Nélida B. " Tóxica "
Dos días después de haber cumplido once años, Nélida B.
tomó un colectivo con rumbo a Buenos
Aires. Estaba sola y llevaba una valija casi vacía y una bolsa de nylon con
la comida para el viaje. Hasta ese momento jamás había salido de Mar del Plata, ni había dormido fuera
de su casa, ni había pasado ningún día lejos de Clara, su madre.
Pero su padre había muerto hacía un mes sin dejar un peso
ahorrado. Su madre, obligada a salir a trabajar, pensó que no tenía forma de
seguir viviendo con Nélida: la casa estaba en un barrio peligroso,
y no quería dejarla todo el día encerrada, sin compañía y sin nada para hacer.
La mandó entonces a vivir con Ofelia,
la hija mayor, de veintiséis años, una mujer severa y amargada que estaba casada
con un militar.
Nélida se sentó en uno de los primeros
asientos y no dejó de mirar por la ventanilla durante las seis horas de viaje.
Tenía grabada la imagen de Clara,
despidiéndola con los ojos mojados, mientras le explicaba que le había
preparado una vianda con sándwiches de salame y Una manzana. Ella no tocó ni
una cosa ni la otra por temor a no encontrar a su hermana y tener que
sobrevivir en la calle sin ayuda de nadie.
Por supuesto, eso no sucedió. Cuando el colectivo llegó a
Buenos Aires, Ofelia ya la estaba
esperando. Con actitud incómoda y distante, la ayudó a cargar su bolso y
salieron de la terminal.
Ofelia vivía con Marcos, su esposo militar, en un departamento
de tres ambientes diminutos en Almagro.
Instaló a la hermana en un cuarto destinado a guardar las cosas viejas y se
desentendió de ella.
Su madre le hacía visitas periódicas cada dos meses, sin
excepción, y se quedaba con sus hijas durante tres o cuatro días. Cuando
estaban solas, Nélida
se lamentaba y se compadecía de su suerte. Las quejas siempre eran las mismas:
que su hermana la trataba como a una extraña, que le ofrecía una comida
diferente y peor que la que comían ellos, y que su cuñado ni siquiera la
saludaba. "Ellos comen pollo y a mí me dan polenta y
fideos porque dicen que estoy flaca. Además, el marido de Ofelia le dice que yo
doy muchos gastos". Las quejas de Nélida terminaban con un pedido
desesperado para que la llevara de vuelta a vivir a Mar del Plata.
Clara era
inflexible: estaba convencida de que, aun con la discriminación alimentaria, la
hija iba a estar mejor en Buenos Aires.
"Allá ni siquiera tenés una escuela cerca.
La casa está lejos de todo". La madre, además, había crecido
con la idea de que el sufrimiento era algo fundamental en la instrucción de los
chicos. Sus propios padres se lo repetían hasta el cansancio y ella avalaba la
teoría. "Sufrir te hace fuerte",
solía explicarle a Nélida en cada visita, como para calmarla.
Cuando estaba terminando el colegio secundario, a los
diecisiete años, Nélida conoció a Walter, un vecino del barrio cuyo padre era amigo
de su cuñado. Nélida
estaba harta de vivir de prestado y pensó que un casamiento apurado podía ser
la solución. Walter
le llevaba dos años y trabajaba en la pequeña empresa de construcción de su
padre.
Nélida, no del todo convencida de su propia
idea, consultó la posibilidad con su madre. Clara no tuvo la mínima duda. "Casate
ya", fue el consejo. "Después
verás cómo hacés para llevarte bien con tu marido".
Walter y Nélida comenzaron un noviazgo anodino que un
año más tarde desembocó en boda. Fueron a vivir a Ezeiza, a una casa que les prestó la familia de Walter.
La relación resultó lamentable. Eran dos desconocidos
obligados a estar juntos y ser fieles el uno con el otro, cuando en realidad
tenían ganas de salir a conocer la vida y a estrenar la independencia recién
adquirida. Es verdad que al principio se gustaban pero, básicamente, se habían
unido por motivos ajenos al amor conyugal: ella porque quería tener su casa
propia y zafar así de una vida de prestado con su hermana y su cuñado, y él
porque creía que, estando casado, deberían darle un puesto de mayor responsabilidad
—y
respeto— en la empresita de su padre. Lograron los objetivos pero
nunca, en ningún momento, dejaron de tener presente que el costo de ese
matrimonio les estaba resultando muy alto.
