Ana L. " Sadomasoquista "
Después de seis años de noviazgo formal y anodino, Ana L.
consiguió casarse como siempre había querido: con vestido blanco, ramo, fiesta
y cintitas en la torta. Jorge, el novio, vivía su casamiento con menos entusiasmo:
todo le parecía caro e innecesario.
El dinero no les alcanzó para irse de luna de miel. Se
conformaron con pasar la noche de bodas en un hotel tres estrellas. Ana
entró al cuarto con la fascinación de una nena. Revisó la cama, las almohadas,
el colchón, las luces, el control remoto del televisor. Fue al baño y se quedó
un rato viendo frasquitos de shampoo y —lo mejor de todo— una bañera con
hidromasaje.
Salió del baño y fue a contarle de su descubrimiento a Jorge,
que ya estaba en calzoncillos, no les dio la menor importancia a los artefactos
del baño y la llamó, cariñoso. La sentó en la cama, le desabrochó el vestido y
le sonrió: "Es nuestra noche de bodas, tenemos que
probar algo nuevo". Ana terminó de sacarse el vestido y le dio un
beso cariñoso en la mejilla. Le sugirió que lo mejor sería darse un baño y
dormir doce horas seguidas. Pero Jorge va había sacado de su bolso de mano un
maletín de cuero negro. Lo abrió y lo dejó en la mesa de luz. En la mano tenía
una tira de seda negra y unas esposas de metal "Vení,
recién casada, que te tapo los ojos". Ana aceptó riéndose a
carcajadas.
Jorge le cubrió los ojos y le colocó las esposas, sujetándola a la
cabecera de la cama.
Jorge empezó a besarla y a tocarla muy lentamente,
mientras le decía que se quedara tranquila. Poco después vino el primer golpe,
un cachetazo que la tomó de sorpresa y la llenó de indignación. "¡Hijo de puta! ¡Me golpeaste! ¡Me arruinaste el
casamiento!" Ana empezó a llorar, sorprendida por lo que
acababa de pasar. Estaba esposada y se sentía indefensa y humillada.
Esa noche conoció por primera vez la faceta sadomasoquista
de su marido flamante.
El lunes siguiente al casamiento, Ana y Jorge retomaron sus respectivos
trabajos. Ella como maestra de escuela primaria y él, haciéndose cargo de su
kiosco.
Ana no le contó a nadie aquel episodio de las
esposas, y creyó que se trataba de una excentricidad atribuible a los nervios
de la fiesta. Pero menos de un mes después, Jorge volvió a insistir con el asunto. Ana
se negó durante un buen rato pero al fin accedió: creía que si se negaba, él
dejaría de quererla o se buscaría una nueva compañera de aventuras sexuales. Y
como ella esperaba por sobre todas las cosas que Jorge la quisiera, lo dejó hacer.
Una vez más irrumpieron las esposas de metal, las vendas negras y el cachetazo,
que en esa ocasión se repitió varias veces.
A partir de esa aceptación, la vida sexual de Ana
y de Jorge
no volvió a ser lo que había sido. Jorge ya no quería volver atrás, y condujo a Ana
por el mundo sadomasoquista sin mayores contemplaciones.
Ana protestaba pero, a fuerza de repetir las
mismas escenas, terminó aceptándolas como algo natural. El sexo para ella no
era ropa interior con encaje, velitas aromáticas y luz difusa, sino cuero
negro, látigo y cuerdas para atar. Y así como la rutina de las posiciones
repetidas y el sexo desapasionado se instalaba poco a poco en la mayoría de las
parejas, a ellos se les instaló el hábito de los golpes, los machucones y las
lastimaduras.
Un año después de la boda, Ana quedó embarazada. Jorge
interrumpió de inmediato toda práctica sexual con su esposa y estrechó su
relación con una uruguaya apodada "la Turca". Los dos se conocían
desde antes del casamiento de Jorge y, en rigor, había sido ella quien lo había
iniciado en el sadomasoquismo básico.
