Ana D.
Cuando salió del quirófano, Martín
L. fue a reunirse con otros cirujanos. Todavía sentía en el cuerpo ese
estado de euforia mística que lo invadía cada vez que terminaba bien una
operación. Esta vez el caso no había sido espectacular, pero podían haber existido
complicaciones. Un brazo deformado después de un accidente de tránsito. Estaba
seguro de que no habría problemas motrices posteriores, y la cuestión estética
estaba completamente a salvo. Además, la chica le gustaba. Ya en las citas
previas en el consultorio le había parecido que alguna historia podrían tener.
Ella, Ana D.,
le hacía acordar a su primera novia, y no ofrecía ninguna resistencia a su
asedio sexual evidente.
Martín le sonrió a la enfermera de
turno, le dio las instrucciones y se fue. Su carrera en cirugía plástica
reparadora ya le había hecho ganar dos diplomas de honor, un departamento de
cuatro ambientes en Retiro y tres
mujeres, sin contar a la probable Ana.
Al día siguiente, la vio en la clínica. Estaba sola en su cuarto, con
el brazo vendado y la cara abotagada y descompuesta típica de los que
estuvieron muchas horas bajo el efecto de la anestesia.
El romance empezó una semana después. Enseguida fue evidente la
desigualdad de condiciones en la relación: ella era —siempre— la que pedía, la
que esperaba, la que rogaba. Era, en suma, la menos querida. Él, el cirujano,
asumía el papel dadivoso del que hace el favor de estar con alguien que poco lo
merece. Una vez establecidos los parámetros de ese amor desigual, el noviazgo
se afianzó, lo mismo que sus miserias y sus trabas.
Ana era estudiante de medicina. En
la facultad formaba parte del grupo de “las potras”, unas seis chicas que
estaban siempre juntas, tenían promedios altos y llamaban la atención por sus
físicos exuberantes. La relación con el cirujano plástico apartó a Ana
de sus estudios y de sus amigas. No es que él se lo hubiera pedido: ella misma
se recluía para esperarlo, o para esperar un llamado telefónico que siempre se
postergaba. “No me ahogues, déjame vivir”,
le repetía Martín por lo menos un
par de veces al día.
Ana, desesperada y por consejo de
una amiga, decidió empezar terapia. No le dio resultado. Su psicóloga incurría
en lo que ella consideraba un error fundamental: creer que Martín no la amaba. “Nadie me entiende.
Martín me ama, pero no se anima a nada serio”, le explicó una
vez a una compañera de estudios.
Sin embargo, unos meses más tarde sobrevino la calma. Una rutina más o
menos apacible se estaba instalando entre ellos. Se veían tres veces por
semana, salían a comer, dormían juntos en la casa de él, y a la mañana los dos
se iban a la misma hora, él a su trabajo, ella a la casa de su padre.
Una mañana, Ana dijo que se sentía mal. Tan mal como para
no poder salir. Él, apurado, no advirtió la maniobra: de ahí a instalarse en su
casa, faltaban pocos pasos. De hecho, el episodio dio pie a que ella le pidiese
una copia de las llaves. Martín,
creyendo que a esa altura era un hecho inevitable, se las dio.
Poco a poco, Ana fue tomando posesión del departamento. En
menos de un mes vivía ahí la mitad de la semana, y no tardó mucho más en
mudarse definitivamente.
La nueva situación la puso radiante: Ana, que de por sí era alta,
rubia, de rasgos fuertes pero armónicos, estaba más espectacular que nunca. Era
por eso que Martín no se quejaba. Veía a sus amigos cirujanos tan impresionados
por su novia, que decidió sostener una convivencia que le resultaba tediosa. La
vanidad siempre lo había llevado por mal camino.
Pocas operaciones después de la de Ana, Martín había conocido a
quien enseguida se convirtió en su amante. Nunca había podido hacer pública su
nueva unión porque era evidente que los problemas que acarrearía tal decisión
eran muy superiores a las hipotéticas ventajas. Así que Martín se veía con las dos de manera estable y salpicaba su rutina
con amigas ocasionales.
Pero —era
inevitable— Ana se enteró. Supo de su directa por el
descuido de la secretaria de Martín,
que por teléfono la confundió con la otra. El escándalo fue tremendo. Ana lloró, gritó, amenazó con suicidarse,
con matar a su rival, con desbaratarle la clientela, y terminó aferrada a una
botella de whisky, tomando del pico, en un gesto de la más total y absoluta
autocompasión.
La teatralidad de la
escena fue decisiva para Martín.
Comparó a la mujer que le gritaba, ya casi borracha, con la otra, a quien
recordó con unos shorts de jeans y una musculosa, tirada en un sofá, apacible,
siempre esperándolo.
“Andate ya”, le dijo.
