Elvira R. " Madre Abnegada "
Elvira R.
enviudó el día que cumplía treinta años. Estaba terminando de decorar una gran
torta de chocolate con cobertura rosa cuando tocaron el timbre para darle la
noticia. Un policía incómodo le anunció que su marido había sido atropellado
por un taxi hacía más de una hora. Elvira atinó a preguntar si estaba muy lastimado.
El policía se sacó la gorra, miró para abajo y le dio el pésame.
Elvira nunca más festejó sus cumpleaños y por
mucho tiempo se olvidó de los hombres. Se instaló en su viudez con resignación
y se dedicó, como siempre, a dar clases de inglés en un colegio secundario.
Ocho años más tarde su vida era más o menos la misma cuando,
en un colectivo, conoció a Ismael N., un carpintero de cuarenta y cinco años
que construía muebles para una cadena de hoteles del interior. A Elvira
le gustó de entrada: era robusto, alto, de bigotes, y sabía tratar a las
mujeres. Vivía solo en una casa que estaba al lado de su carpintería.
Cinco meses después del primer encuentro en el colectivo ya
estaban casados.
Elvira quedó embarazada cuando recién había cumplido
treinta y nueve años. Su matrimonio la hacía medianamente feliz aunque, cuando
se casó, no tenía mayores expectativas. Jamás se había hecho el cuento de estar
viviendo una gran historia de amor: sabía que había tenido suerte al encontrar
a Ismael,
pero sabía también que esa relación no era parecida, ni por asomo, a las que
podía leer en los libros románticos o ver en las telenovelas de la tarde.
El matrimonio se había instalado en la casa de Ismael,
cerca de Ezeiza, en una calle
arbolada y modesta. Ella se despertaba cada mañana escuchando el ruido de la
sierra eléctrica, los pájaros y la radio.
Elvira vivió su embarazo con emoción y, poco
antes de parir, renunció a su trabajo. El bebé fue varón y se llamó Ricardo, como el padre de Ismael.
Ella se dedicó al hijo por completo. Tan encantada estaba con su nuevo rol de
madre que no paraba de preguntarse cuántos chicos más podría tener. Ismael
era práctico y terminante. "El dinero nos
alcanza para uno solo y con eso es suficiente". Elvira
no tuvo más remedio que abandonar su idea de un hermano para Ricardito.
Contrariando su instinto y su voluntad, Elvira tenía muy presente lo
que le había dicho su madre: el nacimiento del hijo no tenía que interferir en
la relación con el marido. "Si dejás de
atender a tu esposo —la sermoneaba—, se te
rompe el matrimonio". Entonces Elvira forzaba las cosas y
hacía lo que podía: le seguía cocinando a Ismael lo que a él le gustaba, se acercaba al
taller a cebarle mate y se le tiraba encima una o dos veces por semana para
mantener viva la cuestión sexual. En realidad, lo que ella quería era cocinar
exclusivamente para el hijo, verlo jugar todo el día y, a la noche, acostarse
en la cama a dormir para recuperarse del cansancio doméstico.
Ismael no registraba el sacrificio de Elvira.
Por el contrario, todo lo que ella hacía le parecía normal y poco. La comida
era desabrida, cebar el mate era casi una obligación moral de su esposa y el
sexo (que ella practicaba y fomentaba para mantener la pasión) era
apenas un favor que él le hacía para tenerla contenta. Así las cosas, todo
estaba distorsionado en esa pareja: los esfuerzos de Elvira por contentar al marido
no hacían sino fastidiarlo, cada uno sentía que se sacrificaba por el otro y
los dos empezaban a estar hartos y asfixiados. Elvira había perdido su encanto
a los ojos de Ismael,
e Ismael
había dejado de ser para Elvira un hombre cálido y comprensivo y se
había convertido en un lastre.