Nélida había empezado a trabajar en una tienda
como supervisora de empleadas, y pasaba el día fuera de su casa. Walter
también salía a la mañana temprano y no volvía hasta muy tarde. Cuando llegaba,
su esposa estaba esperándolo con la comida lista. Cenaban en silencio, rápido,
esperando el momento de ir a dormir. Mientras comían, Nélida miraba a su esposo con
resentimiento: había empezado a recibir un buen sueldo y sentía que la decisión
de casarse había sido un absurdo irreparable. Sin la existencia de Walter y
con su nuevo sueldo, ella podría vivir y mantenerse sola sin mayores problemas.
Cuando veía a su madre le recriminaba que no la hubiera
puesto sobre aviso. En la lógica de la hija, su madre, al ser más experimentada
por una cuestión cronológica, debería haberle advertido que algo así podía
pasar. "¿No pensaste que yo era muy joven para
casarme? ¿No se te ocurrió
decirme que esperara un tiempo?" Los reproches caían en
saco roto: para Clara, la actitud de
revisar el pasado no tenía ningún sentido práctico. El casamiento ya estaba
consumado, la libreta firmada y la cama compartida. Ahora había que mirar para
adelante y buscar una solución que incluyera el error ya cometido. "Fijate qué podés hacer, estando casada...",
le sugería, enigmática.
En la tienda donde trabajaba Nélida habían contratado a Miguel, un gerente de ventas joven,
simpático, soltero y atractivo. Cuando lo vio por primera vez, Nélida
supo que era el hombre destinado para ella. Se maldijo mil veces por estar
casada y haber arruinado de forma tan estúpida y precoz su vida entera. Estaba
segura de que, de ser soltera, él la elegiría como esposa. "Ahora ya es tarde", se le quejaba a Clara. "Él se
va a casar con otra y yo me voy a quedar en casa aburriéndome y peleando con
Walter".
En el trabajo, Nélida y Miguel
pasaban mucho tiempo juntos. En parte porque tenían que reunirse por cuestiones
de la empresa y en parte porque les gustaba la compañía del otro.
Cada mañana Nélida pasaba una hora entera vistiéndose y
arreglándose para su compañero, y cada noche pasaba otra hora llorando frente
al espejo, antes de irse a dormir. Se veía linda, y le parecía una injusticia
tener que estar casada con su marido. Su lugar, era obvio, estaba en otro lado.
Mientras se metía en la cama con Walter, se imaginaba caminando con Miguel en una playa, o entrando con él
de la mano al trabajo, o planeando hijos y mudanzas.
Walter, por su parte, advertía que su mujer no era
la misma. Sentía también, de manera muy Clara,
su rechazo. Y como el rechazo genera rechazo, él respondía al maltrato
cotidiano de manera hostil y violenta.
Nélida se reponía de la tirantez matrimonial
tomando cafés con Miguel y llorando
en su hombro. Miguel la acompañaba
todo lo que podía, pero no se animaba a acercarse demasiado. "No sé si no le gusto o si es tímido",
le decía ella a su madre, a quien le contaba cada detalle de su vida.
Clara seguía
manteniendo la regularidad de sus visitas bimestrales, y aconsejaba a su hija
con espíritu salvaje. Pretendía que Nélida hiciera todo lo que ella no había podido
hacer, y sentía un placer enfermizo al conocer los deslices sentimentales de su
hija quien, sin embargo, no había hecho más que cultivar un amor platónico con
su compañero. Poco tiempo después, el amor platónico llegó a su fin. Nélida
y Miguel decidieron cambiar el lugar
de cita para la hora del almuerzo: pasaron de la ensalada en el bar de la
esquina a los sándwiches de miga en un albergue transitorio.
Nélida vivía su romance como lo que era: su
primer amor romántico. Pese a la oposición tenaz de su madre, intentó romper su
matrimonio y formalizar con Miguel,
quien a esa altura estaba de acuerdo con blanquear la relación. Clara se puso furiosa. "Vas a arruinarte la vida. Te vas a quedar sin el pan y
sin la torta". El razonamiento de la madre era rebuscado: Miguel podía aceptarla pero nunca iba a
olvidar que ella había abandonado a su marido. "Se va
a asustar. No se va a casar con vos porque va a pensar que si dejaste al otro,
también lo podés dejar a él". Le aconsejaba, entonces, que
lo mantuviera como amante para poder sobrellevar mejor su matrimonio.
