Gloria B. " Despiadada "
En los
dibujos que tenía que hacer en la escuela, Gloria B. repetía siempre la misma imagen: una
nena con dos piernas muy flacas que caminaba arrastrando una bolsa enorme de
color negro. Al lado aparecía otra nena más gorda con dos lágrimas
desproporcionadas, pintadas de rojo. Guando le pedían que explicara el dibujo, Gloria
miraba con gesto contrariado, como si le resultara absurdo comentar algo tan
evidente: "La nena soy yo, cuando papá nos echó de
casa. Y la otra es mamá, el mismo día”.
Estaba
hablando del momento que recordaría toda la vida: cuando su padre le dijo a su
madre, con absoluta calma, que juntara sus cosas y las de la hija y le dejaran
la casa vacía. Él se casaría con una antigua novia del barrio.
Con el
tiempo, la madre tuvo que explicarle a Gloria que su padre se había casado con otra
mujer porque nunca se había querido casar con ella. Sin pensar ni por un minuto
en el efecto que sus relatos producirían en su hija, Elisa, la madre -una señora rolliza y resentida-
pasaba larguísimas tardes contándole a Gloria las maldades de su padre, su egoísmo y
las desgracias que había depositado sobre las dos. "Nos
arruinó. Nos dejó en la calle porque nos odia, y preferiría que estuviéramos
muertas", le decía, mirándola fijo para estar segura de que
la hija registraba cada uno de sus dichos.
Como era
previsible, la idea que se formó Gloria sobre los hombres no era la más
adecuada para formar una familia feliz. A los trece años tuvo su primer novio,
un adolescente peleador y mentiroso, con el que inauguró una seguidilla de
relaciones conflictivas. A los diecinueve se casó con un hombre insignificante
al que no tomaba en serio y engañaba por puro aburrimiento.
Trabajaba de
camarera en un bar ya veces recibía unos pesos adicionales de algún cliente al
que acompañaba a un hotel. Con sus amigas -pocas- bromeaba acerca de su
actividad complementaria. "Me gusta más
coger con alguien que me paga que coger gratis con el pelotudo de mi marido".
Su marido,
un jardinero haragán y ventajero, era impermeable a los maltratos y engaños de
su mujer. Él también tenía amantes y lo único que quería en la vida era ganarse
unos pesos para ir al hipódromo, salir de noche con alguna de sus chicas y que
lo dejaran dormir tranquilo hasta las dos de la tarde.
Gloria veía a Elisa, su madre, una vez por semana. Le alquilaba una casa
miserable en su mismo barrio y le daba dinero para vivir. Con los años Elisa siguió engordando hasta
convertirse en una mujer increíblemente obesa que casi ni se levantaba de su
sillón. No había tenido otros hombres y rumiaba un rencor eterno contra el
marido que la había abandonado. Gloria, por su parte, también odiaba a su
padre, pero más odiaba a Elisa. Cada
vez que la veía sentía el mismo rechazo visceral hacia esa mujer que no había
sabido defenderse ni defenderla de la crueldad del padre. Le recriminaba
también no haberle disfrazado la realidad. "¿Para
qué me contabas todo desde que era tan nena? Eso es ser hija de puta. Con no decirme que papá nos
odiaba habría alcanzado", le decía, mientras examinaba, de
lejos y con asco, los incontables rollos de la panza materna.
Gloria era lo opuesto a Elisa: flaca, activa, preocupada por su
cuerpo, audaz con los hombres. No podía explicarse cómo fue que su madre había
aceptado con tal pasividad la afrenta de su marido.
La venganza
de Gloria
contra Elisa consistía en darle
menos dinero que el necesario para pagar sus cuentas y para vivir. De hecho,
las penurias económicas de su madre la llenaban de satisfacción. Pero había
algo más: Gloria
se encargaba de atiborrar la alacena de su madre con productos baratos y
engordantes. La obesidad de Elisa
era un motivo de orgullo para su flanco más perverso: con Mónica, su amiga de la infancia, y algunas otras conocidas del
barrio, hacían apuestas por el peso probable de Elisa. Gloria solía ser la campeona absoluta en el
juego cruel. "A la vieja hija de puta la voy a matar de
gorda, nomás", contaba Gloria entre carcajadas mientras las demás,
con respeto, le festejaban la gracia.