Jorge volvió, entonces, con su amante. Pasaba
horas frente al espejo preparándose para salir. Estaba obsesionado con la
pulcritud de su cuerpo y la prolijidad de su aspecto en general: instaló en el
baño varias lámparas potentes para detectar posibles imperfecciones. Se peinaba
con gomina, se sacaba con una pinza de depilar los pelos del entrecejo, se
afeitaba dos veces al día, se lavaba los dientes con bicarbonato para
blanquearlos y les daba a las uñas unas pinceladas de barniz transparente.
Su mujer, aturdida por un embarazo difícil, lo miraba hacer
con cierta inquietud. Él le explicaba que se arreglaba para salir con amigos,
aunque era evidente que había algo más.
A Ana le preocupaba que él pusiera tanto cuidado
en su arreglo personal: además de parecerle poco masculino, la alertaba sobre
una posible infidelidad. Pero no atinaba a reaccionar por el mismo motivo por
el que tampoco había reaccionado, en su momento, cuando él la ataba y la
golpeaba: por temor a perderlo.
En la mitad del embarazo, Ana renunció a su trabajo de
maestra y se quedó en su casa. Pasaba sola la mayor parte del tiempo: de día Jorge
estaba en el kiosco, y de noche salía al menos tres veces por semana a
encontrarse con la Turca. De esas salidas nocturnas, a veces volvía con heridas
de guerra, por lo general cortes superficiales en la espalda y los muslos.
Ana, que ya había sufrido cortes similares,
los reconoció enseguida en su marido. No había sido ella la que le había pasado
una navaja afilada por la piel. Las heridas eran, entonces, una comprobación
indiscutible de que Jorge la engañaba.
Al principio lo enfrentó a los gritos, pero Jorge
negaba todo, abrazándola y explicándole que, en su estado, no podía ponerse
nerviosa. Después, cuando Ana volvió a verle nuevos cortes en la piel,
ya no le decía nada.
Jorge estuvo presente en el parto y lloró cuando
vio que su hija, Camila, había
nacido. Feliz, dejó de ir al kiosco durante varios días para acompañar y ayudar
a su mujer. Ana
vivía maravillada por su bebé y por la actitud paternal de Jorge: bañaba a la hija, la
cambiaba, la miraba dormir durante horas.
Pocos meses después, la pareja ya había recuperado su vida
sexual. Ana
creyó que volverían a hacer las cosas como cuando estaban de novios y la cama
no incluía golpes ni cuerdas para atar. Se equivocaba.
En un primer momento a ella le costó admitir que el hombre
que la lastimaba en la cama era el mismo que la ayudaba a calentar mamaderas y
a cambiar pañales. Pero pronto aprendió, ella también, a disociar.
Cuando Camila cumplió
tres años y empezó a ir al jardín de infantes, Ana decidió volver a su trabajo
de maestra. Consiguió un puesto en una escuela privada y reorganizó su vida.
No habían pasado ni dos meses cuando, en una noche
especialmente intensa, Jorge le dejó un ojo morado y dos cortes
paralelos en el cuello. Un mes más tarde, tenía un golpe en la mandíbula con un
moretón oscuro e hinchado. Después, un corte superficial pero visible desde la
pera hasta la clavícula. Ana estaba furiosa. Antes, Jorge se preocupaba por no dejar
huellas de lo que hacían a la noche, pero con el tiempo ese cuidado fue desapareciendo,
como si Jorge
estuviera orgulloso y quisiera dejar evidencias visibles de sus costumbres
sexuales.
Camila empezó a
preguntar, y los alumnos de la escuela también. Con ellos era fácil mentir y
dejarlos conformes con cualquier explicación bAnal. Pero un día le tocó el
timbre Elvira, su madre. Entró a la casa, preparó café y le preguntó
directamente si su marido le estaba pegando. Ana negó todo y le contó historias
enrevesadas sobre caídas, tropezones y rasguños con ramas. Pero Elvira no le
creyó. "Si tu marido te pega, te pido que vengas con Camila a vivir a casa". Ana juró que no era nada. Cuando al fin logró
sacarse de encima a su madre, fue a su cuarto y se tiró en la cama. Se sentía
culpable y sucia: admitir esos golpes era admitir que ella también participaba
de todo. Ella se dejaba atar, se dejaba golpear, permitía que su marido la
cortara con navajas y la quemara con encendedores. Era cierto que ella no había
sido la que había empezado, y era cierto también que siempre ofrecía alguna
resistencia antes de ser atada y lastimada: pero la resistencia, en el fondo,
formaba parte de un juego compartido que a ella le gustaba jugar.
