Candida R. " La mujer del Ferretero "
Harta de trabajar de prostituta, Cándida R. decidió reformar su
vida con urgencia. Había cumplido cuarenta y dos años, y estaba cansada de ver
a mujeres de su edad y profesión, arrugadas y vencidas, que a veces no eran
capaces de ganar el dinero mínimo para pagar un plato de comida barata. Ella
todavía tenía las tetas en su lugar y lograba disimular la panza incipiente con
una faja, pero era obvio que la decadencia se le había instalado en el cuerpo.
Se consolaba y consolaba a sus compañeras diciendo que las otras mujeres, las
que no eran putas, también sufrían con el desgaste de la carne. "Nosotras nos hacemos mierda más rápido, pero el resto de
las minas también se hacen mierda y los tipos no las miran más".
Admitía, sí, que teniendo un marido la vejez se hacía más soportable y digna.
Así es que empezó una campaña intensa destinada a casarse lo más rápido
posible.
Ni ella misma pensó que lo iba a lograr, pero poco tiempo
después recibió un cliente nuevo que era el candidato ideal. Se llamaba Ángel,
parecía un buen hombre, contaba con bastante dinero en el bolsillo y tenía dos atributos
inmejorables: era viudo y había pasado los setenta años.
Ángel alquilaba una ferretería cerca del Hospital Israelita, y en el barrio
tenía fama de trabajador y honesto. La propietaria del local estaba encantada
con su inquilino: según ella, Ángel nunca se había atrasado en el pago del
alquiler y a veces llegaba a pagar por adelantado.
El local estaba adosado a una casa donde el ferretero vivía
desde la muerte de su esposa. Sin embargo, Ángel no vivía solo: hacía un par de años
compartía su casa con Carmen, una
peruana esotérica a la que había conocido cuan do su esposa estaba agonizando.
Él, desolado por su inminente viudez, había ido a ver a una mujer que tiraba las
cartas y hacía "trabajos" de sanación a
distancia. Carmen no acertó en sus
predicciones ni tratamientos pero le calmó la angustia, lo hizo sentir menos
solo y le preparó infusiones con hierbas para que pudiera dormir en sus noches
de insomnio.
Ya viudo y con casa y ferretería a estrenar, Ángel empezó
a ver a Carmen fuera de su "consultorio"
astrológico. Un tiempo después, ya estaban saliendo como novios. Y en cuanto Carmen tuvo problemas con la casa que
alquilaba, se mudó con el ferretero, que la aceptó con alegría y culpa. Le
parecía que, por respeto a la esposa muerta, tenía que haber esperado unos
meses más para instalar con él a una mujer, pero festejaba tener a alguien con
quien vivir: cuarenta años de matrimonio le habían atrofiado su capacidad para
soportar la soledad.
Cándida llevaba diez años de convivencia con Víctor, un hombre cuatro años menor que
ella, adicto a la cocaína violento y vividor. Él la había conocido en la calle
y le había ofrecido protección a cambio de dinero.
Ella había venido de Paraguay
creyendo que en Buenos Aires todo le
resultaría fácil. Al principio se negó a aceptar ayuda porque no quería
compartir lo que ganaba, pero poco después se topó con la realidad. Víctor la salvó de una paliza brutal
entre mujeres y se la llevó a su casa. Cándida, que no estaba acostumbrada a recibir
ayuda ni siquiera pagando, se enamoró de ese hombre que, a pesar de sacarle el
dinero, le cebaba mate y le preparaba sándwiches para que saliera a trabajar
sin hambre y dejaran de notársele los huesos.
Pero Víctor jamás
cedió a cuestiones sentimentales. Nunca aceptó achicar su "comisión" del cincuenta por
ciento. Por el contrario, cuando quería comprar más cocaína que la habitual, se
quedaba con todo el dinero de Cándida y después le devolvía algo, si es que
le daba la gana.
