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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//11 de Septiembre, 2010

Juana Z.

por jocharras a las 23:29, en Mujeres Asesinas

JUANA Z.


Poco después de cumplir cuarenta y cuatro años, Juana  Z. miró el calendario y advirtió que hacía dos meses que no le venía la menstruación. No quiso usar ningún test de embarazo porque creía que eran ineficaces y sórdidos. Esperó una semana más y fue a ver a su ginecólogo.

El médico la revisó y la mandó a un laboratorio para hacerse un análisis de sangre. Le advirtió, sin embargo, que no creía que hubiera ningún embarazo.

Los resultados le dieron la razón.

Con absoluta falta de sensibilidad para tratar a una mujer, le dijo, en tono jocoso, que eran cuestiones de la edad. "¡Nos pusimos viejos, nomás! ¡ Se vino la menopausia! " Volviendo al tono profesional, agregó que había muchos tipos de tratamiento para atenuar los síntomas de una menopausia que, en su caso, era bastante prematura. Le sugirió empezar con un reemplazo hormonal y le dio un nuevo turno para el mes siguiente.

Juana   no contestó. Guardó los análisis en un bolso y salió.

Cuando volvió a su casa le dijo a Raúl, su marido, que lo del embarazo había sido una falsa alarma. Evitó la mención de la menopausia, aunque no podía dejar de pensar en el tema. No estaba buscando otro hijo, pero una cosa era no tenerlo por decisión propia y otra muy distinta era haber perdido la capacidad de procrear.

Raúl adivinó el abatimiento de la mujer. "No importa -le dijo-. Con Laurita estamos muy bien."

Laurita era la hija de ambos. Había cumplido veinte años y sufría un retraso mental leve.

Juana fue a la cocina, rompió el resultado del análisis y lo tiró a la basura.

Calentó la comida para los tres y pensó que era el momento de hacer modificaciones en su vida.

El retraso mental de Laurita le permitía leer y escribir, hacer cálculos matemáticos elementales y mantener conversaciones sencillas, sin incluir pensamientos ab tractos. Físicamente era agradable: rasgos armónicos altura media, cuerpo proporcionado.

Durante años su madre había negado la discapacidad de la hija: se la habían detectado las maestras cuan do Laurita pro mediaba el primer grado, pero Juana ofendida, les había dicho que se equivocaban: probablemente su hija estaba distraída o no le interesaban la clases. Al fin tuvo que admitir que no era la niña prodigio que había esperado siempre, ni muchísimo menos. Si bien su retraso era leve, bastaba para impedirle una vida perfectamente normal.

Juana pasó de la negación más absoluta a la resignación. Una resignación que lindaba con la desidia. Había retirado a la hija del colegio cuando terminó quinto grado porque -especuló- no tenía sentido seguir inculcándole enseñanzas que no podría asimilar. También cortó sus clases de música y teatro, y la inscribió en una escuela municipal para discapacitados, donde se desentendió de su formación escolar. No esperaba que en su nueva escuela aprendiese algo, sino que estuviera acompañada por gente como ella. "Así el tiempo le va a pasar más rápido, pobrecita ", argumentó la madre.

Desde que verificaron la discapacidad de la hija, el matrimonio de Juana  estuvo signado por la desilusión. Una desilusión que, en Juana  especialmente, no se acotaba a la hija sino que impregnaba el resto de las cosas: su marido, sus amigas, su casa, su trabajo. Todo le parecía deslucido, pobre y banal.

Raúl, en cambio, había aceptado la realidad sin más trámites: Laurita tenía un diagnóstico claro y, se sabía, no iba a hacer una vida como la de ellos. No iría a la universidad ni al colegio secundario, no viajaría sola con una mochila al hombro, no podría manejar el negocio familiar y, muy probablemente, no tendría esposo ni hijos. Haciendo esa triste salvedad, Raúl continuaba con su vida sin hacerse mayores problemas: atendía la mueblería que le habían dejado sus padres, jugaba con sus amigos al fútbol todos los domingos y tenía una que otra amante ocasional.


