PROSPERA G. " Arrepentida "
Alberto Gómez se
dio cuenta de que algo andaba mal cuando, al acercarse a su casa, vio a su
esposa en la vereda, esperándolo. Estaba sentada cerca de la puerta, en una
silla de madera, y dibujaba marcas en la tierra con sus alpargatas rotas.
Cuando el marido estuvo cerca, Próspera
lo miró, confundida. "Gómez, no sabe lo que hice."
Próspera G. era una mujer humilde, sencilla, semi analfabeta,
que había sido criada bajo férreos preceptos morales. Ella, sus padres y sus
abuelos vivieron siempre en el campo, aislados de toda comodidad, haciendo
trabajos duros y poco calificados, desconfiando de los mínimos signos de
progreso. A ella le tocó cuidar a sus tres hermanos menores, para lo cual la
sacaron de la escuela a los ocho años. Su vida transcurrió entre gallineros y
corrales, ayudando en las cosechas y desparasitando animales.
Cuando cumplió diecisiete años se casó con Gómez, a
quien conocía de vista de toda la vida: era ahijado de su padre, y lo visitaba
un par de veces por año.
Festejaron la boda con un asado con cuero y se fueron a
vivir a otro pueblo, a 200 kilómetros de ahí, donde Gómez acababa de inaugurar
una carnicería. El negocio era precario pero funcionaba con gran éxito. De a
poco, fueron construyendo una casa de ladrillos y derribaron el rancho donde
habían empezado a vivir juntos. El piso de la nueva casa era de tierra
apisonada pero se propusieron cubrirlo con cemento en cuanto pudieran reunir el
dinero.
A pesar de que Próspera
y Gómez
se casaron sin conocerse demasiado, el matrimonio marchaba bien.
Se gustaban y poco a poco empezaron a quererse. Un año
después del casamiento nació Tito, y
enseguida le siguieron dos más: Luis
y Norma.
Gómez, once años mayor que su mujer, mantenía
a su familia con dignidad y tomaba las decisiones.
Próspera
se encargaba de la casa y de los hijos.
Sin embargo, en cuanto la menor empezó a caminar, la madre
decidió salir a trabajar para aportar dinero al hogar. "Con la carnicería estamos muy justos",
argumentó con razón. Ya no vivía tan lejos del pueblo como cuando era soltera, y
podía conseguir un trabajo como empleada doméstica. Gómez estuvo de acuerdo.
Poco después Próspera
empezó a limpiar la casa de un médico. Le pagaban bien y no la necesitaban más que,
tres veces a la semana.
Próspera
y Gómez
no eran muy sociables, pero se habían hecho amigos de un matrimonio que vivía
al lado de su casa. El hombre, Víctor, se dedicaba a fabricar cuchillos, a
los cuales les hacía un mango revestido de cuero. Su esposa, María, era
una mujer curiosa y vital que, a pesar de su sencillez, ya había vivido un par
de años en la ciudad.
Cuando nació Alberto,
el primer hijo de Próspera,
Gómez
le propuso que sus vecinos fueran los padrinos. Poco después nació Mario, el primer hijo de María. Esta
vez les tocó a Próspera
ya Gómez
apadrinar al bebé. La cercanía, los padrinazgos cruzados y las edades similares
los volvieron íntimos. Gómez le guardaba a Víctor los mejores cueros
para que hiciera sus cuchillos, y las mujeres se ayudaban mutuamente con las
cosas de la casa y el cuidado de los hijos.
Cuando Próspera
volvía a lo de sus padres para visitarlos, les contaba que era muy afortunada
por haber conocido a Víctor y a María. "Son mi familia ", les decía,
contenta.
Poco a poco, Gómez había ido comprando unos cuantos
animales, que carneaba y vendía luego en su carnicería. Tenía terneros, chivos,
corderos y gallinas. El barrio donde estaba el local iba creciendo, y el número
de clientes aumentaba.
Próspera,
orgullosa, le ayudaba a su marido a cuidar a los animales y a preparar chorizos
y morcillas. Algunas tardes, cuando Gómez salía para comprar nuevos animales, ella
atendía la carnicería.
Los chicos, en ese caso, quedaban al cuidado de María, que
los dejaba correr por el patio de tierra y mirar televisión.
Muchas tardes, las dos mujeres se reunían para ver una
novela, tomar mate y criticar, en términos inofensivos, a sus respectivos
maridos.