En ese clima familiar, Ricardito,
como le decía la madre, crecía y se transformaba en un nene consentido,
solitario y algo miedoso. Elvira vivía agobiada ante la idea de que al
chico le pasara algo, y tendía una red protectora que era útil solamente para
enfurecer a Ismael:
no lo dejaba treparse a los árboles ni subir a los techos ni andar en bicicleta
por la calle. Cuando fue más grande le prohibió inscribirse en un club de rugby
("los chicos se matan en el rugby"),
lo convenció para que no jugara con sus amigos con una tabla de skate ("vas a perder los dientes") y para que
no fuera con ellos de campamento ("es un peligro espantoso").
Ricardito
aceptaba las reglas de su madre y se dedicaba entonces a leer y a tocar la
guitarra.
Ismael, mientras tanto, había vuelto poco a poco a
sus hábitos de soltero, que incluían encuentros con sus amigos, salidas a la
cancha y prostitutas.
Si Elvira estaba molesta por la actitud de su
marido, se lo guardaba. En el fondo lo único que le importaba era criar a su
hijo, conservar al esposo y estar tranquila en su casa.
Ismael no estaba de acuerdo con la crianza del
hijo pero tenía la teoría de que los primeros años de los chicos eran
responsabilidad de las madres. Igual intentó convencerla de que lo mejor sería
que Ricardo fuera aprendiendo a los
golpes para que, más tarde, supiera manejarse por la vida, pero Elvira
era inflexible. "Ya va a tener
tiempo de sufrir y de aprender cuando sea grande", repetía
ella como un latiguillo.
Sin embargo, cuando Ricardo
estaba por cumplir quince años, Ismael decidió que ya era hora de tomar el toro
por las astas. Lo llevó por primera vez "al
bar de los muchachos" y ahí, solos los dos, le propuso una conversación
de hombre a hombre. Le preguntó, de manera brutal, si le gustaban las mujeres. Ricardo, con vergüenza, admitió que sí,
pero que estaba enamorado de una compañera que ya tenía novio. Ismael,
aliviado por la noticia de que su hijo no era homosexual como él sospechaba,
desplegó entonces un compendio absurdo de consejos sobre la vida con las
mujeres. Su hijo, estoico, escuchó todos los lugares comunes sobre el tema sin
decir una palabra. El padre entonces hizo otra pregunta crucial: "¿Ya la pusiste?". Ricardito estaba atormentado. Negó con la cabeza. El padre, dando
un golpe contra la mesa con la palma de la mano, pidió dos vasos de tinto para
festejar: esa misma semana lo rescataría de la ignorancia sexual y lo llevaría
a aprender.
Ricardo estuvo
mortificado todos los días que siguieron al encuentro con el padre. Elvira,
que había desarrollado un afinadísimo vínculo con el hijo, advirtió que algo
pasaba desde que los dos habían ido a su charla de hombres.
Lo primero que hizo fue preguntarle a Ismael. El marido la miró con
fastidio y le dijo que Ricardo ya
era casi un hombre, y que la etapa en la que ella imponía su criterio había
terminado. Le explicó, de pésimo humor, que el hijo ya había crecido y que ella
ya no servía para guiarlo en la vida. "Vos
sos mujer y no podés saber de algunas cosas. Ahora de Ricardo me
hago cargo yo".
Esa tarde Elvira habló con su hijo, que estaba en su
cuarto tocando la guitarra. Con tono despreocupado le preguntó si no le iba a
contar qué había hablado con su padre. El hijo, sobrepasado, dejó la guitarra,
salió de su habitación y fue a encerrarse al baño.
Un viernes, después de terminar con su trabajo, Ismael
salió de la carpintería y fue directo a ver a su hijo. Le dijo que esa noche,
después de comer, saldrían juntos. Ricardo
ya había pensado decirle al padre que se sentía mal y que además tenía que
quedarse estudiando, pero la expresión decidida de Ismael era inapelable. Como si
estuviera por ir al cadalso, Ricardito
se encerró en su cuarto a esperar la hora decisiva.
Elvira en ese momento entendió todo. Persiguió
al marido, que estaba entrando al baño a ducharse, y le dijo que era inhumano
obligar al hijo a tener relaciones con una puta, sin contar con el peligro de
contagios varios. Ismael la miró con indiferencia. "¿Quién te dijo a vos que yo lo llevo a tener relaciones
con nadie?" Después cerró la puerta y empezó a cantar bajo
la ducha.
