Rosa K. " Diabólica "
Todas las mañanas, entre las cinco y las seis, Rosa
se levantaba y empezaba a trabajar en el campo. En forma mecánica, sin pensar
en lo que estaba haciendo, se preparaba unos mates, comía las sobras de la cena
y salía a la intemperie a alimentar a las gallinas, los tres caballos huesudos
y las pocas cabras despellejadas.
Su marido, Mario,
el dueño del campo, se quedaba una hora más en la cama y después se vestía,
despertaba a sus hijos y se reunía con la esposa. No había, entre ellos, el
menor vestigio de ternura marital. Pero Rosa no sufría esa carencia: por su educación
y su cultura, desconocía por completo el amor romántico. Había nacido en Alemania en 1905, en una pobrísima
zona rural. Por la guerra toda su familia se trasladó al Chaco, donde se instalaron en el mismo pueblo de unos parientes que
habían viajado unos meses antes. Así, la infancia y la adolescencia de Rosa
estuvieron totalmente alejadas de cuentos para dormir, muñecas y vestiditos.
A los diecisiete años sus padres le presentaron a Mario, un rumano catorce años mayor que
ella, y le dijeron que sería su marido. A Rosa ni siquiera se le cruzó por la cabeza la
posibilidad de negarse. Miró a Mario
y lo evaluó: era alto y robusto, adecuado para defenderla de las contingencias
propias de la vida rural. Le pareció bien. Se casaron en un registro civil del
pueblo más cercano y se fueron a vivir al campo del esposo, en un paraje
llamado Pampa del Infierno, un nombre que describía poéticamente las
características del lugar.
El matrimonio vivía aislado, sin contacto con vecinos ni con
familiares. Rosa
salía de su chacra dos veces al mes, para comprar en el almacén del pueblo. En
su casa trabajaba de la mañana a la noche. Cocinaba, juntaba leña, desmalezaba
el terreno, cosía, limpiaba y hacía cuentas con su marido. Mario era el encargado de salir a vender frutas y verduras,
gallinas y huevos.
El dinero era el gran tema de los dos. Juntaban peso sobre
peso y no compraban nada que no fuera estrictamente indispensable. Tenían tres
hijos, a los que mandaron a la escuela hasta que aprendían a leer, escribir,
sumar y restar. Les parecía que eso bastaba para enfrentar la vida, y que lo
demás era una mezquina cuestión de vanidad. Ellos mismos eran casi analfabetos
y no tenían la menor intención de criar hijos que más adelante pudieran subestimarlos.
"¿Para qué tienen que seguir estudiando?
¿Para qué después nos traten de brutos y se rían de los
padres? No señora, no va
a ser así", le decían a la maestra cuando, en tercer o
cuarto grado, los retiraban para siempre.
Los tres hijos ayudaban en las tareas del campo y estaban
totalmente sometidos a la autoridad de los padres.
A principios de 1945, el mayor, Julio, de veintidós años conoció a Próspera en una peña folclórica.
Bailaron juntos y se citaron para el sábado siguiente. Próspera era huérfana y se había
mudado al pueblo hacía poco. Vivía con una tía alemana que conocía, desde hacía
muchos años, a Rosa.
Dos meses después de su primer encuentro, Julio y Próspera formalizaron su noviazgo y
decidieron que era hora de casarse. Hasta ese momento él veía a su novia a
escondidas porque temía la reacción de su madre, pero ante la inminencia de la
boda era imposible seguir manteniendo el secreto. Un domingo, después de la
siesta, Julio apareció con Próspera.
Nunca, ninguno de los tres hermanos había llevado a nadie a la casa: ni a
amigos, ni a vecinos ni mucho menos a una novia. Los otros dos, Santiago, de diecinueve, y Pedro, de diecisiete, sabían que su hermano
se veía con una mujer, pero no esperaban que la audacia de Julio llegara a tanto.
