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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//01 de Noviembre, 2010

Lucía S. " Memoriosa "

por jocharras a las 12:24, en Mujeres Asesinas
Lucía S. " Memoriosa "


Desde una camilla ginecológica, con la vista nublada por la anestesia, Lucía S. planeaba su propia muerte. Su madre, Elisa, la había hecho peregrinar por distintos consultorios hasta dar con una médica que aceptó hacerle un aborto a pesar de los cuatro meses y medio que llevaba su embarazo. Los ruegos desesperados de Lucía no lograron quebrar la decisión de su madre: ese chico no podía nacer. "Sos una nena, no podés tener un hijo ahora", repetía Elisa mientras un taxi las llevaba desde la casa familiar en Belgrano hasta una clínica siniestra en Olivos.

Por eso, una vez que la intervención terminó, Lucía tomó coraje, miró a su madre a los ojos y le juró que nunca jamás la iba a perdonar. Y que ella misma se pegaría un tiro en el abdomen en cuanto la oportunidad fuera propicia. "Mirá que sos dramática" fue la respuesta de su madre, mientras la ayudaba a abrocharse la camisa y el pantalón.

El viaje de regreso fue fatídico. Lucía no paraba de llorar y de gemir mientras la madre miraba por la ventanilla con cara de hartazgo existencial. "Ya me lo vas a agradecer", fue su única reflexión.

Cuando entraron a la casa, encontraron a Andrés, el padre de Lucía, en su escritorio. Elisa, como si nada hubiera pasado, fue directo a la cocina a preparar el té "Ya son las cinco y media, enseguida preparo todo. Tengo unos scons muy ricos que compré a la mañana".

Andrés siguió enfrascado en sus asuntos. Su trabajo de escribano, un trabajo que lo aburría notablemente, lo había convertido en un hombre taciturno y oscuro. Lucía corrió a encerrarse en su cuarto para llorar a sus anchas. El té lo tomaron Elisa y Andrés.

Cuando se enteró de su embarazo, Lucía no pensó en sus diecisiete años, ni en sus posibilidades económicas ni en su futuro como madre soltera y casi adolescente. No pensó en la reacción de su novio ni en la de su madre temible. De manera insospechada hasta para sí misma, en lo único que pensó Lucía fue en los rasgos de su futuro hijo. Estaba segura de que se le iba a parecer, lo cual era toda una garantía. Ella misma estaba feliz con su aspecto, con su pelo lacio y oscuro, sus ojos verdes amarillentos y su cuerpo de modelo. Trasladaba, con fascinación, sus propias facciones a las de un varoncito robusto y con la cabeza pelada. En ningún momento evaluó la posibilidad de tener una nena: la sola idea de repetir una relación como la que tenía con su madre la llenaba de espanto.

El embarazo fue producto de un descuido deliberado. Lucía había conocido a Santiago en su fiesta de quince años y ese mismo día empezaron un noviazgo pegajoso y simbiótico. Desde el instante en que él se acercó para saludarla, ella tuvo la intuición de que estaba conociendo al hombre de su vida, un concepto en el que ella creía religiosamente. Y eso mismo ("es el hombre de mi vida") es lo que decía Lucía cada vez que hablaba de su novio. Santiago compartía ese entusiasmo romántico, pero tenía además otros intereses: jugaba al rugby y al tenis, estudiaba alemán y tomaba clases de guitarra. Lucía, en cambio, a duras penas podía concentrarse en aprobar las materias del colegio secundario y dedicaba todo su tiempo libre a estar con su novio o a pensar en él.

Un buen día, Lucía decidió que no era necesario usar preservativos todo el tiempo sino apenas "los días peligrosos". Habló con Santiago, le dijo que tenía muy en claro cuáles eran sus días fértiles y cuáles no, e impuso un régimen sexual en el que había que cuidarse del embarazo apenas una semana por mes. Después de cuatro o cinco ciclos, las cuentas fallaron y Lucía advirtió que estaba embarazada.

A su novio le transmitió la noticia con alegría. Ni por un momento se le cruzó por la mente que, ese embarazo podía significar un obstáculo: se trataba, más bien, de una señal del destino que le confirmaba que Santiago era, efectivamente, el hombre de su vida. Santiago, por su parte, tuvo un atisbo de malestar que fue borrado de un plumazo por el típico optimismo adolescente. Festejaron con un brindis de leche chocolatada ("estamos embarazados, no podemos tomar alcohol") y un pacto de silencio que no podía funcionar más que por unas pocas semanas antes de que la evidencia les cayera encima.