Elvira supo que no podría hacer nada para
cambiar las cosas y fue a preparar la cena, llorando en silencio. Ricardito, en tanto, estaba en su cama,
acostado, mirando un mapa de Europa
que tenía colgado en una pared, y en el que dibujaba trayectos imaginarios de
sus futuras giras, cuando fuera músico de rock.
La cena fue tensa. Ismael estaba eufórico, mostrando un espíritu
festivo que nada tenía que ver con el gesto lúgubre de Ricardito ni con la mirada ofendida de Elvira. Apenas terminaron de
comer, Ismael
se levantó, se despidió de su mujer y arreó a su hijo a la calle. "Esta noche vas a saber lo que es bueno",
le dijo, palmeándole la espalda.
Ismael hizo subir a su hijo al Renault 12 que le había comprado un
tiempo atrás a un amigo de la infancia. Llegaron a un edificio sórdido que
estaba a pocas cuadras de la estación de trenes de Constitución. En el
trayecto, el padre había prendido la radio y escuchaba un tango a todo volumen.
El hijo miraba por la ventanilla pensando, acaso, en la chica de la que estaba
enamorado sin suerte.
En la puerta del edificio, Ismael se arregló el cuello de la
camisa, se abrió un segundo botón y miró a su hijo de arriba abajo. Tocó el
timbre del portero eléctrico, se anunció y le abrieron. El ascensor tenía un
cartel en la puerta indicando que no funcionaba. Subieron tres pisos por unas
escaleras oscuras y con olor a humedad. Cuando llegaron al tercer piso,
departamento 23, la puerta estaba abierta. Entraron. Ricardito vio a una mujer morocha con el pelo embadurnado con una
pasta color caoba que le chorreaba por la frente, y que estaba calentando unas
empanadas en el horno. "Me estoy
tiñendo, pasen", les gritó desde la cocina. Ismael
advirtió la mirada suplicante del hijo y lo tranquilizó. "Ella es una amiga de Susy,
nomás".
En efecto, la amiga les dijo que Susy se estaba terminando de bañar porque había estado ocupada todo
el día.
Con total familiaridad, Ismael se sirvió una empanada y se puso a mirar un
televisor que estaba encendido sin sonido. Ricardo
estaba asqueado por la mezcla de olor a tintura y empanadas. Los nervios,
además, lo enloquecían. Su padre en ningún momento le había explicado qué iba a
pasar en esa casa, qué tendría que hacer y con quién.
Unos minutos después se abrió una puerta y entró Susy, en bombacha y remera, con el pelo
teñido de rubio atado con una gomita roja. Susy
miró a Ricardo de reojo y fue
directo a saludar a Ismael con un beso en la boca. Ricardo se puso en guardia. Adoraba a
su madre y no podía tolerar imaginarla durmiendo en su casa mientras su padre
estaba con otra mujer, teniéndolo a él como testigo. Sin embargo, no supo cómo
reaccionar. Se quedó sin abrir la boca mientras Susy se sentaba en la falda del padre. Se fijó con asco en la
celulitis de esas piernas blancuzcas y en los rollos que en la espalda le
marcaba el corpiño y se traslucían a través de la remera ajustada. Susy empezó a frotarse contra su padre,
que enseguida la empujó para levantarse de la silla. Entonces miró a su hijo y
señalando a Susy le dijo que esa
mujer le iba a enseñar lo que había que saber. Susy se acercó a Ricardo,
lo agarró de un brazo y lo llevó a un cuarto que había al costado de la cocina.
Ismael
fue con ellos.
La habitación estaba pintada de naranja y tenía una cama deshecha
junto a una ventana con cortinas floreadas. "No se
fijen en la cama, no tuve tiempo de hacerla", se disculpó.
De pronto, Ricardo
vio con asombro que su padre empezaba a sacarse la ropa. Desconcertado, fue
hacia la puerta para dejar solos a su padre y a Susy. En el fondo estaba aliviado porque no tendría que hacer nada
con esa mujer desagradable. Sin embargo, dudaba: bien podía suceder que después
de estar con el padre, a él le tocara quedarse con Susy.
