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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//01 de Noviembre, 2010

Irma M. " Experta en Peces "

por jocharras a las 11:29, en Mujeres Asesinas
Irma M. " Experta en Peces "


Desde muy chica, Irma M. se había acostumbrado a estar sola. Sin padre, sin hermanos y con una madre que tenía que trabajar en una fábrica, pasaba el día al cuidado de una pariente desamorada que no la aguantaba y se encerraba en el living a recibir a sus novios.

Irma iba a la escuela en el turno de la mañana, y a la tarde miraba por la ventana de la cocina el terreno baldío que estaba al lado de su casa, donde los chicos del barrio jugaban a la pelota y se peleaban entre sí.

Para su cumpleaños número diez, le pidió a su madre, Pilar, un perro o un gato de regalo. La madre se apiadó de la soledad de la hija y decidió darle el gusto con una leve diferencia: cambió la mascota que quería la hija por una pecera con cuatro peces de colores. Irma no protestó y aceptó los peces con entusiasmo.

El ambiente inhóspito de su casa propiciaba una relación intensa entre la nena y los peces: en menos de una semana ya les había puesto nombres, imaginaba romances acuáticos, les daba de comer con cuidado maniático hablaba sin parar.

Los fines de semana eran los días en los que la madre estaba con Irma y la llevaba a visitar a las primas de su edad. Pero Irma ya casi no quería salir para no separarse de sus peces.

Pilar veía la relación entre Irma y sus mascotas con alguna preocupación, pero se quedaba tranquila cuando la maestra de la hija le decía que era una de las mejores de la clase, que sus compañeras la querían y que no veía nada anormal en su conducta.

Con el tiempo Irma se fue haciendo una experta en peces. Los primeros que tuvo ya habían muerto, uno por uno, pero la madre los iba reemplazando, consciente de lo importantes que eran para su hija. Irma había aceptado con dolor que la vida de sus peces era limitada, pero hacía lo posible para que vivieran cómodos y sanos.

Su paso por el colegio secundario le permitió tener más amigas y hasta un novio, pero conservaba el hábito de hablar con los peces todas las noches. Estaba convencida de que la querían, la entendían y la extrañaban cuando no la veían.

A los dieciséis años tuvo que dejar el colegio para trabajar, porque la fábrica que empleaba a su madre había quebrado. Irma salió a limpiar casas. Con su primer sueldo compró una pecera mucho más grande y varios peces más. Dos años después tuvo que ir a la municipalidad de su pueblo para hacer una serie de trámites, y ahí conoció a Osvaldo, un empleado administrativo doce años mayor que ella.

Osvaldo la invitó a tomar un café el primer día que la vio. Sin dudarlo demasiado, ella rompió su noviazgo con su ex compañero de colegio. Irma y Osvaldo se casaron mismo año y fueron a vivir a la casa de él. Ella juntó toda su ropa en un bolso, trasladó su pecera, renunció a su trabajo y empezó su nueva vida de mujer casada.

A Irma su marido le parecía un hombre interesante, culto y entretenido. Con él se divertía y se sentía protegida. Le había prometido, además, que algún día conseguiría un traslado y dejarían la Patagonia helada para irse a vivir a Misiones, cerca de las Cataratas del Iguazú.

Como el sueldo de Osvaldo apenas les alcanzaba para llegar a fin de mes, él le ayudó a Irma a conseguir un trabajo en un bazar. El dueño era un español viejo y encantador llamado José, que se encariñó con Irma en el acto. El sueldo era mínimo, pero le permitía a la pareja vivir sin sobresaltos económicos. Le alcanzaba a ella, además, para pagarle a la madre alguna cuenta y para mantener a sus peces "como príncipes", según le contaba a José.

Los peces seguían siendo una presencia importante en su vida. Irma estaba contenta con su marido, pero a medida que pasaba el tiempo se sentía más sola, y más se apegaba a sus mascotas.

Para cuando cumplieron veinte años de casados, el matrimonio trastabillaba. Osvaldo seguía trabajando en la municipalidad y rumiaba rencor contra la injusticia de haber llegado a su techo sin haber accedido a un cargo jerárquico. El fracaso laboral repercutía en su carácter: vivía malhumorado, le costaba dormir, tomaba ansiolíticos y descargaba su angustia maltratando a su mujer. Irma se refugiaba en el bazar. Pasaba tardes enteras tomando té con José, quitando el polvo a las ollas, ayudando a las dientas a elegir regalos y cuidando a los nietos de su patrón: la hija de José tenía dos hijos mellizos que adoraban a Irma y la visitaban día por medio. La presencia de los chicos le entristecía porque le recordaba que ella misma nunca había podido quedar embarazada. Su ginecólogo no le había encontrado ninguna anomalía, y le explicó que antes de iniciar un tratamiento su marido tenía que hacerse un análisis sencillo para ver si el problema lo tenía él. Osvaldo se indignó ante la propuesta: era obvio que él no tenía problemas físicos y jamás se haría ningún estudio humillante. Sugería, a cara de perro, que la responsable era ella y que no había más que hablar.

