Margarita
Herlein
Conseguir hombres nunca fue un problema para Margarita
Herlein. Ya en su adolescencia sabía que sus vecinos varones se
desvivían por hablar con ella, por acercársele, por ser vistos. La invitaban a fiestas y bares, al cine y a
teatros, a asados, a excursiones. Margarita
llevaba con orgullo su éxito sexual, aunque en el fondo siempre despreció las
miradas de deseo de las que era objeto. Le parecía que alguien como ella no
merecía tantas atenciones: al empequeñecerse ante su propia mirada,
empequeñecía automáticamente a sus posibles candidatos.
Había nacido en 1936. Su familia alemana la educó con
principios estrictos y una falta de cariño notoria. “Mi
mamá nunca me abrazó y mi papá tampoco”, le decía a Norita, su única amiga de entonces. No
lo contaba con dolor sino con cierto asombro, como si su caso fuera una rareza
que ella llevaba con estoicismo.
Margarita era rubia, de altura normal y
facciones armoniosas. Lo que más le gustaba de sí misma era una combinación: la
dureza de su mandíbula cuadrada con sus ojos celestes. Celestes, grandes y pacíficos.
De hecho, sus ojos se habían transformado en parte de una broma antipática que
su madre solía repetirle cada vez que ella cometía alguna indisciplina. “La verdad, sos insoportable. En la vida lo que te va a
salvar son esos ojos y nada más”
En 1953, a los 17 años, Margarita se casó con Juan Gebel, diez años mayor que ella. Sus padres le insistieron
para que aceptara a ese hombre. “Es alemán, como
nosotros, se van a entender”, decía siempre la madre. Margarita
había tenido varios novios, pero nunca se había animado a ir a la cama con
ellos: Coronel Suárez era un lugar
chico y tenía pánico de que su familia se enterara. De modo que aceptar a Gebel fue un episodio que tuvo más que
ver con la curiosidad que con el amor.
La novedad de una vida sin padres y con un hombre le gustó
los dos primeros años. Pero luego salió a la luz su espíritu curioso y
errático. Tenía 19 años y se preguntaba si era justo con ella misma llegar a
vieja conociendo a un único hombre. También se preguntaba si su marido no sería
una tremenda equivocación auspiciada por una madre rencorosa y desamorada como
era la suya.
Con las dudas, empezaron lo que ella misma llamaba, “las
pruebas”. Consistían en peinarse con muchísimo cuidado, elegir una ropa
que la favoreciera, y salir a la calle para testear si seguía gustando a los
hombres. Nunca se sentía segura de los resultados. La miraban, sí, y ella se
daba cuenta, pero le parecía que las cosas habían cambiado, que nada era como
antes de su casamiento. Se preguntaba por qué. ¿Acaso el
solo hecho de casarse podía hacerle perder todo su atractivo? ¿O era que los hombres únicamente miraban a las adolescentes?
Había engordado cuatro kilos, ¿sería eso?
Cada día cambiaba la naturaleza de las respuestas ante su propio interrogante.
Mientras tanto tuvo un hijo, Juan Carlos. Había quedado embarazada a los pocos meses de casada.
En 1958, cuatro años después, tendría a su segunda hija, Lidia Noemí.
El nacimiento de Lidia
fue el detonante de una crisis que Margarita no supo cómo superar. Veía toda la
escena familiar de su propia vida como si se tratara de una película de mal
gusto, una película estúpida acerca de una mujer que tiró todo por la borda a
cambio de un marido vulgar, dos hijos insignificantes y una casa fea. No podía
haberse hecho algo así a ella misma.
Juan Gebel era
una persona sencilla. Empezó vendiendo carne, más tarde comerció también con
autos e instaló un bar. Sus ocupaciones lo mantenían permanentemente alejado de
su casa, lo cual le permitió a Margarita tomarse ciertas licencias.
En la farmacia que había a dos cuadras de su hogar conoció a
un tal García, que atendía en la
caja y que, sin ser farmacéutico, mataba sus horas de ocio estudiando los
efectos de ciertos venenos. A Margarita le gustó el físico del empleado: lo
miraba con sus pantalones oscuros y su chaqueta celeste y se lo imaginaba
desnudo. Él, al mantenía las mismas intenciones que ella. Tardaron poco en
convertirse en amantes. Y cuando ella logró tener en su cama al segundo hombre
que apareció en su vida, sus sospechas se confirmaron: su marido no valía la
pena, y era inútil llegar a vieja con ese lastre. Sin embargo, la separación no
estaba en sus planes. Juan tendría que desaparecer. Literalmente.
