Lucía S. " Memoriosa "
Desde una camilla ginecológica, con la vista nublada por la
anestesia, Lucía
S. planeaba su propia muerte. Su madre, Elisa, la había hecho peregrinar por
distintos consultorios hasta dar con una médica que aceptó hacerle un aborto a
pesar de los cuatro meses y medio que llevaba su embarazo. Los ruegos
desesperados de Lucía
no lograron quebrar la decisión de su madre: ese chico no podía nacer. "Sos una nena, no podés tener un hijo ahora",
repetía Elisa
mientras un taxi las llevaba desde la casa familiar en Belgrano hasta una clínica siniestra en Olivos.
Por eso, una vez que la intervención terminó, Lucía
tomó coraje, miró a su madre a los ojos y le juró que nunca jamás la iba a
perdonar. Y que ella misma se pegaría un tiro en el abdomen en cuanto la
oportunidad fuera propicia. "Mirá que sos
dramática" fue la respuesta de su madre, mientras la
ayudaba a abrocharse la camisa y el pantalón.
El viaje de regreso fue fatídico. Lucía no paraba de llorar y de
gemir mientras la madre miraba por la ventanilla con cara de hartazgo
existencial. "Ya me lo vas a agradecer",
fue su única reflexión.
Cuando entraron a la casa, encontraron a Andrés, el padre de Lucía,
en su escritorio. Elisa, como si nada hubiera pasado, fue directo a
la cocina a preparar el té "Ya son las cinco
y media, enseguida preparo todo. Tengo unos scons muy ricos que compré a la
mañana".
Andrés siguió
enfrascado en sus asuntos. Su trabajo de escribano, un trabajo que lo aburría
notablemente, lo había convertido en un hombre taciturno y oscuro. Lucía
corrió a encerrarse en su cuarto para llorar a sus anchas. El té lo tomaron Elisa y Andrés.
Cuando se enteró de su embarazo, Lucía no pensó en sus diecisiete
años, ni en sus posibilidades económicas ni en su futuro como madre soltera y
casi adolescente. No pensó en la reacción de su novio ni en la de su madre
temible. De manera insospechada hasta para sí misma, en lo único que pensó Lucía
fue en los rasgos de su futuro hijo. Estaba segura de que se le iba a parecer,
lo cual era toda una garantía. Ella misma estaba feliz con su aspecto, con su
pelo lacio y oscuro, sus ojos verdes amarillentos y su cuerpo de modelo.
Trasladaba, con fascinación, sus propias facciones a las de un varoncito
robusto y con la cabeza pelada. En ningún momento evaluó la posibilidad de
tener una nena: la sola idea de repetir una relación como la que tenía con su
madre la llenaba de espanto.
El embarazo fue producto de un descuido deliberado. Lucía
había conocido a Santiago en su
fiesta de quince años y ese mismo día empezaron un noviazgo pegajoso y
simbiótico. Desde el instante en que él se acercó para saludarla, ella tuvo la
intuición de que estaba conociendo al hombre de su vida, un concepto en el que
ella creía religiosamente. Y eso mismo ("es el
hombre de mi vida") es lo que decía Lucía cada vez que hablaba de su
novio. Santiago compartía ese
entusiasmo romántico, pero tenía además otros intereses: jugaba al rugby y al
tenis, estudiaba alemán y tomaba clases de guitarra. Lucía, en cambio, a duras penas
podía concentrarse en aprobar las materias del colegio secundario y dedicaba todo
su tiempo libre a estar con su novio o a pensar en él.
Un buen día, Lucía decidió que no era necesario usar
preservativos todo el tiempo sino apenas "los
días peligrosos". Habló con Santiago, le dijo que tenía muy en claro cuáles eran sus días
fértiles y cuáles no, e impuso un régimen sexual en el que había que cuidarse
del embarazo apenas una semana por mes. Después de cuatro o cinco ciclos, las
cuentas fallaron y Lucía advirtió que estaba embarazada.
A su novio le transmitió la noticia con alegría. Ni por un
momento se le cruzó por la mente que, ese embarazo podía significar un
obstáculo: se trataba, más bien, de una señal del destino que le confirmaba que
Santiago era, efectivamente, el
hombre de su vida. Santiago, por su
parte, tuvo un atisbo de malestar que fue borrado de un plumazo por el típico
optimismo adolescente. Festejaron con un brindis de leche chocolatada ("estamos embarazados, no podemos tomar alcohol")
y un pacto de silencio que no podía funcionar más que por unas pocas semanas
antes de que la evidencia les cayera encima.