Cuando Norma, la
hija menor de Próspera,
cumplió seis años, María quedó embarazada de su segundo hijo.
Fue ahí que empezaron los conflictos.
El embarazo de María llegó, para ella, en un momento difícil.
Víctor,
su marido, acababa de perder su trabajo: el hombre que iba una vez al mes para
comprarle los cuchillos le había avisado que no seguiría comprando. Víctor,
entonces, empezó a fabricar cinturones, que salía a vender a los pueblos y
ciudades vecinas. Así, pasaba días enteros fuera de su casa.
Sola y sin dinero, María se las arreglaba como podía. Próspera y Gómez se
turnaban para ayudarla.
Una tarde, cuando Próspera
volvía de su trabajo, se encontró en el colectivo con Silvia, otra vecina que
también trabajaba en el pueblo. Se sentaron juntas, y después de intercambiar
novedades laborales, Silvia le preguntó por su separación. Próspera la miró sin
entender. La vecina insistió. “¿No es que el Gómez se fue a vivir con la María?"
Próspera
se escandalizó. Le dijo que no, que ella y su esposo estaban juntos como
siempre, y que así seguirían. Comentó que María estaba esperando su segundo hijo, y que
el marido, Víctor,
recorría los pueblos para conseguir nuevos trabajos.
Mientras Próspera
hablaba, la vecina la estudiaba con curiosidad: "Si
vos lo decís. ...debe ser la gente, que inventa cualquier cosa...".
El tono burlón y descreído de la otra puso en alerta a Próspera. Poco después, las dos se bajaron del
colectivo y se despidieron con un saludo helado.
Ese mismo día, mientras Próspera
trabajaba en la casa del médico del pueblo, Gómez estaba ayudando a María a
acomodar unas chapas. Había cerrado la carnicería más temprano, y cuando pasó
frente a lo de su vecina se le ocurrió preguntar si necesitaba algo.
María lo hizo pasar, le convidó unos mates y
le mostró los agujeros del techo. Gómez se subió y estuvo un buen rato tratando
de arreglar lo que se podía.
Cuando Próspera
volvió a su casa, encontró a su marido escuchando radio y friendo unas tortas
fritas para los chicos. Lo miró con incertidumbre. No sabía si tenía que
decirle lo que le había contado Silvia, o si el comentario haría enojar a Gómez.
Empezó preguntando por María. Gómez le dijo que la había visto esa misma
tarde. "Pasé a arreglarle las chapas. Un desastre
era el techo de esa casa. "
Por primera vez, Próspera
se sintió celosa y molesta. Fastidiada, le dijo al marido que quien debería
haberla ayudado era el propio Víctor, "que
parece que no se da cuenta de que espera un crío".
Gómez hizo un gesto de desinterés y fue a
podar unas plantas.
A medida que el embarazo de María avanzaba, Próspera iba encontrando más
y más motivos de sospecha. Como Víctor seguía viajando por el interior de la
provincia, Próspera
no podía impedir que su marido fuera a ayudarla: después de todo, era el
padrino de su hijo, y ella era una vecina que estaba sola, embarazada y sin
parientes que vivieran cerca.
La misma Próspera
luchaba contra sus dudas y su desconfianza. Pero desde que tuvo esa
conversación con Silvia en el colectivo no podía estar tranquila.
Una tarde, en la iglesia, fue a hablar con el cura párroco.
Le dijo que estaba preocupada por sus "malos pensamientos".
Le contó todo y el cura sonrió, como si hubiera escuchado el relato de una
nena. Le dijo que un buen cristiano tiene que tener confianza y entrega. "Confíe, y tenga fe en los suyos."
Próspera
lo intentaba. Incluso ella misma se acercaba a la casa de María para ayudarla a lavar
la ropa y bañar al hijo.
Una tarde no aguantó más y le contó a María lo que le había
comentado la otra vecina. "Silvia creía que Gómez y yo estábamos
separados. ¿Y sabés por qué? Porque dice que vos y él están juntos."
Próspera
esperaba ver la reacción de su supuesta rival, que no dijo nada y la miró,
petrificada. Al fin, María lanzó una carcajada: "Andá, me estás jodiendo".
Próspera,
más aliviada, también se rió y siguió preparando un puchero para la noche.