Juana también había tenido amantes. Al principio no los tomaba en serio, pero hubo uno, el último, que fue decisivo. Se llamaba Roberto y trabajaba en una inmobiliaria. Se habían conocido cuando Juana estaba buscando una casa más cerca del trabajo del marido.


Roberto era casado, pero le proponía dejar todo para vivir con ella y su hija. En ese momento, ella tenía cuarenta años y él treinta. Juana  se preguntó si la convivencia, la diferencia de edad y la presencia de la hija subnormal terminarían por romper la relación. No hizo falta tanto cálculo. Cuando Juana  ya estaba en conversaciones con el marido para tramitar el divorcio, Robert desapareció de su vida. Poco después se enteró de que su amante no sólo seguía con su mujer, sino que además estaba esperando su segundo hijo.

 

Abatida, Juana  desactivó su divorcio. Raúl, su marido, no hizo elucubraciones al respecto: pensó, sencillamente, que Juana  estaba atravesando una crisis pasaje y siguieron adelante.

 

Para ella, sin embargo, el final de esa relación clan destina le indicó que tenía que tomar otro rumbo. Se retiró de la vida sentimental y olvidó sus viejas pretensiones con respecto al amor. A las amigas que estaban corriente de sus deslices extramatrimoniales, les confesó que tiraba la toalla. "A partir de ahora, lo único que me va a importar es la guita. "

Antes de casarse, Juana vivió varios años con su padre y con su hermano mayor. Su madre se había cansado de ellos y se había ido de la casa cuando Juana tenía diez años. Esporádicamente escuchaba alguna noticia incierta acerca de ella: que la madre estaba en la ciudad, que trabajaba en un estudio de escribanos, que se había ido al extranjero.

El padre hacía con sus hijos lo que podía: los mantenía, los llevaba al cine algún domingo, les compraba los útiles escolares. Juana valoraba su paciencia y su dedicación, pero le reprochaba su permanente aire depresivo. "Voy a buscarme un novio que se ría, no como vos", le decía a su padre, ofendida.

Sin embargo, buscó y encontró un hombre similar. Conoció a Raúl en una fiesta y diez meses después estaban casados.

Juana había terminado hacía poco el colegio secundario y trabajaba llevando la contabilidad de una cadena de panaderías. La había contratado la madre de una compañera de colegio, a quien Juana consideraba como una especie de madre sustituta. La mujer se llamaba Rosa, y era quien la escuchaba y le daba consejos prácticos para vivir.

Juana trabajó en las panaderías hasta que se enteró de los problemas de su hija. Ahí abandonó todo. Llamó a Rosa y le presentó su renuncia. "Mi hija es retrasada. No tengo ganas de nada. "

Cuando ya no tenía que salir a trabajar, Juana se quedaba en su casa la mayor parte del día. Con tristeza, revisaba una y otra vez el material que una asistente social y dos psicólogas le habían entregado: una batería de pruebas y test que determinaban claramente la discapacidad de Laurita. Los estudios afirmaban que su coeficiente mental era de 68 ó 69. "No puede elaborar ideas abstractas ", se leía en una parte del estudio que le impresionaba especialmente. Sin embargo, las conclusiones agregaban que su deficiencia era muy leve, y que le permitiría aprender y realizar un buen número d actividades.

Para contrarrestar la enorme culpa y vergüenza que sentía por tener una hija así, salía con ella a la calle y ni bien se la presentaba a alguien, le explicaba que no era una chica como todas. Pasaba a enumerar entonces lo que le faltaba para ser normal, mientras Laurita, acostumbrada a escuchar ese discurso, afirmaba con la cabeza.

Cuando sacó a Laurita de la escuela, contra toda las recomendaciones de las maestras, se sintió libre. No podía soportar ver las limitaciones mental de su hija. En la nueva escuela, en cambio, Laurita e una de las alumnas más brillantes. Cuando iba a buscarla, por las tardes, solía quedarse unos segundos viendo a los compañeros de su hija, muchos de los cuales padecían un retraso mental profundo. Impresionada, los veía en sus sillas de ruedas, babeando, con mirada perdida. Apretaba la mano de su hija y la sacaba de allí, aliviada.