Los primeros tres meses pasaron sin ninguna de las molestias
típicas del embarazo. Lucía apenas había aumentado de peso y tenía
una pancita imperceptible. Pero casi llegando al cuarto mes, su cuerpo ya no
era el mismo.
Una tarde, con un acceso de hambre, Lucía fue a la cocina a
prepararse un sándwich. Su madre estaba sentada frente a una mesa mirando una
revista y tomando un jugo cuando de golpe vio a su hija, parada de perfil Se
quedó helada. Lucía,
al saberse mirada, hizo lo que no tenía que hacer: se dio vuelta, intentó
taparse la panza con las manos y amagó con irse corriendo de la cocina para
hacer un llamado telefónico. Elisa se levantó de un salto y agarró a su hija de
un brazo. A gritos le preguntó si estaba embarazada, y Lucía, sin contestar una
palabra, se puso a llorar.
El interrogatorio posterior fue duro. Lucía, temblando, admitió que
hacía rato que había pasado por su tercera falta y pidió ver a su novio. Elisa
cambió su estrategia y pasó del tono acusador al de una amiga comprensiva. Así,
entre abrazos y palabras cariñosas, le explicó a su hija que ese embarazo le
iba a arruinar la vida, y que la solución era evidente y sencilla: practicar un
aborto. Por supuesto, jamás pronunció la palabra "aborto". "Tenés que sacártelo.
Vas a ver que no es nada. No te va a doler". Astuta, evitó
que Lucía
se encontrara con Santiago y la
atiborró de pastillas para dormir, mientras ella averiguaba direcciones de
ginecólogos discretos. Las pesquisas resultaron más complicadas de lo pensado.
El primer médico que visitó Elisa, con Lucía colgada de su brazo, adormilada y
llorosa, fue terminante. El embarazo ya había pasado el cuarto mes, según el
diagnóstico ecográfico, y un aborto a esa altura presentaba riesgos que él no estaba
dispuesto a correr. La segunda consulta recayó en una médica joven que dijo lo
mismo que el médico anterior y también se negó a practicar el aborto. Elisa,
al borde de la desesperación, llamó al tercer y último número que le había dado
su propia ginecóloga, con la advertencia de que se trataba de una médica cara y
poco confiable. Lo era. No tuvo ningún reparo en aceptar el trabajo,
triplicando el precio que hubieran cobrado los otros dos de haber aceptado.
"Cuatro meses y medio de embarazo y diecisiete
años de edad, una menor. Si me agarran, estoy hasta las manos",
explicó la médica para justificar sus honorarios.
De vuelta en casa, Elisa habló con su marido y le dijo que era
imperioso que Lucía
se hiciera ese aborto. "Ella tiene que
vivir como una adolescente normal, no hay otra alternativa",
razonó. Le pidió el dinero, le contó a grandes rasgos algún detalle de la
intervención y pasó por alto el tema de los riesgos. Obvió también el dato —no
menor— de que la médica que operaría era la menos recomendada por su
ginecóloga. Andrés miró a su mujer
con preocupación pero hizo lo que solía hacer: dejar la decisión en sus manos.
Le preguntó si creía necesario que fuera a hablar con la hija, pero Elisa
descartó la idea con un gesto vago. "Yo me encargo. Son
cosas de mujeres. Va a estar más cómoda conmigo". Aliviado,
el padre estuvo de acuerdo y volvió a lo suyo.
La clínica era lúgubre, con paredes descascaradas y
persianas bajas. En la sala de espera no había nadie. Cuando Lucía
advirtió que no había vuelta atrás en la decisión de su madre, dejó de llorar y
empezó a mordisquearse las uñas. Elisa, a cada rato, de un manotazo le sacaba a su
hija los dedos de la boca. "Mirá cómo te
dejás esas uñas, por Dios", arengaba.
Cuando apareció una secretaria para hacerlas pasar al
consultorio, Lucía
jugó su última carta: "Mamá, por favor,
dejáme que tenga al bebé. Te juro que lo voy a cuidar". Elisa,
distante, se levantó de la silla y tironeó de su hija. "Vamos, nena, no va a ser nada".
Ya entrando al consultorio, Lucía se detuvo en seco y,
cabizbaja, murmuró: "Si me hacés
entrar ahí, nunca te voy a perdonar". La madre abrió la
puerta y, arrastrando a su hija, entró.
