Mercedes G. " Vírgen "
Las dos únicas cosas que a Mercedes G. le producían orgullo
eran su flacura y su virginidad.
Había cumplido treinta años y se sentía una perdedora. Vivía
con su familia, estudiaba historia a ritmo lento, no tenía pareja ni trabajo ni
amigos, se veía fea y sospechaba que nadie la quería ni la había querido nunca.
La imagen patética que Mercedes tenía de sí misma la obligaba a
replegarse en su propio mundo: se encerraba en su cuarto a estudiar, a leer y a
imaginarse el momento en el que, por un milagro divino, las cosas cambiarían.
"Dios me va a ayudar a salir de esto",
decía siempre, en cuanto alguien le preguntaba por cualquier cosa de su vida.
Su hermana Olga, dos años menor, era la contracara de Mercedes:
alegre, atractiva, vanidosa. Vivía unos días en su casa y otros en la casa de
su novio, trabajaba en una inmobiliaria, ganaba bastante dinero, los hombres la
perseguían y era la preferida de sus padres. Era contadora y estudiaba
abogacía.
Las diferencias atormentaban a Mercedes, que dedicaba muchas
horas a plantearse las causas de tanta injusticia. Sospechaba sin embargo que
su situación iba a mejorar porque creía ciegamente en Dios y en los preceptos católicos.
Tres veces por semana iba a la iglesia a disculparse por sentir rencor y
envidia de su hermana, y a pedir por su propia felicidad.
Chela, la madre,
sentía pena por Mercedes
y admiración por Olga. Cuando sus hijas eran chicas no imaginaba que la adultez
las cambiaría de manera tan radical: en la infancia Mercedes era activa, vivaz,
emprendedora. Arrastraba a Olga a todo tipo de actividades, la incluía en su
grupo de amigas y le explicaba las reglas de los juegos escolares. En la
adolescencia, sin embargo, algo falló en su mecanismo psicológico. Se volvió
taciturna y desganada, y poco a poco se fue convirtiendo en la sombra de su hermana.
Chela, consternada, no supo qué
hacer ante la debacle de su hija, pero al fin decidió que no podía intervenir
en la naturaleza de las cosas. Luis,
el padre, calmaba a su mujer diciéndole que lo más normal era que la gente
evolucionara de manera diferente. Con el tiempo, él también fue desentendiéndose
de la hija rara y apegándose a la hija encantadora.
Mercedes llevaba una rutina sin alteraciones:
se levantaba a las ocho, desayunaba, se iba a su cuarto a estudiar, almorzaba
con su madre y salía para la facultad. Volvía a la noche, seguía estudiando, comía
con su familia y otra vez al cuarto a estudiar.
Las cenas familiares eran, para ella, desesperantes. El
padre contaba parsimoniosamente los problemas de la compañía de seguros donde
trabajaba. La madre —que desde hacía un tiempo asistía al esposo
con los seguros— agregaba anécdotas banales a los relatos. Olga,
por su parte, terminaba siempre monopolizando la conversación: explicaba los
avances en su carrera como abogada, celebraba la venta de algún departamento en
la inmobiliaria donde trabajaba y describía episodios maravillosos de su
noviazgo con Daniel, un médico
prometedor y abnegado. Mercedes, sombría, escuchaba la charla sin
agregar una palabra. Se esforzaba por sonreír cuando todos se reían, o adoptaba
una expresión atenta cuando contaban algo importante, pero eso era todo. Su
familia en pleno hablaba y se transmitía información, pero ella no tenía nada
para decir. Volvía a su cuarto frustrada, y recitaba para sí, en voz baja, todo
lo que podía haber dicho durante la cena. A veces, cuando la hermana le
recriminaba el silencio permanente, ella se desesperaba. "¿Qué querés? A mí
las cosas se me ocurren tarde".
La única persona a la que Mercedes quería de verdad era a Chela, su madre.
Pero, aun con buena voluntad y ganas de engañarse, no
advertía ninguna reciprocidad en ese afecto y vivía con la angustia
interminable de creer que la preferida era la hermana. Más de una vez Mercedes
le preguntó a su madre las causas de tanta desigualdad afectiva. La respuesta
era directa: "Las quiero a las dos por igual pero con tu hermana
somos más parecidas y por eso nos llevamos mejor".