Gloria conoció a Ubaldo en el bar donde trabajaba. Le sirvió un licor de chocolate y
se quedó por ahí cerca con la obvia intención de seducirlo. Le gustaba ese
hombre; alto, morocho, de rulos despeinados y cara de boxeador. A Ubaldo le entusiasmaba que una mujer
medianamente atractiva se le ofreciera sin ningún disimulo. Le preguntó si
podían salir juntos algún día, y ella le dijo que esa misma noche podían verse
en cuanto cerraran el bar. Ubaldo
dudó: su mujer lo esperaba en casa con sus dos hijas. Pero mientras pensaba si
tenía que aceptar la propuesta o dejar todo para otro día, Gloria decidió por él. Arregló
con el encargado del bar para irse un rato antes y, en cuanto Ubaldo le pidió otro licor de
chocolate, ella abrevió el trámite. "Te traigo la
cuenta y nos vamos".
Empezaron a
besarse en la vereda y terminaron en un hotel de mala muerte llamado Íntimo.
La mujer de Ubaldo, Elba, había hecho dormir a las hijas y estaba en su cama durmiendo.
La casa, en las afueras de La Plata,
era sencilla pero agradable. Elba, iluminada
por la luz débil del televisor, no sabía que en ese mismo momento su futuro se
estaba torciendo de la peor manera.
La relación
entre Gloria
y Ubaldo fue vertiginosa. Ubaldo jamás había tenido una amante y
estaba acostumbrado a la quietud anodina de su matrimonio. Sus once años de
casado lo habían anestesiado: sabía de memoria qué gusto tendrían las milanesas
con puré de su mujer, cuál vestido se pondría para ir al cine y qué le haría o
se dejaría hacer en la cama previsible. Quería a su esposa y le estaba
agradecido por las dos hijas que habían tenido, pero a la vez sufría, de forma
solapada, por una permanente falta de alegría. Gloria, que tenía un talento
innato para detectar las carencias ajenas, advirtió desde un principio el talón
de Aquiles en el matrimonio de Ubaldo.
Una vez detectada la falla, actuó con maestría. Lograr que Ubaldo se separase de su mujer no podía ser más sencillo: tenía que
poner mucha imaginación en el sexo, mucho interés a la hora de escuchar sus
opiniones y mucho entusiasmo para organizar programas divertidos.
GIoria, por primera vez, esta a empeñada en
irse a vivir con un hombre. Su marido jardinero ni siquiera le parecía un
obstáculo a superar: en su momento ya vería la forma de separarse.
"Quiero irme a vivir con Ubaldo", les
anunciaba a sus amigas, que ni se molestaban en entender las causas del
capricho de Gloria.
Pero fue ella misma quien una tarde aclaró dudas: su amante le gustaba, era
trabajador, tenía una buena casa y era casado. "Está
bueno que se separen por una ", les dijo.
El empeño de
Gloria
dio resultados rápidos. Ubaldo se
desesperaba por estar con ella y vivía su matrimonio como una carga lamentable.
Elba no entendía qué estaba pasando
en su vida. Su marido había cambiado de una semana para la otra. Ya no jugaba
con las hijas ni quería estar en su casa ni la miraba ni le hablaba.
Ubaldo veía sufrir a su mujer pero no se
sentía culpable: se había convencido a sí mismo -a través de un nada sutil trabajo
de Gloria-
de que Elba era la responsable de su
década de matrimonio desdichado, y su consiguiente infelicidad personal “arruinó los mejores años de tu vida
", le decía Gloria, con dramatismo fingido. "Tenés
treinta y ocho y parecés de cincuenta", le exageraba.
"La vida se va volando, hay que vivirla
cuando uno todavía puede", lo aleccionaba, mirándolo a los
ojos en una perfecta representación de amor incontenible.
