Juana , Nina y Yolanda
Por diferentes motivos, las tres creían en la brujería. Y las tres,
después de largos peregrinajes esotéricos, se rindieron ante Arturo Miguel Ángel Rodríguez, alias el
Hermano
Miguel, alias Mónica, un curandero de 31 años que había sido sastre, cura
y sanador. El apodo Mónica lo ganó
cuando dejó los hábitos para poder dar rienda suelta a su homosexualidad y a su
tendencia a adoptar posturas y gestos típicamente femeninos.
Las tres mujeres se conocieron en el “consultorio” del Hermano Miguel, en Iriarte 4880, de la Capital
Federal. Las tres buscaban lo mismo: aniquilar a sus maridos mediante
rezos, pócimas, talismanes o lo que fuera. Juana Pugnetti de Houyou, Nina Pon orilox de Owiluk y Yolanda
Margarita Tiadini de Vázquez estaban hartas de sus respectivos
esposos y se sentían incapaces de escapar de la esfera del matrimonio sin
ayuda. Las tres se acercaron al Hermano luego de haber escuchado
referencias de alguna vecina y las tres se sintieron igualmente decepcionadas
cuando el curandero en cuestión les ofreció alternativas livianas. Al principio
ninguna se animó a poner sobre la mesa sus verdaderas intenciones. Como
siguiendo un acuerdo no escrito, el Hermano acataba las imprecisas
órdenes primeras, los ruegos lavados acerca de hacer algo para vivir en paz,
sin el estorbo de sus hombres. Pero en cuanto la relación entre el Hermano
y cada una de sus dientas principales se hizo más intensa, el brujo les hizo
admitir que las auténticas soluciones siempre tenían que ser drásticas. Les
hizo ver que tenían que enviudar, de lo contrario sus vidas estarían condenadas
al más patético destino. Las tres estuvieron de acuerdo con los dichos del Hermano
que, de alguna manera, coincidían con sus deseos más profundos. Y decidieron
que las velas y los sapos disecados eran herramientas cobardes, ineficaces,
banales. Y pasaron al arsénico.
La primera en llegar al consultorio del Hermano fue Juana Pugnetti
de Houyou, a principios de 1966. Tenía 34 años y una hija de 17.
Odiaba a su marido, Rogelio Enrique
Houyou, de 39, por motivos más bien imprecisos. Lo qué sí sabía es que
quería deshacerse de él para poder vivir su vida en libertad. El Hermano
vio en ella una veta económica inesperada, la posibilidad de incrementar en
mucho el precio de la consulta. Poco a poco fue convenciendo a Juana
acerca de sus poderes y experiencia. Le explicó que su relación con los
espíritus circundantes era espléndida, y que ellos le obedecían. Le dijo que
había aprendido las artes del oficio de brujo en alguna aldea brasileña
perdida, y que se había especializado en pócimas matadoras que solamente
ocasiones especiales. Él —decía el Hermano— era incapaz de
hacer un “trabajo” para matar a alguien bueno, pero a veces estaba
obligado a eliminar a personalidades demoníacas.
Juana estaba alelada. Había ido al
consultorio esperando la clásica tirada de cartas y las promesas —tan
conocidas por una visitadora de brujos como ella— de rezos y plegarias.
No esperaba encontrarse con un profesional de esas características. Pensó
—mientras el Hermano le desplegaba sus habilidades— que tendría que
agradecerle a la almacenera de su barrio por haberle pasado el dato de ese
brujo. ¿Sería capaz ese hombre afeminado y gordito de
lograr que a la brevedad su marido muriese de muerte natural?
El Hermano la volvió a la realidad. Le dijo que no estaba todavía
seguro de que su marido mereciera la muerte. Habría que conformarse, en
principio, con otro plan. Había que empezar con las velas negras. Juana
protestó. “Yo ya prendí velas negras. No hacen nada”.
El Hermano
apeló a un recurso que siempre lo había salvado: la repentización. Se dio
cuenta de que su clienta podría esfumársele si él no le ofrecía en ese mismo
momento la fórmula de la muerte. Pero también era consciente de que para
conseguir más dinero, tenía que aplazar el uso del veneno para más adelante. En
tanto, ella seguiría pagando. “No puedo usar a
los espíritus ahora, no me van a ayudar. Ellos quieren una segunda oportunidad
para su marido. Antes de hacer cualquier cosa, vuelva a prender las velas
negras, pero además consiga un sapo, ábrale la panza mientras esté vivo
—no
se olvide de que tiene que estar vivo— y póngale adentro un papel con el nombre de su esposo.