Mercedes protestaba como una novia despechada,
y se preguntaba, en sus horas de angustia, si valía la pena seguir con sus
estudios: había elegido la misma carrera que la madre para tener con ella algo
en común. La estrategia no había dado ningún resultado y Mercedes tuvo la certeza de que jamás lograría desbancar a Olga en
la preferencia materna. Chela,
impresionada por la sumisión de Mercedes, le decía siempre, como para
conformarla, que estaba feliz de haberle transmitido el amor por la historia
Pero la carrera de Mercedes tampoco avanzaba. Le costaba
concentrarse y cada vez más prefería los libros de autoayuda a los de la
facultad. Obviamente, el incentivo de un acercamiento con Chela ya había dejado de funcionarle como anzuelo: una vez que se
convenció de que su madre nunca la querría más de lo que la quería, aflojó el
ritmo de estudio a niveles precarios. A pesar de todo, estaba dispuesta a no
abandonar y recibirse. A su hermana le faltaba poco para terminar su segunda
carrera y ella, al menos, tenía que conseguir un título.
Antes de cumplir dieciocho años, Mercedes había empezado a llevar
a un amigo a la casa. Ella estaba terminando el colegio secundario y el chico
era un compañero nuevo de la clase. Los dos estaban entusiasmados con la
posibilidad de salir juntos, pero Olga se interpuso. La hermana menor aparecía con
remeras apretadísimas que le marcaban las tetas, y se sentaba en medio de los
dos, interrogando al candidato de su hermana sobre todo tipo de cuestiones: su
técnica para jugar al rugby, su opinión sobre la directora del colegio, su
relación con los compañeros o lo que fuera. Cuando él contestaba, Olga lo
miraba con atención desmedida, mientras Mercedes, un poco apartada, veía que sus
posibilidades de ponerse de novia disminuían dramáticamente. Un día, él llamó
por teléfono. Atendió Mercedes, y después de haber hablado unos
minutos, el chico le pidió, sin vueltas, que le pasara con Olga.
Mercedes lloró a mares y le reprochó a la
hermana su traición, pero Olga no estaba hecha para la culpa: le dijo que no
podía imaginar que tenía esas intenciones con el compañero. "Si sabía, lo hubiera convencido para que se pusiera de
novio con vos", le dijo, con crueldad y soberbia.
Nunca más Mercedes volvió a llevar a nadie a su casa. Su
hermana, en cambio, llevaba novios de todas clases. No le duraban nada pero se
divertía y divertía a sus padres con sus relatos, donde ella siempre era la
chica atosigada por el amor de los demás, a quienes tenía que ahuyentar como a
moscas.
Mercedes vivía asustada ante la posibilidad de
repetir la misma experiencia nefasta. Tuvo un novio mucho tiempo después de
aquel intento, pero vivía el noviazgo con tanta tensión y angustia que acabó
arruinándolo. El novio le dijo que quería cortar la relación y desapareció. Mercedes
lloró y se lamentó durante semanas, pero al fin se calmó. Había empezado a leer
unos libros de budismo en los que se hablaba de la supresión del deseo con el
fin de evitar el sufrimiento. Era todo lo que quería escuchar: si dejaba de
desear una pareja maravillosa y decidía estar sola y tranquila, no iba a tener
que sufrir con el inevitable final. Una noche, un poco más segura de sí, se
animó a romper con el silencio de las cenas y planteó, en la mesa, su último
descubrimiento filosófico. Luis, el
padre, le dijo que compartía la idea. En realidad, estaba contento de verla
animada, participando de la dinámica de la familia, y no quería desalentarla.
La madre la miró con preocupación y asombro, y Olga descartó las ideas budistas sin
contemplaciones. Cambió de tema y pasó a contarles la gran novedad: ella y su
novio habían resuelto casarse.
Con el casamiento en puerta, toda la atención se focalizó en
Olga.
El poco interés que despertaban las actividades de Mercedes se disipó por completo.