Ella soportaba las cosas con el estoicismo inútil de las
mujeres aferradas al hombre equivocado. Por otro lado, no conocía una vida
mejor. Su propia madre la había iniciado en la prostitución a los trece años,
cuando la ofreció al dueño del mercado en el que trabajaba. Una tarde volvió a
su casa temprano, llamó a Cándida, le puso una pollera corta y una
remera ajustada, le pintó los párpados de verde y la boca de morado, y la llevó
a lo de su jefe sin darle mayores explicaciones.
Ángel, el ferretero, extrañaba a su mujer muerta y
sentía que con Carmen, su amiga
peruana, no tenía demasiadas cosas en común. El hecho de haberla conocido
cuando su esposa aún vivía le resultaba conflictivo: con ella tenía la vaga
sensación de estar siempre en falta. Pero Carmen
le resolvía todo: cocinaba, lavaba, planchaba, limpiaba y lo ayudaba a atender
el negocio. A cambio recibía un sueldo, aunque nunca habían aclarado si el
dinero cubría su trabajo como empleada doméstica, como vendedora o como ambas
cosas. Nunca compartieron el cuarto: a Ángel, la memoria de la esposa no le permitía semejante
agravio. Carmen lo visitaba en su
pieza de vez en cuando, si es que él la llamaba, y dormía en una habitación que
estaba atrás de la cocina.
El ferretero, a pesar de todo, seguía sintiéndose solo. El
duelo y la angustia por su condición de viudo lo habían deprimido. Pero como ni
siquiera había pensado nunca en el significado verdadero del duelo ni de la
depresión, creía que lo suyo era otra cosa: nostalgia, aburrimiento, cansancio.
Sus amigos hicieron el mismo diagnóstico y le sugirieron que tenía que salir y
distraerse. A él le pareció razonable y empezó a hacer lo que hacía tiempo
había abandonado: ir de putas. De hecho, durante su matrimonio, muchas veces
había buscado el consuelo de alguna para sobrellevar una vida dura, teñida de
la más pura domesticidad. Pero en los últimos años le había parecido que
cualquier cosa relacionada con el sexo era más un trabajo que una satisfacción.
Una noche, sin embargo, le dijo a Carmen que iba a ver a unos parientes y salió a buscarse una. Fue a
su viejo barrio y vio a varias, aunque no se animó a acercarse. Pero en una
esquina estaba Cándida,
que fue directo hacia él. Cuando estuvieron cara a cara, Ángel se sintió viejo y desubicado.
Ella, que tenía la percepción de las buenas putas y los reflejos intactos,
advirtió lo que pasaba y se adaptó a la situación. No le dijo ninguna grosería
ni lo tocó ni propuso un precio, sino que le preguntó si era nuevo en el barrio
y si se había perdido. Lo dijo de manera tal que Ángel no se sintiera un anciano
decrépito sino un señor maduro que despertaba el interés de una mujer, él
contestó que no estaba perdido, que conocía muy bien el barrio pero que a ella
no la había visto nunca. Así empezaron, y aunque terminaron en un hotel, él
sintió que esa mujer era distinta. La invitó a comer para el día siguiente.
Cándida y Ángel fueron a cenar a un restaurante chino de la
calle Corrientes. Ella disfrazó
algunos hechos de su pasado pero fue sincera cuando le contó que estaba desesperada
por dejar la calle. Él le contó de su matrimonio, de la muerte de su esposa y
de su trabajo como ferretero. Le dijo que no había tenido hijos y que ahora
estaba compartiendo la casa con una empleada de confianza que no tenía dónde
vivir.
Cándida comió muy poco y se dedicó a mirar a Ángel
como si fuera el hombre de su vida. Dio resultado. Ángel fue sintiéndose más y más
seguro, y se animó a invitarla a salir otra vez. Pero ella fue directa: le
explicó que estaba obligada a trabajar porque el hombre que la protegía le
exigía una mínima cantidad de dinero cada día. Ángel le dijo que no se hiciera
ningún problema: él le conseguiría esa cantidad cada vez que salieran juntos.