Cuando Juana decidió cambiar el rumbo de su vida lo hizo en serio. Cada mañana se obligaba a recordar brutal desengaño amoroso que había vivido con Roberto y se maldecía por haber sido tan estúpida. El golpe sentimental se unía al dolor por la condición de su hija.

En poco tiempo Juana se volvió una mujer egoísta y solitaria, que solamente pensaba en cuestiones prácticas.

Su marido había ampliado la mueblería y había abierto otras cuatro sucursales. Durante unas semanas Juana fue a trabajar con él pero enseguida se arrepintió: por unos pocos pesos podían contratar a alguien que hiciera lo que ella hacía. Además, la idea de verle la cara al marido durante todo el día le resultaba abrumadora. "Me aburro. Prefiero quedarme en casa y después buscar a Laurita a la escuela."

A esa altura, Juana veía a su hija como una nena eterna, que nunca crecería. Laurita, por su parte, la adoraba. "Quiero ser tan linda como vos ", le decía siempre, con inocencia. Por otro lado, era una hija obediente: hacía todo lo que su madre le pedía sin preguntar ni protestar. Dentro de su limitada capacidad, Laura advertía que si respondía sin chistar a los pedidos maternos, la recompensa era inevitable: su madre le decía que era una nena buena, la abrazaba y la dejaba ver televisión por tiempo indeterminado.

Raúl protestaba por esa crianza absurda. "No podés tratar a Laurita como una nena. Ya está muy crecida ", le decía, enojado. Pero sus quejas eran inútiles: Juana seguía con sus métodos, y Raúl tampoco hacía el menor esfuerzo por revertir la situación.

En esos tiempos Juana había vuelto a encontrarse con Rosa, su ex empleadora, que le ofrecía volver a trabajar con ella. "Te va a venir bien ganar tu plata. Además, tenés que asegurar algo para tu hija. Cuando vos te mueras, ¿qué va a pasar con ella?"

A Juana el tema no le preocupaba. Nunca había pasado ningún apuro económico y tenía la idea de que Raúl, su esposo, tenía todo bajo control. Se lo dijo a Rosa, que la miró con suficiencia. "¿Y si se separan? ¿Ya tenés todo arreglado?"

A Juana no se le pasaba por la cabeza una separación. Tenía una hija deficiente mental, sufría menopausia precoz y estaba tan defraudada con los hombres que ni siquiera imaginaba enamorarse de otro. Su marido, en cambio, no le resultaba tan difícil de soportar. ¿Para qué cambiar si no tenía ganas de empezar nada nuevo?

Le dio todos sus argumentos a Rosa, que la escuchó pacientemente y le dijo que lo pensara. "Por ahí te viene bien. Te distraes y ganas plata."

Al fin, Juana aceptó.

Para la misma época en que volvió a trabajar con Rosa, la relación con su marido empezó a empeorar. Raúl seguía descargando en ella todo el peso de la casa y del cuidado de Laurita. Furiosa, Juana le preguntaba a los gritos si no se daba cuenta de que ahora ella también trabajaba.

Laurita, en tanto, estaba extremadamente sensible: lloraba con amargura cada vez que veía una discusión entre sus padres y en los días siguientes se negaba a ir a la escuela. Raúl abrazaba a su hija un par de veces y enseguida salía disparado para su trabajo. Juana se veía : obligada a componer la situación, calmando a su hija y convenciéndola de ir a la escuela. Cuando llegaba a su trabajo estaba exhausta y desesperada. Por si eso fuera poco, Raúl había empezado a volver tarde a la casa, dando absurdas explicaciones laborales. Juana, que tenía experiencia en amantes, advirtió enseguida que su marido la estaba engañando. Preguntó, indagó, investigó, revisó agendas, hizo algunas llamadas, y al poco tiempo dedujo que Raúl estaba viéndose con una empleada de la mueblería llamada Nancy. Con asombro advirtió que esa infidelidad la perturbaba más de lo que ella misma hubiera esperado.

Aunque Raúl ya había estado con otras mujeres a lo largo de su matrimonio, era la primera vez que ella lo descubría. Juana decidió no decir nada y esperar.

La infidelidad del marido le hizo recordar la conversación que había tenido con Rosa. La pregunta de la amiga le resonaba en la mente: ¿había hecho ella previsiones para el caso de una eventual separación? En ese momento supo lo que tenía que hacer.