La hija mayor se convirtió en una especie de fantasma que vivía en la casa que
abría y cerraba puertas y que muy de vez en cuando se cruzaba con alguien. Olga,
por su parte, quería estar más flaca para su boda y había empezado a ir a un
centro de estética para hacer un tratamiento rápido. Mercedes veía con satisfacción
los esfuerzos de su hermana para bajar unos kilos y se paseaba frente a Olga en
camisón para alardear de su físico esmirriado. Era el único punto donde podía
competir con su hermana y ganarle, aunque no le servía de mucho: la delgadez
extrema de Mercedes
acentuaba sus rasgos duros y le daba un aire desvalido y enfermo que no la
favorecía. Volvía a perder, entonces, frente a la exuberancia sexy de la otra.
Pero Mercedes
pasaba por alto las cuestiones subjetivas y se concentraba en la objetividad de
la balanza.
Sentada a la mesa veía a su hermana sufriendo frente a un
plato de ensalada mientras los demás comían otra cosa. Con gesto preocupado, Mercedes
se atiborraba de comida engordante y se preguntaba, sobradora, si no estaría
enferma. "Qué raro... Me la paso comiendo y cada vez
peso menos, increíble", se jactaba, mirando de reojo a Olga
para ver su reacción.
Una vez que terminaba las comidas, iba al baño a vomitar.
El tratamiento estético de Olga abrió un frente de conflicto
inesperado: el uso del baño. En la casa había dos, pero las hijas no usaban el
de los padres. Nunca se habían peleado por el uso del que les correspondía a
ellas porque tenían horarios diferentes. Pero ahora Olga iba al centro de belleza
temprano por la mañana, y se bañaba antes. Mercedes no tenía que salir de la casa hasta
después del mediodía pero insistía en que no podía ponerse a estudiar sin haber
tomado previamente una ducha. Las peleas se repetían cada mañana hasta que Chela tomó partido e intercedió a favor
de Olga.
Mercedes acató, furiosa. Pasó el día entero
sintiéndose víctima de otra injusticia más y a la noche se encerró con su madre
para plantear su problema: si la hermana usaba el baño antes, ella perdía
tiempo para estudiar, y el estudio era más importante que la celulitis. Pero la
madre no cedió. Para Mercedes, fue demasiado. Antes de ir a dormir
buscó un plato y un encendedor y los llevó a su cuarto. Se encerró. Sacó del
armario su álbum familiar y recortó con mucho cuidado la figura de Olga.
Estudió con odio la imagen de su hermana y fue quemando las fotos una por una
sobre el plato, pidiendo, en voz baja, como si se tratara de un mantra, que le
hiciera el favor de morirse.
Poco después, Chela
y Luis decidieron festejar sus
treinta y cinco años de casados. Hicieron una reunión en la casa con parientes
y amigos. Olga
invitó a su novio y a un grupo de compañeros de trabajo y de facultad. Mercedes
no llevó a nadie. No soportaba la idea de que la compararan con su hermana, o
que advirtieran que su papel en la familia era nulo.
Los días previos a la fiesta, Mercedes los pasó muy cerca de su
madre. Obsesionada por ganar su afecto, la ayudó a hacer las compras, a
arreglar la casa y a preparar la comida. Fue un período glorioso. Pasaban horas
juntas en la cocina, con las manos llenas de harina, charlando de historia, de
la familia y de religión. En esos días Olga se había quedado en la casa de su novio, con
lo que la felicidad era completa. Luis,
que llegaba a la noche, parecía aliviado al ver a la hija activa y animada.
Chela le sugirió
que se comprara un vestido nuevo para la fiesta y fueron juntas a elegirlo.
Mientras buscaban, la madre intentó indagar sobre la vida afectiva de la hija.
Corroboró lo que ya sospechaba: que su hija vivía en la más completa soledad.
Pero se enteró de una novedad: que había decidido no volver a tener pareja y estaba
—según
sus palabras— enamorada de Dios. "Me
quiero morir virgen", le dijo a la madre, con ilusión.
Había pensado que ese rasgo de carácter haría que su madre la viera con más
respeto y admiración. Nada más lejos de la realidad. Su madre quedó espantada
por la noticia y esa misma noche tuvo una charla seria con su marido. Pensaron
que lo mejor sería llevar a la hija a un psicólogo y se lo plantearon al día
siguiente. Mercedes
escuchó la oferta profundamente ofendida. No podía creer que le estuvieran
proponiendo algo semejante. "Me quieren sacar
de encima, por eso me quieren llevar al psicólogo",
repetía, desolada. Los padres intentaron calmarla, pero no hubo manera. Mercedes
ató cabos: la trataban de anormal porque no se quería casar, como su hermana.