En esas tardes de trabajo y tés, José convenció a Irma de que tenía que terminar el colegio secundario. Ella se inscribió en un curso nocturno. Apenas cerraba el bazar, corría para el instituto a cursar su bachillerato acelerado. Osvaldo jamás apoyó esa iniciativa de su mujer, y menos todavía cuando se enteró de que quería su título para estudiar una carrera universitaria. Intuía que, si ella crecía, lo vería a él cada vez con menos admiración y menos interés. Pero eso ya era cierto: a Irma su esposo hacía tiempo había dejado de parecerle esa persona culta y sensible que la había convencido para casarse. Ahora lo veía como lo que era: un hombre inseguro, resentido, miedoso. La nueva realidad —la que ella advertía a través de su propio crecimiento— había sacado a la luz el flanco más débil de su marido.

Osvaldo se dio cuenta, como Irma, de que las peleas entre ellos se multiplicaban. Cada día había un nuevo motivo para protestar, gritar e irse a dormir agotados y hastiados.

Irma ya no volvía a su casa a las ocho de la noche sino cuando salía del instituto, pasadas las once, lo cual avivaba el malestar de Osvaldo. Él, que terminaba de trabajar a las seis era incapaz de arreglar la casa, lavar la ropa o cocinar. Se quedaba esperando frente al televisor, mientras imaginaba que su mujer lo engañaba con sus compañeros de clase o, inclusive, con algún profesor.

Irma llegaba a las corridas, sabiendo que tenía que ponerse a cocinar. Había abandonado las preparaciones elaboradas y cocinaba cualquier cosa simple y rápida, mientras les hablaba a sus peces y los alimentaba. "Esos pescados de mierda comen mejor que yo" era la frase recurrente, que Irma ya ni escuchaba de tanto haberla escuchado.

Cuando Osvaldo terminaba de comer se iba a la cama. Irma arreglaba la cocina, repasaba las lecciones de su bachillerato, sacaba la ropa del lavarropas, planchaba lo que le había quedado del día anterior y hablaba un poco más con sus peces. Los examinaba con mucho cuidado para detectar hongos o algún otro problema, y les contaba lo que había hecho durante el día. "Hoy mami tuvo mucho trabajo. Además José me dejó sola porque tuvo que hacer un trámite. Y en la escuela me fue bien, pero mañana tengo examen de química". Les hablaba muy despacio, casi en un susurro, para que Osvaldo no pudiera oírla.

Una tarde José se sintió mal y hubo que llevarlo a un hospital. Quedó internado: había tenido un infarto. El médico le explicó que tendría que dejar de trabajar. José trató de convencer a su familia de que lo dejaran conservar el bazar pero fue inútil: su esposa y sus hijos decidieron por él. Pondrían en venta el local esa misma semana.

Irma seguía trabajando, ajena a todo. Cuando un día, después de cerrar, fue a visitar a José con una lista de toda la mercadería que tenían que reponer, se enteró de la novedad.

Al día siguiente fue al negocio y puso un cartel con grandes letras negras, tal como le había indicado José  "Oferta final. Liquidamos todo por cierre".

Osvaldo le dijo que no podían vivir sin un sueldo extra y que él se encargaría de conseguirle otro trabajo. Mientras tanto, Irma pasaba las tardes sentada en la cocina, observando a sus peces, pensando en su futuro vacío y extrañando las charlas con José. Con alarma se dio cuenta de que José jugaba en su vida un papel mucho más importante de lo que ella misma suponía: tapaba la enorme grieta afectiva que se había instalado en su matrimonio. Era a José a quien le contaba acerca de sus proyectos para estudiar veterinaria, sus dudas para votar en las elecciones, su odio por las tareas domésticas, sus ganas de tener un hijo. Tanto hablaba con José y con tanto entusiasmo, que casi ni se daba cuenta de que con su marido apenas se saludaban.

Cuando el bazar cerró, a Irma le quedaron, apenas, los peces.

Osvaldo apareció una tarde con la novedad: le había conseguido un nuevo empleo. Tenía que controlar a los mozos y cocineros del restaurante que había abierto un conocido de su familia. Entraría a trabajar a las cuatro de la tarde y saldría a medianoche. Irma miró a su marido, indignada. "¿Vos te olvidaste de que yo entro a estudiar a las ocho?". El marido fue tajante: no se había olvidado, pero no veía inconveniente en que ella pospusiera el estudio para otro momento de su vida. “Total, si esperaste hasta ahora, que tenés casi cuarenta, podés esperar más". Irma trató de razonar con él: le faltaba apenas un año y medio, y después podría empezar una carrera universitaria. "Necesitamos sueldo. Y es lo único bueno que te pude conseguir". Irma, desorientada, miró el reloj y juntó sus cuadernos Cortó la conversación y se fue al instituto.

