”. El Hermano movía la cabeza con compasión, intentando que el odio de la mujer se instalara y creciera. “Es terrible. Es terrible que él haya sido tan egoísta. Te quitó la posibilidad maravillosa de ser madre. Yo te entiendo, porque me hubiera encantado tener hijos y tampoco tuve”, le decía él mientras le tiraba las cartas. “Ves? Esta carta de acá, la del hombre con el caballo, es clarísima: vos tenías que haber tenido tres hijos divinos. Y este hijo de puta te cortó los caminos... Qué feo, Dios mío, qué feo... Pobre Yolandita

Yolanda visitaba el “consultorio” al menos una vez a la semana. Se había vuelto adicta a ese hombre que parecía adivinarle los pensamientos y coincidir siempre con sus opiniones. Sin embargo, a ella no se la veía dispuesta a hacer ningún “trabajo” para eliminar al esposo. Al final, después de muchas consultas, el Hermano empezó a acicatearla. “Me parece que a vos te gusta sufrir, que no querés arreglar tu vida porque te gusta ser la víctima”. El discurso prendió enseguida en Yolanda, aunque de labios para afuera negaba esa teoría. “Entonces —retrucó el Hermano— por lo menos prendé unas velas negras, haceme el favor. Son siete por día, durante una semana. Yo acá también las voy a prender. Las prendemos a la misma hora así el pedido tiene más fuerza. ¿Qué podemos pedir? Ya sé, que él sufra por haberte hecho sufrir. Y que te deje tranquila, que no te moleste, que no te joda. Lo vamos a congelar”.

A la semana siguiente Yolanda volvió totalmente fascinada. Contó que las velas habían dado resultado, que su marido estaba respetuoso y manso y que se había vuelto de alguna manera cariñoso. El Hermano dijo que ya lo sabía, que los espíritus se habían comunicado con él para darle la noticia. “Y además los espíritus me dijeron que tenés que reforzar el pedido. Tenés que hacer el trabajo del sapo”, dijo, y se lo explicó. Yolanda, no muy convencida, lo hizo. Vomitó cuando le abrió la panza al animal, y tuvo pesadillas por varias noches. Mientras tanto, su marido había abandonado los buenos modales y estaba peor que nunca. Yolanda decidió que no podía afrontar tantas desilusiones, que no podía luchar contra una vida tan dura. Se resignó a su destino nefasto y no volvió al “consultorio” del Hermano. Pero el Hermano no estaba dispuesto a perder así como así a una dienta como Yolanda. Y fue a su casa a buscarla.

 

Yolanda recibió al Hermano con cierta frialdad. Se había alegrado de verlo, pero no tenía ganas de seguir en la yeta de los brujos. Había tenido una larguísima charla con una amiga, quien le dijo que si seguía visitando adivinadores podría terminar loca. Pero la desconfianza cedió ante la amabilidad del Hermano, que hizo lo posible por mostrarse como la única persona capaz de comprenderla y apoyarla. Al rato ya estaba contándole que su marido la seguía maltratando y que su depresión iba en aumento. El Hermano fue apocalíptico. “Eso es muy grave. Te vas a enfermar. En realidad vine porque vi que te estaba pasando algo. Estás en peligro, y yo te voy a ayudar”. Así reanudaron la relación, y al tercer encuentro, él trató de convencerla para matar al marido. Yolanda no supo qué hacer. De hecho ella hacía mucho tiempo que fantaseaba con la muerte de su esposo, pero no estaba dispuesta a matarlo: la detenía el miedo a la cárcel. Se lo contó al Hermano, quien sintió que estaba ganando la batalla. “No tengas miedo. Yo te puedo dar algo para que le pongas en la comida y él se muere solo, sin que nadie sospeche nada. Te doy el agua de los dioses y ningún médico ni ningún policía se va a dar cuenta”. Y para darle efecto a su discurso, propuso una cita con las otras dos mujeres que habían enviudado gracias a sus pócimas milagrosas.

Juana y Nina recibieron a Yolanda con alegría, como a una nueva socia de un club selecto. Le dijeron que habían enviudado sin problemas y que a partir de ese episodio venido del cielo sus vidas habían mejorado, habían dado un vuelco maravilloso, inesperado. Alabaron las pócimas del Hermano y le dijeron que ella no podía perderse esa oportunidad. Las dos estaban encantadas de poder arrastrar a otra mujer al mismo terreno pantanoso en el que estaban sumergidas. Charlaron durante casi cuatro horas. Las dos viudas contaron al detalle el procedimiento, las bondades del veneno, los síntomas de malestar iniciales que se producían en las víctimas, el final. En un discurso confuso, mezclaban los términos: de pronto hablaban del “licor de los dioses”, de pronto mencionaban el arsénico. Pasaban del favor de los espíritus, que querían deshacerse de la gente mala como sus maridos, al odio personal y puro de ellas mismas. Yolanda se sentía aceptada, querida, integrada a un grupo de mujeres que sabían lo que era sufrir en esta vida. La convencieron.