Cuando volvió a su casa, Lucía corrió al teléfono y llamó
a su novio para contarle. Unos años más tarde nunca pudo explicarse a sí misma
por qué no había hablado antes con él para pedirle ayuda. Su analista le
sugirió que ella, muy en el fondo, quería abortar, por lo cual evitó la
compañía de quienes podían ayudarla. La reflexión de su psicólogo dio lugar a
que, de inmediato, Lucía abandonara la terapia y se sumiera en un
profundo estado de autocompasión.
Con su padre no habló una sola palabra de esa tarde en la
clínica para abortos. Con su madre tampoco volvió a mencionar el tema, excepto
un par de veces en las semanas que siguieron a la intervención. La relación con
Santiago, en tanto, declinaba. Lucía
no pudo perdonar que su novio tomara el hecho con tanto dramatismo inicial
para, poco después, olvidar por completo la historia. Entre el enojo de Lucía
—un
enojo jamás verbalizado— y la permanente injerencia de su madre, que
hacía lo posible para que la hija se olvidara de Santiago, el noviazgo no duró mucho más.
Elisa, entonces, se dedicó a distraer a su hija
hasta que un tiempo después ella misma dio por terminado el episodio del aborto
y lo olvidó. Cometió la torpeza increíble de suponer que su hija también lo
había olvidado. Elisa
inscribió a Lucía
en clases de teatro, canto, piano, inglés y patín. Asumió el rol de madre-amiga
y se empeñó obsesivamente en sacar a flote a su hija deprimida. Lucía,
por su parte, estaba muy lejos de olvidar: cada vez que cerraba los ojos antes
de dormir recordaba el momento en que, acostada en la camilla, le clavaban en
su brazo derecho la aguja con la anestesia. Sin embargo, acataba las directivas
de su madre sin chistar, más como un castigo autoimpuesto que por la intención
de obedecer o las ganas de salir del pozo.
La relación entre la madre y la hija se fue haciendo más y
más compleja. El odio oculto de Lucía aumentaba a la par que se profundizaba
la ignorancia de Elisa por los sentimientos más elementales de su hija. La
pasividad de Lucía,
producto de la angustia y la sensación de no tener salida, era leída por su
madre como una conducta infantil que le daba lugar a actuar con ella como si se
tratase de una nena.
Uno de los rituales que más repetía Elisa era llevar a Lucía
a comprar ropa. Por lo general, elegía tiendas de un estilo que no podía estar
más lejos del que hubiera preferido Lucía por sí misma. Elisa le elegía ropa de señora
mayor, y dentro de esos diseños vetustos iba directamente a las prendas
ajustadas y encorsetadas. Se metía con su hija en los probadores y la ayudaba a
cerrar botones asfixiantes y cierres herméticos. Al principio, Lucía
no decía nada pero con los años empezó a emitir unas tímidas protestas que terminaban
en una discusión absurda: Lucía anunciaba que esa ropa no le gustaba y
que no la iba a usar. La madre, ofendida, contestaba que ella la compraría de
todas maneras.
Por esos tiempos, Lucía empezó a estudiar abogacía. En realidad,
había insinuado una preferencia por arquitectura, pero su madre la llevó a
comer y le explicó que los arquitectos en este país no tienen trabajo, se
dedican a manejar taxis y viven vidas miserables. El futuro seguro estaba en
las leyes: su padre era escribano y ella no tendría más que recibirse de
abogada para caminar directo al éxito económico y profesional. Lucía,
que tampoco se desesperaba por la arquitectura ni por nada que no fuera el
recuerdo de su aborto, dijo que sí.
Una tarde, volviendo a su casa, Lucía se detuvo frente a un
jardín de infantes en el horario de salida. Empezó a mirar a los chicos que se
encontraban con sus madres y tuvo una idea que le cortó el aliento: ¿y si su hijo estaba vivo?
En ese tiempo ella había preguntado y averiguado por otros
casos de abortos. Tres compañeras de la facultad habían admitido, en una charla
informal, haber abortado. Una de ellas, inclusive, contó que se había hecho
nada menos que tres abortos. Lucía, al ser interrogada, dijo, enojada, que
jamás sería capaz de hacer algo semejante. Pero lo que advirtió Lucía
es que ninguna lo había hecho con un embarazo tan avanzado.