Esa misma noche, cuando Raúl volvió a la casa, Juana le propuso sacar un seguro de vida. "Hay muchos secuestros, mucha violencia. y tenemos que pensar en Laurita, pobre", le explicó.

Ella ya había averiguado todo: cuál era la compañía aseguradora más confiable, cuánto habría que pagar, cuanto recibirían en caso de muerte o de enfermedad. Le dijo que, para ahorrar unos pesos, lo mejor sería con solamente la cobertura para él: "Después de todo - agregó con rencor- si yo me muero no pasa nada. La mayoría de las cosas que tenemos están a tu nombre".

Como la hija era deficiente mental, la beneficiaria del seguro sería ella, en carácter de tutora de Laurita.

Una semana después, ya habían firmado los papeles. Juana, entonces, se dispuso a esperar.

Con el seguro contratado, Juana se sintió más tranquila y esperanzada. El cambio de vida que tanto estaba esperando iba a llegar en cualquier momento.

Mientras tanto, empezó a entusiasmar a Laurita con unas sencillas clases de cocina. Cada día, a la vuelta de la escuela, Juana le ponía un delantal y le iba enseñando la manera de hacer un puré, una ensalada, una tarta. Laurita estaba feliz: le gustaba que su madre se ocupase de ella con tanta dedicación, y tenía, además, una especial predilección por la cocina.

Poco a poco, Juana iba avanzando con sus clases, que empezaron a incluir postres y galletas.


Raúl las veía juntas en la cocina y las alentaba: probaba cada cosa que hacía su hija y, en una actuación graciosa y convincente, fingía enloquecer de admiración cada vez que terminaba un bocado.


Juana, por su parte, le comentaba a todo el mundo que su hija se había vuelto una cocinera experta. Exageraba a conciencia, y convencía a los demás de que Laurita inventaba recetas nuevas y de que se había convertido, desde hacía un buen tiempo, en la encargada de la comida hogareña. "Yo ni siquiera hago una ensalada", mentía la madre, con orgullo.


Casi un año después, Juana consideró que había pasado el tiempo suficiente como para poner en marcha su plan.

Una tarde, a la vuelta de la escuela, Juana le pidió a la hija que hiciera un postre de chocolate. Como ella tenía que salir, le dejaba todos los ingredientes en la mesada, en recipientes individuales.

Laurita protestó: no quería quedarse sola, y pensaba que sin la supervisión de la madre no iba a poder hacer nada.


Juana fue inflexible: "Vas a poder. Vas a hacer un rico postre de chocolate ya tu papá le va a encantar".

 

Delante de Laurita, Juana llamó por teléfono a Raúl para decirle que volviera a la casa pronto. Ella tenía que terminar unas cuentas en lo de Rosa y volvería más tarde.

 

Antes de salir, Juana le dio las últimas instrucciones a Laurita: "Vos no pruebes nada. Si probas los ingredientes, te sale todo mal". Laurita asintió. Ya había escuchado la misma recomendación muchísimas veces. "Y el postre es para papá, no para nosotras. " Laura, muy seria, le dijo que no, que jamás iba a comer algo dulce. Juana ya la había aleccionado. "Si comemos postre, engordamos y nadie nos va a querer. "

 

Juana se puso un abrigo y miró la mesada de la cocina. En uno de los recipientes estaba el polvo de chocolate mezclado con veneno para ratas. Con cierta inquietud miró a su hija, que estaba poniéndose un delantal, muy seria y compenetrada. "Ojo con probar nada de esto. ¡Ojo! ", volvió a recomendar. Y salió a la calle.

El plan de Juana era simple: envenenar a su marido para cobrar la póliza de seguros. De paso, no tendría que lidiar más con un hombre que no sólo no la hacía feliz y era amargo como su propio padre, sino que además, la traicionaba.

Si todo salía como ella pensaba, nadie se daría cuenta del envenenamiento: tomarían la muerte de Raúl como una muerte súbita común y corriente.