Hacía frío, y cuando llegó estaba helada y agobiada. Se encontró con una compañera que solía sentarse con ella: era una cincuentona divorciada y feliz, que se ganaba la vida cosiendo vestidos de novia. La compañera la llamó, apurada, y le pidió los ejercicios de matemática que tenían que entregar ese día. Irma le dejó su carpeta y le dijo que tenía que ir al kiosco a comprar chicles. Nunca más volvió.

Osvaldo tomó la deserción escolar de su mujer como una victoria personal. Ella empezó a trabajar pocos días después. Se consolaba calculando que, por lo menos, no iba a tener que pasarse de la mañana a la noche en su casa pensando en el fracaso de todos sus proyectos.

Como siempre, hizo su trabajo con eficiencia. No le gustaba controlar a nadie, y menos imponer sanciones disciplinarias cuando las cosas no funcionaban, pero se adaptó a su nueva realidad y trató de hacer todo de la mejor manera posible. Lo peor era volver a su casa y encontrar al marido despierto y dispuesto a tirarse encima de ella. Justificaba su ansiedad sexual diciendo que su insomnio lo mortificaba de tal manera que la única manera de superarlo era haciendo el amor. "Me sirve para dormir", le Aplicaba él, sin siquiera preguntarse para qué le servía a ella.

Para su cumpleaños número treinta y nueve, Osvaldo le regaló medias. Fue a una lencería y pidió varios pares: tres de textura gruesa, para usar en el trabajo, y otros dos de textura fina y sedosa, "para usar conmigo". Irma le agradeció, guardó todo en los cajones de su cómoda y fu a la pecera a alimentar a los peces con un nuevo prepara do que había comprado en la veterinaria.

Para esa época, Irma había vuelto a la carga con la idea de ser madre. No había logrado que su marido se hiciera análisis de fertilidad, pero de todas formas intentó embarazarse. Calculaba las fechas de su ovulación tomándose la temperatura y, cuando podía, lograba que su ginecólogo le hiciera una ecografía que le diera precisiones. Entonces, sin decirle a Osvaldo que estaba pensando en su maternidad, lo provocaba en la cama sin mayores preámbulos. Osvaldo creía entonces que su mujer seguía tan entusiasmada con él como hacía veinte años.

Pero después, cuando ella comprobaba que el embarazo no se producía, solía meterse en la cama sin comer y quedarse despierta durante horas, hasta que empezaba a amanecer. Entonces se levantaba e iba a ver a sus peces, que a esa hora solían estar quietos, suspendidos en la vegetación artificial de la pecera.

Una nuera de su ex patrón, con quien tenía cierta confianza, la llamó una mañana para invitarla a tomar un café. Cuando se encontraron, le dijo que José le había contado de su interés por ser madre. Le sugirió entonces anotarse en un juzgado para adoptar un bebé. "Una amiga lo hizo. Esperó menos de dos años, y pudo adoptar un chiquito de cuatro meses. Probá vos también". El entusiasmo de Irma fue dando lugar a la decepción anticipada. Sabía que su marido no iba a aceptar la idea. Esa noche le contó la charla con la pariente de José. Osvaldo se indignó. "¿Por qué ese José no se mete en sus cosas? “ “Que no venga a decirme a mí lo que hay que hacer. Y si vos no podés tener hijos, no podés tener hijos y punto-no es obligación tener hijos. Así que ninguna adopción ni nada

La respuesta de Irma apenas se escuchó. "¿Yo no puedo tener hijos? ¿Y si sos vos el que no puede tener hijos?" Osvaldo se quedó callado, sin saber qué contestar. Se levantó del sillón, y se acercó a Irma. Conteniendo la furia le dio dos palmaditas en la cabeza. "Pobrecita... Andá a cuidar a tus pescaditos, andá".

