Seguramente todos tienen razón. Jarabo es eso y mucho más. Es un
señorito en tiempos de crisis, un dandy que disfruta de un tren de vida muy por
encima Uno de los crímenes más atroces de la historia española fue, sin duda,
el cometido por José
María Jarabo.
Este individuo acabó con la vida de cuatro personas, una de
las cuales era una mujer embarazada. Precisamente, los crímenes de Jarabo
fueron los que hicieron que la tirada del periódico El Caso se acercara al
medio millón de ejemplares en 1958. Era la primera vez, desde antes de la Guerra
Civil, que un medio de comunicación nacional alcanzaba
dicha cifra.
Los sonados crímenes de Jarabo salieron a la luz pública el 22 de julio
de 1958. El día anterior habían sido descubiertos los cuerpos sin vida de
cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, muertos por obra de José María Manuel
Pablo de la Cruz Jarabo
Pérez Morris, de 33 años.
El sábado 19 de julio de 1958 España
se recupera de la resaca de patria producida por la coincidencia de los actos
de conmemoración del "Glorioso Alzamiento Nacional" y
la "Fiesta de Exaltación del Trabajo". Las calles están
vacías. El calor es asfixiante.
Un joven bien plantado e impecablemente vestido aprovecha la tranquilidad de la
mañana para ojear el ABC en una
cafetería de Madrid. Las páginas de
deportes hablan de un Bahamontes que
acaba de ganar el premio de la montaña en el Tour de Francia.
Se detiene en esta información para enterarse de que Jacques Goddel, director de la carrera,
piensa que "si el corredor de Toledo tuviera tanto
cerebro como músculo ya hubiera ganado varias veces la vuelta francesa".
También presta atención a las páginas taurinas, que resaltan la presentación en
la capital de Curro Romero. Y a las
necrológicas, donde destacan las honras fúnebres del ex ministro Cavestany.
El silencioso lector, que se echa al coleto una copa de
coñac y pide otra, no es consciente de que está a punto de provocar la
saturación de esas mismas páginas cargadas de necrológicas que ahora contempla.
Aún no sabe que dentro de muy poco se convertirá en el personaje encargado de
enfangar de sangre la posguerra.
Ignora que la mano que cierra con un
movimiento seco el periódico es la misma que, unas horas después, empuñará la
pistola y el cuchillo con que se cometerá uno de los crímenes múltiples más
brutales de la historia negra española. No puede imaginar que ese cuádruple
asesinato que está a punto de cometer será resuelto por la policía en una de
las más rápidas investigaciones jamás realizadas, y que una vuelta de garrote
pondrá fin a la amarga recta final de su existencia.
El tempranero bebedor se llama José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez
Morris. Nació en Madrid
hace 35 años y lleva los últimos ocho entregado al alcohol, las drogas y las
mujeres. Sus amigos dicen que sabe vivir y divertirse como nadie. Que es un
tipo viril capaz de cautivar a señoras y señoritas, poco le importa la
condición de las mismas, basándose en su simpatía y en su carácter cosmopolita
(fue
educado en buenos colegios de Estados Unidos). Aseguran que es un
seductor dotado de una gran planta, una enorme labia y un descomunal miembro.
Sus enemigos dicen que sólo es un crápula, un despilfarrador, un vago y un
enfermo sexual de sus posibilidades. No tiene trabajo, pero se acostumbra a
vivir como un rey con el dinero que su madre le envía puntualmente desde Puerto Rico. Poco a poco van aumentando
sus ya cuantiosos gastos, y con los giros mensuales de mamá apenas logra
sobrevivir quince días: José María se ve obligado a hipotecar el chalé
familiar de la calle madrileña de Arturo
Soria y se marcha a vivir a una pensión, a un cuartucho con una cama en la
que desplomarse cada mañana después de una noche de parranda. Posteriormente Jarabo
reconoció que en las juergas de los últimos dos años bien podía haber
dilapidado quince millones de pesetas, una cifra muy elevada si tenemos en
cuenta que un flamante Seat 600 costaba en 1958 la friolera de 66.000 pesetas.
Cuando Jarabo
salió del bar sintió que el peso de los bolsillos de sus pantalones estaba mal
repartido. La cartera, vacía, no ofrecía ninguna consistencia. El forro del
lado contrario estaba a punto de ceder ante un objeto que parecía de plomo: una
pistola Browning FN del calibre 7,65
de fabricación belga. En ese instante recuerda que tiene muchos problemas.