Cuando se acercaba la fecha del parto, Gómez le dijo a Próspera que tenían que
ponerse a pensar qué le iban a regalar al hijo de Víctor y María. "Vamos a ser padrinos por segunda vez. Hay que hacer un
buen regalo." Próspera
dijo que no tenían plata, y que primero estaban los tres hijos propios. "Los chicos nuestros tienen las zapatillas todas
agujereadas. Primero les compramos a ellos y después vemos. “Gómez
no estuvo de acuerdo. "Hay que
comprarle algo. Es así. Somos los padrinos y tenemos que hacerle un regalo."
Próspera,
muy enojada, le dijo que en ese caso tenían que renunciar al padrinazgo.
Gómez no contestó, aunque pocos días después
fue al pueblo y le compró al futuro ahijado un par de sábanas para la cuna.
Cuando Próspera
lo vio llegar con el paquete, hizo un escándalo. Pero al fin, después del
enojo, acompañó al marido a entregar el regalo.
Víctor volvía a su casa de tanto en tanto,
quejándose con amargura de la falta de trabajo. Vendía muy poco, y apenas le
alcanzaba para costearse los viajes y pagar algunas cuentas.
Cada vez que aparecía Víctor, Próspera
respiraba aliviada. Entonces invitaba a María a la casa, veían juntas las novelas de
la tarde y tejían ropas para el futuro bebé.
Mientras tanto, Víctor ayudaba a Gómez con sus animales, a
cambio de alguna pieza de cuero para hacer sus cinturones o sus mangos de
cuchillos. Pero cuando estaban los cuatro juntos, Gómez advertía que cada vez
que le hablaba a María, Próspera
los miraba con resentimiento. Lo mismo sucedía cuando él le contaba que había
ido a su casa para ver si estaba bien o para ofrecerle ayuda. Decidió entonces
no contarle nada más: si visitaba a María, Próspera
no tenía por qué saber.
Así, Gómez le arregló la instalación eléctrica, le
ajustó una cerradura y le ayudó a cambiar una garrafa de gas. Pero siempre iba
a lo de María
cuando Próspera
estaba en el pueblo trabajando.
Cuando nació el bebé, Gómez organizó un asado para Víctor, María y
sus parientes. Él llevó la carne y Próspera
hizo el resto. María, todavía débil por el parto, estaba sentada recibiendo
a los invitados y mostrándoles el nuevo hijo, al que llamaron Oscar.
Mientras Próspera
iba y venía por el patio sirviendo bebidas y controlando a los chicos, vio que Silvia, la
otra vecina, se había acercado a saludar. No estaba invitada pero los vio tras
la cerca de alambre y dijo que pasaba nada más que para ver al bebé. Entró,
felicitó a María
ya Víctor
y se concentró en el recién nacido. "Vamos a ver a
quién se parece", le dijo a la madre. Cuando ya se estaba
yendo, miró fugazmente a Gómez y después a María, con una mirada
provocadora y suspicaz que Próspera
alcanzó a registrar con todo detalle.
Poco después, alarmada, ella también se acercó al bebé y lo
estudió con mucho cuidado. María, contenta, le hizo una broma. "No me lo mires así que me lo vas a ojear. "
Próspera
buscaba un parecido entre el hijo de María y su marido, pero era imposible hacer
una comparación: el chiquito todavía tenía los rasgos indefinidos de los recién
nacidos. Habría que esperar.
Poco después del nacimiento de Oscar, María empezó a notar que sus vecinas
hablaban de ella a sus espaldas. Primero pensó que era una idea suya, pero una
tarde, cuando estaba en la verdulería con su hija, advirtió claramente que dos
mujeres estaban comentando algo en voz baja, con aire conspirativo, mientras le
lanzaban miradas curiosas.
Próspera
no aguantó más. Se acercó a las mujeres y las enfrentó. "¿Ustedes qué hablan de mí? Si me quieren decir algo, me lo dicen de frente, y no por
la espalda." Las dos mujeres la miraron sin contestar. Próspera siguió. "Una vergüenza. Andan inventando cosas de mi marido.
¿Por qué tienen que salir a repartir mentiras por todo el
barrio?"
La verdulera intervino. "¡Qué
mentiras! Si todo el mundo lo ve a Gómez que se la pasa en lo de la María cuando vos estás trabajando. "
Norma, la hija de Próspera,
tironeaba de la mano de su madre para salir de la verdulería. Temía que de la
discusión pasaran a los golpes.
