Mónica D. " Acorralada "
Cada tarde, cuando daban las seis, Mónica D. tenía que preparar el
té para su madre inválida. Calentaba el agua y un poco de leche, ponía a tostar
pan francés y colocaba una porción de mermelada de frutillas en un platito de
café. Un rato antes tenía que sacar la manteca de la heladera porque su madre, Beatriz, la prefería a temperatura
ambiente.
Una vez que todo estaba listo, acomodaba la merienda en una
bandeja y la llevaba al cuarto de la madre, que recién empezaba a despertarse
de su siesta.
Apenas entraba, corría las cortinas para que se filtrara la
luz y veía cómo ella, con gesto adusto, miraba el reloj para verificar que
estuvieran cumpliendo el ritual del té a la hora convenida. Después venía el
control de la temperatura de la leche y el tostado del pan. El conflicto solía
surgir por la textura de la manteca. Era común que Mónica se olvidara de sacarla
del frío con anticipación, lo cual era advertido de inmediato por Beatriz, que en el acto suspendía la
ceremonia. Había que esperar que la manteca se ablandase, con lo cual se
enfriaba todo lo demás. Mónica, abnegadamente, volvía a preparar el
té, la leche y las tostadas.
Los pocos amigos de Mónica le reprochaban su sumisión asombrosa,
pero ella ya se había acostumbrado a soportar a su madre. "Mamá es así. Está enferma y se siente mal, pero ya va a
pasar".
Beatriz había
quedado paralítica por un error grosero en una operación de hernia de disco. En
ese momento, Mónica
había cumplido dieciséis años y todavía se estaba reponiendo de la muerte de su
padre. "Menos mal que tu papá ya murió y no tiene
que verme así, porque el pobre no lo soportaría", solía
repetirle Beatriz, autocompasiva.
El padre, un cardiólogo exitoso, había tenido tiempo para
dejar a su esposa y a su hija una cantidad de recursos económicos suficientes
como para vivir sin sobresaltos. La madre cobraba dos pensiones y recibía
dinero por el alquiler de tres consultorios y dos departamentos en la costa.
Así pudieron contratar mucamas y enfermeras, aunque por lo general ninguna
permanecía en la casa por más de dos o tres meses. Con sus exigencias absurdas
y su carácter imposible, Beatriz las
espantaba como a moscas. Entonces, era Mónica quien tenía que hacerse cargo del
cuidado de la madre.
Diez años después de la operación que la dejó inválida, Beatriz ya se había acostumbrado a
vivir una vida miserable. Como estaba aterrada ante la posibilidad de quedarse
sin dinero, había decidido prescindir de la ayuda de una mucama y obligaba a su
hija a cuidarla y a hacer las cosas de la casa. Por eso mismo, Mónica
llevaba siete años estudiando abogacía y estaba lejos de terminar. Mientras
todos sus compañeros ya se habían recibido, ella, muy lentamente, iba cursando
la carrera en los ratos libres. Sabía que tenía que estar en su casa por la
mañana para bañar a la madre, darle los remedios, prepararle el desayuno y el
almuerzo, y dejárselos a su alcance. Ya había calculado que a eso de las diez
podía dejar la casa, pero a las seis de la tarde tenía que volver para la
dichosa merienda. Después podía salir una vez más, aunque debía llamar a Beatriz cada hora para ver si estaba
bien. De todas maneras, era imposible siquiera pensar en pasar una noche fuera
de la casa o llegar después de medianoche.
Aunque no podía caminar, Beatriz era capaz de arreglárselas sola. Sin embargo, no lo hacía.
Por supuesto, podía ir en silla de ruedas a hacer las compras, o a visitar
amigas, o al médico, o a estudiar, o a mirar vidrieras, pero había decidido
depender enteramente de su hija. Tanto dependía que ni siquiera se desplazaba
por la casa. Con el tiempo, Mónica empezó a sospechar que su madre, cuando
estaba sola, se movilizaba sin mayores inconvenientes. De hecho, había
encontrado evidencias de sus desplazamientos, que Beatriz negaba, indignada y ofendida.