Después entierre al sapo. Y encima de la tierra ponga un hilito rojo. Cuídese
de que nadie vea el hilito porque todo se echaría a perder”. La mujer dudó: “Qué consigo con eso?”. El Hermano
se peinó las cejas gruesas con los dedos y contestó: “Que él se quede tranquilo, que no la moleste, que usted
pueda hacer lo que quiera y él no se entere”. Por supuesto, ella
ya le había contado al brujo que engañaba a su marido con otros hombres y que
estaba cansada de tener que mentir y pasarse la vida inventando excusas para
poder encontrarse con sus tres amantes.
La clienta siguió dudando, aunque más complacida. El Hermano
advirtió que la fe de esa mujer era endeble, y que habría que reafirmarla si
quería volverla a ver y a cobrar sus consultas. Le pidió que se quedara unos
instantes más, para poder rezarle. Era un recurso que siempre le daba buenos resultados:
tomar la cabeza de sus clientas entre sus manos y hacer una presión firme y
sostenida. Las mujeres sentían, siempre, que estaban apoyadas por algo
superior; que esa vez, después de tantas decepciones, podrían creer.
Juana prendió las velas, rellenó el
sapo, lo enterró, colocó el hilo rojo. En su marido no se registraba cambio
alguno. Esperó un par de semanas, maldiciendo el dinero gastado. Pero una tarde
especialmente desdichada, sintió que no tenía nada para perder y volvió con el Hermano.
Tuvo que esperarlo una hora: una asistente le dijo que estaba haciendo
un trabajó espiritual y que no podía ser interrumpido. En realidad, el hombre
estaba tirado en su cama tomando mate y leyendo revistas Para Ti viejísimas, recortando recetas de cocina y consejos
de maquillaje y belleza. Pero sabía que ese truco siempre era efectivo: si su
clienta venía decepcionada por algún tratamiento fallido, la espera la calmaría
en forma por lo menos provisoria.
Al final fue a recibir a la mujer, que ya no estaba tan enojada sino más
bien ansiosa por saber si habría alguna posibilidad de intentar eliminar al
marido. El Hermano dijo que había estado consultando con los espíritus y
que lo habían autorizado para proporcionarle el “licor
de los dioses” con el que matarían al esposo.
Juana estaba excitadísima. “Licor de los dioses? ¿Qué
es eso?”. El Hermano adoptó un aire misterioso y
triunfal. “Es lo que vos me pediste. Es el líquido que
tiene que tomar tu marido. Con eso, va a dejar la tierra, se va a morir. Y
nadie se va a dar cuenta. Pero sale caro, y vos tenés que ayudar a conseguir
algunas cosas”.
El precio era cien mil pesos de la época y la “ayuda” una excusa para
dar credibilidad al asunto. El Hermano citó a Juana a las 11 de la noche,
frente al cementerio de Flores. Él
llegó media hora más tarde junto a su amigo y “asistente” Carlos Figueroa, alias “Marta”,
un mucamo de hotel que vivía en el tercer piso de Rodríguez Peña 178. De lejos, los dos eran tan parecidos que se los podía confundir:
excedidos de peso, con el pelo corto y crespo, boca carnosa, nariz ancha,
aspecto afeminado. En cuanto llegaron, el curandero le dijo a Juana
que tendría que esperar a que su amigo y él volvieran de una incursión secreta
dentro del cementerio. Tenían que buscar los ingredientes de la pócima.
Tardaron casi una hora en volver. El “asistente” le tendió un paquete
envuelto con papel de almacén, y el Hermano le dijo: “Ya está hecho el licor. Lo hicimos con jugo del ojo de un
muerto y hueso molido de un brazo de otro. Espere dos días y después écheselo a
su marido en el café, la sopa, el té, cualquier líquido que le dé para tomar”.