Próspera
se dejó llevar por la hija y salió, apretando las bolsas contra su pecho.
Volvieron a la casa y Próspera
se puso a cocinar. Un rato más tarde apareció María que, sin saber lo que
había pasado, fue a visitar a su amiga. "Qué
hacés, comadre. Aprovecho que está mi suegra para cuidar a los chicos, así nos
tomamos unos mates tranquilas. "
Próspera
se debatía con sus dudas. No, podía acusar a María por los chismes de las
vecinas, pero tampoco podía hacer de cuenta que no pasaba nada. Recordó las
palabras del cura y optó por callar y mantener distancia.
De mala gana le mostró una montaña de ropa que tenía
separada para lavar. “¡Qué mates!
¡Tengo que hacer, yo ¡ “.
María, sonriente, puso agua en el fuego y se
acercó a la pileta donde estaba la ropa. "Yo te
ayudo, que ahora me siento mejor."
Próspera
no supo qué hacer. La amabilidad de María la abrumaba y le impedía expresar su
rabia y su desconfianza.
Mientras fregaba unos trapos de cocina, María la miró de reojo.
" ¿Vos no estarás pensando en esas cosas que
te dijo la Silvia,
no?"
Próspera
sonrió, a pesar de sí misma, y negó con énfasis. "No, qué
voy a pensar! "
Cuando ya estaba empezando a olvidarse de la supuesta
relación entre Gómez y María, Próspera
volvió a encontrarse en el colectivo con Silvia. No era el mejor momento para verla a
ella ni a nadie. La esposa del médico para quien trabajaba le había anunciado
que tenía serios problemas económicos y que a partir del próximo mes no podría
contratarla más que una vez a la semana.
Próspera
estaba abatida, haciendo cálculos frenéticos entre su sueldo disminuido, el
dinero de la carnicería, el costo de los útiles escolares, el gas, la luz y la
comida.
Le contó a Silvia las novedades y le pidió que la recomendase
en alguna otra casa de familia.
Cuando estaban llegando, Próspera le hizo la pregunta que tenía atravesada
desde hacía tiempo. "¿Quién te contó
lo del Gómez
y la María? ¿No fue la dueña
de la verdulería? " Silvia la miró e hizo con las manos un
movimiento que abarcaba el barrio entero. "Todos
dicen."
Próspera
llegó a la casa y encontró a sus tres hijos en el patio jugando con un álbum de
figuritas. Llamó a Alberto, el mayor, y le preguntó si su padre había ido a
visitar a María.
El hijo respondió con inocencia: "Sí, pero él va
más temprano. Ahora ya debe estar en la carnicería “.
Sin esperar un segundo, Próspera
fue a hablar con su marido. De camino pasó por la casa de María, que estaba cerrada con
candado.
Al llegar a la carnicería, encontró a Gómez atendiendo a un
cliente. Ella esperó y al final, cuando estaban solos, lo encaró. Gómez se
mostró ofendido y tiró una gran cuchilla contra el mostrador de madera. Acusó a
su mujer de egoísta y mala vecina y se sacó el delantal. "Yo me voy a casa. Cerrá vos. Así no me dan ganas ni de
trabajar."
El siguiente encuentro entre Gómez y María fue fortuito. Se
cruzaron por la calle y hablaron de Víctor, la falta de trabajo y las dificultades
de la vida cotidiana.
María le anunció que faltaba poco para el
bautismo de Oscarcito y que le dijera a Próspera
que se fuera preparando.
Antes de irse, María le pidió otro favor: la cuna de Oscar,
que había sido heredada de su hermano mayor, se estaba desarmando, y como Víctor no
estaba, ella necesitaba que él fuera a ponerla en condiciones. Gómez le
dijo que sí, que cuando encontrara un momento pasaría por su casa.
Gómez esperó que Próspera saliera a trabajar y fue a lo de María.
Llevó un martillo, una caja de clavos y un paquete de facturas que había
comprado a la mañana.
Cuando volvió a su casa se puso a cocinar tortas fritas para
los hijos y recibió la visita de Alonso, el encargado de un campo vecino que a
veces le vendía o le compraba algún animal.