Los médicos que la atendían también trataban de convencerla
para que hiciese alguna actividad por sus propios medios. Todo era inútil.
La situación se complicaba porque, además, Beatriz había empezado a desarrollar un
cuadro depresivo. Su psiquiatra intentó convencerla para que estudiara algo o
se anotara en algún curso. Pero ella no quería hacer otra cosa que estar en la
cama. "Ya sé que hay otros que están como yo y
hacen su vida. Pero mi caso es distinto. Yo no tuve un accidente ni nací así ni
tuve polio ni nada. Yo estoy paralítica porque un médico me operó mal y me
arruinó la vida. Y además mi esposo murió y me dejó sola. De esto yo no puedo
salir, ni quiero", solía decirle al psiquiatra en cada
sesión. Al fin, Mónica,
que era la encargada de llevarla y traerla, decidió suspender el tratamiento
psiquiátrico por considerarlo una experiencia inútil.
En la casa de al lado vivía Beba, una viuda sesentona y
autoritaria que había sido amiga de la familia de Mónica pero que, después de la
muerte del padre y del accidente de la madre, había dejado de visitarlas con la
asiduidad de otros tiempos.
Sin más cosas para hacer, Beba se dedicaba a observar a sus
vecinas. Había llegado a la conclusión de que Mónica era una hija desaprensiva
que no ponía empeño suficiente en alegrar a su madre ni en hacerle la vida más
fácil ni en incentivarla para ponerse en acción.
Una mañana, cuando Mónica estaba saliendo para la facultad, se
encontró con Beba
en la puerta, barriendo la vereda en bata y pantuflas. "Tu madre sufre y vos no te das cuenta. Deberías hacer más
por ella, que es una santa", le recriminó, mirándola como a
una enemiga. Mónica
no podía creer lo que escuchaba. Sentía que estaba sacrificando su vida por su
madre, y que nadie le reconocía el esfuerzo. No le contestó nada y amagó con
irse, pero Beba
la retuvo, agarrándole el brazo. "Pensá bien y no
seas egoísta. Beatriz te necesita".
Mónica, que no estaba acostumbrada a
defenderse de los ataques, no contestó nada. Apenas pudo hacer una mueca de
disgusto y se fue.
Hacía muy pocos meses Mónica había empezado a salir con Luciano, un compañero de facultad dos
años menor. Al principio no le había gustado y además le parecía ridículo.
Usaba zapatos con plataforma, camisas ajustadas y brillantes, sacos con
hombreras exageradas y el pelo teñido de rubio platinado con las raíces negras.
Se pasaba el día entero escuchando música electrónica en un walkman y seguía el
ritmo —aún en medio de las clases— sacudiendo la cabeza y los hombros
con movimientos espasmódicos. De hecho, esa costumbre le valió el apodo de
Robot, que con el tiempo terminó resumido en Robi.
Robi era
simpático y sociable, pero advertía que los demás se reían de él, que evitaban
verlo fuera de la facultad y que no lo tomaban en serio. Mónica, que por su timidez no
tenía la más mínima popularidad entre sus compañeros, se había encariñado con él.
Los unían el rechazo de los demás y una comprensión profunda de lo que
significaba no ser aceptado.
Poco después de conocerse, estaban todo el día juntos. Eran
una pareja llamativa: no formaban parte de ningún grupo, se sentaban apartados
del resto, hablaban en susurros e iban juntos a todos lados. Mónica
era la más débil y vulnerable. Estaba siempre alerta a cualquier señal que en
los demás delatara burla o antipatía. El miedo al ridículo le impedía hacer
buena parte de las cosas que para el resto de la gente eran sencillas. Mónica
era incapaz de hablar en público, tartamudeaba cuando tenía que rendir un
examen, jamás se sentía cómoda con su manera de vestirse, no sabía bailar ni
cantar ni practicar ningún deporte, y hasta había dejado sus clases de alemán
porque le daba vergüenza hablar con el profesor. Su madre sabía perfectamente
cuáles eran los puntos débiles de su hija y a la menor oportunidad le recordaba
sus limitaciones. "Pobrecita...
siempre fuiste así, tan corta, tan limitada... En algo debo haber fallado
cuando te eduqué, para que salgas así".