Pero en el caso hipotético y poco probable de que alguien advirtiera que Raúl había sido envenenado, todo estaba arreglado. Se comprobaría que Laurita había preparado el postre y que, sin querer, había mezclado veneno con los demás ingredientes. Todos sabían que Laurita adoraba cocinar y todos sabían que sufría un retraso mental.


Esa misma noche Raúl fue internado de urgencia en el hospital. Murió pocas horas después.


Juana estaba ahí mismo, conteniendo en llanto de Laurita, que no entendía lo que estaba pasando. A los médicos les dijo que durante los últimos tiempos su marido había estado muy nervioso y estresado, y que se quejaba permanentemente de un dolor agudo en el abdomen. "El siempre decía que tenía miedo de morirse de un cáncer de estómago, como el padre", les explicaba.

Los médicos se apiadaron de la desgracia familiar de Raúl. Creían que el hombre se había muerto acosado por la angustia de tener una hija discapacitada. Firmaron el certificado de defunción sin hacer preguntas.

En la compañía de seguros empezaron a sospechar. Juana había ido a reclamar su dinero dos días después del entierro del marido.

Nancy, la amante de Raúl, también pensaba que algo raro había pasado: Raúl se había hecho todo tipo de exámenes médicos apenas un mes antes de su muerte, y le había comentado que todo había salido perfecto. Es más: se había olvidado los exámenes en su casa. Angustiada, recordó que su amante le había contado que tenía un seguro de vida. Ella misma le había dicho que no se asegurara porque le traería mala suerte. Hizo memoria: Raúl, divertido, le contó en ese momento que su esposa había hecho todos los trámites para proteger el futuro de la hija discapacitada. "Está muy interesada en que firme. Me debe querer matar", le había dicho a Nancy, entre carcajadas.

Nancy contrató un abogado que se conectó con 1os responsables de la empresa aseguradora. Un mes después, exhumaban el cadáver de Raúl.

Cuando la policía  fue a buscar a Juana se desentendió. Dijo que si había veneno en las vísceras de su marido, ella no tenía por qué ser la responsable. "Mi marido también comía en otros lados. " Cuando le preguntaron qué le había dado de comer en los días previos a la muerte, Juana esbozó una sonrisa sobradora. "Yo no cocino. Cocina mi hija, que es retrasada pero aprendió a hacer muchas cosas. "

Una psiquiatra forense fue la encargada de hablar con Laurita. Después de la charla, la policía fue a la casa de Juana. Se llevaron para analizar varias ollas y recipientes. En uno de ellos encontraron restos de veneno.

Cuando se vio acorralada, Juana optó por dar su versión de los hechos, fingiendo culpa y preocupación. "Yo no tendría que haber dejado a Laurita sola en casa, cocinando. Ella no entiende las cosas. Se debe haber confundido y por ahí pensó que el veneno de ratas que yo tenía en la cocina era el azúcar, o el polvo leudante. Vaya a saber. Pregúntele, hable con ella. Le va a decir que yo no estaba en la cocina, que ella hizo todo sola. Porque ella no miente, gracias a Dios."

La hija, sin embargo, había sido clara en un punto: que su madre le había dejado los ingredientes preparados y listos para usar, y que ella no había agregado ni quitado nada, "porque si no, se me arruina el postrecito".

Juana tuvo que volver a declarar. Después de cuatro horas de preguntas, se quebró y contó todo desde el principio: el seguro de vida, las clases de cocina, el veneno en el chocolate. "La verdad es que no sé por qué lo maté. Ahora que lo pienso, me daba lo mismo si él vivía o si no vivía. Pero pensé y pensé. ..Y cuando a uno le dan mucho tiempo para pensar, le sale lo peor, ¿no? Lo que me da pena ahora es dejar a Laurita, porque es sensible y va a sufrir. Lo que me pase a mí no me importa. ¿O usted cree que después de la vida que llevé me va a asustar estar en una cárcel, con otras infelices como yo?"

Juana fue condenada a nueve años de prisión. En la cárcel se dedicó a la costura y al estudio de la Biblia. No recibía visitas y protagonizaba permanentes peleas con su compañeras.

Recupero la libertad en 1989 y se instalo en el sur de Chile, donde se caso con el encargado de un campo.

Su hija permanece internada en un taller para discapacitados.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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