Próspera estaba aterrorizada. Su tía le había dado
las peores referencias de Rosa, y cuando la vio, con un pañuelo negro en
la cabeza y un cuchillo de matar gallinas, sintió un escalofrío premonitorio.
Cortante, Rosa escuchó la tímida presentación de su
hijo: "Mi novia. Quería que usted la conociera".
Mario, unos metros más lejos, miraba
a Próspera
con lujuria: era rubia, blanquísima, de caderas fuertes, tal como a él le
gustaban las mujeres. Mientras tanto, Julio,
muy nervioso, trataba de que su madre aceptara a su futura esposa. "Es muy trabajadora, la puede ayudar con las cosas de la
casa", dijo, como para convencerla.
Rosa miraba a la novia del hijo con
suficiencia y hostilidad. Estaba asombrada de que un dato tan importante como el noviazgo de Julio le cayera por sorpresa. Se sentó junto a la mesa de la
cocina, se sirvió un mate y empezó a interrogarla. Próspera, tiesa, sin silla y sin
mate, estaba más pálida que nunca mientras iba contestando las preguntas de Rosa.
Ninguno de los hombres de la casa abrió la boca durante todo el tiempo que se
tomó la madre para analizar a la futura nuera. La tensión entre las dos mujeres
se mantuvo estable hasta que la mención de la tía de Próspera desbalanceó las cosas. Rosa
golpeó la mesa con el puño y asintió para sí. "Así
que la alemana Ani es tu tía. Claro, ahora
entiendo...".
Las familias de Rosa y de Ani
se conocían de los tiempos en que vivían en Alemania y se odiaban de toda la vida. Apenas la novia de Julio volvió a mencionarla, Rosa
la cortó con un solo gesto de la mano. "Nunca
más me hables de esa mujer. Por mí se puede morir mañana y estaría bien".
La violencia de la escena logró movilizar a Julio, que siguió explicando sus
proyectos para incluir a la novia en la vida familiar. Muy inquieto, temiendo
que su madre interfiriera en sus planes, empezó a contar, con mucho apuro,
todos los pasos que habría que seguir: habilitar una pieza para ellos dos,
conseguir una cama y algunas mantas, hacer los trámites con el juez que los iba
a casar. Rosa
estaba por intervenir cuando Mario,
desde la puerta de la cocina, dio su opinión final. "Está
bien. Les doy mi bendición".
Esa noche Rosa encaró a su hijo. Le dijo que su novia
era, evidentemente, una mujer inútil que no haría más que arruinarle la vida.
Habló también de la falta de respeto a una madre ("¿Cómo
no me avisó antes?") y de los inconvenientes de traer a la
casa a una desconocida. Mario cortó
la charla con autoridad. "Basta, ya está. Julio
se casa y trae a la mujer acá. Va a estar bien".
Rosa no dijo nada más. La opinión del marido
no iba a ser discutida por nadie.
Sin embargo, antes de dormirse, le habló a Mario con honestidad y le preguntó por
qué aceptaba que una intrusa viviera con ellos. "No
sé. Me gusta", fue la respuesta.
El casamiento no incluyó fiesta ni brindis ni iglesia ni
vestido blanco. Próspera
se había puesto la misma ropa que usaba cada sábado para ir a bailar a las
peñas: una pollera por debajo de la rodilla y una blusa con cuello redondo. Rosa
siguió toda la ceremonia en el registro civil con la mirada fija en la espalda
de su hijo Julio. Apenas los dos
terminaron de firmar, ella se levantó y fue a su campo a darles de comer a las
gallinas. Ni siquiera necesitó cambiarse de ropa: para hacer más evidente su
disgusto por la elección de la nuera, fue al casamiento vestida como para
trabajar la tierra.
Mario, en cambio,
se había puesto su traje de domingo y abrazó a Próspera como si fuera su propia
novia.
La noche de bodas la pasaron en la casa. Julio había instalado su cama de una
plaza en un galpón que había atrás de la cocina, donde guardaban las
herramientas. Próspera
había llevado sábanas y mantas y entre los dos arreglaron las cosas como para
improvisar un dormitorio.