Mónica decidió llevar a Robi a su casa por pura necesidad: ni ella ni él tenían dinero para
ir a ningún lado, y además Mónica debía cuidar a su madre. A Beatriz el novio de la hija le resultó
lamentable. Ni bien lo vio le dijo a Mónica que jamás lo iba a aceptar porque era demasiado
raro. Ya desde la primera visita lo miró con antipatía profunda, y le dejó la
mano colgada cuanto él se la tendió para saludarla.
Con los meses, sin embargo, Beatriz no tuvo más remedio que adaptarse a la realidad. Robi iba a la casa casi todos los días
y hasta la acompañaba, junto a Mónica, para el té de las seis.
Mientras tanto Beba veía con horror la situación de sus vecinas.
Evitaba cruzarse con Beatriz y —en
cambio— estaba alerta para asomarse cuando Mónica entraba o salía de la
casa, sola o con Robi. De alguna
manera se las ingeniaba para abrir la puerta en el momento mismo en que Mónica
aparecía, y se le plantaba delante, mirándola con desprecio. Si estaba Robi, extendía su desprecio a los dos.
Poco después empezó a acompañar las miradas reprobadoras con
algún insulto dicho entre dientes hasta que un día se animó: esperó que Mónica
y Robi entraran a la casa y les tocó
el timbre. Cuando ella abrió la puerta, Beba le pidió un minuto para hablar fuera de la
casa. Mónica
se asomó y ahí mismo la vecina le dijo que las visitas de Robi tenían que suspenderse. Ella vivía sola y tenía miedo de que
ese desconocido terminara desvalijando las dos casas vecinas.
Si bien la relación con Robi
la ayudaba a soportar el agobio de su vida, Mónica se sentía día a día más presionada.
Su madre mantenía un nivel de exigencias difícil de tolerar: pretendía que la
hija mantuviera la casa limpia, que cocinara, que le tiñera el pelo, que le diera
los remedios y hasta que le pintara las uñas. La hija, que con veintiséis años
se sentía de sesenta, le recordaba que tenían dinero suficiente como para
contratar al menos una mucama. Beatriz
la miraba con espanto. "Ya no existen
las entradas de plata que había cuando tu papá trabajaba y operaba. Ahora
tenemos que vivir de las pensiones y los alquileres, y ese dinero se puede
terminar", argumentaba. Cuando Mónica le preguntaba dónde iba a
parar el dinero que evidentemente no se usaba, Beatriz replicaba, muy seria: "Lo
guardo. Ahorro. Para que después vos no quieras meterme en algún asilo de
cuarta".
Poco a poco el hartazgo de Mónica fue tomando cuerpo. Su
noviazgo con Robi, además, había
sido el detonante para sacarla de su estado de resignación profunda. Se dio
cuenta entonces de que su madre ya no le daba pena sino rabia. Pensó en la
cantidad interminable de horas dedicadas a darle pastillas, prepararle tés y
correrle las cortinas, y se dijo que esa etapa de su vida tenía que llegar a su
fin.
Hizo unas simples cuentas y llegó a la conclusión de que el
dinero que su madre guardaba en la caja fuerte, además del que seguiría
cobrando, debía ser más que suficiente para no temer una posible bancarrota. Su
plan era impecable: contratarían, como al principio, una mucama y una
enfermera, y ella se iría a vivir sola. Para esto era necesario vender una de
las propiedades de la costa y con ese dinero comprarse un departamento. Repasó
los números con Robi y le planteó a Beatriz la cuestión. Su madre la escuchó
atónita: creía que a esa altura de los acontecimientos su hija ya estaba
domesticada. Compuso un triste personaje de víctima y la miró a los ojos,
confundida. "Me querés internar, ya me doy cuenta. Me
estás diciendo que siempre fui una carga para vos, por vieja y porque estoy
inválida". Mónica no se dejó amedrentar y le explicó que
había entendido mal: no la iba a abandonar sino que iría a vivir a otra casa
con su novio y le haría todas las visitas que fueran necesarias. Además, una
enfermera profesional sería más útil que ella misma.