Una noche, mientras Ana estaba atada, Jorge le dijo que corrían el riesgo
de empantanarse y aburrirse: había que abrir más el juego incorporando a una
tercera persona. Ana protestó y pidió ser desatada, lo que dio lugar a más
golpes y más violencia. El estuvo especialmente agresivo: "¡Decime que te gusta! ¡Puta! ¡Decime que estás caliente!
¡Decime que querés a otra mina con nosotros!" Mientras
gritaba iba golpeando a Ana de manera rítmica y sostenida. Al fin le
hizo gritar también, palabra por palabra, lo que él quería. Estaba allanado el
camino para que apareciera la Turca.
Fue la época más turbia en el matrimonio de Ana.
Dejaban a Camila en la casa de los
abuelos y aparecía la ex amante de Jorge, que siempre llegaba vestida de cabaretera
y traía su maletín con objetos propios de la más bizarra estética
sadomasoquista.
Las visitas de la Turca se repitieron varias veces. Ana
nunca pudo adaptarse a la presencia de otra mujer y odiaba profundamente esos
encuentros donde pasaba buena parte del tiempo viendo lo que la Turca y su
marido se hacían mutuamente. Ella también intervenía, claro, pero los otros dos
le dejaban en claro que su rol estaba vinculado al sometimiento y la
obediencia.
Para Ana, su trabajo como maestra se convirtió
pronto en un fastidio. Ya no tenía paciencia para lidiar con los alumnos.
Renunció y estuvo un tiempo dedicada a su casa y a su hija. Pero cuando Camila cumplió catorce años, se animó a
buscar alguna otra cosa. Consiguió un empleo como vendedora en una casa de
artículos deportivos. No le importaba mucho el tipo de trabajo que tendría que
hacer sino que esperaba, al menos, poder distraerse del ambiente asfixiante de
su casa.
El matrimonio seguía su curso, lánguidamente. En la cama
continuaban los golpes, y en la vida cotidiana, eran una pareja como cualquier
otra. Jorge
era un marido dedicado, que hacía las compras en el supermercado, paseaba al
perro, cambiaba las lámparas quemadas, y era un padre cariñoso y divertido.
Para Ana, salir a trabajar fue un alivio. La gente
que iba al negocio a comprar le permitía recrear charlas amables y civilizadas,
sin necesidad de tomar el mínimo compromiso afectivo. Adoraba esas
conversaciones formales con los clientes: les preguntaba por los hijos, el
trabajo, la salud, y al fin los despedía hasta la próxima, alertándoles que en
pocos días más llegaría un nuevo modelo de zapatillas o de remera. Esa ficción
comunicacional la aliviaba. Sentía que de alguna manera se relacionaba con los
demás, pero evitaba tener que rendir cuentas y dar explicaciones.
La única excepción a ese mundo de vínculos superficiales era
Julián, su compañero de trabajo. A
pesar de ser varios años más joven que Ana, tenía más experiencia en el negocio y la
ayudaba en todo lo que podía. En los momentos en que no había clientes, los dos
se quedaban acodados en el mostrador hablando de la vida y estudiándose
mutuamente. Se enamoraron enseguida.
Mientras tanto, Camila
crecía. Ya era más alta que la madre y tenía un cuerpo voluptuoso que no
coincidía con su edad. Una noche, mientras comían en familia, Ana
vio que su hija, como tantas otras veces, terminaba su plato y se sentaba en
las rodillas del padre para contarle lo que había hecho en el colegio. Pero esa
vez hubo algo que la inquietó. Camila
tenía una pollera corta y su padre le acariciaba una pierna mientras la
escuchaba. Se dio cuenta de que, de no haber sido por lo atípico de su
sexualidad, jamás le hubiera llamado la atención lo que veía.
A partir de ese día no dejó de vigilar la conducta de Jorge
en relación con la hija. Todo le parecía sospechoso.