Cuando estaba a punto de salir, Ismael lo llamó. Ya estaba en la
cama, desnudo, y le estaba sacando la remera a la mujer. Mientras le metía la
mano por debajo de la bombacha y Susy
gemía con la boca bien abierta, el padre miró a su hijo. "Quedate ahí. Nosotros te vamos a mostrar cómo se hace,
así que fíjate bien todo", le dijo, en tono didáctico.
La sesión duró una media hora, en la que el padre se esforzó
en mostrar lo mejor de sus habilidades. Ricardito
miraba asqueado. No sabía casi nada de sexo, y su única información consistía
en relatos que escuchaba en el colegio y un único fragmento de una película
porno que había visto en la casa de un compañero. Pero había una distancia
abismal entre la imagen de dos desconocidos en una pantalla de TV y la
presencia en vivo y en directo de su padre con una puta, a metro y medio de
distancia. La cercanía sin filtros de ninguna clase le permitía verlo todo: la
panza de su padre chocando contra la panza de la mujer, la torpeza de
movimientos de los dos, las tetas caídas de Susy. Su padre, además, golpeaba a cada rato el culo de su amante
con la palma de la mano, a lo que ella respondía con grititos ridículos. Pero
si los gemidos de Susy le irritaban,
los alaridos guturales de su padre al llegar al orgasmo le parecieron
vergonzosos.
Cuando todo terminó, su padre se desplomó sobre un costado
de la cama, resoplando, mientras Susy
se levantaba y salía del cuarto, anunciando que iría al baño. Ricardo temía lo peor: que su padre
tomara el lugar de observador y lo obligara a meterse en la cama con Susy. La sola idea lo espantó. Se
imaginó a sí mismo desnudo, en contacto con el cuerpo blando de Susy (un cuerpo que ya había estado en
contacto con su padre) y sintió que no iba a poder tolerar la
repulsión.
Pero nada de eso sucedió. Susy volvió ya vestida con una camisa y un short. Su padre se
levantó, se miró con satisfacción en un espejito con marco de plástico naranja
que colgaba de una pared, y empezó a vestirse. Cuando terminó le alargó a Susy un par de billetes, le dio un beso
en la boca y una lamida en el cuello, y se despidió.
Bajaron la escalera, salieron a la calle y entraron al auto,
en silencio. Ricardo no se animaba a
mirar al padre, que sonreía feliz. "¿Y?
¿Viste cómo era la cosa?", le preguntó,
mirándolo de reojo. El hijo se hundió en el asiento y miró obstinadamente por
la ventanilla, como si del otro lado del vidrio se estuviera decidiendo su
destino. No se dijeron nada en todo el trayecto.
La madre los recibió en camisón, con la cara hinchada por
haber llorado. Abrazó al hijo, que no pudo mirarla a los ojos: sentía que había
participado de una traición imperdonable, en asociación canallesca con el
padre. Ismael
miró a Elvira
y le preguntó si había algo para comer.
Al día siguiente, Elvira esperó a que su marido fuera a la
carpintería y decidió hablar con el hijo, que estaba preparándose para ir al
colegio. Estaba convencida de que Ismael lo había llevado con una puta, lo cual era
obvio, pero ni siquiera imaginaba en qué consistía la lección que el padre
había preparado. Creía que le había conseguido una cita y que él se había
limitado a pagar y a esperar afuera mientras Ricardito debutaba. Quería, sin embargo, saber más: si el hijo se
había cuidado con preservativos, si la experiencia había resultado traumática,
si la mujer lo había tratado bien. Empezó a preguntar pero se encontró con un
hijo desconocido en su actitud esquiva. Ricardo,
por su parte, no quería hablar del tema porque se sentía culpable por no haber
actuado a favor de su madre, obligando a su padre a mantenerse fiel. Pero no
fue capaz de sostener su secreto por mucho tiempo: dos días después le contaba
a Elvira
con todo detalle lo que había pasado esa noche.