Los primeros tres meses pasaron sin ninguna de las molestias típicas del embarazo. Lucía apenas había aumentado de peso y tenía una pancita imperceptible. Pero casi llegando al cuarto mes, su cuerpo ya no era el mismo.

Una tarde, con un acceso de hambre, Lucía fue a la cocina a prepararse un sándwich. Su madre estaba sentada frente a una mesa mirando una revista y tomando un jugo cuando de golpe vio a su hija, parada de perfil Se quedó helada. Lucía, al saberse mirada, hizo lo que no tenía que hacer: se dio vuelta, intentó taparse la panza con las manos y amagó con irse corriendo de la cocina para hacer un llamado telefónico. Elisa se levantó de un salto y agarró a su hija de un brazo. A gritos le preguntó si estaba embarazada, y Lucía, sin contestar una palabra, se puso a llorar.

El interrogatorio posterior fue duro. Lucía, temblando, admitió que hacía rato que había pasado por su tercera falta y pidió ver a su novio. Elisa cambió su estrategia y pasó del tono acusador al de una amiga comprensiva. Así, entre abrazos y palabras cariñosas, le explicó a su hija que ese embarazo le iba a arruinar la vida, y que la solución era evidente y sencilla: practicar un aborto. Por supuesto, jamás pronunció la palabra "aborto". "Tenés que sacártelo. Vas a ver que no es nada. No te va a doler". Astuta, evitó que Lucía se encontrara con Santiago y la atiborró de pastillas para dormir, mientras ella averiguaba direcciones de ginecólogos discretos. Las pesquisas resultaron más complicadas de lo pensado. El primer médico que visitó Elisa, con Lucía colgada de su brazo, adormilada y llorosa, fue terminante. El embarazo ya había pasado el cuarto mes, según el diagnóstico ecográfico, y un aborto a esa altura presentaba riesgos que él no estaba dispuesto a correr. La segunda consulta recayó en una médica joven que dijo lo mismo que el médico anterior y también se negó a practicar el aborto. Elisa, al borde de la desesperación, llamó al tercer y último número que le había dado su propia ginecóloga, con la advertencia de que se trataba de una médica cara y poco confiable. Lo era. No tuvo ningún reparo en aceptar el trabajo, triplicando el precio que hubieran cobrado los otros dos de haber aceptado. "Cuatro meses y medio de embarazo y diecisiete años de edad, una menor. Si me agarran, estoy hasta las manos", explicó la médica para justificar sus honorarios.

De vuelta en casa, Elisa habló con su marido y le dijo que era imperioso que Lucía se hiciera ese aborto. "Ella tiene que vivir como una adolescente normal, no hay otra alternativa", razonó. Le pidió el dinero, le contó a grandes rasgos algún detalle de la intervención y pasó por alto el tema de los riesgos. Obvió también el dato —no menor— de que la médica que operaría era la menos recomendada por su ginecóloga. Andrés miró a su mujer con preocupación pero hizo lo que solía hacer: dejar la decisión en sus manos. Le preguntó si creía necesario que fuera a hablar con la hija, pero Elisa descartó la idea con un gesto vago. "Yo me encargo. Son cosas de mujeres. Va a estar más cómoda conmigo". Aliviado, el padre estuvo de acuerdo y volvió a lo suyo.

La clínica era lúgubre, con paredes descascaradas y persianas bajas. En la sala de espera no había nadie. Cuando Lucía advirtió que no había vuelta atrás en la decisión de su madre, dejó de llorar y empezó a mordisquearse las uñas. Elisa, a cada rato, de un manotazo le sacaba a su hija los dedos de la boca. "Mirá cómo te dejás esas uñas, por Dios", arengaba.

Cuando apareció una secretaria para hacerlas pasar al consultorio, Lucía jugó su última carta: "Mamá, por favor, dejáme que tenga al bebé. Te juro que lo voy a cuidar". Elisa, distante, se levantó de la silla y tironeó de su hija. "Vamos, nena, no va a ser nada".

Ya entrando al consultorio, Lucía se detuvo en seco y, cabizbaja, murmuró: "Si me hacés entrar ahí, nunca te voy a perdonar". La madre abrió la puerta y, arrastrando a su hija, entró.