Víctor no puso
objeciones a esa nueva modalidad laboral. "Mientras
me traigas la guita, está todo bien", fue su reflexión. Cándida,
a esa altura, ya había dejado de quererlo. Si en algún momento se sintió
enamorada de su protector, su amor se diluyó muy rápido, por obra y gracia del
mismo Víctor: a fuerza de mentirle,
maltratarla y esquilmarla, logró que ella ya no pensara en él como su hombre
sino como su obstáculo.
Libre de la tarea ingrata de retener a Víctor, Cándida puso todas sus fichas en Ángel. Y
en menos de tres meses logró que él empezara a hacer planes con ella.
Para acelerar las cosas, Cándida apareció en una de las
citas llorando a mares. Dijo que un cliente la había amenazado de muerte, y que
ella ya no aguantaba más la tensión de trabajar en la calle. Ángel le
pidió que abandonara el trabajo esa misma noche. "A vos
no te puede pasar nada", le dijo él, pensando, seguramente,
que no soportaría una nueva viudez, aunque en este caso no se le moriría la
esposa sino la puta.
Esa noche, para consolarla, la llevó a su casa a comer. Carmen estaba en la cocina, mirando
televisión. Las presentó con incomodidad. Carmen
suponía que él tenía otra mujer, pero no sospechaba que la llevaría a la casa.
Con absoluta falta de tacto, Ángel le pidió a Carmen que le calentara un poco de comida a Cándida y que se la sirviera.
Las dos se odiaron desde el primer momento. Pero Cándida
llevaba todas las de ganar, y tuvo muy en claro que ya desde ese día tenía que
marcar posiciones. Por eso, cuando él le dijo que se quedara a dormir en el
living, ella fue terminante: lo llevó aparte y le explicó que estaba enamorada
de él, que quería dormir abrazada a él, y que no quería ocultarse de nadie.
Cándida, en realidad, no estaba arriesgando
nada: con sólo mirar a Carmen y ver
la actitud de Ángel
hacia ella, supo que era una rival muy menor.
Esa noche, Cándida y Ángel durmieron juntos y Carmen se quedó en su cuarto, prendiéndoles velas a los santos para
que la ayudaran a exterminar a la intrusa.
La convivencia entre los tres duró un par de semanas. Cándida
estaba instalada en la casa, dormía con Ángel y peleaba con Carmen de la mañana a la noche. Carmen veía que su permanencia en lo de Ángel estaba llegando a su fin, y no
se privaba de hostigar a la otra y de hacerle escenas de celos al ferretero.
Por las tardes, él y Carmen
se instalaban en el negocio y tomaban mate como dos viejos amigos. Cándida
solía aparecer, con un banquito, y se sentaba entre ellos, haciendo comentarios
ácidos sobre la amistad entre hombres y mujeres, sobre las peruanas y sobre la
vida en general.
Las represalias venían enseguida. Como sabía que Cándida
era supersticiosa, Carmen se
encargaba de hacerle saber que tiraba las cartas y adivinaba el futuro. Exageraba,
además, acerca de sus improbables dotes para hacer "trabajos" y gualichos.
Una vez Cándida
entró al cuarto de Carmen para
buscar un cinturón, convencida de que la otra se lo había robado, y se encontró
con un altar lleno de figuras extrañas, velas de todos los colores y
estampitas. Aterrada, fue a hablar con Ángel y le dijo que se iba. Prefería volver a la
calle antes que compartir el techo con una "umbandista barata y
asesina".
Al otro día, Carmen
ya estaba buscando un nuevo lugar para vivir.
Cándida llegó a un acuerdo con Víctor: le conseguiría otra mujer para
que trabajara en su lugar y atendería, a veces, a alguno de los clientes que
siempre la buscaban. En ese caso, le seguiría pasando la comisión habitual. Su
idea era no volver a trabajar de puta, pero Propuso ese trato para evitar que Víctor le hiciera mayores problemas.