A la mañana siguiente, todos se levantaron al alba, como de
costumbre. Próspera,
muy tímida, se sentó en un banco apartado de la cocina esperando recibir instrucciones.
Rosa
le tendió un mate y un plato con galletas marineras duras como la roca. De
inmediato tomó el control de la situación. Mandó a la nuera a comprar lavandina
Para hacer una limpieza general de la casa. Julio aprobó: "Próspera limpia bien, va
a ayudar con todo".
Como era previsible, la limpieza de Próspera no recibió la aprobación de
la suegra. Indignada, Rosa levantó por el aire la botella de
lavandina recién comprada, que ya estaba semivacía, y le dijo a la nuera que no
tenía por qué haber gastado tanto. "Estúpida, con un
chorrito es suficiente", le gritó. Próspera no atinó a contestar una
sola palabra, pero más tarde le hizo un inútil comentario al marido. Julio, que respetaba y adoraba a su
madre por sobre todas las cosas, la hizo callar. "No
hables mal de mi mamá. Ella tiene razón, ¿o vos
vas a saber limpiar mejor que ella?"
Una tarde, cuando Próspera había terminado de lavar los platos y las
ollas del almuerzo, Rosa examinó una sartén y la volvió a poner en
el tacho con agua. "Lavá las cosas
otra vez. Quedó todo sucio". Próspera, con rabia contenida,
volvió a lavar platos y ollas, fregando con odio mal disimulado. Apenas
terminó, Rosa
volvió a la carga. Sin siquiera echar un vistazo, dio la nueva orden. "No quedaron bien. Hay que lavar de nuevo".
Próspera
volvió a lavar. Esta vez, Rosa revisó cada cosa y empezó a gritar.
"¡Mi hijo se casó con una inútil, una bruta
que no sabe ni lavar platos!"
La paciencia de Próspera había llegado al límite. Furiosa, le dijo
a Rosa
que si no le gustaba cómo hacía las cosas, que se encargara ella. Mario, que había entrado a la casa
alertado por el griterío, se acercó a la nuera y le dio una trompada. Julio y sus hermanos también habían llegado
para ver qué pasaba. Rosa, con rabia, le dijo a Julio que su mujer la había insultado y
se había negado a cooperar con las cosas de la casa. Sin decir una palabra, Julio se acercó a su mujer y también le
dio un golpe.
Mario, como
cabeza de familia, dio la orden de llevarla al galpón> para que fuera
castigada. Se preparaba para hacer lo que tenía pensado desde el día en que vio
a Próspera
por primera vez.
Siguiendo las instrucciones de Mario, Julio desnudó a
su esposa y le ató brazos y piernas. Rosa llevó el tacho de lata donde Próspera
había lavado los platos y le tiró encima el agua sucia y fría. Julio la agarró del pelo y le golpeó la
cabeza contra el piso mientras le gritaba que no tenía que desobedecer a su
madre.
Rosa, con mirada triunfal, les ordenó a sus
hijos volver a su trabajo. Cuando se iban, atajó a Julio: "Esta mujer me
falta el respeto. Vive en mi casa y me falta el respeto". Julio, indignado, le pidió perdón.
"Póngale castigo, haga cualquier cosa. Por
mí, lo que usted haga va a estar bien".
Mientras Julio
caminaba para la zona de los corrales, Mario
miró a la esposa y le dijo que ahora le tocaba a él. Se bajó los pantalones y
la violó, frente a Rosa.
Esa noche Julio
volvió a su pieza, junto a sus hermanos. Próspera quedó en el galpón, desnuda, atada, sobre
el piso mojado por el agua de lavar los platos y las ollas. Al día siguiente Julio fue a desatarla. "¿Ves? No hagas enojar
más a mi familia. Nunca más los hagas enojar". Por los nervios
y los golpes, Próspera
estaba en shock, temblando, sin decir una palabra. Julio le dio un vaso con aguardiente de caña y la hizo vestir para
que empezara con otro día de tareas hogareñas.