Próspera
llegó después, cansada y dolorida. Tantos años de trabajar en las cosechas le
habían provocado un problema de columna crónico. Cuando estaba poniendo la
llave en el candado del cerco, advirtió que dos de sus vecinas la miraban y
hacían algún comentario. Tan mal se sentía que ni siquiera tuvo fuerzas para
enojarse. Saludó a Alonso, besó a cada uno de sus hijos y fue a preparar la
cena.
Al día siguiente, Próspera
se despertó temprano. Tenía pensado ir al pueblo para hablar con la dueña del
mercado. Ella acaso sabría de alguien que estuviese buscando una empleada para
trabajos domésticos.
Mientras hacía mate vio, debajo de la mesa de la cocina, una
bolsa llena de zapallitos y tomates. Cuando le preguntó a Gómez, él desvió la vista y
le contestó que eran para María: se los había regalado Alonso, del campo
en el que trabajaba. "Trajo muchos, se
iban a pudrir", se defendió.
Para Próspera
fue el detalle final. Todas sus sospechas, todo lo que le habían contado, todas
las miradas que había creído advertir, todo se resumía en una simple bolsa de
plástico llena de zapallitos y tomates.
"Yo se la llevo,
que voy de paso", le dijo antes de salir.
Próspera
abrió la puerta de la casa de María y entró. María estaba acostada,
amamantando a su bebé. En un primer momento, la ternura de la escena la
alcanzó.
Enseguida imaginó a su marido y a María, juntos en esa cama, y
volvió a sentir la rabia y el enojo que la habían llevado hasta ahí. Madre al
fin, Próspera
le dijo que quería hablar con ella pero que iba a esperar a que el bebé
terminara de alimentarse.
Fue a la cocina a dejar la bolsa y, al volver, Vio el martillo
de Gómez
al lado de la cuna. Era la constatación definitiva.
Con tono neutro le preguntó por qué el martillo de su marido
estaba ahí. María,
que sabía perfectamente de las sospechas de su vecina, le contestó insegura y
titubeando. "No sé, ni idea. Por ahí lo trajo Víctor."
Próspera
empezó a revisar la casa. Estaba segura de que encontraría otras cosas de Gómez.
María, mientras tanto, había dejado a su bebé
en la cuna y corría atrás de Próspera,
que iba tirando todo lo ese estado. Muy asustada le explicó que Gómez iba
a la casa solamente para ayudarla pero que entre ellos no había nada.
Sobre una repisa Próspera
encontró un juego de cuchillos de los que hacía Víctor. Agarró uno y se acercó
a María,
que retrocedió hasta llegar a la cuna del bebé.
En ese momento, Próspera
cerró los ojos y le clavó el cuchillo en el pecho.
La cárcel adonde fue a parar Próspera no quedaba lejos de su antiguo lugar de
trabajo, y se manejaba con un régimen menos severo que otras cárceles. Tenían
una huerta, jardín, y contaban con un grupo de monjas que pasaba buena parte
del día con las presas.
Lo primero que hizo Próspera
fue hablar con una de las religiosas para mandarle un mensaje al marido: pidió
que cuide bien a los hijos y que bajo ninguna circunstancia gaste un solo peso
en defenderla.
Gómez no le hizo caso. Uno a uno fue vendiendo
todos sus animales para pagar al abogado. También vendió la carnicería a un
conocido suyo del pueblo, que a su vez lo contrató como empleado con un sueldo
ínfimo.
Gómez jamás fue a visitar a su esposa. Sí
mandaba sus hijos: cada domingo los bañaba, los vestía y los subía al
colectivo, con una fuente de comida preparada por él, que ellos tenían que
llevarle a la madre. Al anochecer, los estaba esperando en la parada del
colectivo juntos volvían los cuatro a la casa.
En la cárcel, Próspera
era una presa ejemplar. Se llevaba bien con todas sus compañeras, a quienes les
enseñaba, además, a cultivar la huerta. Todas las tardes, después de terminar
pe limpiar la cocina y los platos del mediodía, hablaba con una de las monjas y
le planteaba sus dudas. "¿Usted cree que
Dios me va a perdonar?".
Próspera
fue condenada a siete años de prisión.
Salió en libertad a los cuatro años, por buena conducta.
Su marido no aceptó que volviera a vivir con él y los hijos.
Sin embargo, le construyó una casilla en el fondo del terreno.
Víctor y sus dos hijos siguen viviendo en la
misma casa vecina.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)