Dos días después, la madre sufrió un pico de presión y tuvo
que ser internada por precaución. Mónica enterró su plan por un tiempo y todo
siguió como hasta entonces.
Cuando Beatriz se
recuperó y ya había pasado un tiempo prudencial desde el ataque, Mónica
volvió a la carga. Durante esas semanas había empezado a rememorar su rutina
diaria. Se veía a sí misma yendo y viniendo de la cocina al cuarto de su madre,
atendiendo sus caprichos más absurdos y escuchando sus críticas más ofensivas.
Se preguntó cómo, en todos esos años, había adoptado una actitud tan pasiva.
Tan enojada estaba con su propio comportamiento que no podía
dejar de pensar en el pasado. Su novio intentaba distraerla pero Mónica
estaba empecinada en revisarlo todo. Cada situación vivida entre ella y su
madre le parecía peor y más patética de lo que en verdad había sido: la
indignación le distorsionaba los recuerdos. Era obvio que no podía seguir
viviendo en esa casa mucho tiempo más.
Apenas advirtió que su madre estaba mejor, retomó sus planes
de independencia. Le dijo que ya había tomado la decisión y que había que poner
en venta alguna de las propiedades de la costa cuanto antes: eso evitaría que
la relación entre las dos continuara su evidente deterioro.
Beatriz le pidió
unos días para hacerse a la idea de los cambios y se dedicó a ganar tiempo.
Mientras tanto, el frente de tormenta con Beba iba
de mal en peor. Despojada del más elemental sentido común, la vecina había
emprendido una cruzada contra la permanencia de Robi en la casa, contra la actitud de Mónica con su madre y contra los
sonidos fuertes después de las diez de la noche. Por algún motivo, la precaria
estabilidad emocional de Beba había colapsado. De un momento para el otro
se dio cuenta de que no estaba dispuesta a tolerar a Mónica ni su novio, y se los
hacía saber. Permanentemente les tocaba el timbre para quejarse por el volumen
de la radio, por el olor a comida, por el ruido de una ventana que el viento
había cerrado de golpe. Si ellos perforaban una pared para colocar un cuadro,
ahí estaba Beba
para dejar sentada su protesta. Si se les caía una olla, en el acto llegaba Beba con
su enojo. La modalidad era siempre la misma: una seguidilla de golpecitos
rápidos y la voz de alerta, en tono indignado: "Soy
yo, soy Beba. ¿Me atienden?".
Los meses seguían pasando y nada se resolvía. A pesar de su
frustración y de su enojo, Mónica seguía cuidando a su madre, que después
de su ataque de presión había tenido que ser internada dos veces más. La primera
fue por un cuadro de deshidratación: deprimida, había dejado prácticamente de
comer y de tomar líquidos y se negaba a que su hija la alimentara. La segunda
internación fue más seria: Beatriz
se había roto la cadera en la bañera en un momento en el que Mónica
la había dejado sola para atender el teléfono.
"Se cayó a
propósito, estoy segura de que se tiró al suelo para joderme” le
dijo al novio con furia al día siguiente del accidente. Como sea, las
internaciones dejaron todo el trámite de la mudanza en punto muerto.
Beba, que en un principio evitaba encontrarse con Beatriz, cambió su estrategia. Una
tarde, cuando Mónica
y su madre volvían de la calle, Beba las interceptó en la puerta. Saludó a las dos
con amabilidad y le dijo a Beatriz
que le gustaría entrar a su casa para hacerle un rato de compañía, "como en otros tiempos". Mirando a Mónica
de reojo, con una sonrisa irónica, tomó la mano de la mujer inválida y se la
apretó con afecto. "Beatriz, Beatriz querida.