Cuando llegó a esa conclusión, decidió que no valía la pena
seguir luchando. "Haga lo que
haga, nunca voy a ser como ella y nunca me van a querer".
Una mañana Mercedes se levantó dispuesta a terminar un
trabajo práctico para la facultad y fue a tomar la rutinaria ducha. El baño
estaba ocupado por Olga, que había vuelto a la noche tarde sin que su
hermana la escuchara. Empezó a golpearle la puerta, furiosa. "¡Necesito el baño ahora! ¡Tengo que estudiar!"
Mercedes siguió gritando un rato largo, hasta
que la hermana salió del baño, vestida y espléndida. Olga la miró, haciendo foco en su
cara ojerosa y su pelo desgreñado, y no dijo una sola palabra. Pero la mirada
había sido lapidaria. Esa mirada le decía que por más baños y duchas y clases
de historia que tomara, nunca jamás iba a ser como ella.
Una tarde en la que había quedado sola en la casa, Mercedes
fue al cuarto de Olga a revisarle las cosas. Entró sigilosa y se puso a
investigar. Su hermana tenía muchísima ropa, acomodada por colores, y una cantidad
incomprensible de maquillajes. Revisó todo sin saber qué buscaba: apuntes de la
facultad, papeles de trabajo, hojas sueltas que había en el escritorio.
Encontró una serie de fotos que no había visto nunca. En todas veía a la hermana
sonriendo y haciendo mohines a la cámara, como si estuviera imitando a una
modelo. Estuvo un buen rato mirándolas, tentada de romperlas o quemarlas, pero
las dejó. Debía haber otra cosa y la iba a encontrar.
Mientras revolvía cajones y estantes rezaba en voz baja
pidiéndole a Dios que la perdonara por odiar a su hermana, por envidiarla y por
desearle la muerte. En eso estaba cuando abrió una cartera y encontró una
carta. La sacó del sobre blanco y la leyó. Con asombro se enteró, en ese
momento, de que su hermana tenía un amante.
Esa noche Mercedes encontró a su madre en la cocina,
preparando la cena. Triunfal, le tendió la carta: "Mirá
vos tu hija preferida, lo buena que es". La madre, sin
entender, abrió el sobre y leyó. Apagó los fuegos y encaró a su hija con
indignación. "Las dos son una porquería. Ella por engañar
al novio y vos por bocona y por revisar cosas ajenas".
Enseguida llamó por teléfono a Olga y le dijo que fuera a la casa
urgentemente porque tenían que hablar.
Cuando Luis llegó
de su trabajo fue testigo de una pelea monumental entre las tres mujeres de la
casa. Los gritos se escuchaban desde la vereda. Chela, alteradísima le recriminaba a Olga su infidelidad, le preguntaba
para qué quería casarse en esas condiciones, y le aseguraba que si no ponía un
punto final a ese romance paralelo, ella no aparecería el día del casamiento. Olga
lloraba y se quejaba amargamente por la mala suerte de tener una hermana como Mercedes,
"resentida, envidiosa y fea".
Y Mercedes,
en un arranque místico, le preguntaba a Dios, con voz atronadora, por qué la
había creado así como era y por qué había permitido que su hermana actuara como
una traidora.
La escena terminó cuando Luis se asomó a la ventana y vio a dos de sus vecinas paradas en la
vereda escuchando la pelea. Bajó la persiana del living y fue a la cocina a
poner orden. Pidió que todas dejaran de gritar y que se comportaran en forma
civilizada. Por un momento las tres se callaron. Mercedes fue la primera en
hablar. Se paró frente a su madre y le dijo lo que tenía atravesado desde hacía
tiempo. "Yo sé que no valgo nada para vos. Pero mirá
a quién querés: a una puta cualquiera".