Cuando volvió a su casa, Lucía corrió al teléfono y llamó a su novio para contarle. Unos años más tarde nunca pudo explicarse a sí misma por qué no había hablado antes con él para pedirle ayuda. Su analista le sugirió que ella, muy en el fondo, quería abortar, por lo cual evitó la compañía de quienes podían ayudarla. La reflexión de su psicólogo dio lugar a que, de inmediato, Lucía abandonara la terapia y se sumiera en un profundo estado de autocompasión.

Con su padre no habló una sola palabra de esa tarde en la clínica para abortos. Con su madre tampoco volvió a mencionar el tema, excepto un par de veces en las semanas que siguieron a la intervención. La relación con Santiago, en tanto, declinaba. Lucía no pudo perdonar que su novio tomara el hecho con tanto dramatismo inicial para, poco después, olvidar por completo la historia. Entre el enojo de Lucíaun enojo jamás verbalizado— y la permanente injerencia de su madre, que hacía lo posible para que la hija se olvidara de Santiago, el noviazgo no duró mucho más.

Elisa, entonces, se dedicó a distraer a su hija hasta que un tiempo después ella misma dio por terminado el episodio del aborto y lo olvidó. Cometió la torpeza increíble de suponer que su hija también lo había olvidado. Elisa inscribió a Lucía en clases de teatro, canto, piano, inglés y patín. Asumió el rol de madre-amiga y se empeñó obsesivamente en sacar a flote a su hija deprimida. Lucía, por su parte, estaba muy lejos de olvidar: cada vez que cerraba los ojos antes de dormir recordaba el momento en que, acostada en la camilla, le clavaban en su brazo derecho la aguja con la anestesia. Sin embargo, acataba las directivas de su madre sin chistar, más como un castigo autoimpuesto que por la intención de obedecer o las ganas de salir del pozo.

La relación entre la madre y la hija se fue haciendo más y más compleja. El odio oculto de Lucía aumentaba a la par que se profundizaba la ignorancia de Elisa por los sentimientos más elementales de su hija. La pasividad de Lucía, producto de la angustia y la sensación de no tener salida, era leída por su madre como una conducta infantil que le daba lugar a actuar con ella como si se tratase de una nena.

Uno de los rituales que más repetía Elisa era llevar a Lucía a comprar ropa. Por lo general, elegía tiendas de un estilo que no podía estar más lejos del que hubiera preferido Lucía por sí misma. Elisa le elegía ropa de señora mayor, y dentro de esos diseños vetustos iba directamente a las prendas ajustadas y encorsetadas. Se metía con su hija en los probadores y la ayudaba a cerrar botones asfixiantes y cierres herméticos. Al principio, Lucía no decía nada pero con los años empezó a emitir unas tímidas protestas que terminaban en una discusión absurda: Lucía anunciaba que esa ropa no le gustaba y que no la iba a usar. La madre, ofendida, contestaba que ella la compraría de todas maneras.

Por esos tiempos, Lucía empezó a estudiar abogacía. En realidad, había insinuado una preferencia por arquitectura, pero su madre la llevó a comer y le explicó que los arquitectos en este país no tienen trabajo, se dedican a manejar taxis y viven vidas miserables. El futuro seguro estaba en las leyes: su padre era escribano y ella no tendría más que recibirse de abogada para caminar directo al éxito económico y profesional. Lucía, que tampoco se desesperaba por la arquitectura ni por nada que no fuera el recuerdo de su aborto, dijo que sí.

Una tarde, volviendo a su casa, Lucía se detuvo frente a un jardín de infantes en el horario de salida. Empezó a mirar a los chicos que se encontraban con sus madres y tuvo una idea que le cortó el aliento: ¿y si su hijo estaba vivo?

En ese tiempo ella había preguntado y averiguado por otros casos de abortos. Tres compañeras de la facultad habían admitido, en una charla informal, haber abortado. Una de ellas, inclusive, contó que se había hecho nada menos que tres abortos. Lucía, al ser interrogada, dijo, enojada, que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Pero lo que advirtió Lucía es que ninguna lo había hecho con un embarazo tan avanzado.

Corrió a su casa y empezó a investigar. La información que sacó de Internet la paralizó: hubo casos de fetos de veintidós semanas que habían sobrevivido. Y mucho antes que eso, ya tenían brazos, piernas, dedos. Lucía, frente a la pantalla de su computadora, sacó cuentas desesperadamente. Tantas ganas tenía de que su hijo estuviera vivo que al final se lo creyó.