Ana no estaba en condiciones de salir sola a la calle, Martín lo entendió. Pero al día
siguiente, cuando ella, arrepentida, quiso hacer el amor con él, la rechazó.
Con la frialdad de lo que en realidad era, un cirujano, explicó que sí, que
tenía otra, y que prefería a la otra. Ana, una vez más al borde de la histeria, le
recordó que vivían juntos, y que habían planeado ser socios para abrir una
clínica de cirugía estética. “Ni socios ni
novios ni amigos ni nada. No te quiero ver más”, fue la
respuesta. Ella lo miró de arriba abajo y le dijo lo que en ese momento pareció
una frase sacada de una telenovela. “Te vas a arrepentir
de esto. No sabes cómo te vas a arrepentir”. Y se fue, sin
devolverle las llaves. Él no tenía idea de que ella le estaba diciendo la
verdad.
Ana volvió a su casa en estado de enajenación. No podía entender cómo, de
golpe, la vida podía transformarse en algo espantoso. Hizo memoria de los
últimos acontecimientos. Todo era un resumen de la desdicha. Nunca antes había
sentido un rechazo tan directo como el de Martín.
“No me lo merezco”, le dijo a una de las
pocas amigas a las que se animó a confesarle que la habían abandonado.
Ni por un momento Ana
evaluó la posibilidad de tachar de su agenda el nombre del cirujano y dedicarse
a otra cosa. Quería venganza. Lo primero que pensó fue en llamar al íntimo
amigo de Martín para invitarlo a
salir, seducirlo y acaso quedar embarazada de él. Pero no era suficiente. Ya se
había dado cuenta de que Martín no
era un hombre de sufrimiento fácil. Él mismo le había dicho que jamás había
llorado por una mujer, e incluso ilustró su frialdad confesándole que ni
siquiera había llorado cuando su amigo de la infancia se reventó la cabeza en
un accidente de moto.
Estaba claro que no
había que buscar venganza tejiendo tramas con gente que lo rodeaba. Lo que ella
tendría que hacer era planear algo que lo afectase directamente, algo que
pudiera arruinarlo a él y a nadie más que a él.
Durante varias noches Ana
hizo y rehízo el racconto de sus noviazgos y sus novios. A pesar de que en casi
todos creyó ver, en los comienzos, al amor de su vida, la ilusión se iba
disolviendo con el tiempo. Después, uno u otro tomaban la decisión de terminar
el asunto. Porque no es que nunca la hubieran dejado, sino que, en los pocos
casos en que la abandonaron, ese abandono era can cómodo y previsible que no
daba ni para sorprenderse ni para angustiarse. Era el paso lógico de la relación.
Pero con Martín era otra cosa. Ella
había advertido en él, desde el vamos, la intención de maltratarla, de
humillarla. Sabía que si no pasaba a la acción, si se quedaba con la angustia
de la última escena, con la memoria de las palabras de Martín, estaría arruinada para siempre. Ya había visto a otras
mujeres arruinadas por lo mismo.
Esa tarde, la tarde
fatal, Ana compró el ácido sulfúrico en una ferretería.
Una semana antes había
conseguido un revólver y una moto sierra. Fue al departamento de Martín y entró con las llaves que no
había devuelto. Sabía que él llegaría más tarde, al terminar de trabajar. Se
sentó en la cama, prendió el televisor y vio unos dibujos animados de Tom y Jerry.
Pensó en la fecha.
Varios años atrás —no recordaba bien cuántos— su madre se había suicidado. En esa
misma fecha. Nunca tuvo claro por qué se mató, pero sospechaba que tenía un
amante, y que el amante cortó la relación. Estaba casi segura: de un día para
el otro su madre había dejado de arreglarse, de salir, de hablar a escondidas por
teléfono. Conocía a su madre: no estaba hecha para soportar derrotas de esa
naturaleza. Sonrió y tuvo una vaga sensación de venganza con la vida.
Todavía tenía tiempo,
eran las cuatro y media. Pero en cuanto se levantó para buscar un vaso con
jugo, escuchó el ruido de la puerta que se abría. Desesperada, juntó sus cosas
y con ellas se escondió debajo de la cama. Escuchó la voz de Martín y la de una mujer. Por lo que se
decían, se dio cuenta de que ella era una de sus asistentes, y que lo había
acompañado a la casa porque él estaba con fiebre, probablemente a causa de unas anginas que
no se había curado. Solidaria, la asistente le hizo un té, le dio remedios, y
se quedó con él, durante un tiempo interminable. Estaban en el living. Martín, seguramente, estaba en el sofá
de tres cuerpos, tirado. Al fin, la asistente le dijo que se fuera a la cama y
que durmiera. Ella se iría a buscar a sus hijos a sus clases de inglés. Ana
se puso tensa: quería escuchar la despedida, quería saber si con esa mujer
pasaba algo, si había más mujeres en la vida de Martín, además de la que ella había descubierto. No pasó nada que
pudiese dar a entender que eran amantes. Tranquila a medias, Ana
escuchó que se despedían, y el ruido de la puerta. Después escuchó los pasos de
Martín, que iba al dormitorio. La
luz se prendió. Desde su lugar vio las piernas, que se acercaban a la cama. Él se
sacó los zapatos y las medias, buscó un piyama que siempre había debajo de las
almohadas y se acostó. Antes, había apagado la luz principal y había prendido
la que había en la cabecera de su cama. Ana escuchó el ruido de las páginas de un
libro. Supo que él leería hasta estar rendido por el sueño. Cuando ya habían
pasado más de cinco horas, él apagó la luz. En todo ese tiempo Ana
no había hecho un solo ruido, ni se había movido, ni había dejado de estar
atenta a los movimientos de Martín.