Ubaldo terminaba cada día su trabajo como
maestro mayor de obras y se encontraba con Gloria en un hotel. A veces, Gloria
aparecía al mediodía, a la hora del almuerzo, y le pedía que anticiparan el
encuentro. A la noche Gloria iba al bar a trabajar y Ubaldo a su casa. Gloria seguía consiguiendo
dinero extra mediante sus citas clandestinas, aunque Ubaldo se negaba a ver la realidad de las cosas. También seguía
casada, pero su esposo era casi un detalle menor en su vida. Sin embargo, Gloria
usaba ambos argumentos -el marido y el trabajo en el bar aunque, en
su versión oficial, desprovista de horas extras- para apretar a Ubaldo. Llorando le explicaba que el
amor que sentía por él era tan profundo que le impedía seguir viviendo con otro
hombre y trabajando en un bar "donde te miran
el culo y las tetas". Por supuesto, estas escenas ejercían
una influencia siniestra en el ánimo de Ubaldo,
que como contrapartida maltrataba a su mujer e ignoraba a sus hijas.
Cinco meses
más tarde, Ubaldo le anunció a Elba que se quería separar y que,
puesto que la casa la había comprado él con su trabajo, le correspondía a ella
irse a vivir a otro lugar. Ya tenía todo pensado: le sugirió que se mudara a la
casa de su tía soltera, que vivía también en la periferia de La Plata. Elba, que ya intuía que su matrimonio estaba en ruinas, lloró y
suplicó, pero no hubo manera. Al día siguiente estaba instalada con sus hijas
en la casa de su tía Zulmita. Y dos
días después llegaba Gloria con su bolso a vivir con Ubaldo.
Cuando Gloria
supo que Ubaldo había echado a su
mujer de su casa, armó un festejo íntimo en el hotel donde se encontraban
siempre. Llevó comida de una rotisería y dos botellas de champagne. Sin
embargo, su sensación era ambigua. Por un lado tenía encima la euforia de los
ganadores, pero por el otro empezó a evaluar a Ubaldo desde otro punto de vista. Al fin yal cabo su amante no había
tenido el menor reparo en dejar en la calle a su mujer y a sus hijas. La
asociación negativa era obvia: Ubaldo
estaba haciendo con su familia lo mismo que su padre había hecho con su madre y
con ella. Como esta vez Gloria no estaba en el lugar de la víctima,
prevaleció en su cabeza el espíritu ganador. Además, el hecho de que ella había
sido la instigadora de ese abandono, era un dato que estaba fuera de su
razonamiento.
La
convivencia de la pareja en la casa de Ubaldo
fue lamentable. No pasó ni una semana antes de que estallara la primera pelea. Gloria
quería volver a trabajar pero Ubaldo,
razonablemente, desconfiaba. ¿Cómo era posible
que la aceptaran de nuevo si ella -tal como le había dicho- había renunciado
hacía un par de días? Lo que pasaba en realidad era que Gloria,
que sí había renunciado a su trabajo de camarera, quería volver como "chica
de alterne", lo cual ya había sido convenido oportunamente con sus
jefes. Es decir, iría a seducir a los clientes y los llevaría a un hotel a la
salida del bar. Haría, entonces, lo mismo que hacía antes pero sin servir
mesas.
Gloria le dijo a Ubaldo que había arreglado unas suplencias para cubrir a alguna de
sus compañeras en sus días libres. Él fue inflexible, y Gloria se quedó en la casa,
enojadísima, mirando televisión y comiendo maníes. Pero por primera vez se
habían gritado, y Gloria había tirado una botella de cerveza
contra la pared del dormitorio.
Cada vez que
volvía a su casa, Ubaldo se
encontraba con su ex amante ocupando el lugar de su esposa. La diferencia es
que ya no estaba la comida preparada ni la casa ordenada ni la ropa limpia. Y
las ventajas de Gloria
que lo habían impulsado a elegirla como su nueva mujer, estaban diluyéndose a
una velocidad extraordinaria. Ya no le preguntaba por su trabajo ni por su
vida, ni lo escuchaba con atención cada vez que hablaba ni le festejaba los
chistes ni lo recibía con ropa sensual y maquillaje. Conservaba, eso sí, un
interés notable en materia sexual, pero ponía menos dedicación que antes en armarle
cada noche un show erótico.