Dos días después, Yolanda puso arsénico en la sopa que le ofreció al marido. Él la tomó durante su almuerzo, se sintió mal, se quedó en cama toda la tarde. Al anochecer tuvo una leve mejoría. Aceptó entonces un tazón de la sopa que había quedado del mediodía. Los dolores arreciaron y Yolanda dijo que iría corriendo a buscar al médico. No fue al médico. Fue al “consultorio” del Hermano quien se puso un guardapolvo blanco y acompañó a Yolanda a su casa, esta vez en calidad de doctor. Con ellos iba Carlos Figueroa, su “asistente” y habitué del cementerio de Flores. El Hermano estaba asustado. Temía que esta vez lo descubrieran, desconfiaba de la cantidad de arsénico que Yolanda le había puesto al marido en la comida. El Hermano era tremendamente histérico en situaciones de riesgo, y esta vez se veía envuelto en una catástrofe. Temblaba sin parar mientras su amigo le hablaba al oído. Fue el otro quien le sugirió inyectarle parte del veneno que quedaba para acelerar los tiempos. Entre los dos sujetaron a José Vázquez, que no quería ser atendido por esos hombres sino por su médico, y le dieron una inyección “para calmarte los dolores , Josecito”.

El hombre vivió dos días más. Al final pudo levantarse de la cama y arrastrarse al patio de la casa, acaso intentando escapar por una puerta trasera. Pero el Hermano, que se había instalado en la casa para seguir los acontecimientos, lo interceptó. José murió a los pocos minutos.

Diez meses después de la muerte de Rogelio Enrique Houyou, el primero de los tres maridos envenenados, una mujer denunció la desaparición de su hija de 16 años. La encontraron en una casa donde vivía, precisamente, la viuda de Houyou. La casa se había convertido en una especie de prostíbulo encubierto en donde trabajan la viuda, su hija y unas diez mujeres más. La viuda había dejado de ser una simple ama de casa para dedicarse a un rubro más lucrativo. La policía empezó a investigar el caso y a sospechar de la muerte de Houyou. Exhumaron el cadáver y encontraron el veneno. Juana negó los hechos hasta que uno de los policías le dijo que de nada valía mentir: su hija había contado todo. Enseguida cayó el Hermano, y más tarde las otras dos envenenadoras. A todos les correspondieron quince años de prisión.

En sus respectivas cárceles, las tres mostraron un ánimo envidiable. Ninguna estaba arrepentida. Ninguna parecía triste ante la perspectiva del encierro. La más mortificada, a su estilo, fue Yolanda Tiadini de Vázquez, que a los pocos días de estar en prisión dijo que fue “una tonta por haber confesado”: “Lo hice de puro confiada que soy. Si hubiese sabido que me dejaban presa no hablaba. Pero bueno, ya estoy acá. No se lo pasa tan mal.”. También dijo que mató a su marido “porque había vivido lo suficiente”, y que usó luto porque le sentaba bien a causa de unos kilos de más. Y que lo que más la alegraba era haber dejado de llorar. “No sabe cuánto lloraba cuando mi marido vivía. Ahora ya no lloro. Nunca lloro”.

Después de confesar el crimen, Nina Ponorilox dijo que ella no era una mentirosa. Y que lo demostraría diciendo siempre la verdad. De modo que ante la pregunta acerca de si estaba arrepentida por haber envenenado a su marido, se corrió el flequillo a un costado y sonrió. “No. Lo volvería a hacer. A pesar de que, creo, yo lo amaba”. También solía contar en sus primeros meses de encierro que le dio una pena inmensa ver sufrir a su marido a causa del veneno. “Para que no sufriera tanto redoblé la dosis. Pero creo que dentro de poco voy a salir en libertad. Hay gente que hace cosas peores que lo que hice yo”. Ante la hipótesis de su libertad, Nina se anima a pensar en un próximo casamiento, esta vez elegido por ella misma y no por sus padres. “Los periodistas me preguntan si volvería a matar a otro hombre si vuelve a maltratarme. Y yo ¿qué puedo contestar? Uno nunca sabe lo que le va a deparar el destino

Juana Pugnetti de Houyou cultivó en la cárcel el odio al esposo muerto. “Era peor que todos los hombre que conocí, y eso que conocí hombres a montones. Era el peor, y me alegro de imaginármelo pudriéndose en el cajón”.

El Hermano, por su parte, les dijo a sus compañeros de celda que lo único por lo que rezaba era por la muerte de sus tres “pacientes”. “Y que sea ahora, lo antes posible. Y que sufran mucho más de lo que me están haciendo sufrir a mí, que solamente traté de ayudarlas. Pero Dios sabrá por qué hace las cosas en esta forma”.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

Palabras claves , ,
Sin comentarios  ·  Recomendar
 
FULLServices Network | Blog profesional | Privacidad