Elvira no podía creer lo que escuchaba. A esa
altura ya se había calmado, convenciéndose de que Ismael había actuado como tantos
hombres que querían que sus hijos se sacaran de encima la deuda del sexo sin
demorarse demasiado. Pero esto era distinto. Nunca jamás había escuchado un
relato semejante. Volvió a preguntarle a Ricardo
si estaba seguro de lo que decía. El hijo le contestó que sí, aliviado al ver
que su madre lo perdonaba y dirigía su furia hacia el padre.
Esa misma noche Elvira mandó al hijo a visitar a una tía y
encaró al marido. La pelea fue brutal. Ismael le dijo a su esposa que era una mujer
inútil, estúpida y metida. "Y mayor. ¡Estás
vieja! ¿Cómo querés que me caliente con vos?". Indignada, Elvira
le dijo que se quería separar. La respuesta fue un puñetazo en el estómago que
la dejó sin aliento.
Nunca la había golpeado así. Es verdad que hacía tiempo que
amenazaba con pegarle. Las amenazas, además, servían para desactivar peleas:
antes de que la discusión subiera de tono venía la amenaza, que surtía en Elvira
un efecto inmediato. Pero esta vez el golpe había sido de verdad.
Cuando recuperó el aire y pudo hablar, Elvira se sentó en su cama y no
mencionó el golpe ni la pelea. Solamente le dijo que no volviera a llevar a Ricardo al departamento de su amante.
Elvira e Ismael siguieron durmiendo juntos pero apenas se
hablaban. Ella evitaba tenerlo cerca y pasaba horas mirando por la ventana, sin
siquiera moverse. Ricardo se daba
cuenta de que su madre sufría, y pasaba con ella buena parte de su tiempo
libre. Había dejado sus clases de guitarra para acompañarla, cebarle mate y
mirar con ella películas viejas por televisión.
Elvira empezó a tenerle miedo a su marido. Le
pareció que un hombre que llevaba a su hijo para que lo viera teniendo sexo con
su amante era capaz de cualquier cosa. Temía además que Ismael, viendo que Ricardito estaba cada vez más apegado a
ella, tomara alguna represalia: que la golpeara o que directamente volviera a
llevar al hijo al mismo lugar.
Elvira no solamente no se recuperaba de su
depresión sino que empeoraba día a día. Una tarde fue a visitarla una de sus
tías y la convenció para salir a caminar e ir al cine. Fueron.
Cuando Ismael vio que Elvira salía, respiró aliviado. Hacía tiempo
que su mujer estaba instalada en su casa como un mueble desvencijado, sin
hablarle y sin mirarlo. Mientras él se preparaba un sándwich en la cocina,
llegó Ricardito del colegio. Ismael
pensó, entonces, que era un momento ideal para volver a llevarlo a lo de Susy a quien, por otro lado, iría a
visitar esa noche.
La llamó para asegurarse de que podía adelantar la visita y
llevar de nuevo al hijo. Después le dijo a Ricardo
que se preparara porque iban a salir. Ricardo
amagó una disculpa ("tendría que
quedarme a estudiar") pero el padre fue inflexible. "Vestite y vamos", dijo, mientras iba
él mismo a darse una ducha. Media hora después estaban en camino.
El ritual en lo de Susy
fue parecido al de la vez anterior. Apareció la amiga que abrió la puerta y
luego entró Susy, esta vez envuelta
en un toallón. Ismael
tomó un vaso de tinto, ayudó a arreglar una canilla que perdía y fueron al
dormitorio. Ricardo, sin embargo,
pidió estar afuera del cuarto. Su padre, que estaba terminando de desnudarse,
le dijo que se quedara, que para eso lo había llevado. "Si te vas, ¿cómo vas a aprender? Fijate bien porque
después se la vas a tener que poner a la amiguita esa que te gusta tanto".
Ricardo estaba
impresionado. La imagen de su padre, trepando por encima de Susy y metiendo mano entre sus carnes
movedizas, se le mezcló con la fantasía sutil que había tenido muchas veces de
un acercamiento sexual con su compañera de escuela. Se sobresaltó. Pensó que, después
de ver lo que estaba viendo, nunca podría tener sexo con la chica que le
gustaba ni con ninguna otra. Desolado, siguió mirando a su padre y a Susy, que repetían más o menos lo que
habían hecho la otra noche, aunque con algunos adicionales.