Pese a los argumentos maternos y a sus propios miedos, un
domingo Nélida
se animó a encarar a Walter. Le dijo, temblando por los nervios, que a
los veinte años esperaba llevar una vida mejor, y que ese matrimonio no tenía
ningún futuro feliz. Walter se dio cuenta al instante de que había otro
hombre en el tablero, y le sacó de mentira a verdad. "Estás
con otro. Ya me contaron", mintió. Nélida cayó en la trampa del
marido y se puso a llorar como una loca. Confesó todo. Nadie sabe cómo la convenció
Walter, pero ese día Nélida
dejó de lado los planes de separación.
Poco después, renunciaba a su trabajo y anunciaba que ella y
su esposo esperaban el primer hijo.
Walter había decidido continuar con su matrimonio,
pero de ninguna manera perdonar. Cada vez que podía le recordaba a la mujer su
infidelidad, la humillaba, la trataba de puta y no le dejaba dinero ni para
viajar en colectivo. "Si te doy, te
vas a ir a coger por ahí", le decía.
Poco después del nacimiento de Facundo, ella quedó
embarazada otra vez. En ese tiempo, Nélida se había transformado en una mujer
triste y resentida. Las tareas del hogar, el sexo con el marido y hasta el
cuidado de los hijos se habían convertido para ella en una carga siniestra que
tenía que cumplir a cambio de nada. O, mejor dicho, a cambio de su propia
manutención. "Mi vida es como un trabajo de sol a sol",
le decía a la madre. Y así como antes había vivido de prestado en la casa de su
hermana, en ese momento vivía de prestado con su marido y sus hijos. Nada de lo
que tenía la hacía feliz. "Siento que tengo
que estar con él y los chicos, y hacer las cosas de la casa, nada más que para
que me den techo y comida. Soy una esclava".
Varias veces Nélida había intentado volver a trabajar, pero
su marido se negaba. "Si querés
trabajar para levantarte a otro tipo, olvídate. De acá no salís".
Una tarde, se encontró con una amiga del secundario en el
mercado. Fueron juntas a tomar algo y ahí se quedaron un par de horas. A la
vuelta, la esperaba Walter, desencajado. Le hizo un escándalo delante
de los hijos, recriminándole una vez más la anterior infidelidad. Esa noche,
cuando fue al cuarto de los chicos a dejarles ropa recién planchada, Facundo, el mayor, le preguntó si era
cierto que ella había querido abandonarlos para irse con otro hombre. Nélida,
odiando al marido con todo su corazón, le dijo la verdad: que esa historia
había pasado antes de que ellos hubieran nacido. Después fue a dormir, dándose
cuenta de que jamás iba a poder perdonar a Walter por ponerla en evidencia frente a los
hijos.
Nélida había leído hacía muchos años que una
mujer, en Córdoba, había matado a su
marido con veneno para ratas. La diferencia con otros casos similares había
sido que, esta vez, la mujer había tardado mucho tiempo en concretar el crimen:
para evitar ser descubierta por la Policía, le daba el veneno en dosis mínimas.
Cada dos o tres días ponía un poco en la comida, para que la muerte fuera
gradual: el marido no iba a morir de golpe, despertando las sospechas de todo
el mundo, sino que moriría de a poco, como si estuviera sufriendo una
enfermedad mortal. Al final la habían descubierto porque le había contado todo
a una amiga quien, a su vez, la denunció. Ella, por supuesto, sería incapaz de
cometer un error tan absurdo.
Nélida volvió a repasar mentalmente el asunto
y resolvió que haría lo mismo que la cordobesa. Su marido merecía morir, y ella
merecía rehacer su vida y no terminar podrida en una cárcel.
Al día siguiente fue a comprar veneno para ratas.
La primera dosis de veneno que colocó en la comida de su
marido fue insignificante. En el envase había varios carteles indicando la
peligrosidad del producto, cuyo componente básico era el talio. Asustada, no
tocó el contenido de la caja sino que sacó un poco con un escarba dientes que
después tiró a la basura.
