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Hombres y Mujeres Asesinos
Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Este Blog, no es de carácter científico, pero si busca seriedad en el desarrollo de los temas.

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//03 de Septiembre, 2010

Juana, Nina y Yolanda

por jocharras a las 16:14, en Mujeres Asesinas

Juana , Nina y Yolanda

Por diferentes motivos, las tres creían en la brujería. Y las tres, después de largos peregrinajes esotéricos, se rindieron ante Arturo Miguel Ángel Rodríguez, alias el Hermano Miguel, alias Mónica, un curandero de 31 años que había sido sastre, cura y sanador. El apodo Mónica lo ganó cuando dejó los hábitos para poder dar rienda suelta a su homosexualidad y a su tendencia a adoptar posturas y gestos típicamente femeninos.

Las tres mujeres se conocieron en el “consultorio” del Hermano Miguel, en Iriarte 4880, de la Capital Federal. Las tres buscaban lo mismo: aniquilar a sus maridos mediante rezos, pócimas, talismanes o lo que fuera. Juana Pugnetti de Houyou, Nina Pon orilox de Owiluk y Yolanda Margarita Tiadini de Vázquez estaban hartas de sus respectivos esposos y se sentían incapaces de escapar de la esfera del matrimonio sin ayuda. Las tres se acercaron al Hermano luego de haber escuchado referencias de alguna vecina y las tres se sintieron igualmente decepcionadas cuando el curandero en cuestión les ofreció alternativas livianas. Al principio ninguna se animó a poner sobre la mesa sus verdaderas intenciones. Como siguiendo un acuerdo no escrito, el Hermano acataba las imprecisas órdenes primeras, los ruegos lavados acerca de hacer algo para vivir en paz, sin el estorbo de sus hombres. Pero en cuanto la relación entre el Hermano y cada una de sus dientas principales se hizo más intensa, el brujo les hizo admitir que las auténticas soluciones siempre tenían que ser drásticas. Les hizo ver que tenían que enviudar, de lo contrario sus vidas estarían condenadas al más patético destino. Las tres estuvieron de acuerdo con los dichos del Hermano que, de alguna manera, coincidían con sus deseos más profundos. Y decidieron que las velas y los sapos disecados eran herramientas cobardes, ineficaces, banales. Y pasaron al arsénico.

La primera en llegar al consultorio del Hermano fue Juana Pugnetti de Houyou, a principios de 1966. Tenía 34 años y una hija de 17. Odiaba a su marido, Rogelio Enrique Houyou, de 39, por motivos más bien imprecisos. Lo qué sí sabía es que quería deshacerse de él para poder vivir su vida en libertad. El Hermano vio en ella una veta económica inesperada, la posibilidad de incrementar en mucho el precio de la consulta. Poco a poco fue convenciendo a Juana acerca de sus poderes y experiencia. Le explicó que su relación con los espíritus circundantes era espléndida, y que ellos le obedecían. Le dijo que había aprendido las artes del oficio de brujo en alguna aldea brasileña perdida, y que se había especializado en pócimas matadoras que solamente ocasiones especiales. Él —decía el Hermano— era incapaz de hacer un “trabajo” para matar a alguien bueno, pero a veces estaba obligado a eliminar a personalidades demoníacas.

Juana estaba alelada. Había ido al consultorio esperando la clásica tirada de cartas y las promesas —tan conocidas por una visitadora de brujos como ella— de rezos y plegarias. No esperaba encontrarse con un profesional de esas características. Pensó —mientras el Hermano le desplegaba sus habilidades— que tendría que agradecerle a la almacenera de su barrio por haberle pasado el dato de ese brujo. ¿Sería capaz ese hombre afeminado y gordito de lograr que a la brevedad su marido muriese de muerte natural?