Una semana después, Juana se dio cuenta de que una vez más el Hermano
le había fallado. Furiosa, fue a su consultorio. Le dijo .que su marido
no había reaccionado frente al “licor de los
dioses” y que seguía tan vivo y sano como siempre. Le confesó
que su hija de 17 años conocía el plan, y también estaba decidida a matar a su
padre. La chica estaba tan harta como ella de dar explicaciones acerca de sus
salidas, encuentros y relaciones. El Hermano sonrió. Iba a poder cobrar
otros cien mil pesos, y además haría matar a un hombre. Era fantástico “Veo que lo que querés es matar a tu marido. Vas a tener
que poner otros cíen mil y yo hago que se muera, pero esta vez vamos a ayudar a
los espíritus, que están un poco débiles. Le vamos a poner al tipo un poco de
arsénico en la comida. Eso no falla, ¿sabés?”.
Una semana más tarde, Juana estaba otra vez en el cementerio de Flores. Pero esa vez era
de día, y había ido hasta allí para enterrar a su marido.
Poco después, apareció en el “consultorio” la segunda mujer que
tenía problemas con su esposo. Era Nina Ponorilox, una rusa de 37 años que se
había instalado en la Argentina hacía
29. A los 14 sus padres habían decidido casarla con Esteban Cwiluk. Nunca fueron felices. Y la más perjudicada era la
propia Nina,
que pasó todo su matrimonio enamorándose a la distancia de distintos hombres y
soñando con volver a casarse, mientras que su marido no le daba la menor
importancia al tema amoroso. En algún momento de su matrimonio, Nina
se animó a aceptar las propuestas sentimentales de uno de sus amigos. Así fue
que tuvo su primer amante, quien la dejó poco después, como harían tantos otros.
Estaba destinada a que la abandonasen. Había algo en ella que impulsaba a los
hombres a alejarse: su entrega era tan absoluta que nadie estaba dispuesto a
seguir adelante con una mujer que más tarde podría exigir alguna reciprocidad.
Lo cierto es Esteban Cwiluk se
enteró de que su mujer le era infiel y resolvió las cosas a los golpes. Fue
justamente su condición de mujer golpeada lo que llevó a Nina a acercarse al Hermano.
También a ella le habían hablado del brujo en términos más que elogiosos.
En cuanto el Hermano la vio supo que podría
repetir la secuencia que había inaugurado con Juana. Incluso podría sacarle
más dinero: Nina
era aún más inocente y crédula que la otra. Así, mientras Nina lloriqueaba contando
detalles de las palizas que le daba su marido y pidiendo algún método adecuado
para que él se mantuviese tranquilo, el Hermano le habló de las velas
negras. “Poné siete durante siete días. Y después
irá por el inodoro la cera que queda abajo, así s va al río. Con eso va a estar
muy tranquilo, vas a ver”.
A los quince días, Nina volvió al “consultorio”. “Hace semana terminé con lo de las velas y mi marido sie
igual. Es más, anoche me dio dos cachetadas y me tiró sobre la mesa. Está igual
de bestia que siempre”. El Hermano no se inmutó. “Sí, ya sabía que iba a pasar eso. Me lo mostraron unos
espíritus que vinieron a visitarme... En fin,
vamos a tener que reforzar el trabajo”. Y le habló del
sapo, el papel con el nombre del marido y la tinta roja. Diez días después, Nina
apareció para su tercera consulta, donde le fue recetado el “licor de los
dioses”, con la misma cita frente al cementerio de Flores. Y más tarde vino la cuarta cita, la del
arsénico, mientras el Hermano seguía facturando las
consultas y los “trabajos”.
Nina le dio el arsénico a su esposo
en una taza de café con leche. Él soportó el veneno bastante bien, pero al rato
sintió unas puntadas en el estómago. Nina se ofreció a hacerle un té con limón para
aliviarlo. En ese té echó lo que le quedaba del arsénico. Esta vez, el hombre
se sintió morir. Le pidió a su mujer que llamara con urgencia a un médico. El Hermano
ya le había dicho que nadie podría descubrir el arsénico. De modo que ella
llamó al médico del barrio que dispuso la internación inmediata de Cwiluk en el hospital Rawson. Pocas horas después, el paciente murió.