En un solo momento se imaginó a sí misma como protagonista de una película de
terror. “Ahora debería darme sueño”,
se dijo. Pero no.
Desde su lugar, Ana
primero no vio nada, y enseguida empezó a distinguir los haces de luz artificial
que se filtraban por las rendijas de la persiana. Miró hacia su techo, el
colchón. Lo tocó con la punta de los dedos, imaginando el cuerpo de Martín del otro lado. Pensó en cuánto
le gustaba, y en lo horrible que sería todo más tarde. Pero ella ya había
tomado la decisión. Unos minutos más tarde, escuchó que la respiración de él se
hacía rítmica y pesada. Esperó un poco más, calculó con cierto orgullo que ya
había resistido seis horas esperando debajo de la cama, y salió, sin hacer
ningún ruido. Lo único que se llevó fue el frasco de ácido, un tarro de vidrio
verde, como de vieja botella de leche. El resto de las cosas quedó donde había
estado ella.
Cuando se paró, notó que
no estaba acalambrada. Pensó que eso era una señal del destino, que aprobaba lo
que estaba por hacer. Miró a Martín,
dormido con la boca abierta. Destapó la botella y roció con el ácido a su ex,
empezando por la cara.
Martín
sintió la quemadura. El dolor era inhumano. Atinó a prender la luz y escuchó a Ana:
“Te lo merecés, hijo de puta! ¡Te lo merecés! ¡Por basura te
lo merecés!”.
Él trató de ver, pero
era imposible. El líquido también le había entrado en los ojos, y en la boca, y
en las manos, y en casi todo el cuerpo. Supo que era ácido: cuando estudiaba,
había encontrado casos así en los libros. Y le había tocado atender uno, en una
de sus prácticas. Sabía, entonces, que el ácido es corrosivo, y que la
corrosión se va incrementando segundo a segundo. A los gritos, llorando,
temblando, le pidió a Ana que llamara a Segundo, un amigo también cirujano. Ella empezó a dudar. No podía
dejar de mirar a Martín, con unas
heridas y llagas indescriptibles, y sintió arcadas. No puedo dejar que llame,
pensó Ana.
Pero entró en crisis y se quedó temblando al costado de la cama.
Como pudo, Martín fue hasta el teléfono y llamó a
su amigo. Milagrosamente atendió él. “Ana me tiró
ácido, me estoy muriendo, flaco, ¿qué hago?”, pudo decir, con
una modulación casi imposible de entender ya que el ácido le estaba actuando
también sobre la lengua. Antes de salir disparado hasta la casa de Martín, Sebastián le dijo que fuera a la ducha y que dejara que le corriese
mucha agua por el cuerpo, incluidos los ojos.
A tientas, gritando, Martín llegó al baño y se metió bajo la
ducha. Ana, con los ojos desorbitados, lo siguió. No atinaba a decir nada, ni a
hacer nada. Solamente lo miraba, y se tapaba la boca con la mano izquierda, como
para no descomponerse, o como para no gritar.
Mientras Martín seguía bajo la ducha, llorando,
tendido en el piso de la bañera, llegó Sebastián.
Fue directo a lo del portero, le explicó todo y le pidió las llaves. Había una
ambulancia esperando abajo. Llegó casi al mismo tiempo que el patrullero
policial.
Martín L. nunca más pudo trabajar como
cirujano plástico ni como nada. Quedó ciego, deforme, perdió buena parte de las
manos, la lengua, el pelo, las orejas y los órganos sexuales.
Los abogados de Martín
afirmaron que era muy clara la tentativa de homicidio, teniendo en cuenta que debajo
de la cama fueron encontrados un revólver y una moto sierra.
Ana fue declarada culpable por
lesiones graves. En su defensa argumentó que llevó apenas un frasquito de ácido
con el que iba a amenazarlo, pero que se lo tiró cuando él se disponía a
atacarla.
Después de seis años, ella recuperó su libertad, retomó su carrera de
medicina y se recibió. Hoy atiende su consultorio. Es Pediatra.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)