Apenas se fue la peruana, Cándida se apropió del hogar.
Compró muebles nuevos, contrató a una mujer para que la ayudara con la limpieza
y cambió totalmente el menú familiar.
A Ángel lo convencía para que salieran casi todas
las noches: iban al cine, al teatro, a comer afuera, a tomar café, a comprar
ropa.
La pareja funcionaba. El estaba feliz por tener una mujer
treinta años menor, atractiva, simpática y llena de vida. Además, la había
rescatado de la calle, lo cual lo hacía sentir generoso e importante. Cándida
estaba experimentando la vida como ama de casa, y le gustaba tener un hombre
que se preocupara por ella, le pagara los gastos, la cuidara y no le cobrara
nada a cambio.
Poco después, en abril de 2004, se casaron por civil. No
hubo ni un solo invitado.
Una tarde, Cándida se encontró con una amiga de Paraguay. Por ella se enteró de que un
ex novio suyo la estaba buscando. Entusiasmada, organizó una cita. Poco después,
Cándida
se encontraba con su ex y empezaba a verlo de manera clandestina. Para salir le
decía a Ángel
que tenía un pariente enfermo a quien debía visitar. El ferretero se apiadaba y
le daba dinero para que pudiera comprarle remedios y pagarle enfermeras. Poco
después, ella se inventó un hermano herido en un tiroteo en el que,
supuestamente, habían intentado robarle.
Cándida seguía viéndose con el ex y además
había vuelto a atender a uno que otro cliente para ahorrarse unos pesos y
recibir regalos. Sus excusas para salir se hacían más y más burdas e
increíbles. Ella había advertido, también, que además de permitirle salir, las
excusas eran redituables: con sus intentos lograba siempre que Ángel le
diera algo de dinero para afrontar los tristes gastos familiares.
Unos meses después ella iba y venía de la casa como si
tratara de un hotel: llegó a anunciar que tenía que viajar a Corrientes para
ver a una bruja que le cortara el maleficio que, supuestamente, le había
preparado Carmen Otra vez tuvo que
viajar a Paraguay porque a unos tíos
se les había incendiado la casa. La explicación sobre el origen del incendio
fue chapucera y ridícula: "¡Les cayó un
rayo en el techo y se les prendió fuego todo! No les quedaron ni los muebles,
¿podés creer?".
Ángel necesitaba creer y le creía. Y si no le
creía, al menos soportaba la situación en silencio. A sus amigos les contaba
parte de la historia y les decía que, si bien le pasaban cosas raras, su mujer
era honesta y lo trataba bien.
Preocupado por la conducta de su esposa y por los problemas
de dinero, el rendimiento sexual de Ángel disminuía día tras día. Cándida hizo todo lo posible
para arreglar las cosas pero no pudo. A ella su marido le daba pena y le
enternecía, pero su prioridad seguía siendo su propio bienestar.
A Ángel lo cuidaba, lo escuchaba, lo alentaba en lo
que podía, pero no por eso dejaba de salir con otros hombres ni disminuía los
gastos ni dejaba de mentirle ni de sacarle dinero. Le estaba agradecida, pero
consideraba que su propia presencia ya era una retribución importante.
Una noche, sin embargo, tuvo la idea de que si ya no tenían
sexo, él la abandonaría. Toda su vida creyó que los hombres estaban con ella
por una cuestión puramente sexual, por lo cual la impotencia de Ángel le
resultaba inquietante. Decidió corregir la situación y lo convenció para ir a
un instituto dedicado al tratamiento de disfunciones sexuales.
Ángel accedió después de muchas negativas y fue a
la primera entrevista como quien va al matadero. Avergonzado, escuchó cómo su
nueva esposa contaba su caso con todo detalle. La propuesta del profesional fue
colocarle una prótesis peneana. La intervención se hizo poco después y fue una
de las experiencias más traumáticas que le tocó vivir a Ángel.