Corrió a su casa y empezó a investigar. La información que
sacó de Internet la paralizó: hubo casos de fetos de veintidós semanas que
habían sobrevivido. Y mucho antes que eso, ya tenían brazos, piernas, dedos. Lucía,
frente a la pantalla de su computadora, sacó cuentas desesperadamente. Tantas
ganas tenía de que su hijo estuviera vivo que al final se lo creyó.
La idea de tener un hijo perdido en el mundo se convirtió en
una obsesión. Por unos meses no se lo dijo a nadie pero a la larga no pudo
soportar el peso de la incógnita. Lo primero que hizo fue llamar a Santiago, a quien ya no veía pero con quien
hablaba muy de vez en cuando por teléfono. Las llamadas eran siempre incómodas
y distantes, pero esa vez Lucía propuso un encuentro. Santiago dudó pero al fin la invitó al
departamento que acababa de alquilar y que en poco tiempo más compartiría con
su nueva novia.
En el fondo, Lucía seguía tan amarrada al recuerdo de Santiago como al del hijo que no logró
tener. Los dos elementos cruciales de su pasado estaban incluidos en un mismo
compartimiento de su cabeza. Y a pesar de haber aceptado que esa relación
sentimental había terminado, tenía la oculta fantasía de que en algún momento Santiago —el hombre de su vida— iba
a reaparecer por una jugada mágica del destino.
La cita era a la noche, y Lucía le pidió dinero a su padre
para comprarse ropa. Eligió un jean y una camisa, se pintó los ojos y fue a ver
a su ex, el único hombre con el que había salido en toda su vida. A su madre le
dijo que tenía que ir al cumpleaños de una compañera de facultad.
Santiago, que
nunca había ocultado su nueva relación, la esperaba inquieto. Por algún motivo
presentía que algo no funcionaba en los esquemas mentales de Lucía,
y se sentía responsable.
El encuentro de la ex pareja fue por lo menos inesperado. Lucía
llegó, se sacó los zapatos, recorrió el departamento de arriba abajo y al fin,
como parte de su aprobación, se tiró encima de Santiago y lo besó.
La cita de esa noche dio lugar a una relación clandestina
que duró muy poco. Santiago estaba
entusiasmado por la novedad de un amantazgo, pero sin la menor gana de romper
el compromiso con su novia oficial.
Durante las primeras veces que estuvieron juntos Lucía
evitó mencionar el tema del hijo perdido, pero al fin abordó la cuestión. Santiago estaba azorado. Intentó
explicar que un feto de cuatro meses y medio podía estar ya formado pero sin
posibilidades de sobrevivir fuera del vientre materno. Lucía insistió y le rogó a su ex
novio que la ayudara a buscar al hijo. Lo único que logró fue una mirada
piadosa y la recomendación preocupada de volver al consultorio de su psicólogo.
Para Lucía era crucial que su madre no se enterara
de su nueva sospecha. Para ella, su madre era su enemiga una enemiga a la que
había que engañar haciéndole creer que todo estaba bien entre las dos. Pero
cada día era más difícil mantener la ficción. La sola presencia de su madre
despertaba en Lucía
instintos violentos que tenía que controlar.
Una tarde, volviendo de la casa de una compañera de
estudios, decidió pasar por una iglesia. Allí, mientras estaba rezando, vio que
en la fila de adelante había una mujer embarazada. Cuando la mujer se levantó, Lucía
se acercó y empezó a hablar con ella. Resultó que el embarazo había tenido sus
complicaciones pero ahora todo empezaba a funcionar bien. Sin saber por qué, Lucía
le dijo a la mujer que ella estaba buscando un embarazo pero que no lo
conseguía. "Tenés que pedirle ayuda a San Ramón Nonato,
que es un santo buenísimo que te va a solucionar todo",
dijo la embarazada, mientras le tendía una estampita que sacó de su bolso. Fue
el principio de un delirio místico ingobernable. Lucía leyó el reverso de la
estampita: "A ti acudo, glorioso San Ramón, en estos
días que preceden a mi maternidad, para implorar de tu mediación la gracia de
un parto feliz que, colmando mis deseos, premie mis esperanzas. Como protector
de las que vamos a ser madres nuevamente, por tus méritos e intercesiones, te
suplico que la nueva vida que has hecho germinar en mí venga feliz a aumentar
el número de tus hijos. Por Jesucristo Nuestro Señor, Amén".