Qué sola te debés sentir. Dejáme que me quede un rato con vos, que seguro no
tenés con quien hablar".
Beatriz, que mil
veces había criticado la lejanía afectiva de la vecina y su permanente
intromisión con las cuestiones de su hogar, aceptó encantada. La visita duró
menos de una hora, y cuando madre e hija volvieron a estar solas frente a su
merienda de las seis de la tarde, Beatriz
hizo sentar a su hija para hablar de algo importante. "Beba tendrá sus cosas pero es inteligente. Y lo que me dijo es
cierto: Robi es un peligro. Seguramente nos quiere robar. No quiero
que vuelva".
Mónica no le contestó. Se quedó viendo cómo su
madre devoraba las tostadas y llenaba la cama de migas que luego ella tendría
que limpiar. Recordó que el día anterior la habían aplazado en un examen: no
había podido prepararlo por falta de tiempo. La convalecencia de su madre le
había demandado un esfuerzo adicional que repercutió, como tantas otras veces,
en sus estudios.
Al fin, se decidió. Fue a buscar un saco y le dijo a la
madre que iría a una inmobiliaria para poner en marcha la venta de un
departamento en la costa. Beatriz no
se amedrentó y por primera vez dijo claramente lo que ya tenía decidido desde
un principio. "No vayas. Yo no quiero vender nada. No voy
a autorizar ninguna venta".
Mónica trató de mantener la calma. Le dijo que
ella tenía derecho a pedir ese dinero porque se trataba de la herencia de su
padre. La madre fue inflexible. "Andá a juicio.
No me importa. Tu padre antes de morir me dijo que quería que esos
departamentos no se vendieran. Y yo voy a respetar lo que él me pidió".
Esa noche Mónica no fue a dormir a su casa por primera
vez en su vida. Se quedó en la casa de Robi,
en un sofá que la madre del novio le habilitó en el living, "porque nosotros no somos modernos ni degenerados".
A la mañana siguiente volvió a buscar algo de ropa. En cuanto puso la llave en
la puerta, apareció Beba, indignada. Le contó que en la madrugada
llegó una ambulancia a buscar a su madre porque había tenido otro pico de
presión. "La pobre Beatriz se arrastró como pudo para
poder dejar entrar al médico. Qué vergüenza".
Esa misma tarde la madre estaba de vuelta en la casa. Mónica
se quedó sentada al lado de su cama, en silencio, viéndola dormir. Antes de las
seis Beatriz abrió los ojos, miró la
hora y habló: "Tengo el azúcar muy alto. Para el té ya no
puedo comer la mermelada de siempre. Andá a comprarme una que sea de bajas
calorías".
Mónica empezó a tener fantasías asesinas. Se imaginaba
que ahogaba a la madre con una almohada y que la enterraba en el jardincito
trasero. Como se sentía sola y no podía soportar sus propios pensamientos, le
contaba todo a Robi, en detalle. Los
dos partían de la base de que ella jamás se animaría a matar a la madre y
tomaban esas charlas macabras como un sano ejercicio para liberar tensiones.
La convivencia entre Mónica y Beatriz
había empeorado aceleradamente. Mónica se había animado a expresar su disgusto
con pequeñas muestras de independencia. Dejó de hacerle el té de las seis de la
tarde, preparaba comidas que a su madre nunca le habían gustado, no la ayudaba
a hacer sus ejercicios de elongación y mostraba una indiferencia plena frente a
sus charlas cotidianas.
Sin embargo, Mónica no podía ir mucho más allá. A pesar de
su enojo y su rechazo, tenía terror de que su madre se muriera. Beatriz, que conocía perfectamente a su
hija, se aferraba a este dato para dominar la situación. Fue Robi quien le marcó a Mónica
la contradicción durante una charla en la que ella volvía sobre la idea de eliminar
a la madre. "Si tu vieja se muere, vos te volvés loca,
así que tenés que pensar otra cosa".