La cuestión sexual tuvo una leve mejora y los dos quedaron
más tranquilos.
Pero la ferretería no era un negocio tan floreciente como
para afrontar los nuevos y permanentes gastos. Ángel no decía nada pero empezó a
atrasarse con el pago del alquiler y otras cuentas.
Para Ángel, los problemas económicos eran una terrible
novedad. Jamás había dejado de pagarle a nadie, y la situación lo angustiaba y
lo volvía malhumorado y antipático. Cándida, que era tremendamente susceptible al
humor de los otros, se sentía ofendida y decepcionada. "Me tratás mal porque ahora me mantenés",
le echaba en cara ante el primer inconveniente.
A esa altura, él estaba perdiendo la paciencia. Ya no estaba
dispuesto a seguirle el ritmo a su mujer ni a obedecer sus designios. Empezó
por pedirle a Cándida
que restringiera los gastos de la casa y armó un plan de ahorro que cortó de
cuajo todas las salidas. Tampoco le permitió a ella seguir visitando parientes
con tanta asiduidad.
Como casi no tenía actividades y se cansaba de no hacer
nada, Cándida
pensó una solución para seguir obteniendo dinero: si Ángel ya no se lo daba por voluntad propia,
había que buscar otra manera.
Una tarde, le sugirió al marido que se quedara durmiendo la
siesta porque ella abriría la ferretería y se haría cargo de atender a los
clientes. Ya lo había hecho otras veces y a Ángel le pareció una buena idea. Pero un rato más
tarde Cándida
irrumpió en el cuarto de él, a los gritos. "¡Me
robaron! ¡Nos acaban de robar! ¡Llamá a la policía!"
Indignado por la inseguridad de su barrio y su país, Ángel acompañó a la esposa a la
comisaría.
Hubo un segundo robo pocos días después. También hicieron la
denuncia. Cándida
describía a los asaltantes ante la mirada escéptica de los policías, que le preguntaban,
entre sonrisas irónicas, si habían sido los mismos ladrones que la vez
anterior. Ángel
miraba para abajo y sufría. Esa misma noche apareció la dueña del local para
reclamar el alquiler y, mortificado, él le contó lo de los robos sucesivos. La
dueña vio que estaban solos y le preguntó si no le parecía raro que siempre le
robaran a su mujer cuando él no estaba. Ángel se limitó a contestar que en unos días más
iría a pagarle el alquiler, peso sobre peso.
Poco a poco, Cándida convenció al marido y volvió a salir
sola. Los vecinos de Ángel la veían salir varias noches por semana, muy
maquillada y con ropa ajustada y escotada. Ella seguía diciéndole al marido que
tenía que socorrer a parientes y amigos: "Si yo
no ayudo a los míos, me siento una porquería", explicaba
con aire sincero. Un día, apenas ella salió de la casa, un vecino fue a verlo y
a alertarlo. Le dijo que la actitud de la mujer era sospechosa y que era
evidente que le estaba sacando dinero. Ángel le contestó que él ya era un hombre adulto
como para saber qué era lo que tenía que hacer.
La verdad es que estaba desolado. Separarse de su mujer era
admitir que había sido un imbécil y que había caído en la vieja trampa en la
que caen muchos ancianos desvalidos. De ninguna manera quería transmitir esa imagen
penosa ante sus vecinos. Se dispuso, entonces, a reformar a su mujer. Cuando
volvió una noche le dijo que por un tiempo le prohibía salir, usar ropa
ajustada y maquillarse. Cándida estaba asombrada. Ángel le despertaba cariño siempre y
cuando le dejara hacer su vida, le hiciera regalos y le ofreciera un amor
incondicional. Pero el hombre exigente y severo que le hablaba en ese momento
le producía rechazo. Pelearon como nunca. Él advirtió que su idea de amaestrar
a su mujer era ingenua e impracticable. Tendrían que separarse y se lo dijo,
brutal. "Armá tu bolso y volvé a la calle".