Después del entierro, el Hermano le recordó a Nina
que le estaba debiendo dinero. El tratamiento en su conjunto —sin
contar las consultas— tenía un precio de doscientos cincuenta mil
pesos, y ella le debía unos cien mil. Para reforzar la necesidad del cobro,
amenazó con enviarle las peores desgracias a través de sus espíritus amigos, y
por las dudas condimentó su amenaza con un factor más terrenal: difundir en el
barrio las sospechas de que ella había matado a su marido. Sabía que a Nina
no se le ocurriría retrucar con una amenaza parecida: ella no sabía que el Hermano podría también caer en la
volteada por haberle proporcionado el veneno. Para su forma de pensar y de ver
las cosas, la responsabilidad sólo recaía en el autor material, es decir ella
misma. De modo que, amedrentada, empeñó algunas joyas que su madre le había
dejado. A eso le sumó un dinero que tenía ahorrado su marido, parte de sus
ropas y un colchón. El Hermano, como salvándole la vida, dio
por saldada la deuda.
Entretanto, una tercera
mujer se había presentado en el “consultorio” del Hermano,
atormentada por su marido. En principio, las consultas no tenían otro objeto que
preguntar acerca de su futuro y el de su pareja. Pero el Hermano vio la
posibilidad de repetir el negocio del arsénico, que le daba no solo dinero sino
una cuota fantástica de diversión. El ex cura disfrutaba enormemente con la
idea de manejar a esas mujeres e inducirlas a matar a sus maridos. Odiaba a
gran parte de los hombres: sentía que lo discriminaban por su condición
homosexual, y que si alguno de ellos iniciaba con él una historia romántica, la
mantenía oculta como si se tratase del peor de los delitos. Y él no tenía ganas
de perdonar una afrenta semejante.
Así fue que cuando
apareció Yolanda
Margarita Tiadini de Vázquez, el Hermano se sintió en la
gloria. La mujer, de 46 años, no paraba de despotricar contra su esposo José Vázquez. Los dos vivían en Avellaneda, en la calle Capdevilla 471. Según la mujer, en su
matrimonio había dos grandes conflictos: el menos grave era el mal humor
sostenido de su marido, a quien todo le caía mal y que vivía quejándose de cada
episodio de su vida cotidiana.
Yolanda no podía entender cómo un hombre, en
apariencia simpático, pudo transformarse en una persona intratable y despectiva.
“Cuando nos casamos él era amable, bueno. Pero después
cambió. Se puso malísimo. Y ahora todo lo que hago, para él está mal”,
repetía Yolanda
con una amargura de décadas. El segundo conflicto era el
fundamental. No tenían hijos. Yolanda y José
habían pasado por varios médicos para ver cuál era el problema. Y el problema
lo tenía él.
Unos meses antes, cuando comprobó que le estaba llegando la
menopausia, se sintió morir. Lloraba a mares ante el Hermano: “Por culpa de mi marido no tuve hijos. Lo odio, lo odio”.
El Hermano
movía la cabeza con compasión, intentando que el odio de la mujer se instalara
y creciera. “Es terrible. Es terrible que él haya sido
tan egoísta. Te quitó la posibilidad maravillosa de ser madre. Yo te entiendo,
porque me hubiera encantado tener hijos y tampoco tuve”, le
decía él mientras le tiraba las cartas. “Ves? Esta carta
de acá, la del hombre con el caballo, es clarísima: vos tenías que haber tenido
tres hijos divinos. Y este hijo de puta te cortó los caminos... Qué feo, Dios
mío, qué feo... Pobre Yolandita”
Yolanda visitaba el “consultorio”
al menos una vez a la semana. Se había vuelto adicta a ese hombre que parecía
adivinarle los pensamientos y coincidir siempre con sus opiniones. Sin embargo,
a ella no se la veía dispuesta a hacer ningún “trabajo” para eliminar al
esposo. Al final, después de muchas consultas, el Hermano empezó a
acicatearla. “Me parece que a vos te gusta sufrir, que no
querés arreglar tu vida porque te gusta ser la víctima”. El
discurso prendió enseguida en Yolanda, aunque de labios para afuera negaba
esa teoría. “Entonces —retrucó el
Hermano— por lo menos prendé unas velas negras,
haceme el favor. Son siete por día, durante una semana. Yo acá también las voy
a prender. Las prendemos a la misma hora así el pedido tiene más fuerza. ¿Qué
podemos pedir? Ya sé, que él sufra por haberte hecho sufrir. Y que te deje
tranquila, que no te moleste, que no te joda. Lo vamos a congelar”.