La idea de tener un hijo perdido en el mundo se convirtió en una obsesión. Por unos meses no se lo dijo a nadie pero a la larga no pudo soportar el peso de la incógnita. Lo primero que hizo fue llamar a Santiago, a quien ya no veía pero con quien hablaba muy de vez en cuando por teléfono. Las llamadas eran siempre incómodas y distantes, pero esa vez Lucía propuso un encuentro. Santiago dudó pero al fin la invitó al departamento que acababa de alquilar y que en poco tiempo más compartiría con su nueva novia.

En el fondo, Lucía seguía tan amarrada al recuerdo de Santiago como al del hijo que no logró tener. Los dos elementos cruciales de su pasado estaban incluidos en un mismo compartimiento de su cabeza. Y a pesar de haber aceptado que esa relación sentimental había terminado, tenía la oculta fantasía de que en algún momento Santiagoel hombre de su vida— iba a reaparecer por una jugada mágica del destino.

La cita era a la noche, y Lucía le pidió dinero a su padre para comprarse ropa. Eligió un jean y una camisa, se pintó los ojos y fue a ver a su ex, el único hombre con el que había salido en toda su vida. A su madre le dijo que tenía que ir al cumpleaños de una compañera de facultad.

Santiago, que nunca había ocultado su nueva relación, la esperaba inquieto. Por algún motivo presentía que algo no funcionaba en los esquemas mentales de Lucía, y se sentía responsable.

El encuentro de la ex pareja fue por lo menos inesperado. Lucía llegó, se sacó los zapatos, recorrió el departamento de arriba abajo y al fin, como parte de su aprobación, se tiró encima de Santiago y lo besó.

La cita de esa noche dio lugar a una relación clandestina que duró muy poco. Santiago estaba entusiasmado por la novedad de un amantazgo, pero sin la menor gana de romper el compromiso con su novia oficial.

Durante las primeras veces que estuvieron juntos Lucía evitó mencionar el tema del hijo perdido, pero al fin abordó la cuestión. Santiago estaba azorado. Intentó explicar que un feto de cuatro meses y medio podía estar ya formado pero sin posibilidades de sobrevivir fuera del vientre materno. Lucía insistió y le rogó a su ex novio que la ayudara a buscar al hijo. Lo único que logró fue una mirada piadosa y la recomendación preocupada de volver al consultorio de su psicólogo.

Para Lucía era crucial que su madre no se enterara de su nueva sospecha. Para ella, su madre era su enemiga una enemiga a la que había que engañar haciéndole creer que todo estaba bien entre las dos. Pero cada día era más difícil mantener la ficción. La sola presencia de su madre despertaba en Lucía instintos violentos que tenía que controlar.

Una tarde, volviendo de la casa de una compañera de estudios, decidió pasar por una iglesia. Allí, mientras estaba rezando, vio que en la fila de adelante había una mujer embarazada. Cuando la mujer se levantó, Lucía se acercó y empezó a hablar con ella. Resultó que el embarazo había tenido sus complicaciones pero ahora todo empezaba a funcionar bien. Sin saber por qué, Lucía le dijo a la mujer que ella estaba buscando un embarazo pero que no lo conseguía. "Tenés que pedirle ayuda a San Ramón Nonato, que es un santo buenísimo que te va a solucionar todo", dijo la embarazada, mientras le tendía una estampita que sacó de su bolso. Fue el principio de un delirio místico ingobernable. Lucía leyó el reverso de la estampita: "A ti acudo, glorioso San Ramón, en estos días que preceden a mi maternidad, para implorar de tu mediación la gracia de un parto feliz que, colmando mis deseos, premie mis esperanzas. Como protector de las que vamos a ser madres nuevamente, por tus méritos e intercesiones, te suplico que la nueva vida que has hecho germinar en mí venga feliz a aumentar el número de tus hijos. Por Jesucristo Nuestro Señor, Amén".

El mayor impacto fue leer el párrafo que mencionaba a "las que vamos a ser madres nuevamente". Sintió que se trataba de un mensaje divino que le decía claramente que el bebé abortado debía vivir en algún lado. Lo peor es que no tenía a nadie a quien acudir en busca de ayuda. La única posibilidad había sido Santiago, y él desbarató sus planes de búsqueda con un solo gesto de incredulidad y lástima. Sola, sin nadie que compartiera la pesadilla de la búsqueda, contaba apenas con su propia constancia y la compañía etérea de San Ramón.