El Hermano la volvió a la realidad. Le dijo que no estaba todavía seguro de que su marido mereciera la muerte. Habría que conformarse, en principio, con otro plan. Había que empezar con las velas negras. Juana protestó. “Yo ya prendí velas negras. No hacen nada”. El Hermano apeló a un recurso que siempre lo había salvado: la repentización. Se dio cuenta de que su clienta podría esfumársele si él no le ofrecía en ese mismo momento la fórmula de la muerte. Pero también era consciente de que para conseguir más dinero, tenía que aplazar el uso del veneno para más adelante. En tanto, ella seguiría pagando. “No puedo usar a los espíritus ahora, no me van a ayudar. Ellos quieren una segunda oportunidad para su marido. Antes de hacer cualquier cosa, vuelva a prender las velas negras, pero además consiga un sapo, ábrale la panza mientras esté vivono se olvide de que tiene que estar vivoy póngale adentro un papel con el nombre de su esposo. Después entierre al sapo. Y encima de la tierra ponga un hilito rojo. Cuídese de que nadie vea el hilito porque todo se echaría a perder”. La mujer dudó: “Qué consigo con eso?”. El Hermano se peinó las cejas gruesas con los dedos y contestó: “Que él se quede tranquilo, que no la moleste, que usted pueda hacer lo que quiera y él no se entere”. Por supuesto, ella ya le había contado al brujo que engañaba a su marido con otros hombres y que estaba cansada de tener que mentir y pasarse la vida inventando excusas para poder encontrarse con sus tres amantes.

La clienta siguió dudando, aunque más complacida. El Hermano advirtió que la fe de esa mujer era endeble, y que habría que reafirmarla si quería volverla a ver y a cobrar sus consultas. Le pidió que se quedara unos instantes más, para poder rezarle. Era un recurso que siempre le daba buenos resultados: tomar la cabeza de sus clientas entre sus manos y hacer una presión firme y sostenida. Las mujeres sentían, siempre, que estaban apoyadas por algo superior; que esa vez, después de tantas decepciones, podrían creer.

Juana prendió las velas, rellenó el sapo, lo enterró, colocó el hilo rojo. En su marido no se registraba cambio alguno. Esperó un par de semanas, maldiciendo el dinero gastado. Pero una tarde especialmente desdichada, sintió que no tenía nada para perder y volvió con el Hermano.

Tuvo que esperarlo una hora: una asistente le dijo que estaba haciendo un trabajó espiritual y que no podía ser interrumpido. En realidad, el hombre estaba tirado en su cama tomando mate y leyendo revistas Para Ti viejísimas, recortando recetas de cocina y consejos de maquillaje y belleza. Pero sabía que ese truco siempre era efectivo: si su clienta venía decepcionada por algún tratamiento fallido, la espera la calmaría en forma por lo menos provisoria.

Al final fue a recibir a la mujer, que ya no estaba tan enojada sino más bien ansiosa por saber si habría alguna posibilidad de intentar eliminar al marido. El Hermano dijo que había estado consultando con los espíritus y que lo habían autorizado para proporcionarle el “licor de los dioses” con el que matarían al esposo.

Juana estaba excitadísima. “Licor de los dioses? ¿Qué es eso?”. El Hermano adoptó un aire misterioso y triunfal. “Es lo que vos me pediste. Es el líquido que tiene que tomar tu marido. Con eso, va a dejar la tierra, se va a morir. Y nadie se va a dar cuenta. Pero sale caro, y vos tenés que ayudar a conseguir algunas cosas”.

El precio era cien mil pesos de la época y la “ayuda” una excusa para dar credibilidad al asunto. El Hermano citó a Juana a las 11 de la noche, frente al cementerio de Flores. Él llegó media hora más tarde junto a su amigo y “asistenteCarlos Figueroa, alias “Marta”, un mucamo de hotel que vivía en el tercer piso de Rodríguez Peña 178. De lejos, los dos eran tan parecidos que se los podía confundir: excedidos de peso, con el pelo corto y crespo, boca carnosa, nariz ancha, aspecto afeminado. En cuanto llegaron, el curandero le dijo a Juana que tendría que esperar a que su amigo y él volvieran de una incursión secreta dentro del cementerio. Tenían que buscar los ingredientes de la pócima. Tardaron casi una hora en volver. El “asistente” le tendió un paquete envuelto con papel de almacén, y el Hermano le dijo: “Ya está hecho el licor. Lo hicimos con jugo del ojo de un muerto y hueso molido de un brazo de otro. Espere dos días y después écheselo a su marido en el café, la sopa, el té, cualquier líquido que le dé para tomar”.