El mayor impacto fue leer el párrafo que mencionaba a "las
que vamos a ser madres nuevamente". Sintió que se trataba de un
mensaje divino que le decía claramente que el bebé abortado debía vivir en
algún lado. Lo peor es que no tenía a nadie a quien acudir en busca de ayuda.
La única posibilidad había sido Santiago,
y él desbarató sus planes de búsqueda con un solo gesto de incredulidad y
lástima. Sola, sin nadie que compartiera la pesadilla de la búsqueda, contaba
apenas con su propia constancia y la compañía etérea de San Ramón.
La investigación acerca de su hijo no dio ningún resultado. Lucía
revisó las agendas de su madre buscando el nombre de su ginecóloga, pero no
figuraba. Trató de recordar el periplo del taxi que la había llevado a la clínica
de Olivos pero no pudo hacerlo: esa
tarde estaba demasiado nerviosa y dopada como para ubicar con exactitud la
zona. Tenía presente, sí, que habían dado muchas vueltas, pero nada más.
Su profesora de yoga, alarmada por el estado nervioso de su
alumna, le recomendó un psicólogo amigo. Lucía accedió y fue a varias sesiones, con la
esperanza de que el psicólogo pudiera ayudarla a encontrar a su hijo. Pero
cuando pudo al fin verbalizar sus sospechas, la respuesta del analista fue
inapelable: "Usted sabe que eso es una fantasía, ¿no?".
Derrotada, ella dijo que sí, que sabía, y no volvió al consultorio. Por un
tiempo también abandonó la búsqueda, y se dedicó exclusivamente a lograr la
ayuda divina a través de San Ramón.
Una noche cerró su cuarto con llave, sacó las cosas de un
aparador y colocó la estampita que le había regalado la mujer embarazada,
además de otra mucho más grande que había comprado en una santería. Las ubicó
delante de un espejo y después puso flores blancas y prendió velas. Apagó la
luz del dormitorio y, alumbrada por las velas, improvisó su plegaria personal:
"San Ramón, San Ramoncito, ayúdame a
encontrar a mi hijo, te pido por favor. Y mientras tanto cuídalo mucho, tratá
de que esté bien, que esté contento. Que no pase frío ni hambre. Que esté sanito.
Por favor por favor por favor, ayúdame a encontrarlo y cuidámelo mucho, que con
vos va a estar bien".
Cada mañana Lucía desarmaba su altar y lo volvía a armar a
la noche, cuando se iba a dormir y cerraba con llave la puerta de su
dormitorio, sin que su madre lo advirtiera. Pero una noche su madre la llamó y
ella, sin pensar en el santo, abrió la puerta. Cuando su madre vio el altar, se
enfureció. Hacía varios meses que la relación entre las dos era cortante e
incómoda, y en ese instante Elisa creyó ver el origen del conflicto.
"A ver, nenita,
¿por qué no sacamos todo esto y vamos a comer? ¿No ves que estas estampitas te
van a enfermar? ¡Si ya te están enfermando!" Mientras la
madre decía esto, iba sacando las estampitas y apagando las velas, hasta que Lucía
le agarró el brazo y la frenó. La miró de frente y le dio un empujón, tratando
de hacerla salir de su cuarto. Hasta ese momento, jamás se había atrevido a
tanto. Pero el empujón abrió la puerta a la violencia contenida de una y otra. Elisa
zafó de la hija y empezó a gritar. "¡Por eso! ¡Por
eso estás tan agresiva conmigo! ¡Porque estás loca! ¿Desde cuándo te volviste
chupacirios?" La hija, amedrentada, asustada por su propia
actitud de unos segundos antes, se quedó quieta en un rincón. La madre
aprovechó la situación para volver sobre sus pasos, agarrar las estampitas y
romperlas en pedazos.
La destrucción de las estampitas dio lugar a un recrudecimiento
del odio de Lucía
hacia su madre. Hastiada, esquivó a su padre, que, ajeno a todo, miraba
televisión en el living, y salió a la calle. Caminó unas cuadras y se sentó en
un umbral. En todo momento imaginaba que su madre estaba en la cocina de su
casa y que ella aparecía por detrás y le clavaba un cuchillo en la espalda. Esa
imagen era lo único que la calmaba y sostenía. Y no era la primera vez que
imaginaba la muerte de su madre. Había imaginado cientos de muertes distintas.