La investigación acerca de su hijo no dio ningún resultado. Lucía revisó las agendas de su madre buscando el nombre de su ginecóloga, pero no figuraba. Trató de recordar el periplo del taxi que la había llevado a la clínica de Olivos pero no pudo hacerlo: esa tarde estaba demasiado nerviosa y dopada como para ubicar con exactitud la zona. Tenía presente, sí, que habían dado muchas vueltas, pero nada más.

Su profesora de yoga, alarmada por el estado nervioso de su alumna, le recomendó un psicólogo amigo. Lucía accedió y fue a varias sesiones, con la esperanza de que el psicólogo pudiera ayudarla a encontrar a su hijo. Pero cuando pudo al fin verbalizar sus sospechas, la respuesta del analista fue inapelable: "Usted sabe que eso es una fantasía, ¿no?". Derrotada, ella dijo que sí, que sabía, y no volvió al consultorio. Por un tiempo también abandonó la búsqueda, y se dedicó exclusivamente a lograr la ayuda divina a través de San Ramón.

Una noche cerró su cuarto con llave, sacó las cosas de un aparador y colocó la estampita que le había regalado la mujer embarazada, además de otra mucho más grande que había comprado en una santería. Las ubicó delante de un espejo y después puso flores blancas y prendió velas. Apagó la luz del dormitorio y, alumbrada por las velas, improvisó su plegaria personal: "San Ramón, San Ramoncito, ayúdame a encontrar a mi hijo, te pido por favor. Y mientras tanto cuídalo mucho, tratá de que esté bien, que esté contento. Que no pase frío ni hambre. Que esté sanito. Por favor por favor por favor, ayúdame a encontrarlo y cuidámelo mucho, que con vos va a estar bien".

Cada mañana Lucía desarmaba su altar y lo volvía a armar a la noche, cuando se iba a dormir y cerraba con llave la puerta de su dormitorio, sin que su madre lo advirtiera. Pero una noche su madre la llamó y ella, sin pensar en el santo, abrió la puerta. Cuando su madre vio el altar, se enfureció. Hacía varios meses que la relación entre las dos era cortante e incómoda, y en ese instante Elisa creyó ver el origen del conflicto.

"A ver, nenita, ¿por qué no sacamos todo esto y vamos a comer? ¿No ves que estas estampitas te van a enfermar? ¡Si ya te están enfermando!" Mientras la madre decía esto, iba sacando las estampitas y apagando las velas, hasta que Lucía le agarró el brazo y la frenó. La miró de frente y le dio un empujón, tratando de hacerla salir de su cuarto. Hasta ese momento, jamás se había atrevido a tanto. Pero el empujón abrió la puerta a la violencia contenida de una y otra. Elisa zafó de la hija y empezó a gritar. "¡Por eso! ¡Por eso estás tan agresiva conmigo! ¡Porque estás loca! ¿Desde cuándo te volviste chupacirios?" La hija, amedrentada, asustada por su propia actitud de unos segundos antes, se quedó quieta en un rincón. La madre aprovechó la situación para volver sobre sus pasos, agarrar las estampitas y romperlas en pedazos.

La destrucción de las estampitas dio lugar a un recrudecimiento del odio de Lucía hacia su madre. Hastiada, esquivó a su padre, que, ajeno a todo, miraba televisión en el living, y salió a la calle. Caminó unas cuadras y se sentó en un umbral. En todo momento imaginaba que su madre estaba en la cocina de su casa y que ella aparecía por detrás y le clavaba un cuchillo en la espalda. Esa imagen era lo único que la calmaba y sostenía. Y no era la primera vez que imaginaba la muerte de su madre. Había imaginado cientos de muertes distintas. La matadora siempre era ella y la muerta, en circunstancias dolorosas y a veces sádicas, siempre era su madre. La recreación de esa escena fue lo único que la ayudó a dormir desde el día del aborto en adelante, durante casi diez años: Lucía se acostaba, cerraba los ojos y mataba mentalmente a su madre de todas las formas imaginables. Recién entonces se podía dormir.