Su romance con una mujer inglesa casada llamada Beryl Martin Jones había complicado
la vida de ambos. Ella había colocado su matrimonio en el disparadero. El había
gastado una fortuna en hoteles, cenas y regalos. Asfixiado por la falta de
dinero, Jarabo
le había pedido a ella un anillo de brillantes que inmediatamente había
empeñado para cubrir alguna noche de pasión y lujo. Ahora ella, la única mujer
a quien había querido, le reclamaba la joya, alegando que se trataba de un
regalo de su marido.
Desde Inglaterra le envió una carta recordándole por enésima vez que debía
devolverle la sortija. En esta ocasión adjuntaba una autorización suya como
propietaria, que resultaba imprescindible para desempeñarla, y una comprometedora
misiva de amor con diversas confesiones íntimas. Para colmo de males, los
familiares de Jarabo
amenazaban con regresar de Puerto Rico y levantar la tapa de la alcantarilla en
que estaba sumergido.
Jarabo
se había acercado con la carta en la mano a la tienda de empeños Jusfer, en la
calle Alcalde Sainz de Baranda número 19. Como no tenía las cuatro mil pesetas
necesarias para recuperar la joya, que en realidad valía mucho más, enseñó la
carta y cometió el fallo de dejarla junto a la deseada sortija. Hoy, 19 de
julio del 58, se había propuesto recuperar ambas cosas.
Son algo más de las nueve de la noche cuando se encamina con paso firme hacia
el número 57 de la calle Lope de Rueda. No es la dirección de la tienda donde
tiene empeñadas la sortija y la carta. Es la vivienda de uno de los dueños de
ese negocio, un tal Emilio Fernández Díez. Jarabo, que cree que la sortija y la carta pueden
estar en casa de éste, pulsa el timbre del cuarto exterior con la uña del dedo
pulgar "para no dejar huellas de ninguna clase".
Paulina, la criada, abre la puerta a Jarabo sólo cuando este dice que es amigo del
dueño de la casa. En el primer descuido la agarra por el cuello y la golpea con
una plancha que encuentra en una mesa cercana. Forcejean. Jarabo agarra un cuchillo de la
cocina y de un certero golpe en el pecho le parte en dos el corazón. La sangre
irrumpe por primera vez en su vida, pero no parece impresionarle demasiado:
arrastra el cuerpo inerte a una habitación junto a la cocina y se dispone a
esperar a Emilio Fernández Díez, "el verdadero culpable" de sus
males.
Pasan unos minutos de la diez cuando el dueño de la casa abre la puerta y llama
de una voz a la criada. Nadie le contesta. Una necesidad urgente le hace
encaminarse hacia el cuarto de baño. Pasa por delante del escondite de Jarabo
que, tal y como tiene previsto, salta sobre su espalda como un leopardo, le
inmoviliza sujetándole por la chaqueta y le pone el cañón de la pistola en la
nuca. Al dueño de la casa no le da tiempo a saber quién le está apuntando. Suena
un disparo y el cuerpo del usurero cae al suelo como un fardo, quedando tendido
entre la bañera y el bidé.
Aún no se había recuperado de sus dos primeros crímenes cuando escucha que la
puerta se abre de nuevo. No ha tenido tiempo de buscar ni la sortija ni la
carta. Y ya ha matado a dos personas. Está muy nervioso. Amparo Alonso, la
mujer de Emilio Fernández, acaba de entrar y se dirige al salón, donde un Jarabo
que no logra aparentar tranquilidad responde a su cara de sorpresa con un
"Buenas noches, soy inspector de Hacienda y estoy investigando a su
marido". "Él y la criada están detenidos", continúa, "y mis
compañeros se los han llevado a comisaría".
La mujer desconfía, trata de huir y chilla con fuerza. Ésa es su sentencia de
muerte. El grito se clava en la espina dorsal de Jarabo, que la golpea y arrastra
hasta una habitación. Sólo cuando la doblega hasta tumbarla sobre una cama saca
la pistola, la encañona en la nuca y aprieta el gatillo. Amparo estaba
embarazada. "La suerte estaba echada", confesó tiempo después Jarabo
a la Policía.
Cuando logra relajarse se sienta en un sillón y bebe anís de
una botella que encuentra en una mesa. Para confundir a la policía saca varias
copas de un armario y mancha algunas con carmín. Tira por el retrete los casquillos.