Mónica iba enfrentando a la madre de a poco,
sin tensar demasiado la cuerda. Pero en cuanto la madre se sentía mal o decía
estar enferma, Mónica
volvía a su régimen de sometimiento y obediencia. Las dos medían fuerzas y
estaban agotadas una de la otra.
Una mañana Mónica recibió el llamado del médico de
cabecera de su madre para anunciarle que los exámenes clínicos no habían dado
bien: cambiarían la medicación y harían algunos estudios complementarios.
Conmocionada por la noticia, Mónica fue al cuarto de la madre
para contarle, en versión piadosa, su conversación con el médico. Beatriz adoptó una actitud resignada y
lastimera. Pidió que la acompañara a lo de su abogado para dejar los papeles en
regla ante la proximidad de su muerte. Fueron. La madre pidió estar a solas con
el abogado. "Ahora no va a hacer falta que vendas un departamento
porque vas a recibir todo, cuando yo no esté".
Mientras tanto, la vecina había empezado a jugar un doble
papel: visitaba a Beatriz día por
medio pero seguía enfrentándose a Mónica y a Robi. Cada vez que hacían un ruido que a Beba le parecía excesivo, se
plantaba con autoridad y los llamaba para dejar sentada su posición. Después de
los inconfundibles golpecitos nerviosos se anunciaba, desde afuera, con la
fórmula habitual. "Soy yo,
Beba,
¿me atienden?"
Mónica, totalmente harta, le pidió a su madre
que hablara con la vecina para frenar sus constantes intromisiones y quejas. Beatriz pareció escandalizada. "¿Cómo le voy a decir que no proteste, si ustedes la
molestan? Ella tiene derecho, pobre; además, lo hace por mi bien".
Así, la vida de Mónica iba entrando en una vertiente más y más
angustiante. Se sentía totalmente acorralada entre los requerimientos
incesantes de su madre inválida y la inesperada actitud controladora de su
vecina.
Robi, como único
amigo y confidente de Mónica, trataba de desarticularle su creciente
neurosis. "Por lo menos —le
decía— dejá de preocuparte por Beba".
Pero era justamente la presencia de Beba lo que más la estaba alterando. Cada vez que
cerraba la puerta de calle se imaginaba a la otra, en la puerta de al lado,
acechando. No se equivocaba: si no cerraba con extremo cuidado, se podía
escuchar, nítido, el insulto del otro lado de la pared. "¡Hijos de puta! ¡No saben cerrar una puerta sin dar un
golpe!"
Obsesionada, Mónica había desarrollado técnicas para abrir
y cerrar la puerta de calle sin hacer el mínimo sonido y trataba de imponerle
la nueva costumbre a su novio.
También ponía el televisor y la música a un volumen bajísimo,
lo que le traía problemas con Robi,
que no estaba dispuesto a acatar las decisiones paranoicas de Mónica.
Una mañana, a las siete, Mónica fue a despertar a su
madre para llevarla a hacer los estudios que le había pedido el médico. Beatriz se negó a ir. Estaba deprimida
y asustada. Trágica, le habló desde la cama, prácticamente cubierta con las
sábanas. Le dijo que la dejara morir en paz y que no estaba dispuesta a seguir
arrastrándose por la vida en su silla de ruedas, siendo una carga para todos. Mónica
se acercó, la destapó e intentó sentarla para sacarle el camisón y vestirla. Beatriz ofreció resistencia y las dos
terminaron forcejeando hasta que Mónica, muy alterada, la soltó. "Me voy a la facultad, hacé lo que quieras, y si querés
morirte es problema tuyo". "No le
hables así a tu madre", fue la respuesta ofendida de Beatriz. Mónica ya no podía contenerse. A
los gritos empezó a pasarle una por una todas las cuentas pendientes de su
vida. Cuando terminó, la madre la estudió con incredulidad. "Ahora me vengo a enterar de que mi hija me odia.
¿Sabés qué? Andate
y no vuelvas más. No te quiero ver más a vos ni al marica de tu novio".