Sirvió en el plato habitual varios cucharones rebosantes de
sopa de fideos y le agregó esa pizca del polvo azul para matar ratas que había
quedado en la punta del escarbadientes. Después, se dedicó a observar.
Lo primero que pasó, a los pocos minutos de haber tomado la
sopa con talio, fue que su marido se quejó de tener frío. Nélida lo miró, con curiosidad.
Era verdad que hacía algo de frío, pero su marido jamás se quejaba por eso.
Enseguida agregó que tenía sueño y que iría a dormir. Ella se asustó: ¿y si iba a dormir y terminaba muerto? Iría
presa de inmediato.
Nada de eso sucedió. Nélida se quedó despierta mirando dormir a su
marido, controlando su respiración, vigilando sus movimientos. Al día
siguiente, Walter
se despertó a la hora de siempre, tomó su desayuno con la voracidad habitual y
se fue.
Evidentemente, la dosis administrada era insuficiente. Pero
si era así como había leído, si el talio era un veneno que se iba acumulando en
el cuerpo, entonces su primer intento no había estado tan mal. Podría poner dos
pizcas en vez de una y ver cómo reaccionaba su esposo. Era cuestión de
experimentar.
Tres días después, Nélida duplicaba la ínfima dosis y la agregaba
a un plato de guiso de pollo. Tampoco pasó nada, pero no se inquietó. Tenía que
armarse de paciencia porque el plan llevaba su tiempo.
Para cuando puso el talio por tercera vez, Nélida
estaba tranquila, alerta y optimista. Dosificaba el veneno con espíritu
científico y estaba dispuesta a esperar todo el tiempo que fuera necesario.
Mientras tanto había aparecido otro hombre en su vida. Era
el socio de su suegro, es decir, un compañero de trabajo de Walter.
Lo había conocido cuando pasaba a ver a su marido por la empresa constructora.
Resulta que cuando ella llegaba, Walter, por lo general, no estaba disponible. Casi
siempre tenía una reunión con proveedores, o con clientes, o con pintores, o
con algún arquitecto. Ella siempre tenía que esperar, a veces durante horas, y
es ahí cuando aparecía Luis. Le servía café, le preguntaba por su vida y le
contaba historias grandiosas sobre sus excursiones de caza. Hábil con las
mujeres, Luis se dio cuenta muy
pronto de que la esposa de Walter tenía interés en él. Una tarde la citó en
una oficina ubicada a pocas cuadras de ahí. Para Nélida era la situación ideal.
La oficina estaba cerca de su propia casa, y ella podría reunirse con él
mientras los hijos estaban en el colegio y el marido en el trabajo. Se hicieron
amantes.
Nélida y Luis
se veían los martes y los jueves, entre las tres y las cinco de la tarde. Una
vez más, el vínculo no tenía nada que ver con el amor. Nélida buscaba revancha para su
matrimonio desdichado, y una salida para su aburrimiento insoportable. Luis estaba encantado de llevar a su
cama a la mujer de uno de los socios, un socio especialmente intratable y
soberbio. Y además, Nélida le gustaba. Tenían en común una mirada
cínica de la vida y la costumbre innoble de burlarse de la gente a sus
espaldas.
Las escapadas periódicas con Luis no le impidieron a Nélida continuar con su plan envenenador. Por
el contrario. Estaba más entusiasmada y contenta, por lo cual agregaba el
veneno con más optimismo e interés. Ahora sí existía una razón válida para
deshacerse de su marido, una razón capaz de justificarlo todo.
Clara, la madre,
estaba al tanto de los encuentros de su hija con Luis. Fascinada, escuchaba los relatos de Nélida y hacía sus aportes a la
novela romántica: le daba consejos sobre técnicas de seducción y estrategias
para evitar el deterioro de la pasión. "Hacete
valer, que te espere, que se muera de ganas, que se caliente y te busque él a
vos y no vos a él". La hija estaba asombrada por la
sabiduría de su madre en esas cuestiones y por eso, poco a poco, la fue tomando
como una especie de gurú romántica.
Sin embargo, Clara
seguía inflexible en su idea de la separación con Walter. Su opinión en ese aspecto
no había cambiado: para ella, el alejamiento de Walter equivaldría a tirar por la
borda la relación con Luis. "A los hombres les gustan las mujeres de los otros. Cuando
las tienen para ellos solos, dejan de interesarles".