Al principio pareció que el destino iba a ayudarla. A Gebel, en 1962 un terrible accidente
con su Ford T casi lo sacó del medio. Ella, que había ido a un colegio
católico, reflotó su costado religioso para pedir, para suplicar, que su marido
no se repusiera. Sus plegarias no fueron escuchadas. Con dificultad, Gebel mejoró. Ella vivió todo el
proceso de su recuperación como una pesadilla. Muchas veces le parecía que Dios
la iba a castigar por hacerle semejante pedido, o por esperar la muerte de su
esposo. Se imaginaba el castigo como muchos años más de su vida en soledad,
ignorada por los hombres, dedicada a la crianza de sus hijos, limpiando día a
día la basura de su casa. Una noche en la que su amiga Norita había ido a hacerle compañía tomó un par de copas de vino y
se animó a confiarle, en parte, sus fantasías de viudez. Su amiga le dijo que
hablara más bajo, que su marido convaleciente podía estar escuchándolas. Pero después
la consoló, le dijo que todas las mujeres del mundo, en algún momento, habían
deseado la muerte de su marido. No había cosa más normal.
Una tarde, ya varios meses después del choque, Gebel invitó a su mujer a ir al cine. A
la vuelta, Margarita
estaba de pésimo humor. Había visto a su amante —el de la farmacia—
abrazado con una mujer dos filas más adelante. Ella no tenía ninguna intención
de proyectar un futuro con el tal García,
pero había una idea que no la abandonaba: “Si yo no
estuviera casada, él estaría ahora conmigo no con esa otra”.
Con el ánimo ensombrecido, miró a su marido: estaba haciendo
cuentas con una cantidad de papeles en su escritorio. Lo vio peor que nunca,
más viejo, más débil, más pelado, más empequeñecido.
Se dio cuenta de que ese era el momento para poner en
práctica lo que venía pensando desde hacía meses: envenenarlo. Se le acercó y
le preguntó: “Tenés hambre? ¿Querés que te cocine unas empanadas?”. Gebel aceptó. Pocas horas después,
empezaron los vómitos. Al día siguiente el cuadro empeoró. Los medicamentos que
se le recetaron no hacían efecto. Tuvo complicaciones renales. El jueves
siguiente fue internado en Coronel
Suárez pero, ante la gravedad del caso, lo trasladaron de inmediato a Buenos Aires. Dos días después, Juan Gebel murió. Los médicos creyeron
que se trató de un caso excepcional de “cáncer fulminante”.
Ya viuda, Margarita Herlein empezó a sentirse mejor. Una
de sus primeras decisiones fue abandonar Coronel
Suárez. Llevó a sus dos hijos a Olavarría,
donde decidió afincarse. Alquiló una casa en el barrio Los Eucapliptos. El dueño, Abel Vitale, era carpintero, algo pobre, separado y con dos hijas.
Se hicieron amígos. Poco después, amantes. Enseguida, Vitale se instaló en su propia casa -la que le alquilaba a Margarita y sus hijos— y, al final, se
casaron. En 1970 tuvieron una hija, Esther
Viviana. Una vez más, el nacimiento de la hija desencadenó en Margarita
un proceso de angustia e insatisfacción. Volvió a ver su vida como una pésima
película, una película a la que se iban agregando sin pausa elementos
patéticos.
Cuando nació la hija, Vitale
decidió instalar una despensa para que su mujer tuviera algo que hacer: la veía
aburrida y desinteresada por todo. El negocio fue útil para la economía
familiar porque pocos días después de haberlo inaugurado, él tuvo que dejar su
trabajo de carpintero: tenía náuseas permanentes, espantosos dolores de cabeza,
calambres y se le caía el pelo. Los médicos especularon: la enfermedad parecía
provocada por un cáncer de médula. El 21 de octubre de 1971 Vitale murió.
A comienzos de 1972, Margarita se encontró, en Olavarría, con un antiguo vecino de Coronel Suárez Alberto Seitz, quien había tocado en la
orquesta Juvencia. De ahí se
conocían. Pero cuando el grupo se disolvió, Seitz decidió mudarse.