Casi un año después de empezar a trabajar en el restaurante, una amiga de su madre le hizo a Irma una oferta: tenía un negocio de venta de dulces y conservas pero quería ampliarlo e instalar un bar justo al lado. Se había desocupado el local contiguo (del que ella también era propietaria) y se disponía a alquilarlo y unirlo al negocio para concretar el proyecto. El problema era que ella no tenía ni tiempo ni ganas de manejar ese bar. Necesitaba una persona de confianza que se hiciera cargo de todo. Irma estaba exultante. Fue a su casa y encontró a Osvaldo, como siempre, frente al televisor. "Te tengo una noticia buenísima", fue su introducción, y pasó a contarle la propuesta. "Yo sería como la dueña, decidiría qué preparo, qué se cocina, todo. Y como en el local de esta mujer siempre hay gente, pasarían después a tomar algo y comer alguna cosa". Osvaldo la miró con desprecio. "¿No ves que no tenés cabeza? Que la gente vaya a comprar dulces no quiere decir que se quede tomando café y comiendo tus tortas". Enseguida pasó a las cuestiones prácticas y le preguntó qué tenía que poner ella. "El alquiler, claro. Y dos meses de adelanto". Osvaldo vio que había ganado la partida antes de salir a la cancha. "No tenemos un peso para ese adelanto. Y no podemos pagar un alquiler sin saber si vos va a ir bien. No podemos arriesgar. Quedate en el restaurante". Irma, casi llorando, le dijo que con el nuevo trabajo podría ganar más dinero, tener independencia sobre todo, podría retomar sus estudios. Osvaldo fue tajante. "Olvídate. No se puede y punto". Para rematar el asunto, agregó una broma: "El otro día en la tele salió una viejita de ochenta y dos años que terminó la secundaria. Vos esperá un poquito más y vas a poder salir en la tele cuando te recibas". Osvaldo terminó de hablar y lanzó una carcajada desafiante. Irma lo miró, indignada: "Por ahí salgo en la tele por otra cosa".

Un domingo de invierno, a la noche, Osvaldo le dijo a su mujer que se vistiera: irían a visitar a unos parientes. Irma estaba en la cama leyendo una revista, resfriada. Le dijo que estaba cansada, que era su día franco, que tenía ganas de quedarse acostada y que fuera él solo. "Dale, vamos juntos. Mis tías te quieren ver, también. ¿Qué te cuesta?". Irma siguió diciendo que no y Osvaldo tomó la cuestión como algo personal. Irma cerró la revista. Había llegado al límite de su paciencia. Con voz pausada le dijo que no se movería de la cama. Osvaldo le sacó la frazada e insistió. Irma empezó a gritar, descontrolada. "¡No tuve hijos, no pude terminar el secundario, no pude poner un mísero bar acá a la vuelta, no pude adoptar un bebé! ¡Por lo menos dejáme en paz!"

Irma ya había saltado fuera de la cama y se había parado al lado de Osvaldo, para gritarle en la cara. Osvaldo, furioso, fue para la cocina, pero Irma ya no se podía contener. Le seguía gritando que era un fracasado, que no podía soportar que a ella pudiera irle bien, que hacía años que quería separarse de él pero que no lo hacía por cobarde.

Osvaldo, que ya había llegado a la cocina, se paró en seco. "¡Andate, entonces! ¡Y llevate también esta mierda!", gritó a su vez, señalando la pecera y tirándola al piso de un puñetazo.    

Irma se quedó inmóvil, viendo cómo sus siete peces de colores boqueaban en el piso, en medio de vidrios rotos,  arena y adornos de plástico. Sin atinar a nada los miraba, llorando en silencio. La agonía de los peces tardaba en terminar: los segundos pasaban y los peces seguían retorciéndose con la boca abierta, hasta que al fin se quedaron quietos.

Osvaldo, acaso comprendiendo la gravedad de lo que había hecho, buscó un abrigo y salió.

Cuando volvió, dos horas después, Irma estaba sentada en una silla. En la mesa había una toalla donde había colocado a los pescados unos al lado de los otros. Los iba acariciando despacio, pasándoles el dedo por las aletas, rozándolos apenas.

Osvaldo la miró, pasó de largo y se fue a acostar.

Irma esperó que su marido se durmiera. Envolvió un pisapapeles muy pesado con uno de los pares de medias que él le había regalado para su cumpleaños anterior. Reforzó el envoltorio con otro par y fue al dormitorio. Se paró al lado de su marido, que dormía boca abajo y, sin prender la luz, le partió la cabeza con diez golpes certeros. Después se dio una ducha caliente, se puso una ropa abrigada y fue a entregarse a la policía. "Maté a mi marido, pero él no se dio cuenta".

Irma quedó detenida esa misma noche. Espera la sentencia mientras hace cursos de inglés y computación. Cuando alguna visita le pregunta cómo se siente en la cárcel, levanta los hombros y contesta, cansada: "No hay gran diferencia con mi vida de casada".


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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Ya salió la sentencia?, cuando ocurrió?, sigue en prisión.

Que vida más desdichada, nadie merece morir, pero hay gente que son egoístas, incapaces de valorar a nadie, egocéntricos, mucha paciencia tuvo la pobre durante 20 años con un tío así, aunque no justifico lo que hizo.
publicado por Carme, el 18.03.2013 13:37
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