Rosa la recibió en la cocina como si nada
hubiera pasado. Le alcanzó un mate y le dijo que fuera a limpiar el gallinero. Mario la miró como si mirara a uno de
sus animales y le anunció a la mujer que iría al pueblo para tratar de cerrar
algunas ventas.
Ese mismo día, después de cenar, Julio volvió al galpón a dormir con su mujer.
Las semanas siguientes fueron lentas y anodinas. Rosa
obligaba a su nuera a trabajar sin parar, y Próspera acataba por miedo. Nadie
hablaba con ella y todos la maltrataban. Varias veces había intentado hablar
con el marido para que dejaran de castigarla o para que le permitieran volver
con su tía Ani, pero todo era
inútil.
Rosa la despreciaba cada vez más. Le parecía, también,
una carga inútil: era verdad que ayudaba con las cosas de la casa, pero también
había que alimentarla. "No alcanza la
plata", le decía al marido. "Esa
mujer no trae un peso y nosotros no podemos gastar en una persona más".
Un mediodía, Rosa le pidió a Próspera que hiciera una sopa de
pollo y verduras. Julio estaba con
gripe y la sopa podría aliviarlo. Próspera cocinó, después de recoger las verduras
en la huerta y pelar el pollo que había matado Rosa. Metió todo en una olla y
se puso a lavar la pila de ropa que la suegra le había dejado. En eso estaba cuando
sintió que alguien le tiraba del pelo. Era la suegra. "¡Inútil! ¡Puta! ¡Llenaste de sal la comida!"
La arrastró de los pelos hasta la cocina y le mostró la olla. "¿No te había dicho, yo, que mi marido no puede comer con
sal por la presión? ¡Estúpida!"
Rosa
agarró una cuchara, la llenó de caldo e intentó hacérsela tomar a Próspera,
que se negó. Rosa
no podía creer que la nuera intentara resistir una vez más su autoridad.
"¿No querés probar? ¿No querés probar?" Entonces le agarró
la mano y se la metió dentro del líquido humeante.
Unos días después, cuando ella todavía estaba con la mano
vendada, estalló una nueva pelea por motivos domésticos. Esta vez se repitió el
ritual del primer castigo. La llevaron al galpón, la ataron, la golpearon los
tres herma nos y después Mario la
violó.
A partir de ese día, Próspera no tuvo descanso. El sadismo de la
familia se había desatado en todo su esplendor. Los castigos se sucedían casi a
diario, hasta que una noche Próspera se animó: cuando advirtió que toda la familia
dormía, se levantó de su cama y caminó durante casi dos horas hasta llegar a la
casa de una amiga, Jorgelina.
Cuando la amiga la vio parada en la puerta, con un ojo
negro, moretones en todo el cuerpo, dos dientes rotos y restos de sangre seca
en el cuello, pensó que la habían atacado en el camino. Próspera, llorando, le contó que sus
parientes la golpeaban y que estaba segura de que iban a terminar matándola.
Jorgelina le lavó
las heridas, le colocó vendajes y apósitos, y le dijo que tendrían que ir al
hospital por si había algo más serio. Próspera fue inflexible: no iría, porque si
llegaba a ir, Julio y su familia no
se lo perdonarían y podría pasar una desgracia.
Próspera pasó un día entero durmiendo hasta que,
entre sueños, escuchó que llamaban a la puerta. Próspera y Jorgelina estaban solas, y vieron que el que llamaba era Mario. En cuanto entró, miró a su nuera
con pena y le pidió disculpas. "Perdone. Mi hijo
no va a volver a pegarle, ni nadie de la casa. Traje el carro para llevarla de
vuelta". Jorgelina
examinó a Mario y vio a un hombre
mayor, que se había sacado un sombrero gris para entrar y parecía avergonzado
por la actitud violenta del hijo. Le pareció imposible que ese hombre gastado
pudiera hacerle daño a la esposa del hijo, pero desconfiaba de Rosa,
de quien había escuchado comentarios tremendos. Sintiéndose responsable por la
amiga, trató de pensar qué cosa podría hacer. Pero Mario no le dio tiempo. Tomó a Próspera del brazo y la arrastró hacia el carro. Jorgelina no se animó a interferir:
ella pasaba buena parte del tiempo sola en un rancho alejado de las casas
vecinas, y la familia podía tomar represalias contra ella. No lo pensó más y
dejó que Mario se la llevara de
vuelta a su campo.