Él tenía más de cincuenta años, era casado, tenía hijos y
fabricaba guitarras y violines. Pero la fidelidad no era su punto fuerte.
Cuando vio a Margarita recordó la
cantidad de veces que le había insistido para salir. Habían pasado más de
veinte años, pero a los 36 ella seguía siendo una mujer atractiva. Incluso más
atractiva que antes.
Margarita se había acercado a Seitz porque lo recordaba de cuando
tocaba enjuvencia: siempre había
querido tener una historia con un músico. Y además tenía la idea obsesiva de
conseguir hombres. Lo que quería, en realidad, era probarlos. Había algunos a
los que descartaba de plano, pero otros le generaban dudas. Tantas dudas, que
la única forma de estar segura de si valían la pena, era así, probándolos. Y a Margarita
las pruebas siempre le resultaban decepcionantes. Con Seitz, en un par de meses supo que no le pasaba nada más. Pero ella
ya se había acostumbrado a terminar sus relaciones de manera definitiva. Una
simple separación no le bastaba. No era suficiente. El “cáncer fulminante» le
llegó a Seitz el 27 de agosto de
1973.
¿Cómo es posible que con esos antecedentes los
hombres aún se le acercaran a Herlein? Incluso por una cuestión
supersticiosa, deberían, por lo menos, haberse asustado de una mujer tres veces
viuda. Pero la gente suele tener una confianza ilimitada en su propia suerte.
De modo que cuando Ricardo Máximo Janush,
camionero, 37 años, conoció a Margarita
y supo de sus tres maridos muertos, no se impresionó en lo más mínimo, ni
siquiera ante los comentarios del pueblo. No es que hubiera sospechas concretas
de que ella los hubiera asesinado, pero todas las bromas desembocaban ahí, en
el crimen perfecto.
El 19 de abril de l976 Janush
y Herlein
se casaron y él se hizo cargo de los tres hijos de ella. Al mayor le instaló
una carpintería. Tomó un seguro de vida y los hizo beneficiarios a los cuatro.
Pocos meses después de la boda, Margarita se cansó de su esposo.
Todavía se sentía joven como para abandonar la búsqueda del hombre destinado
para ella. Tendría que matarlo para seguir su propio camino. A la vez, tenía
miedo de que la gente empezara a sospechar.
Así que pensó envenenarlo también —no se le ocurría otra forma de matar—
pero sirviéndole el veneno antes de que se fuera a la ruta con el camión. Según
sus cálculos, el veneno lo embotaría y él chocaría de mala manera. No tuvo
suerte. A Janush le aparecieron los
síntomas, tan conocidos para ella: cólicos, mareos, dolor de cabeza, calambres,
debilidad extrema. Pero no se estrelló en la ruta sino que, llegando a Buenos Aires para transportar unas
mercaderías, se sintió tan mal que fue al hospital
Rawson, donde fue internado. De allí lo trasladaron al hospital Ferrer. Murió el 11 de diciembre de 1977.
La muerte de Janush produjo
sospechas entre sus compañeros de trabajo. En el certificado de defunción
constaba que había muerto de bronconeumonía, pero ya en el
velorio empezaron a tejerse distintas teorías. En un diario de Olavarría, El Popular, se hilvanó la
historia de Margarita
Herlein y las sucesivas muertes de sus hombres, todos con una
sintomatología similar. Un sobrino de Janush
acusó ante la policía a Margarita y a su hijo. Una vez detenida, y
ante el temor de que incriminaran a su hijo, ella confesó haber envenenado con
raticida a su último esposo.
Mientras cumplía la prisión preventiva, le explicaron que se
exhumarían los cadáveres de sus ex maridos. Fue la primera vez que se la vio
perdida, abrumada.
Se encontró veneno en los cuerpos de Gebel, Vitale, Seitz y Janush.
Ella sólo reconoció haber envenado a Janush.
En un momento de cansancio dio algún detalle: “Yo
esperaba que se matara en la ruta, con el camión. Me falló. Qué se le va a
hacer. Pero ahora ya no espero nada. Todo me da igual”.
Fue a parar a la cárcel de mujeres de Azul. A una de sus compañeras le dijo que, en el fondo, estar presa
no era tan malo. “Por lo menos, no tenés que pensar en si le
gustás a los hombres o no. Por lo menos eso”.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)