Elba, por su parte, ni siquiera se
dignaba a llamar a su ex. Las dos hijas (Laurita, de cuatro años, y Daniela, de dos)
se estaban adaptando a la nueva vida en casa de la tía. Tenían habitaciones más
grandes y un jardín arbolado para jugar. A su padre apenas lo extrañaban porque
aun cuando vivían en la misma casa lo veían poco y estaban
todo el día
con Elba. Ubaldo dejó pasar un par de semanas y apareció para visitar a su
familia. Elba lo recibió sin
muestras de rencor ni de alegría. Le abrió la puerta y volvió a la cocina donde
estaba preparando la cena. El olor familiar de la comida le hizo tomar
conciencia de la separación por primera vez. Se preguntó por qué había dejado
todo y no supo contestarse.
Cuando
volvió a su casa encontró a Gloria en el living tomando ginebra, fumando y
mirando unas revistas. Furioso consigo mismo pasó de largo, sin saludarla.
Pensó que una vida basada exclusivamente en la pasión no compensaba todo lo que
él había dejado de lado.
Entró a su
dormitorio y se sacó la ropa mientras fijaba la vista en la gran mancha
amarilla que había dejado la botella de cerveza estrellada contra la pared. Se
metió en la ducha, sintiéndose un imbécil.
Un mes
después Ubaldo ya había convencido a
Elba para volver a la casa. La veía
día por medio, le llevaba dinero, comida y flores. Comenzó a pensar entonces de
qué manera decirle a Gloria que se fuera. Y así como antes había
empezado a ver a Elba como la
responsable de su desdicha, con lo cual lo lógico era sacarla del medio, ahora
estaba convencido de que Gloria le había arruinado la vida. Los dos
razonamientos falaces conducían al mismo lugar: Ubaldo era el hombre bueno al que los demás (las mujeres) obligaban a
ser duro y poco considerado.
En un
principio, Gloria
no advirtió que su nueva convivencia se desmoronaba. Estaba acostumbrada al
caos familiar y a las relaciones afectivas inestables, por lo que las peleas y
gritos con Ubaldo le parecían
perfectamente normales.
Había vuelto
al bar (iba a la tarde, cuando Ubaldo estaba en su trabajo) , veía a
sus amigas y visitaba cada semana a su madre, para pasarle unos pocos pesos,
atiborrarla de fideos y facturas y divertirse con su debacle física imparable.
A su ex
marido lo había borrado del mapa, y estaba empezando a verse con cierta
frecuencia con un antiguo cliente.
Sin embargo,
se aburría. De noche pedía comida en una rotisería y trataba de pasar las horas
muertas discutiendo con Ubaldo, que
llegaba a la casa más y más taciturno.
Una mañana
vio que él preparaba un bolso y guardaba ahí todas sus camisas sucias. Ni
siquiera tuvo que preguntarle adónde las llevaba porque supo, sin ninguna duda,
que estaba viendo otra vez a su ex esposa.
A los
gritos, le preguntó si llevaba la ropa para que Elba la lavara, e intentó arrancarle el bolso de las manos. Él
contestó que llevaba todo a un lavadero y salió. Pero volvió sobre sus pasos y
le dijo que sí, que iba a llevar la ropa para que la lavara su mujer porque de
ella, de Gloria,
no podía esperar nada.
Lo que siguió
fue una semana de horror. Gloria ya no salía de la casa por miedo a que Ubaldo cambiara la cerradura y la
dejara afuera. Intentaba ser amable y seductora con él, pero todo era inútil: Ubaldo empezaba ignorándola y terminaba
diciéndole que había sido una desgracia en su vida. Gloria pasaba entonces de la
amabilidad al resentimiento y se lanzaba a una actuación reiterativa de gritos
y objetos estrellados contra las paredes. Lo único que sobrevivía en esa pareja
era el sexo, que para ellos se había transformado en un trámite violento, donde
descargaban la rabia que cada uno sentía por el otro.
Mientras
tanto, Ubaldo iba cada tarde a
visitar a su ex mujer y a sus hijas. A Elba
le pedía perdón y le rogaba, casi llorando, que volviera a su casa. Ella había
empezado a ceder, y además de lavarle de nuevo su ropa, lo recibía en su cama.