Una semana después, Juana se dio cuenta de que una vez más el Hermano le había fallado. Furiosa, fue a su consultorio. Le dijo .que su marido no había reaccionado frente al “licor de los dioses” y que seguía tan vivo y sano como siempre. Le confesó que su hija de 17 años conocía el plan, y también estaba decidida a matar a su padre. La chica estaba tan harta como ella de dar explicaciones acerca de sus salidas, encuentros y relaciones. El Hermano sonrió. Iba a poder cobrar otros cien mil pesos, y además haría matar a un hombre. Era fantástico “Veo que lo que querés es matar a tu marido. Vas a tener que poner otros cíen mil y yo hago que se muera, pero esta vez vamos a ayudar a los espíritus, que están un poco débiles. Le vamos a poner al tipo un poco de arsénico en la comida. Eso no falla, ¿sabés?”.

Una semana más tarde, Juana estaba otra vez en el cementerio de Flores. Pero esa vez era de día, y había ido hasta allí para enterrar a su marido.

Poco después, apareció en el “consultorio” la segunda mujer que tenía problemas con su esposo. Era Nina Ponorilox, una rusa de 37 años que se había instalado en la Argentina hacía 29. A los 14 sus padres habían decidido casarla con Esteban Cwiluk. Nunca fueron felices. Y la más perjudicada era la propia Nina, que pasó todo su matrimonio enamorándose a la distancia de distintos hombres y soñando con volver a casarse, mientras que su marido no le daba la menor importancia al tema amoroso. En algún momento de su matrimonio, Nina se animó a aceptar las propuestas sentimentales de uno de sus amigos. Así fue que tuvo su primer amante, quien la dejó poco después, como harían tantos otros. Estaba destinada a que la abandonasen. Había algo en ella que impulsaba a los hombres a alejarse: su entrega era tan absoluta que nadie estaba dispuesto a seguir adelante con una mujer que más tarde podría exigir alguna reciprocidad.

Lo cierto es Esteban Cwiluk se enteró de que su mujer le era infiel y resolvió las cosas a los golpes. Fue justamente su condición de mujer golpeada lo que llevó a Nina a acercarse al Hermano. También a ella le habían hablado del brujo en términos más que elogiosos.

En cuanto el Hermano la vio supo que podría repetir la secuencia que había inaugurado con Juana. Incluso podría sacarle más dinero: Nina era aún más inocente y crédula que la otra. Así, mientras Nina lloriqueaba contando detalles de las palizas que le daba su marido y pidiendo algún método adecuado para que él se mantuviese tranquilo, el Hermano le habló de las velas negras. “Poné siete durante siete días. Y después irá por el inodoro la cera que queda abajo, así s va al río. Con eso va a estar muy tranquilo, vas a ver”.

A los quince días, Nina volvió al “consultorio”. “Hace semana terminé con lo de las velas y mi marido sie igual. Es más, anoche me dio dos cachetadas y me tiró sobre la mesa. Está igual de bestia que siempre”. El Hermano no se inmutó. “Sí, ya sabía que iba a pasar eso. Me lo mostraron unos espíritus que vinieron a visitarme... En fin, vamos a tener que reforzar el trabajo”. Y le habló del sapo, el papel con el nombre del marido y la tinta roja. Diez días después, Nina apareció para su tercera consulta, donde le fue recetado el “licor de los dioses”, con la misma cita frente al cementerio de Flores. Y más tarde vino la cuarta cita, la del arsénico, mientras el Hermano seguía facturando las consultas y los “trabajos”.

Nina le dio el arsénico a su esposo en una taza de café con leche. Él soportó el veneno bastante bien, pero al rato sintió unas puntadas en el estómago. Nina se ofreció a hacerle un té con limón para aliviarlo. En ese té echó lo que le quedaba del arsénico. Esta vez, el hombre se sintió morir. Le pidió a su mujer que llamara con urgencia a un médico. El Hermano ya le había dicho que nadie podría descubrir el arsénico. De modo que ella llamó al médico del barrio que dispuso la internación inmediata de Cwiluk en el hospital Rawson. Pocas horas después, el paciente murió.