Cuando volvieron, Rosa la recibió con sorna. "Miren quién volvió. Parece que la chica quería vivir en
otro lado". Julio
la vio de lejos y ni siquiera se acercó a saludarla: se había convencido a sí
mismo de que no tenía que haberse casado con una mujer que martirizaba a su
madre y daba muestras de rebeldía y de independencia.
Rosa la miró y se la llevó a la cocina.
"¿Vos anduviste hablando de más por ahí, con
tu amiga? Porque si anduviste
hablando de más, te va a ir muy mal, ¿me entendiste?"
Después de su escape fallido, Próspera no volvió a intentar nada
por un buen tiempo. Creía realmente que podían matarla. Además, no tenía ningún
otro lugar adonde ir. Jorgelina no
contaba: era muy evidente que irían a buscarla ahí. Y la tía Ani ya le había dicho que no le
hablaría nunca más si se iba a vivir con Rosa. Ése había sido el error: se había dejado
llevar por el impulso de casarse con Julio
y no había escuchado las sabias advertencias de su tía.
Su vuelta fue menos traumática de lo que esperaba. Había
imaginado que la castigarían brutalmente, pero no fue así. Y no es que se
hubieran arrepentido de su saña brutal sino que temían que la amiga de Próspera
hubiera alertado a la policía. De modo que por un tiempo la dejaron tranquila.
Esa tregua sirvió para que Julio la embarazara.
Una noche, después de casi tres atrasos, Próspera
le contó a su esposo que iban a tener un hijo. Julio recibió la noticia con inquietud. Esperó a la mañana
siguiente y fue a contarle a su madre. Rosa lo pensó unos minutos y tomó la decisión:
había que matarla. Nadie podía saber con certeza de quién era el hijo y,
además, siendo madre, Próspera empezaría a pedir dinero. "Va a querer sacarnos todo, la muy puta. Por eso se
embarazó", dijo Rosa, sabiendo que su reflexión haría
enfurecer al hijo. En efecto, aunque hizo un tímido amago de canjear el
asesinato por un aborto o un destierro, los argumentos de la madre terminaron convenciéndolo.
El plan fue obra exclusiva del ingenio matador de Rosa.
Lo primero que hizo fue reclutar a Pedro, el hijo menor, para que la acompañara a los matorrales.
Eligió al menor por pura casualidad: los otros dos tenían cosas que hacer en el
campo y vio que el más chico ya había terminado sus tareas. Esperó a que pasara
el mediodía y salieron juntos, provistos de un palo con la punta bifurcada y
dos tachos vacíos de yerba con capacidad para cinco kilos. Pedro no preguntó nada. Estaba acostumbrado a obedecer sin
preguntar, aunque más de una vez había sentido piedad por su cuñada. No había
llegado al extremo de impedir que la lastimaran, pero trataba de no cooperar
con las palizas, como sí lo hacía su hermano Santiago, que hasta la había violado alguna que otra madrugada en
complicidad con el padre. En realidad, a Pedro
le gustaba Próspera,
soñaba con ella y se imaginaba rescatándola del infierno familiar: podrían
abandonar juntos el campo, desaparecer de la zona e instalarse como marido y
mujer en algún pueblo perdido.
Pedro volvió a
pensar en eso mientras caminaba con la madre por los caminos de tierra. Un
polvo claro cubría los pastizales, que a medida que avanzaban por el sendero
que había elegido Rosa se hacían más y más altos y espinosos.