Cuando Elvira volvió a su casa vio que todas las
luces estaban apagadas y que no había nadie. Asustada, entró al dormitorio del
hijo y vio el uniforme del colegio doblado en una silla. Entró al cuarto que
compartía con Ismael
y vio que el placard estaba abierto. Fue a ver el baño: era evidente que el
marido se había dado una ducha pero nada indicaba que hubiera tenido que salir
de urgencia. Siguió mirando y vio que su frasco de colonia para después de
afeitar estaba abierto. Entonces entendió.
Fue a la puerta a esperar a los dos y se quedó ahí, inmóvil,
temblando de rabia. Se daba cuenta de que todo era una tremenda injusticia. A Ismael
ni siquiera le había recriminado que tuviera una puta fija: lo único que le
había pedido era que no volviera a llevar al hijo a que viera lo que hacía en
la cama con la otra.
A medida que pasaban las horas, Elvira estaba más y más
alterada. Al fin vio que llegaban y que Ismael entraba el auto en el garaje de la
carpintería. Ella abrió la puerta y se quedó ahí, agazapada. Cuando entraron,
dejó pasar al hijo y se abalanzó sobre el marido. Estaba enardecida. "Lo llevaste otra vez a que viera tus porquerías",
le gritaba, mientras le arañaba la cara y le tiraba del pelo. El padre se la
sacó de encima y le indicó a Ricardito
que se fuera a su cuarto. El hijo estaba conmocionado y volvía a sentir culpa
por haber defraudado a la madre. No había sido capaz de negarse a acompañar al
padre ni había sido capaz de impedirle que se acostara con la amante. Corrió a
su cuarto y se encerró con llave a llorar de rabia y de vergüenza.
Elvira volvió a la carga y le gritó a Ismael
lo único que él no quería escuchar: "¡Degenerado! ¡Lo
llevás porque te calienta que tu propio hijo te vea en la cama!".
Ismael
la miró y le tiró una trompada a la mandíbula que la alcanzó a medias. Ella no
sintió el golpe. Estaba enceguecida. Corrió a la cocina, sacó una pistola que
su marido guardaba en un armario y empezó a disparar. Apretaba el gatillo casi
sin mirar, más pendiente de descargar su furia que de acertar los tiros. Estuvo
disparando, casi en trance, hasta vaciar el cargador. Cuando dejó el arma, su
marido estaba herido pero vivo, con los ojos abiertos, la espalda apoyada
contra una pared y las piernas en el piso. Lo habían alcanzado tres disparos,
dos en el pecho y uno en una pierna. Los peritos encontraron después once balas
más por toda la cocina.
Ricardo salió de
su cuarto y se enfrentó con el horror. Llamó a unos vecinos, que a su vez se
encargaron de pedir una ambulancia, avisar a la policía y tratar de detener las
múltiples hemorragias de Ismael. Mientras tanto, Ricardo intentaba reanimar a Elvira, que no decía una palabra y se frotaba
una mano contra la otra. Le decía a la madre que había hecho bien, que su padre
tenía la culpa de todo, que la quería y que por favor le dijera algo.
Elvira quedó detenida esa misma noche. No pudo
declarar porque estaba muda. Los psiquiatras constataron que sería inútil
interrogarla.
Ismael resistió tres días en terapia intensiva
hasta que murió. Cuando un policía se acercó a Elvira y le comunicó la
noticia, ella levantó la vista, respiró profundo y empezó a hablar.
Elvira R. estuvo un año detenida esperando la sentencia.
Su hijo fue a vivir con una tía que había conseguido la tenencia provisoria.
Para la defensa, la mujer no tenía por qué estar presa.
Argumentaron que había efectuado catorce disparos, de los cuales solamente tres
impactaron en su marido. Esto fue, para los forenses, la prueba fundamental que
determinaba que
Elvira había actuado por emoción violenta. El juez estuvo de acuerdo
y Elvira
quedó en libertad. Poco después recuperó la custodia de su hijo.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)