Las cosas no eran tan sencillas. Ángel y Cándida no eran una pareja de
amantes casuales: estaban casados. "Ella se lo recordó, odiándolo y
jurando que le haría la vida imposible. Ese mismo día recibió el llamado de un
cliente y fue a verlo. Se vistió con la ropa más provocadora que encontró y
salió. A la vuelta, él estaba encerrado en su cuarto, durmiendo. Ella se acostó
en la habitación que había sido de Carmen
y no se despertó hasta el mediodía siguiente. Fue a la ferretería y encontró a Ángel atendiendo
el mostrador. Se sentó al lado y se puso a fumar. En cuanto el cliente se fue, Ángel le
dijo a su mujer que ya tenía un abogado dispuesto a tramitar el divorcio.
"Porque yo no vivo con putas",
agregó.
Cándida salió de la ferretería y se fue
directo al patio interno, donde tenían una heladera. Frenética, la desenchufó y
empezó a lavarla y a fregarla. Sacó lo que había adentro, incluyendo cajones y
estantes, y dejó todo en el piso. Fue a un cuartito donde se guardaban las
cosas de limpieza y buscó baldes, esponjas y lavandina. En eso estaba cuando Ángel
apareció de atrás y pateó uno de los baldes vacíos que ella había dejado.
"¡Guardá todo y andate, ladrona!",
le dijo, hiriente. Cándida se acercó a una mesa donde había
dejado una hilera de cuchillos de asado y se tiró encima de su marido, feroz.
Le clavó el cuchillo en la espalda tres veces seguidas. Cuando Ángel
cayó, de costado, le volvió a clavar el cuchillo otras cuatro veces, pero en el
pecho.
Mientras Cándida terminaba de acuchillar a su marido,
un hombre entraba a la ferretería a comprar enchufes para un edificio que
estaban construyendo a la vuelta.
La puerta del negocio estaba abierta y el hombre entró. Como
no había nadie para atenderlo, se asomó. Sabía que el ferretero debía estar ahí
adentro porque él había pasado diez minutos antes para comprar tornillos.
Estiró el torso por encima del mostrador y alcanzó a ver un costado del patio
donde había una mesa con cuchillos y tenedores. Escuchó una especie de jadeo,
como de alguien cansado por un fuerte esfuerzo físico. Golpeó las manos para
llamar. El jadeo se detuvo y vio aparecer una mujer ensangrentada, que empezó a
gritar, histérica. Cándida tenía un aspecto aterrador. Entró a la
ferretería y encaró al cliente. Le preguntó si había visto a los dos hombres
que acababan de matar a su marido. Después corrió a la puerta y empezó a pedir
ayuda.
Cándida no pudo convencer a la policía de que
dos delincuentes habían entrado para robar y matar a su marido.
Un hombre humilde que se ganaba la vida cuidando los autos
estacionados en la cuadra negó que dos personas hubieran entrado o salido del
negocio.
Los policías que investigaron el caso encontraron una pila
de bolsas de polietileno al lado del cadáver. Sostuvieron que Cándida
había actuado con premeditación, y que la heladera vacía, los baldes, la
lavandina y las bolsas indicaban que iba a trozar el cadáver de su marido y colocarlo
en el freezer, hasta tanto pudiera desprenderse de él.
Al fin, Cándida confesó su crimen pero dijo haber
actuado "sin entender nada, como enceguecida".
Los psiquiatras forenses que la atendieron aseguran que la mujer era plenamente
consciente de sus actos en el momento del crimen.
Cándida fue acusada de homicidio agravado por
el vínculo. Está detenida esperando el juicio oral. Sabe que no tiene
posibilidades de quedar en libertad. "De ésta no me
salvo. De la calle a la cárcel, como los pobres", le dijo,
con ironía, a su amiga del Paraguay.
Y le pidió galletas de chocolate y maquillaje.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)