Pocos días antes de su casamiento, Santiago llamó a Lucía para despedirse. Se citaron en un bar. Lucía estaba desolada. No podía entender cómo y en qué momento todo se había desbandado. El amor de su vida estaba por casarse con otra, el hijo que habían tenido había desaparecido y el que podrían haber tenido después, nunca iba a existir. Empezó a pensar en el momento en que había quedado embarazada y en todos los errores que había cometido: el principal y más dramático había sido haber acatado siempre las decisiones de su madre. Pensó que una vez producido el embarazo tendría que haber hablado con Santiago, lograr que uno y otro consiguieran un trabajo, acaso pedir ayuda a su padre y empezar una vida en común, los dos casados y criando al bebé. En vez de eso sucumbió a las presiones de Elisa, no hizo gran cosa por obtener la ayuda de su novio y tiró su vida por la borda. Lucía levantó la vista de su café con leche y miró a Santiago, el que había sido el hombre de su vida pero ya no podría ser.

La mirada retrospectiva de su vida resultó devastadora para Lucía. Desde sus veintisiete años analizaba su conducta de los diecisiete, y todo le parecía imperdonable. Santiago captó la tristeza de su antigua novia y trató de ayudar. Ni por un momento pensó que el planteo interior de Lucía incluía el aborto, la fantasía del hijo vivo y la angustia por el hombre de su vida que pronto sería de otra mujer. Para él, se trataba del despecho por el casamiento inminente. Por eso, cuando trató de explicarle que el noviazgo de ellos había sido una cuestión adolescente que había que recordar con ternura, ella explotó. Le habló entonces del hijo, de San Ramón, de la desgracia de perder al hombre que el destino le había asignado desde su cumpleaños de quince, y de la tremenda mala suerte de tener una madre cruel como la suya. "Ella me arruinó la vida, y nunca, jamás, se lo voy a perdonar", fue el lúgubre final de su monólogo. Abrumado, Santiago le preguntó si alguna vez había hablado francamente con su madre y le había dicho lo que pensaba de ella. Lucía lo miró con una sonrisa irónica. Su ex novio, era evidente, no entendía nada. Antes de irse, Santiago sólo atinó a decirle que lo mejor sería arreglar cuentas con su madre lo antes posible. Lucía lo miró asombrada. "¿Sabés que tenés razón? Ya es hora".

Esa noche, cuando Lucía llegó a su casa encontró a sus padres comiendo en la cocina. Su padre la miró con cariño y le preguntó por los exámenes que estaba a punto de rendir. Lucía le explicó, con tono académico, el estado de su carrera. Elisa, en tanto, terminaba de freír las últimas milanesas e interrumpía el relato de su hija para comentar detalles menores de su vida doméstica. Lucía la miró y cayó en la cuenta de que ella jamás tendría una vida doméstica normal, porque sus pensamientos estaban demasiado contaminados por el pasado.

Elisa dejó de hablar y se dedicó a masticar una milanesa con ansiedad. Comía vorazmente, sin levantar la vista del plato. Su padre apenas probó un poco de ensalada y anunció que se iba a acostar porque al día siguiente tendría reuniones desde muy temprano.

Madre e hija, solas, se concentraron en la comida. Lucía no podía tragar. Se levantó y fue a su cuarto. Cuando volvió, su madre seguía comiendo. Se estaba sirviendo otra milanesa sin haber terminado la anterior. Lucía la miró con disgusto. En la mano tenía un revólver que había comprado cuatro años antes. "Mamá", fue lo último que dijo, en un susurro, antes de dispararle cinco balazos.

Lo primero que le contó Lucía a la policía fue que había estado preparando esa muerte durante diez años. "Antes no podía matarla porque estaba débil. Pero en estos diez años, desde el día de mi aborto hasta hoy, me fui entrenando y poniendo fuerte para matar a mamá. Es raro, pero la verdad es que yo no podía vivir si ella también estaba viva".

Lucía fue declarada inimputable. Está internada en un instituto psiquiátrico desde abril de 2001. Recibe la visita de su padre dos veces por semana.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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Comentarios (2) ·  Enviar comentario
Por qué no ponen las fechas en sus relatos?, cuando ocurrió lo de Lucía?, lleva 11 años ingresada en un psiquiátrico?, por qué no ponen también la ciudad y el país donde ocurrieron los hechos?

Gracias por los relatos, son fáciles de seguír y explican la historia no tan sólo del crimen, sino de lo que lo desencadenó.
publicado por Carme, el 18.03.2013 12:18
entre otras cosas, cuando salio el primer libro de mujeres asesinas, la autora recibio amenazas de una de las asesinas por ella mencionadas... desde entonces, no se manejan fechas ni lugares para evitar nuevos incidentes
publicado por abe, el 16.10.2013 01:41
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