Después del entierro, el Hermano le recordó a Nina que le estaba debiendo dinero. El tratamiento en su conjunto —sin contar las consultas— tenía un precio de doscientos cincuenta mil pesos, y ella le debía unos cien mil. Para reforzar la necesidad del cobro, amenazó con enviarle las peores desgracias a través de sus espíritus amigos, y por las dudas condimentó su amenaza con un factor más terrenal: difundir en el barrio las sospechas de que ella había matado a su marido. Sabía que a Nina no se le ocurriría retrucar con una amenaza parecida: ella no sabía que el Hermano podría también caer en la volteada por haberle proporcionado el veneno. Para su forma de pensar y de ver las cosas, la responsabilidad sólo recaía en el autor material, es decir ella misma. De modo que, amedrentada, empeñó algunas joyas que su madre le había dejado. A eso le sumó un dinero que tenía ahorrado su marido, parte de sus ropas y un colchón. El Hermano, como salvándole la vida, dio por saldada la deuda.

Entretanto, una tercera mujer se había presentado en el “consultorio” del Hermano, atormentada por su marido. En principio, las consultas no tenían otro objeto que preguntar acerca de su futuro y el de su pareja. Pero el Hermano vio la posibilidad de repetir el negocio del arsénico, que le daba no solo dinero sino una cuota fantástica de diversión. El ex cura disfrutaba enormemente con la idea de manejar a esas mujeres e inducirlas a matar a sus maridos. Odiaba a gran parte de los hombres: sentía que lo discriminaban por su condición homosexual, y que si alguno de ellos iniciaba con él una historia romántica, la mantenía oculta como si se tratase del peor de los delitos. Y él no tenía ganas de perdonar una afrenta semejante.

Así fue que cuando apareció Yolanda Margarita Tiadini de Vázquez, el Hermano se sintió en la gloria. La mujer, de 46 años, no paraba de despotricar contra su esposo José Vázquez. Los dos vivían en Avellaneda, en la calle Capdevilla 471. Según la mujer, en su matrimonio había dos grandes conflictos: el menos grave era el mal humor sostenido de su marido, a quien todo le caía mal y que vivía quejándose de cada episodio de su vida cotidiana.

Yolanda no podía entender cómo un hombre, en apariencia simpático, pudo transformarse en una persona intratable y despectiva. “Cuando nos casamos él era amable, bueno. Pero después cambió. Se puso malísimo. Y ahora todo lo que hago, para él está mal”, repetía Yolanda con una amargura de décadas. El segundo conflicto era el fundamental. No tenían hijos. Yolanda y José habían pasado por varios médicos para ver cuál era el problema. Y el problema lo tenía él.

Unos meses antes, cuando comprobó que le estaba llegando la menopausia, se sintió morir. Lloraba a mares ante el Hermano: “Por culpa de mi marido no tuve hijos. Lo odio, lo odio”. El Hermano movía la cabeza con compasión, intentando que el odio de la mujer se instalara y creciera. “Es terrible. Es terrible que él haya sido tan egoísta. Te quitó la posibilidad maravillosa de ser madre. Yo te entiendo, porque me hubiera encantado tener hijos y tampoco tuve”, le decía él mientras le tiraba las cartas. “Ves? Esta carta de acá, la del hombre con el caballo, es clarísima: vos tenías que haber tenido tres hijos divinos. Y este hijo de puta te cortó los caminos... Qué feo, Dios mío, qué feo... Pobre Yolandita

Yolanda visitaba el “consultorio” al menos una vez a la semana. Se había vuelto adicta a ese hombre que parecía adivinarle los pensamientos y coincidir siempre con sus opiniones. Sin embargo, a ella no se la veía dispuesta a hacer ningún “trabajo” para eliminar al esposo. Al final, después de muchas consultas, el Hermano empezó a acicatearla. “Me parece que a vos te gusta sufrir, que no querés arreglar tu vida porque te gusta ser la víctima”. El discurso prendió enseguida en Yolanda, aunque de labios para afuera negaba esa teoría. “Entonces —retrucó el Hermano— por lo menos prendé unas velas negras, haceme el favor. Son siete por día, durante una semana. Yo acá también las voy a prender. Las prendemos a la misma hora así el pedido tiene más fuerza. ¿Qué podemos pedir? Ya sé, que él sufra por haberte hecho sufrir. Y que te deje tranquila, que no te moleste, que no te joda. Lo vamos a congelar”.