Intentar que Camila
no se acercara tanto a Jorge era inútil y contraproducente: ella adoraba
a su padre y se burlaba ante cada advertencia de Ana, que le explicaba que ya no
era una nena para comportarse de esa manera. "¡Estás
celosa de papá, estás celosa de papá!", canturreaba Camila, a la vez que corría a colgarse
de la espalda del padre.
Lo único que podía hacer Ana era mandar a la hija a
visitar a sus abuelos. Cada vez con más frecuencia les pedía a sus padres que
buscaran a la nieta y la convencieran de quedarse a dormir en la casa de ellos.
Julián, el
compañero de trabajo de Ana, ya estaba preparando la boda con su novia
cuando apareció Ana
en su vida.
Al principio, Julián
le explicaba el lugar donde se guardaban las cosas y la mecánica simple de los
pedidos a los proveedores. Se hicieron amigos, aunque los dos advertían que
había una atracción que sobrepasaba el afecto tibio de dos compañeros de
trabajo.
Un día, Ana llegó con un golpe en la cara. Él le preguntó
de mil maneras y ella dio una versión poco creíble de una caída en un shopping.
Al segundo golpe él ya no dudó. Insistió hasta que Ana admitió que su marido la golpeaba.
Sin embargo, no dio detalles. Esa misma tarde fueron a tomar un café a la
salida del trabajo. Estuvieron hablando durante dos horas y después cada uno se
fue a su casa. Pero la tensión sentimental aumentaba. Después de varias salidas
a tomar café y a comer comida vegetariana, terminaron en un hotel. Ana
volvió entonces al sexo tradicional y le pareció que todo lo otro, los látigos
y los golpes, era una pesadilla y una trampa. Esa misma noche Julián le dijo que si ella se decidía,
él cancelaba el matrimonio. Pero Ana no se animó: todavía no le había contado
el capítulo negro de su sexualidad, que ella veía como algo imperdonable.
Unos meses antes de su cumpleaños de quince, Camila empezó a organizar la fiesta.
Una noche, mientras estaba con su madre acomodando el ropero, vio el vestido
que Ana
había usado para su boda. Sin dudar un segundo, se sacó la ropa y se lo probó.
Salvo por un pequeño defecto en los breteles, le quedaba perfecto.
Entusiasmada, se lo pidió para usarlo en su fiesta de quince. Ana
miró el vestido y recordó, al instante, la noche de bodas en el hotel y a su
marido con el nefasto maletín de cuero, de donde sacó por primera vez la venda
negra y todo lo demás. Le pareció que usar ese mismo vestido sería un mal
augurio para su hija e intentó disuadirla de mil maneras. Le dijo que le
compraría otro, que ese modelo era antiguo, que una diseñadora podría hacerle
uno mejor. No hubo caso. Estaban discutiendo cuando entró Jorge. Camila corrió hacia él, con el vestido puesto, pisando los pliegues
de la pollera y tropezando. "¡Papá! ¡Mirá lo
que me voy a poner para mis quince! ¿Lo conocés?", preguntó
Camila, riéndose. Jorge
miró a su hija, miró el vestido y miró a Ana, que estudiaba la reacción de su marido.
"Parecés una diosa", le
dijo a Camila, abrazándola.
Ana siguió encontrándose con Julián. Cada vez que iban a un hotel,
ella se acurrucaba contra él y comparaba el día en que Julián le dijo que había fijado la fecha de la boda, Ana
decidió romper con todo. No vería más a su amante y le diría a su marido que
nunca más le permitiría que la lastimara.
A esa altura de las cosas, la sexualidad entre Ana
y Jorge
era escasa pero había crecido en violencia. Hacía va varios años que Ana,
después de ser golpeada, golpeaba a su vez a Jorge. No había sido idea de ella
sino un pedido expreso de él, que decía excitarse con los castigos físicos.
"Me calientan las dos cosas",
le decía. "Me calienta lastimarte y me calienta que me
lastimes". Ana prefería mil veces ser golpeada que
golpear, pero obedecía porque la autoridad de Jorge en materia sexual no estaba
en discusión. La rutina estaba más o menos establecida: Jorge ataba a Ana, a veces la colgaba de unas
cuerdas que se sujetaban a la puerta, le pegaba con un látigo de cuero o con el
puño, le hacía algunos cortes superficiales con navajas afiladas o con vasos
rotos y la quemaba con encendedores o velas. Mientras tanto la tocaba y la
besaba, y él, a su vez, se masturbaba. Después le pedía a Ana que le hiciera lo que él le
había hecho antes, aunque por lo general no soportaba estar atado.