Mercedes pasó toda la noche sin dormir,
tratando de apaciguar su espíritu de venganza. Rezaba frenéticamente para
controlar el impulso de matar a su hermana. Cuando advirtió que su instinto
asesino no cedía, empezó a escribir en un cuaderno. Era una estrategia que
había aplicado desde la infancia: escribía cosas para convencerse de que eran
ciertas o para obedecerse a sí misma y ejercitar un mínimo autocontrol. Y
aplicaba el método para todo. De hecho, en sus cajones había hojas y hojas
donde aparecían leyendas repetidas hasta el cansancio, escritas con letra
ínfima. "Hoy no voy a comer helado",
"Empiezo las clases de yoga",
"No voy a llamar a nadie por teléfono".
Mercedes
guardaba sus escritos para después recordar los distintos procesos de su vida.
Esa noche las frases eran más impactantes: "No voy a matar", "No soy fea ni tímida ni tonta",
"Dios me va a entender".
Mercedes
escribió y escribió hasta que ya al amanecer se quedó dormida.
A las ocho de la mañana del día siguiente, Mercedes
se despertó sobresaltada por un ruido de agua. Aturdida por el sueño, pensó que
llovía, pero enseguida se dio cuenta de que estaba escuchando la ducha del
baño. Olga,
una vez más, le había ganado de mano. Se levantó de un salto y fue a golpearle
la puerta y a pedir que le dejara el baño libre y que fuera a ducharse a lo de
su novio o a lo de su amante. La respuesta se hizo oír enseguida. "Por lo menos tengo novio y amante, no como otras, que
siempre están solas y por algo será".
Mercedes se sintió herida y rabiosa. Abrió la
puerta, que esa vez su hermana había dejado sin llave, y entró. Olga
estaba frente al espejo colocándose máscara para pestañas. "Puta, ¿te estás arreglando para quién?".
Olga
miró a su hermana por el espejo y le dijo que se fuera. Mercedes se acercó, le arrebató
el porta cosméticos y lo tiró al suelo. Fue el inicio de la pelea. Las dos empezaron
a forcejear. Mientras le sujetaba el brazo a la hermana para evitar los golpes,
Olga
le dijo que fuera nomás a contarle a la madre que estaban peleando: "Andá y decile a mami que tu hermanita mala te pegó".
"La nenita de mamá sos vos, no yo",
contestó Mercedes
mientras empujaba a su hermana contra la bañera y le golpeaba la cabeza contra
el borde. Siguió golpeando hasta que la sangre tiñó la loza blanca. Histérica,
sin poder contenerse, la acomodó dentro de la bañera, puso un tapón en el
desagüe y abrió las canillas de agua fría y caliente. Olga desmayada por los golpes,
estaba boca arriba mientras el agua le caía sobre la cara hasta que la cubrió
por completo. Mercedes
estaba sentada encima, en camisón, temblando, sosteniendo la cabeza de la
hermana mientras le decía, jadeando, que terminara de morirse. "Morite de una vez, puta. Andá a hacerles caritas a los
gusanos".
Mercedes fue detenida pocas horas después de
matar a Olga.
Cuando la policía la interrogó no dijo una sola palabra. Sin embargo, al día
siguiente, le contó el crimen, en detalle, a una psicóloga forense. "De todo me acuerdo. Fue horrible, porque yo sabía que la
estaba por matar y no me pude contener. Una vez que empecé tenía que terminar.
¿Vio cuando los gordos dicen que si agarran una caja de
bombones tienen que comerlos todos? A mí
me pasó lo mismo: empecé a golpear y a golpear y a golpear y no podía parar...
Usted se va a reír pero lo que me mortifica bastante es lo de los gusanos. Eso
estuvo mal, y de eso sí me arrepiento un poco. Yo no tendría que haberle dicho
lo de los gusanos, pero ella me hacía caritas, debajo del agua. Bueno, seguro
que no eran caritas, pero en ese momento a mí me pareció eso... Lo bueno es que
ya pasó todo y ahora entiendo más las cosas. Por ejemplo, me di cuenta de que
Dios no existe porque no me ayudó. Yo siempre le pedía ayuda, pero nada. Y
también me di cuenta de que tan fea no soy porque los policías me miraron, y
cómo me miraron. Mi hermana estaba ahí pero a la que miraron fue a mí".
Mercedes G. fue declarada inimputable. Estuvo internada
en un instituto neuropsiquiátrico del interior desde 1984 hasta 1996.
Su madre murió en el año 2001. Ella se casó en 2002 y se
instaló con su marido en Uruguay.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)