A la semana siguiente Yolanda volvió totalmente fascinada. Contó que las velas habían dado resultado, que su marido estaba respetuoso y manso y que se había vuelto de alguna manera cariñoso. El Hermano dijo que ya lo sabía, que los espíritus se habían comunicado con él para darle la noticia. “Y además los espíritus me dijeron que tenés que reforzar el pedido. Tenés que hacer el trabajo del sapo”, dijo, y se lo explicó. Yolanda, no muy convencida, lo hizo. Vomitó cuando le abrió la panza al animal, y tuvo pesadillas por varias noches. Mientras tanto, su marido había abandonado los buenos modales y estaba peor que nunca. Yolanda decidió que no podía afrontar tantas desilusiones, que no podía luchar contra una vida tan dura. Se resignó a su destino nefasto y no volvió al “consultorio” del Hermano. Pero el Hermano no estaba dispuesto a perder así como así a una dienta como Yolanda. Y fue a su casa a buscarla.

 

Yolanda recibió al Hermano con cierta frialdad. Se había alegrado de verlo, pero no tenía ganas de seguir en la yeta de los brujos. Había tenido una larguísima charla con una amiga, quien le dijo que si seguía visitando adivinadores podría terminar loca. Pero la desconfianza cedió ante la amabilidad del Hermano, que hizo lo posible por mostrarse como la única persona capaz de comprenderla y apoyarla. Al rato ya estaba contándole que su marido la seguía maltratando y que su depresión iba en aumento. El Hermano fue apocalíptico. “Eso es muy grave. Te vas a enfermar. En realidad vine porque vi que te estaba pasando algo. Estás en peligro, y yo te voy a ayudar”. Así reanudaron la relación, y al tercer encuentro, él trató de convencerla para matar al marido. Yolanda no supo qué hacer. De hecho ella hacía mucho tiempo que fantaseaba con la muerte de su esposo, pero no estaba dispuesta a matarlo: la detenía el miedo a la cárcel. Se lo contó al Hermano, quien sintió que estaba ganando la batalla. “No tengas miedo. Yo te puedo dar algo para que le pongas en la comida y él se muere solo, sin que nadie sospeche nada. Te doy el agua de los dioses y ningún médico ni ningún policía se va a dar cuenta”. Y para darle efecto a su discurso, propuso una cita con las otras dos mujeres que habían enviudado gracias a sus pócimas milagrosas.

Juana y Nina recibieron a Yolanda con alegría, como a una nueva socia de un club selecto. Le dijeron que habían enviudado sin problemas y que a partir de ese episodio venido del cielo sus vidas habían mejorado, habían dado un vuelco maravilloso, inesperado. Alabaron las pócimas del Hermano y le dijeron que ella no podía perderse esa oportunidad. Las dos estaban encantadas de poder arrastrar a otra mujer al mismo terreno pantanoso en el que estaban sumergidas. Charlaron durante casi cuatro horas. Las dos viudas contaron al detalle el procedimiento, las bondades del veneno, los síntomas de malestar iniciales que se producían en las víctimas, el final. En un discurso confuso, mezclaban los términos: de pronto hablaban del “licor de los dioses”, de pronto mencionaban el arsénico. Pasaban del favor de los espíritus, que querían deshacerse de la gente mala como sus maridos, al odio personal y puro de ellas mismas. Yolanda se sentía aceptada, querida, integrada a un grupo de mujeres que sabían lo que era sufrir en esta vida. La convencieron.