Limpia las posibles huellas. Bebe más anís. Sólo cuando considera que el
trabajo está totalmente acabado se tumba en la cama de la única habitación que
no está cubierta de sangre. Finalmente se relaja y pasa una noche entre los
muertos, durmiendo un sueño incomprensiblemente plácido y profundo.
A las nueve de la mañana Jarabo abandona el improvisado panteón sin haber
encontrado ni la sortija ni la carta. Para solucionar ese problema se encamina
a una nueva cita, en este caso con Félix López Robledo, copropietario de la
casa de empeños Jusfer. Pero antes desayuna, se toma unos coñacs, ve un par de
películas en el cine Carretas, come en un restaurante chino y se echa una
siesta en una pensión de la calle Escosura. Rendido por el esfuerzo de matar se
toma el domingo libre y alarga el reparador sueño hasta las seis de la mañana.
Dos horas después ya está en marcha. Ha desayunado su copa de brandy y
comprobado que la Browning
del 7,65 está cargada y en su bolsillo. Todo está en orden. Es la mañana del
lunes 21 de julio.
Félix López Robledo siente cómo alguien que le estaba esperando en el portal de
su tienda le sujeta por la espalda con una torpe llave de lucha. Es lo último
que siente. Jarabo
dispara dos tiros en la nuca del prestamista. Después registra sus bolsillos y
el local y sale a la calle con las manos vacías y ensangrentadas. Se siente
acabado. Ha matado a cuatro personas para nada. Más coñac y algunas drogas:
cocaína, morfina... Y demasiados errores.
Aturdido por la matanza, Jarabo deja el traje, empapado en sangre, en una
tintorería situada en el número 49 de la calle Orense. Luego se va de copas.
Gasta dinero como si el mundo se fuera a terminar esa misma noche y despierta
las sospechas de toda la gente que le conoce.
A las doce del mediodía del día siguiente, martes 22 de julio, Jarabo
se acerca a la tintorería donde dejó el traje para recogerlo. Cuando llega le
está esperando un dispositivo de vigilancia policial especial: el país entero
está conmocionado por la noticia y el dueño de la tintorería avisó
inmediatamente a la policía nada más ver la ropa. Jarabo se resiste en principio a
ser detenido. Lleva un DNI falso, una pulsera y un reloj Omega de oro, juegos
de llaves de las casas donde cometió los asesinatos y una pistola FN del 7,65
caliente que aún huele a pólvora.
Ya en el despacho del jefe de la
Brigada de Investigación Criminal de la Dirección General
de Seguridad el sospechoso, muy entero en todo momento, niega los hechos y
asegura que hace semanas que no ve a las víctimas. El inspector jefe Sebastián
Fernández Rivas y los policías Ramón Monedero Navalón y Pedro Herranz Rosado se
encargan de interrogarle. Después de un par de preguntas de trámite le enseñan
unas fotos de los cadáveres, y el sospechoso se tambalea y cae desmayado al
suelo. Se derrumba. Y confiesa que ha matado por amor, por recuperar una joya y
una carta de "la única mujer a la que he logrado querer". Ingresa por
segunda vez en prisión: cuentan que ocupó durante algún tiempo la celda de una
cárcel de Estados Unidos acusado de dirigir una casa de citas en Puerto Rico.
España entera se estremece con la orgía de sangre. Y con los detalles que
rodean al criminal y a las víctimas. Los periódicos publican coleccionables con
la historia del crimen, y le dedican portadas y titulares gloriosos. Los
psiquiatras dicen que es "un psicópata desalmado". La gente se
apelotonaba en las largas colas que se formaban en la calle para poder asistir
al histórico juicio de "el último carnicero español".
Un año después, el 5 julio de 1959, todos los periódicos publicaban una
lacónica noticia en portada: "En las primeras horas de la mañana de ayer,
en el patio principal de la Prisión Provincial de Madrid, ha sido ejecutada,
con las formalidades exigidas por la ley en estos casos, la sentencia de pena de
muerte dictada contra José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez
Morris".
Condenado a cuatro penas de muerte, Jarabo murió con las vértebras del cuello
descoyuntadas por la quinta vuelta de tuerca del último garrote vil que se
utilizó en España. Está enterrado en el madrileño cementerio de la Almudena.