A la semana siguiente Yolanda volvió totalmente fascinada. Contó que
las velas habían dado resultado, que su marido estaba respetuoso y manso y que
se había vuelto de alguna manera cariñoso. El Hermano dijo que ya lo sabía,
que los espíritus se habían comunicado con él para darle la noticia. “Y además los espíritus me dijeron que tenés que reforzar
el pedido. Tenés que hacer el trabajo del sapo”, dijo, y se lo
explicó. Yolanda,
no muy convencida, lo hizo. Vomitó cuando le abrió la panza al animal, y tuvo
pesadillas por varias noches. Mientras tanto, su marido había abandonado los
buenos modales y estaba peor que nunca. Yolanda decidió que no podía afrontar tantas
desilusiones, que no podía luchar contra una vida tan dura. Se resignó a su
destino nefasto y no volvió al “consultorio” del Hermano.
Pero el Hermano no estaba dispuesto a perder así como así a una dienta
como Yolanda.
Y fue a su casa a buscarla.
Yolanda recibió al Hermano con cierta
frialdad. Se había alegrado de verlo, pero no tenía ganas de seguir en la yeta
de los brujos. Había tenido una larguísima charla con una amiga, quien le dijo
que si seguía visitando adivinadores podría terminar loca. Pero la desconfianza
cedió ante la amabilidad del Hermano, que hizo lo posible por
mostrarse como la única persona capaz de comprenderla y apoyarla. Al rato ya
estaba contándole que su marido la seguía maltratando y que su depresión iba en
aumento. El Hermano fue apocalíptico. “Eso es muy
grave. Te vas a enfermar. En realidad vine porque vi que te estaba pasando
algo. Estás en peligro, y yo te voy a ayudar”. Así reanudaron la
relación, y al tercer encuentro, él trató de convencerla para matar al marido. Yolanda
no supo qué hacer. De hecho ella hacía mucho tiempo que fantaseaba con la
muerte de su esposo, pero no estaba dispuesta a matarlo: la detenía el miedo a
la cárcel. Se lo contó al Hermano, quien sintió que estaba
ganando la batalla. “No tengas miedo.
Yo te puedo dar algo para que le pongas en la comida y él se muere solo, sin
que nadie sospeche nada. Te doy el agua de los dioses y ningún médico ni ningún
policía se va a dar cuenta”. Y para darle efecto a su discurso,
propuso una cita con las otras dos mujeres que habían enviudado gracias a sus
pócimas milagrosas.
Juana y Nina recibieron a Yolanda
con alegría, como a una nueva socia de un club selecto. Le dijeron que habían
enviudado sin problemas y que a partir de ese episodio venido del cielo sus vidas
habían mejorado, habían dado un vuelco maravilloso, inesperado. Alabaron las
pócimas del Hermano y le dijeron que ella no podía perderse esa
oportunidad. Las dos estaban encantadas de poder arrastrar a otra mujer al
mismo terreno pantanoso en el que estaban sumergidas. Charlaron durante casi
cuatro horas. Las dos viudas contaron al detalle el procedimiento, las bondades
del veneno, los síntomas de malestar iniciales que se producían en las
víctimas, el final. En un discurso confuso, mezclaban los términos: de pronto
hablaban del “licor
de los dioses”, de pronto mencionaban el arsénico. Pasaban del favor de los espíritus, que querían
deshacerse de la gente mala como sus maridos, al odio personal y puro de ellas
mismas. Yolanda
se sentía aceptada, querida, integrada a un grupo de mujeres que sabían lo que
era sufrir en esta vida. La convencieron.