La matadora siempre era ella y la muerta, en circunstancias dolorosas y a veces
sádicas, siempre era su madre. La recreación de esa escena fue lo único que la
ayudó a dormir desde el día del aborto en adelante, durante casi diez años: Lucía
se acostaba, cerraba los ojos y mataba mentalmente a su madre de todas las
formas imaginables. Recién entonces se podía dormir.
Pocos días antes de su casamiento, Santiago llamó a Lucía para despedirse. Se citaron en un bar. Lucía
estaba desolada. No podía entender cómo y en qué momento todo se había
desbandado. El amor de su vida estaba por casarse con otra, el hijo que habían
tenido había desaparecido y el que podrían haber tenido después, nunca iba a
existir. Empezó a pensar en el momento en que había quedado embarazada y en
todos los errores que había cometido: el principal y más dramático había sido
haber acatado siempre las decisiones de su madre. Pensó que una vez producido
el embarazo tendría que haber hablado con Santiago,
lograr que uno y otro consiguieran un trabajo, acaso pedir ayuda a su padre y
empezar una vida en común, los dos casados y criando al bebé. En vez de eso
sucumbió a las presiones de Elisa, no hizo gran cosa por obtener la ayuda de
su novio y tiró su vida por la borda. Lucía levantó la vista de su café con leche y
miró a Santiago, el que había sido
el hombre de su vida pero ya no podría ser.
La mirada retrospectiva de su vida resultó devastadora para Lucía.
Desde sus veintisiete años analizaba su conducta de los diecisiete, y todo le
parecía imperdonable. Santiago captó
la tristeza de su antigua novia y trató de ayudar. Ni por un momento pensó que
el planteo interior de Lucía incluía el aborto, la fantasía del hijo
vivo y la angustia por el hombre de su vida que pronto sería de otra mujer.
Para él, se trataba del despecho por el casamiento inminente. Por eso, cuando
trató de explicarle que el noviazgo de ellos había sido una cuestión adolescente
que había que recordar con ternura, ella explotó. Le habló entonces del hijo,
de San Ramón, de la desgracia de
perder al hombre que el destino le había asignado desde su cumpleaños de
quince, y de la tremenda mala suerte de tener una madre cruel como la suya.
"Ella me arruinó la vida, y nunca, jamás, se
lo voy a perdonar", fue el lúgubre final de su monólogo.
Abrumado, Santiago le preguntó si
alguna vez había hablado francamente con su madre y le había dicho lo que
pensaba de ella. Lucía lo miró con una sonrisa irónica. Su ex novio, era
evidente, no entendía nada. Antes de irse, Santiago
sólo atinó a decirle que lo mejor sería arreglar cuentas con su madre lo antes
posible. Lucía
lo miró asombrada. "¿Sabés que tenés
razón? Ya es hora".
Esa noche, cuando Lucía llegó a su casa encontró a sus padres
comiendo en la cocina. Su padre la miró con cariño y le preguntó por los exámenes
que estaba a punto de rendir. Lucía le explicó, con tono académico, el
estado de su carrera. Elisa, en tanto, terminaba de freír las últimas
milanesas e interrumpía el relato de su hija para comentar detalles menores de
su vida doméstica. Lucía la miró y cayó en la cuenta de que ella
jamás tendría una vida doméstica normal, porque sus pensamientos estaban
demasiado contaminados por el pasado.
Elisa dejó de hablar y se dedicó a masticar una
milanesa con ansiedad. Comía vorazmente, sin levantar la vista del plato. Su
padre apenas probó un poco de ensalada y anunció que se iba a acostar porque al
día siguiente tendría reuniones desde muy temprano.
Madre e hija, solas, se concentraron en la comida. Lucía
no podía tragar. Se levantó y fue a su cuarto. Cuando volvió, su madre seguía
comiendo. Se estaba sirviendo otra milanesa sin haber terminado la anterior. Lucía
la miró con disgusto. En la mano tenía un revólver que había comprado cuatro
años antes. "Mamá", fue lo último
que dijo, en un susurro, antes de dispararle cinco balazos.
Lo primero que le contó Lucía a la policía fue que había estado
preparando esa muerte durante diez años. "Antes
no podía matarla porque estaba débil. Pero en estos diez años, desde el día de
mi aborto hasta hoy, me fui entrenando y poniendo fuerte para matar a mamá. Es
raro, pero la verdad es que yo no podía vivir si ella también estaba viva".
Lucía fue declarada inimputable. Está
internada en un instituto psiquiátrico desde abril de 2001. Recibe la visita de
su padre dos veces por semana.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)