Cuando Nélida escuchaba esos argumentos, se preguntaba
si estaría haciendo bien en envenenar al marido. Pero estaba tan harta de él y
tan ansiosa por estar con Luis, que
seguía adelante con el veneno. Cada tres días
-tal como había leído en ese diario viejo— ella aderezaba la comida
de Walter
con un par de pizcas de talio. A los tres meses, ya se podían advertir los
efectos tóxicos: Walter tenía calambres y hormigueos en las piernas y en la
región lumbar, alteraciones en la vista, una sed permanente que lo desesperaba,
taquicardia y escalofríos.
A medida que Walter iba sintiéndose más y más enfermo, la
relación con Nélida
empeoraba. El malestar físico había convertido a Walter en una persona absolutamente
insoportable. Maltrataba a los dos hijos, insultaba a la mujer y peleaba con
los vecinos y con los empleados.
Una tarde, poco después de volver de su cita con Luis, la vecina de enfrente golpeó la
puerta de la casa. Cuando Nélida la recibió, la vecina, indignada, le
dijo que venía de denunciar a Walter en la policía. Nélida creyó que se trataba de
uno más de los habituales encontronazos que protagonizaba su marido con todo el
mundo. Un poco avergonzada le preguntó por qué había hecho la denuncia. "Por envenenamiento", fue la respuesta.
Ella se quedó muda, aterrada, hasta que la vecina se explayó. "Me mató al gato. El pobre apareció muerto en el jardín de
adelante de casa. ¡Diez años llevaba con nosotros! Diez años hasta que vino su
marido y lo mató. El veterinario me dijo que está seguro de que le dieron
veneno". Nélida entendió todo. Walter llevaba varios meses peleando
con esa vecina porque su gato —el gato que ahora estaba muerto— le
rompía las bolsas de la basura. "Me había
amenazado a mí y ahora mató al animal. Y vine a avisarle nomás, porque la
denuncia ya la hice".
Cuando se fue la vecina, Nélida corrió a la cocina, donde
estaban los elementos de limpieza. Ahí, en el fondo de un armario, ella
guardaba el frasco con el veneno para ratas. Buscó y lo encontró tal como lo
había dejado. El alivio fue parcial: de todas formas sintió que estaba frente a
una señal nada alentadora.
Apenas llegó Walter, Nélida le contó el episodio de la vecina. El
escuchó y armó una de sus habituales escenas de descontrol. A los gritos
insultó a su vecina y a toda su familia y admitió la muerte del gato con un
odio desmedido. "¡Gato de mierda!
Le di vidrio molido en un trozo de carne, ¿y qué? Todos me tienen podrido".
Nélida, que tenía un cariño natural por los
gatos, se indignó. Olvidándose de los malos presagios que la habían inquietado
un rato antes, decidió seguir con el plan exterminador. Esa noche, a pesar de
que el día anterior ya le había puesto veneno en el café con leche, sacó el
frasco de talio y redobló la dosis. El efecto fue devastador. Media hora
después, Walter
estaba vomitando, se retorcía de dolor y no podía caminar: tenía las piernas
totalmente paralizadas. Los músculos de la cara se le habían puesto rígidos.
"Papá parece una momia",
se asustó Marcelo, el hijo menor,
que ya tenía quince años.
Nélida llamó a la madre a Mar del Plata, diciéndole que su marido estaba muy enfermo y que no
sabía qué hacer. La madre, sin sospechar nada, le recomendó que llamara a un
médico y, si era posible, a la madre de Walter. Ella llegaría al día siguiente.
El médico estaba desconcertado. Supuso que Walter
estaba intoxicado y que, en su desesperación, había desencadenado un problema
cardíaco. Le dio una inyección para controlar los vómitos y otra para
normalizar las pulsaciones, y le indicó una serie de análisis. Antes de irse
recomendó que si el cuadro clínico no mejoraba, iba a ser necesaria una
internación.
Erna, la madre de
Walter,
no se alarmó demasiado. Era una mujer habituada a las malas noticias y los
golpes de la vida. Les pidió al hijo que se calmara y a la nuera que tuviera
paciencia. Con resignación, dejó un sobre con dinero en la mesa de luz, para
eventuales gastos médicos, y volvió a su casa.