Dos días después, Yolanda puso arsénico en la sopa que le
ofreció al marido. Él la tomó durante su almuerzo, se sintió mal, se quedó en cama
toda la tarde. Al anochecer tuvo una leve mejoría. Aceptó entonces un tazón de
la sopa que había quedado del mediodía. Los dolores arreciaron y Yolanda
dijo que iría corriendo a buscar al médico. No fue al médico. Fue al “consultorio”
del Hermano
quien se puso un guardapolvo blanco y acompañó a Yolanda a su casa, esta vez en
calidad de doctor. Con ellos iba Carlos
Figueroa, su “asistente” y habitué del cementerio
de Flores. El Hermano estaba asustado. Temía que esta vez lo descubrieran,
desconfiaba de la cantidad de arsénico que Yolanda le había puesto al marido en la
comida. El Hermano era tremendamente histérico en situaciones de riesgo, y
esta vez se veía envuelto en una catástrofe. Temblaba sin parar mientras su
amigo le hablaba al oído. Fue el otro quien le sugirió inyectarle parte del
veneno que quedaba para acelerar los tiempos. Entre los dos sujetaron a José Vázquez, que no quería ser
atendido por esos hombres sino por su médico, y le dieron una inyección “para calmarte los dolores , Josecito”.
El hombre vivió dos días más. Al final pudo levantarse de la cama y
arrastrarse al patio de la casa, acaso intentando escapar por una puerta
trasera. Pero el Hermano, que se había instalado en la casa para seguir los
acontecimientos, lo interceptó. José
murió a los pocos minutos.
Diez meses después de la muerte de Rogelio Enrique Houyou, el primero de los tres maridos envenenados,
una mujer denunció la desaparición de su hija de 16 años. La encontraron en una
casa donde vivía, precisamente, la viuda de Houyou. La casa se había convertido en una especie de prostíbulo
encubierto en donde trabajan la viuda, su hija y unas diez mujeres más. La
viuda había dejado de ser una simple ama de casa para dedicarse a un rubro más
lucrativo. La policía empezó a investigar el caso y a sospechar de la muerte de
Houyou. Exhumaron el cadáver y
encontraron el veneno. Juana negó los hechos hasta que uno de los
policías le dijo que de nada valía mentir: su hija había contado todo.
Enseguida cayó el Hermano, y más tarde las otras dos envenenadoras. A todos les
correspondieron quince años de prisión.
En sus respectivas cárceles, las tres mostraron un ánimo envidiable.
Ninguna estaba arrepentida. Ninguna parecía triste ante la perspectiva del
encierro. La más mortificada, a su estilo, fue Yolanda Tiadini de Vázquez, que
a los pocos días de estar en prisión dijo que fue “una
tonta por haber
confesado”: “Lo hice de puro
confiada que soy. Si hubiese sabido que me dejaban presa no hablaba. Pero
bueno, ya estoy acá. No se lo pasa tan mal.”. También dijo que
mató a su marido “porque había vivido lo suficiente”,
y que usó luto porque le sentaba bien a causa de unos kilos de más. Y que lo
que más la alegraba era haber dejado de llorar. “No
sabe cuánto lloraba cuando mi marido vivía. Ahora ya no lloro. Nunca lloro”.
Después de confesar el crimen, Nina Ponorilox dijo que ella no era una
mentirosa. Y que lo demostraría diciendo siempre la verdad. De modo que ante la
pregunta acerca de si estaba arrepentida por haber envenenado a su marido, se
corrió el flequillo a un costado y sonrió. “No.
Lo volvería a hacer. A pesar de que, creo, yo lo amaba”. También
solía contar en sus primeros meses de encierro que le dio una pena inmensa ver
sufrir a su marido a causa del veneno. “Para que no
sufriera tanto redoblé la dosis. Pero creo que dentro de poco voy a salir en
libertad. Hay gente que hace cosas peores que lo que hice yo”.
Ante la hipótesis de su libertad, Nina se anima a pensar en un próximo casamiento,
esta vez elegido por ella misma y no por sus padres. “Los
periodistas me preguntan si volvería a matar a otro hombre si vuelve a
maltratarme. Y yo ¿qué puedo contestar? Uno nunca sabe lo que le va a deparar
el destino”
Juana Pugnetti de
Houyou cultivó
en la cárcel el odio al esposo muerto. “Era peor que
todos los hombre que conocí, y eso que conocí hombres a montones. Era el peor,
y me alegro de imaginármelo pudriéndose en el cajón”.
El Hermano, por su parte, les dijo a sus compañeros de celda que
lo único por lo que rezaba era por la muerte de sus tres “pacientes”. “Y que sea ahora, lo antes posible. Y que sufran mucho más
de lo que me están haciendo sufrir a mí, que solamente traté de ayudarlas. Pero
Dios sabrá por qué hace las cosas en esta forma”.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)