Dos días después, Yolanda puso arsénico en la sopa que le ofreció al marido. Él la tomó durante su almuerzo, se sintió mal, se quedó en cama toda la tarde. Al anochecer tuvo una leve mejoría. Aceptó entonces un tazón de la sopa que había quedado del mediodía. Los dolores arreciaron y Yolanda dijo que iría corriendo a buscar al médico. No fue al médico. Fue al “consultorio” del Hermano quien se puso un guardapolvo blanco y acompañó a Yolanda a su casa, esta vez en calidad de doctor. Con ellos iba Carlos Figueroa, su “asistente” y habitué del cementerio de Flores. El Hermano estaba asustado. Temía que esta vez lo descubrieran, desconfiaba de la cantidad de arsénico que Yolanda le había puesto al marido en la comida. El Hermano era tremendamente histérico en situaciones de riesgo, y esta vez se veía envuelto en una catástrofe. Temblaba sin parar mientras su amigo le hablaba al oído. Fue el otro quien le sugirió inyectarle parte del veneno que quedaba para acelerar los tiempos. Entre los dos sujetaron a José Vázquez, que no quería ser atendido por esos hombres sino por su médico, y le dieron una inyección “para calmarte los dolores , Josecito”.

El hombre vivió dos días más. Al final pudo levantarse de la cama y arrastrarse al patio de la casa, acaso intentando escapar por una puerta trasera. Pero el Hermano, que se había instalado en la casa para seguir los acontecimientos, lo interceptó. José murió a los pocos minutos.

Diez meses después de la muerte de Rogelio Enrique Houyou, el primero de los tres maridos envenenados, una mujer denunció la desaparición de su hija de 16 años. La encontraron en una casa donde vivía, precisamente, la viuda de Houyou. La casa se había convertido en una especie de prostíbulo encubierto en donde trabajan la viuda, su hija y unas diez mujeres más. La viuda había dejado de ser una simple ama de casa para dedicarse a un rubro más lucrativo. La policía empezó a investigar el caso y a sospechar de la muerte de Houyou. Exhumaron el cadáver y encontraron el veneno. Juana negó los hechos hasta que uno de los policías le dijo que de nada valía mentir: su hija había contado todo. Enseguida cayó el Hermano, y más tarde las otras dos envenenadoras. A todos les correspondieron quince años de prisión.

En sus respectivas cárceles, las tres mostraron un ánimo envidiable. Ninguna estaba arrepentida. Ninguna parecía triste ante la perspectiva del encierro. La más mortificada, a su estilo, fue Yolanda Tiadini de Vázquez, que a los pocos días de estar en prisión dijo que fue “una tonta por haber confesado”: “Lo hice de puro confiada que soy. Si hubiese sabido que me dejaban presa no hablaba. Pero bueno, ya estoy acá. No se lo pasa tan mal.”. También dijo que mató a su marido “porque había vivido lo suficiente”, y que usó luto porque le sentaba bien a causa de unos kilos de más. Y que lo que más la alegraba era haber dejado de llorar. “No sabe cuánto lloraba cuando mi marido vivía. Ahora ya no lloro. Nunca lloro”.

Después de confesar el crimen, Nina Ponorilox dijo que ella no era una mentirosa. Y que lo demostraría diciendo siempre la verdad. De modo que ante la pregunta acerca de si estaba arrepentida por haber envenenado a su marido, se corrió el flequillo a un costado y sonrió. “No. Lo volvería a hacer. A pesar de que, creo, yo lo amaba”. También solía contar en sus primeros meses de encierro que le dio una pena inmensa ver sufrir a su marido a causa del veneno. “Para que no sufriera tanto redoblé la dosis. Pero creo que dentro de poco voy a salir en libertad. Hay gente que hace cosas peores que lo que hice yo”. Ante la hipótesis de su libertad, Nina se anima a pensar en un próximo casamiento, esta vez elegido por ella misma y no por sus padres. “Los periodistas me preguntan si volvería a matar a otro hombre si vuelve a maltratarme. Y yo ¿qué puedo contestar? Uno nunca sabe lo que le va a deparar el destino

Juana Pugnetti de Houyou cultivó en la cárcel el odio al esposo muerto. “Era peor que todos los hombre que conocí, y eso que conocí hombres a montones. Era el peor, y me alegro de imaginármelo pudriéndose en el cajón”.

El Hermano, por su parte, les dijo a sus compañeros de celda que lo único por lo que rezaba era por la muerte de sus tres “pacientes”. “Y que sea ahora, lo antes posible. Y que sufran mucho más de lo que me están haciendo sufrir a mí, que solamente traté de ayudarlas. Pero Dios sabrá por qué hace las cosas en esta forma”.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

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