Al día siguiente llegó Clara.
Estaba feliz de poder intervenir una vez más en la vida familiar de su hija.
Puso orden en la casa y observó con detenimiento a Walter que, acostado boca arriba,
semiparalizado, dormía. Enseguida advirtió que pasaba algo raro: no es que
tuviera conocimientos extraordinarios de medicina sino que había pescado una
mirada culpable y asustada en su propia hija. La llevó a la cocina y la sometió
a un largo interrogatorio. Lo que Clara
sospechaba era que su yerno estaba gravemente enfermo y su esposa no le estaba
dando los remedios. Las preguntas iban todas en esa dirección pero Nélida
resistió. Confiaba en su madre pero le daba vergüenza admitir el crimen en
cuentagotas.
Walter tardó diez días en restablecerse. Durante
todo ese tiempo Nélida
dejó de darle veneno. Como su marido no podía ir a trabajar ni salir a ninguna
parte, sus citas con Luis se habían
interrumpido. Estaba, entonces, más ansiosa e insegura que nunca. Creía que,
durante su ausencia, Luis podría
conocer a otra mujer. En ese caso, probablemente no querría verla nunca más.
Para marcar el terreno y demostrar su interés y su amor, decidió mandarle una
carta.
Escribió un texto lleno de citas eróticas ordinarias y de
alusiones burlonas a la extraña enfermedad del marido, prometiéndole que en
cuanto pudiera salir, iría a verlo. Una vez que terminó de escribir se encontró
con un problema: si mandaba la carta por correo, la secretaria podría abrirla.
Entonces usó como mandadero a su hijo mayor y le explicó que tenía que
entregársela a Luis en persona.
Cuando Walter se repuso, recrudecieron las peleas. Estaba
violento y tenía evidentes desórdenes mentales. Se olvidaba de las cosas y
volcaba su furia y su impotencia en Nélida. Un día, mientras comían la pasta del
domingo preparada por Clara, Walter
empezó a hostigar a su esposa recordándole su antigua infidelidad. Nélida,
harta, se levantó de la mesa pero Walter quiso obligarla a quedarse sentada. Nélida
terminó con un diente roto y una costilla Asurada.
Mientras se enjuagaba la sangre de la boca decidió que ese
mismo día volvería a colocar el veneno en la comida del marido despreciable.
Nélida siguió con la rutina del talio cada
tres días. El veneno era interrumpido cada vez que su marido sufría algún
ataque complicado. Después del cuarto ataque, decidieron internarlo. Los
médicos, sin embargo, no acertaban con el diagnóstico aunque sí con el
tratamiento. Cada vez que lo internaban, Walter empezaba a mejorar visiblemente su estado
general. No es que los medicamentos fueran milagrosos. Lo que pasaba era que,
estando internado, el veneno se interrumpía.
La enfermedad de Walter había empezado a preocupar y a movilizar a toda
su familia. Sus padres y sus cuatro hermanos hicieron consultas a médicos de
diferentes especialidades. Varias veces decidieron internarlo para obtener un
diagnóstico. En esos casos consultaban a Nélida, quien siempre estaba de acuerdo con su
familia política. Entonces, como las internaciones eran programadas, ella
dejaba de usar el veneno varios días antes para evitar que el cuadro de
intoxicación fuese evidente.
Los médicos, en su mayoría, coincidían en diagnosticar una
rara enfermedad neurológica. Y a medida que iban ampliando la red de consultas,
todos los nuevos especialistas recibían una extensa historia clínica equivocada
que servía para seguir confundiendo las cosas. La cuestión del veneno ni se les
cruzaba por la mente.
En agosto de 1972, cuando Walter cumplió cuarenta años, ella
organizó una fiesta familiar. Hacía casi tres años que le ponía veneno para
ratas en la comida. El deterioro en su salud había sido tan lento y sostenido
que todos se habían acostumbrado a su nueva condición. Walter ya no era el hombre enérgico
y robusto que los demás habían conocido. Ahora era un pelado débil y malhumorado,
con ojos desorbitados y boca rígida, que caminaba con dificultad, veía mal,
tenía graves problemas motrices y claros síntomas de locura. De hecho, hasta
pocos meses atrás seguía matando gatos y sembrando la indignación de los
vecinos.