Así las cosas, poco tiempo después, Ubaldo
entró a su casa, se acercó a Gloria, que estaba en la cocina sirviéndose un
café, y le dijo que al día siguiente tenía que irse para siempre.
Él ya estaba
preparado para una escena de escándalo pero Gloria no era tan previsible.
Además, la actitud de Ubaldo no la
tomaba por sorpresa. En los últimos días había estado rumiando la situación con
un odio creciente. " ¿Vos sabés cómo
soy yo? ¿Tenés alguna
idea?", le dijo, mientras iba al dormitorio a buscar sus
cosas. Armó un bolso, guardó lo primero que encontró y se fue esa misma noche.
Antes de irse lo miró: "Sabés que voy a
volver, ¿no?".
Fue lo último que le dijo.
Al día siguiente,
a la mañana, Ubaldo buscó a su familia
y la llevó de vuelta a la casa.
La
reconstrucción de la familia no fue un problema para Elba y Ubaldo. Si Elba sentía que su marido la había
tratado como un elemento descartable, no se lo dijo nunca a nadie. Volvió a su
rutina doméstica con el mismo empeño y la misma actitud sacrificada que antes
del capítulo Gloria
y Ubaldo sintió que se había salvado
del abismo pero que, al fin yal cabo, tampoco habla pasado nada demasiado
grave. Había podido vivir su doble experiencia de hombre infiel y de hombre
separado, y ahora todo estaba otra vez en su sitio. Tenía muy presente el
contraste entre la paz hogareña que le proporcionaba Elba y el caos ingobernable de Gloria. Prefería a su esposa, a quien empezaba
a revalorizar.
Gloria había vuelto con su ex marido, que
la aceptó de regreso sin asombro: sabía que muy difícilmente un hombre
trabajador y sencillo, como lo era Ubaldo
(a
quien conocía del barrio) , iba a quedarse mucho tiempo con una mujer
como Gloria.
Eso sí: Gloria
tuvo que pagar una especie de peaje para reacomodarse en su casa, y aceptó
saldar buena parte de las deudas de juego que su marido había acumulado.
Gloria dejó pasar una semana y después
llamó a Ubaldo al trabajo. Él ni
siquiera la atendió. Al otro día fue a buscarlo a la salida y trató de
convencerlo, sin éxito, de encontrarse de nuevo en el hotel que frecuentaban.
La última negativa fue crucial: decidió entonces que no haría nada más para
recuperar al hombre que la había abandonado.
Fue a visitar
a su madre y le hizo un largo interrogatorio acerca de cómo había sido el
momento en que su padre la echó de la casa. Aunque ya sabía de memoria casi
todas las respuestas, no podía creer que a ella le hubiera pasado lo mismo casi
treinta años más tarde. Miró a su madre desconcertada, como si la viera por
primera vez en mucho tiempo: la vio más gorda, más vieja, más atormentada por
lo que era su vida y supo que era muy fácil terminar como ella. Pensó que con
una coincidencia era suficiente: podrían abandonarla y echarla de la casa, pero
no iban a poder convertirla en una versión moderna de esa esposa deforme y
derrotada.
Miró la hora
y vio que tenía tiempo suficiente. Ubaldo
no volvería a su casa hasta bien entrada la tarde. Fue a la cocina, eligió un
cuchillo tramontina y salió a ver a Elba.
Tocó el
timbre de la casa de Ubaldo a las
dos de la tarde. Era septiembre pero hacía un frío invernal. Elba abrió la puerta y se quedó mirando
a la mujer que estaba parada en la vereda con un tapado de paño negro y el pelo
suelto y oscuro. Gloria a su vez miró a la mujer por la que Ubaldo la había desplazado: gordita,
sin forma, petisa, con el pelo atado y dientes torcidos. No era fea: era insignificante.
"Vine a buscar unas cosas que dejé en la
casa", dijo Gloria a modo de presentación. Elba podía no haberle abierto la
puerta, pero actuaba poseída por la fascinación de ver por primera vez a la
amante de su marido. Sin dejar de mirarla la hizo pasar y le dijo que había juntado
sus cosas en una bolsa.