Esa noche, después de enterarse del casamiento de su amante,
volvió a su casa. Su hija se había quedado a dormir con los abuelos. Al llegar,
Ana
encontró a su marido en el living y no se animó a pedirle el divorcio en ese
momento: estaba deprimida y agotada. Un rato después Jorge fue a buscarla a la cama y le
preguntó por Camila.
Cuando supo que estarían solos, Jorge la miró, con intensidad, y le
mostró unas cuerdas de atar. Era, en su código personal, una invitación a tener
sexo. Ana
se levantó de la cama de un salto y le dijo que no, que nunca más volvería a
dejarse lastimar. Sin embargo, el problema estaba en que la negativa inicial de
ella se había convertido en una parte del juego sexual. Ana intentó aclarar las cosas
diciéndole algo por primera vez: que no quería estar con él nunca más en la
vida. Lo dijo tan fuerte y con tanta convicción que Jorge empezó a creerlo.
Furioso y excitado, se tiró encima de ella pero Ana
ya se estaba vistiendo y, a los gritos, le decía que se iba a dormir a la casa
de su madre.
Jorge se dio cuenta de que su mujer hablaba en serio y la amenazó de
la peor manera. "Si vos no
querés, a lo mejor voy a tener que pedirle ayuda a Camilita. Me parece que ella
quiere ser mi novia, ¡si hasta se pone tu vestido!".
Ana se quedó quieta, tratando de evaluar lo
que le decía el marido. Jorge, mientras tanto, se le acercó y empezó a
sacarle la ropa, desvistiéndose a la vez. Ella lo dejó hacer.
El ritual sadomasoquista se completó con la violencia de
siempre. Atada a una silla, Ana se retorcía y gemía, ante el entusiasmo de Jorge,
que le decía que era la más puta entre las putas. Cuando él se acercó a la mesa
de luz para elegir una navaja afilada, ella le dijo que se apurara. El volvió,
le mordió la boca y ella, mordiéndolo a su vez, le ofreció el cuello como para
que cortara, en clarísima señal de sumisión. Él le hizo un corte leve en el
costado del cuello y en el abdomen. Enseguida la soltó y le dijo que era
momento de cambiar los roles. Ana siguió besándolo y buscó las esposas para
colocárselas.
Jorge se negó pero ella parecía más compenetrada que nunca en el
juego. Empezó a besarlo y morderlo de pies a cabeza hasta que se las puso.
Agarró entonces la navaja y se la pasó, muy lentamente, por los muslos, desde
las rodillas hacia arriba, y luego por el abdomen. Entonces inspiró, guardó una
bocanada de aire en los pulmones y le rebanó el cuello de un solo tajo.
Ana se entregó a la policía esa misma noche.
Declaró que mató a su esposo por miedo a que atacara sexualmente a su hija
adolescente. Cuando le preguntaron si había algún indicio concreto que le
indicara que había peligro, ella se limitó a contestar que no se podía
arriesgar. Y repreguntó: "¿Usted se hubiera
arriesgado con su hija?".
Según el informe del psiquiatra forense, Ana
"había generado una relación de dependencia
con su marido y gozaba al sentirse sometida y maltratada. La situación de
maltrato le resultaba cómoda y familiar ya que en su propia infancia había
vivido constantes escenas de violencia por parte de sus propios padres, que si
bien no la sometían sexualmente, la castigaban en forma reiterada. Sin
capacidad de reacción ante la agresión, la paciente desarrolló una actitud
pasiva y vulnerable".
Ana L. fue condenada a ocho años de prisión
por homicidio agravado por el vínculo.
La defensa de Ana no pudo demostrar que el crimen hubiera
sido cometido en defensa de su hija.
Ana salió en libertad cuando estaba por
cumplir seis años de prisión.
Los padres de Ana obtuvieron la custodia de Camila.
Camila nunca más
quiso ver a su madre.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)