En la fiesta, los hermanos de Walter plantearon la necesidad de
llevarlo a vivir a la casa de la madre: creían que, separándolo de Nélida,
él tal vez podría estar más tranquilo. Veían con preocupación que la esposa era
la depositaria de la violencia incomprensible de Walter. "Te ve
y se altera. Y con los chicos también", explicó el padre,
para afirmar la idea de llevarlo a su casa.
Walter escuchaba sin opinar, mientras Nélida
lo ayudaba a sostener la cuchara con la que comía su torta de cumpleaños: hacía
tiempo que no podía comer solo, ni vestirse ni bañarse sin ayuda.
Nélida se negó todo lo que pudo a aceptar la
oferta familiar. Dijo que ella era la esposa y, como tal, tenía que cuidarlo y
acompañarlo. Los hermanos terciaron: "Podés venir a
casa todo lo que quieras, pero es mejor que esté una temporadita con nosotros".
Nélida
no podía creer lo que estaba pasando. Veía que su esposo estaba cerca de la
muerte y aparecía esta tremenda contrariedad, que podía, incluso, echar por
tierra todo su plan. Apelando a una ocurrencia providencial, se sobrepuso y
aceptó la propuesta. "Está bien,
llévenlo a su casa. Yo voy a pasar todos los días a darle de comer".
La debacle física de Walter había sido gradual. Durante el primer año
había tenido vómitos, calambres, dolores de estómago y pérdida de pelo. Había
sufrido algunos ataques e internaciones, pero se reponía y seguía con su rutina
habitual. El segundo año, si bien iba a trabajar y conseguía hacer las mismas
cosas que siempre, ya se hacía evidente que algo no funcionaba en su organismo.
Sus pérdidas de memoria se habían agudizado, su motricidad fallaba, y las
internaciones se habían hecho más cíclicas y reiteradas. Ya durante el tercer
año, las consecuencias del veneno eran irreversibles: Walter era un inválido que no podía
movilizarse sin ayuda. Tampoco estaba en condiciones físicas ni psíquicas de
trabajar ni de hacer nada.
Durante todo ese tiempo, la relación entre Nélida
y Luis se había afianzado. Se
seguían viendo los mismos días de siempre, y cuando a ella se le presentaba
algún imprevisto, el hijo mayor iba a llevarle una carta con los motivos de la
postergación y la nueva fecha.
El primer año de envenenamiento, y buena parte del segundo,
fue el período más difícil para Nélida. Aunque el deterioro se consolidaba, Walter todavía
era capaz de dar órdenes, imponer su criterio, amenazar, gritar y matar gatos.
Lo peor de sí mismo se había potenciado a extremos asombrosos. Si antes pedía
con un gruñido que le sirvieran un café, dando por sentado que su mujer tenía
que estar a su servicio, un año después lo reclamaba a gritos, y era capaz de
estrellar la taza contra el piso si no tenía la temperatura adecuada. Nélida
soportaba los desplantes y escándalos porque sabía que su venganza se estaba consumando
lenta pero fatalmente.
Ya hacia el final del segundo año, y durante el tercero,
todo fue más fácil. Walter ya no estaba en condiciones de pelear, ni de
maltratar a nadie, ni de recordar infidelidades pasadas. Su malhumor y sus
nervios seguían siendo irritantes, pero él ya no podía hacerle daño: estaba absolutamente
neutralizado.
Cuando los padres de Walter lo llevaron a vivir con él, Nélida
—tal
como había anunciado— empezó a ir a darle el almuerzo todas las
mañanas.
La familia de Walter lo había trasladado allí para evitar los
evidentes nervios que le producía el contacto con la mujer y los hijos, pero
nadie podía evitar que Nélida, la legítima esposa, se presentara para
ayudar. Los padres, inclusive, la compadecían. Pero Oscar, el hermano mayor, la odiaba de toda la vida. Y como la
odiaba, tenía la secreto esperanza de que estuviera haciendo algo perverso,
para poder justificar su odio y, además, desterrarla de la familia.
El rencor de Oscar
venía de cuando ella y su hermano se habían puesto de novios. El siempre tuvo
la sensación de que a Nélida le venía bien cualquiera de los
hermanos, con tal de casarse e integrarse a la familia. De hecho, en su momento,
a él le gustaba Nélida
y había pensado en invitarla a salir. Era obvio que ella aceptaría: cada vez
que se cruzaban en el barrio, lo miraba con clara intención de seducir. Sin
embargo, mientras él pensaba cuándo sería el momento oportuno para invitarla, Walter
le había ganado de mano y un año después los dos estaban casados.