Con lágrimas de indignación, Mónica corrió a su cuarto para
buscar un abrigo y una cartera e irse. En eso estaba cuando escuchó los golpes
de la vecina en la puerta de entrada. "Soy
Beba,
¿me atienden?" Furiosa, Mónica
apuró el trámite: se colgó el bolso al hombro, agarró una campera al voleo y
salió. Beba,
en camisón, le dijo que quería pasar para ver si su madre estaba bien. "Seguro le hiciste algo, yo escuché. Sos mala persona, vos".
Beba y Mónica se miraron. Si no se hubiera sentido
tan acorralada, Mónica
no habría reaccionado como reaccionó. Beba, por su parte, no tenía manera de saber que
cometía un error trágico: se estaba cruzando en el camino de una mujer que
había llegado al límite mismo de su tolerancia emocional y no podía soportar
más presión de la que soportaba.
Sin pensarlo ni un instante, Mónica se tiró encima de Beba y
con la correa de su cartera le apretó el cuello hasta estrangularla.
Siguió apretando y solamente aflojó cuando la vecina ya
llevaba un buen rato muerta y ella misma se había quedado sin fuerzas.
Dejó el cadáver tirado en el pasillo, cerró la puerta, que
había estado entornada pero abierta durante todo el proceso de
estrangulamiento, y fue al cuarto de su madre, con la cartera en la mano. No
sabía si ella podía haber escuchado algo porque no tenía registro del crimen
que acababa de cometer: por más que se esforzaba era incapaz de recordar si Beba
había emitido algún sonido o alguna señal que pudiera haberla alertado.
Pero la madre seguía tirada en la cama, con la cara
prácticamente cubierta por las sábanas, viviendo a pleno su sufrimiento físico
y existencial.
Entonces cerró la puerta del dormitorio y volvió al pasillo.
Se paró al lado de la vecina muerta y la miró con curiosidad: nunca la había
visto en esa posición ni con ese gesto y le pareció una absoluta desconocida.
La sujetó por los brazos y la arrastró hacia el cuarto de servicio, que hacía
años que funcionaba como depósito de ropa vieja y artículos de limpieza. Abrió
un placard, corrió unas perchas, quitó un estante sobre el que había unos
cuantos sacos apolillados, y —una vez que hizo lugar— acomodó a Beba. Le
tiró encima los sacos apolillados, y cerró la puerta del placard.
Ese día Mónica tenía que rendir un examen en la facultad.
Robi, que ya había aprobado esa
materia, la acompañó. Sin embargo, poco antes de entrar, ella dijo que se
sentía mal y que quería volver a su casa. En el camino pararon en un bar para
tomar un té y Mónica
le contó que acababa de matar a la vecina. Ni por un momento Robi pensó que se trataba de un chiste.
Conocía demasiado bien a su novia y advirtió claramente que decía la verdad.
Mónica le hizo un relato lineal y monocorde de
lo que había pasado, como si le estuviera contando una película, mientras Robi calculaba los pasos que sería
conveniente seguir.
Ya en la casa Robi
fue directamente a la habitación de servicio. La misma Mónica abrió la puerta del
placard. "¿Ves? Sigue
ahí. ¿Qué vamos a
hacer? ¿La enterramos en
el patio?"
Robi, que jamás
había visto un cadáver de cerca, se sentó en la cama, lívido.
Su novia lo abrazó y le dijo que pensara en algo, mientras
ella iba a darle de comer a la madre.
Robi hizo la
denuncia esa misma tarde. Le dijo a su novia que iba a hacer un trámite y fue
directamente a una comisaría.
Mónica fue detenida, acusada de homicidio
simple. Al momento de su detención pidió que la autorizaran para ir al velorio
de su vecina. "Pobre mujer. Yo no tenía que haberla
matado. De haber tenido mi propia casa, esto no habría pasado: ella seguiría
viva y yo no estaría presa... Lo que es el destino... Yo estaba enojada con
mamá y la maté a ella".
La condenaron a once años de prisión. Saldrá en libertad a
fines de 2010.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)