Gloria se sentó en un sillón del living y
fue al grano con una mentira: le contó que había vuelto a verse con Ubaldo y que, por el bien de las dos,
lo mejor sería que ella se llevara a las hijas y desapareciera. Elba no dio lugar a la negociación: le
dijo que agarrara la bolsa con sus cosas y se fuera antes de que se despertaran
las hijas. Por toda respuesta, Gloria prendió el televisor y se encendió un
cigarrillo. Fue una provocación efectiva: Elba
se abalanzó sobre la rival e intentó echarla a empujones. Pero Gloria
se levantó de un salto y sacó su cuchillo tramontina. "Te voy a tajear esa cara de mierda que tenés",
le gritó. Asustada, Elba fue
corriendo hacia un mueble grande y antiguo donde guardaba platos y cubiertos.
Ahí habían escondido hacía tiempo un' revólver que Ubaldo había comprado para defender la casa y que Gloria
jamás había visto porque en ningún momento se le ocurrió revisar la vajilla del
hogar. Elba agarró el revólver en el
mismo instante en que llegaba Gloria empuñando el cuchillo con ferocidad.
Forcejearon, y la furia de Gloria pudo más: le dio a Elba una puñalada en el pecho y otra en la espalda. El revólver
cayó junto con Elba que, a pesar de
las heridas, alargó la mano para recuperarlo. Gloria se lo arrebató y,
calculando bien el sitio donde quería herir, le disparó en la ingle.
Elba, llorando, pidió por su vida y la de
sus hijas. Gloria
vio su oportunidad. Nunca explicó si ya tenía pensada su jugada o si se trató
de una inspiración del momento, pero fue hasta una mesa que estaba cerca del
televisor, sacó una hoja de una carpeta y una lapicera y se las dio a Elba. Apuntándole con el arma le dijo
que le escribiera una carta al marido, explicando que se suicidaba porque no
soportaba que le hubiera sido infiel. Elba
intentó resistir pero no tuvo margen de maniobra: "O
escribís o mato a tus hijas " fue la respuesta.
Elba trató de agarrar la lapicera pero el
dolor la inmovilizaba. Gloria la ayudó a incorporarse y le puso la
lapicera en la mano. Se sentó frente a ella y le sostuvo el brazo para
facilitar la escritura. Le dictó: "Me mato porque
me engañaste con otra mujer". Elba apenas podía escribir. Había perdido mucha sangre y estaba
aterrada por sus hijas. Le pidió que las dejara salir a la calle pero ella fue
inflexible. "Terminála. No les voy a hacer nada. Hacé la
puta carta de una vez".
Cuando
terminó de escribir Gloria se levantó, puso más fuerte el volumen
del televisor, le apuntó a Elba y le
disparó a la cabeza. Entonces fue al dormitorio de las hijas, que dormían.
Primero se acercó a la cama de la más grande, la tapó con una frazada y le
disparó. La más chica, al escuchar el tiro, se levantó e intentó correr, pero
recibió un balazo en la espalda. La levantó del suelo y la dejó otra vez en su
cama.
Cuando
estaba caminando hacia la puerta, Gloria resbaló con el charco de sangre que
rodeaba a Elba y se hizo un esguince
en el tobillo izquierdo. Desde ahí, acostada en el piso, cara a cara con la
adversaria muerta, sintió que había hecho justicia. "A mí
no me iba a pasar lo que le pasó a mi mamá", contaría
después a sus compañeras en la cárcel.
A Gloria B.
la detuvieron seis días después del crimen. Se había ido de su casa y estaba
viviendo en Ensenada con un nuevo
amante. "Era lo que ella se merecía, morirse y lo de
las chiquitas se lo dedico a él", le dijo al juez que la
interrogó.
Fue
declarada culpable por el homicidio de Elba
F. y
de su hija de cuatro años, y por lesiones graves a la hija menor, que
sobrevivió. La condenaron a doce años de prisión. Le redujeron la pena por
buena conducta y quedó en libertad en marzo de 1979.
Un año
después fue a vivir con una nueva pareja con quien tuvo dos hijos.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)