Al fin, llegó la última dosis de veneno. Walter
apenas podía comer, no reconocía a nadie y estaba desfigurado: la expresión de
su cara era aterradora. No pestañeaba, tenía los ojos desmesuradamente saltones
y la boca abierta en forma permanente, lo cual facilitaba las cosas a la hora
de alimentarlo y de envenenarlo.
Dos días atrás Nélida había aumentado la cantidad: ya era una
experta en dosificar el talio, y conocía muy bien el modo en que el cuerpo de
su marido reaccionaría. Ella venía envenenando cada tres días pero no esperó el
día que faltaba: tenía que acelerar el proceso porque la espera se hacía
interminable. No es que le diera lástima el tremendo sufrimiento del marido: ella estaba convencida
de que se lo merecía. Lo que quería Nélida era dar por terminada su vida de esposa
desdichada y empezar a ser feliz con su amante y con su libertad económica.
Además, le parecía que Oscar estaba
vigilándola de cerca.
No se equivocaba.
La dosis final fue más fuerte que las anteriores. Tres horas
después, Walter estaba
agonizando en el hospital. Oscar,
asombrado, intentaba razonar. El ataque de su hermano había aparecido de golpe.
Durante la mañana, Walter estaba mal pero estable. De pronto habían
venido los vómitos feroces y los estertores. Recordó todas las últimas
internaciones. Walter
siempre llegaba en un estado desesperante, y después de varios días
en el hospital mejoraba notablemente. La idea empezó a cobrar forma: la enfermedad
de su hermano recrudecía cuando Nélida estaba cerca, alimentándolo y
suministrándole los remedios. Por consiguiente, su hermano debía estar siendo
envenenado.
Walter murió esa misma noche, a los cuarenta años,
después de un progresivo envenenamiento que duró más de tres años. Su hermano Oscar radicó una denuncia en la
policía.
La autopsia fue contundente: Walter murió intoxicado por talio.
Tras varias horas de interrogatorio, Nélida admitió que ella había
sido la responsable. Los policías nunca habían visto un caso igual. Uno de
ellos la encaró. "¿Tres años de
veneno? Si va a matar,
mate de una vez, no sea tan turra".
Luis, el amante
de Nélida,
declaró en su contra. "Ella estaba
ansiosa esperando que el marido se muriera. Yo no sabía por qué, pero ahora
entiendo todo", contó ante el juez.
Clara, la madre
de Nélida,
dio una versión piadosa para su hija. "Él le
pegaba todo el tiempo y la amenazaba. Cuando ella se quiso separar, antes de
que nacieran los chicos, él le dijo que si se iba de la casa, nos mandaría a
matar a mí y a la hermana mayor. Por eso ella siguió con él. La tenía
aterrorizada, pobrecita, le hacía la vida un infierno. ¿Sabe cómo le decía?
Puta barata. Puta barata y asquerosa, eso le decía. Y lo del envenenamiento...
nadie sabe si es verdad. Me dicen que ella confesó a la policía, Pero en una de
ésas la obligaron. Yo creo eso. Yo sabía que Nélida tenía un amigo, y la pobre lo necesitaba. Era como un
apoyo moral porque estaba sola, sin nadie que la entendiera ni fuera bueno con
ella. Y mi hija es sensible, por eso estoy segura de que no lo envenenó. La
comida se hacía igual para toda la familia, yo lo sé porque muchas veces estuve
viviendo con ellos. Si Walter se envenenó fue con los remedios que tomaba, porque
siempre estaba enfermo. Y ahora resulta que mi pobre hija, que se deslomó para
cuidarlo, termina presa".
Nélida fue condenada a doce años de prisión
por homicidio premeditado, agravado por el vínculo.
Cinco años después de estar detenida, intentó suicidarse
cortándose las venas pero fue auxiliada a tiempo. Llegó a la enfermería casi
desangrada. Un año después quiso ahorcarse. Tampoco tuvo éxito.
No quiso volver a ver a sus hijos y recibía, solamente, la
visita de su madre.
Murió de cáncer mientras todavía estaba presa.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)