Después de un buen rato, la madre dio la voz de alto. "Acá. Usted busque por esos lados, y yo busco por allá. A
ver si agarramos unas víboras como la gente. Vivas". Aunque
no tenía por costumbre desentrañar el sentido de las órdenes maternas, esta vez
la intriga pudo más. Preguntó qué harían después con las víboras, pero la madre
ni siquiera se dignó a contestar.
El hijo fue el primero en capturar la suya: con destreza, la
fue arrastrando con el palo hasta lograr que estuviera cerca de la lata, y
después la empujó hacia adentro. Fue a buscar a su madre, que todavía no había encontrado
ninguna. "Vi dos pero chicas. No servían. Vamos a buscar
más", se justificó, enojada. Al fin, cuando el sol ya
estaba más bajo, Rosa vio un imponente ejemplar de yarará, que pocos minutos
después estaba debatiéndose dentro del segundo tarro de yerba. Antes de volver,
la madre felicitó al hijo, a su manera. Señalando su lata y la víbora que él
había capturado, asintió con la cabeza. "La
que agarró usted también es una de la cruz. Es de las buenas".
Por un par de días no se supo nada más de las serpientes. Pedro había comentado con sus hermanos
los detalles de la excursión, pero después todos olvidaron el asunto.
Al fin, la madre reunió a los hijos y el marido y les dijo
que al día siguiente tendrían que matar a Próspera. Las instrucciones eran claras: saldrían
todos de excursión ara pasar un día de campo y allí procederían. El único que
no iría sería Santiago, porque no
era conveniente dejar la casa sola. Julio
miró a Rosa
con gesto inexpresivo y retomó sus cosas. "Tengo
que terminar de podar la parra", fue su reflexión, antes de
dejar la reunión junto con el padre.
Por su parte, Pedro
estaba sorprendido. Se sentía culpable y traicionado por la madre. Sin embargo,
no se animó a hacer ningún comentario. Salió a caminar hasta que fue a encarar
a Julio. "Es tu
mujer y espera un crío. ¿No vas a hacer
nada?" Julio fue
brutal. Le dijo que, por ser precisamente su mujer, él podía hacer con ella lo
que quisiera.
Mientras tanto, Rosa había ido al encuentro de Próspera.
Le contó que al día siguiente harían un picnic en el campo. Saldrían temprano y
tendrían que llevar comida y bebida. La mandó a comprar carne para milanesas y
pan.
Cuando volvió con las cosas, Próspera empezó a cocinar para la
salida en familia. Por un momento tuvo la idea de que el hijo que estaba
esperando había logrado que la aceptaran. Mientras golpeaba las milanesas con
una maza de madera, apareció Pedro.
Casi en secreto, vigilando que no entrara nadie más, le advirtió a la cuñada
que tenía que escaparse esa misma noche. Próspera, muy extrañada, le preguntó por qué le
decía eso. Pedro, sin atreverse a
contarle lo que estaba pasando, le dijo que sería lo mejor para ella y el bebé.
Pero Próspera
no estaba dispuesta a abandonarlo todo para criar a su hijo en la calle. "Si no tuviera el bebé, por ahí me iría. Pero con la panza
me tengo que quedar". Le explicó, además, que hacía poco
había intentado escapar por segunda vez pero que su marido había sospechado y
la estuvo vigilando día y noche durante una semana entera. Pedro no insistió más y dejó a su cuñada cocinando.
Un rato más tarde, Próspera ya tenía listos los sándwiches. La suegra
los miró, disconforme, y los empezó a contar. Le dijo que, como tenían que
pasar por la casa de un pariente de Mario,
necesitarían un par de sándwiches más. Entonces la mandó a la carnicería para
comprar otras dos rebanadas de carne. "Dos
fetas finas, comprá", le recomendó. La carnicería estaba
lejos de la casa y ese día el calor era insoportable. Próspera pidió quedarse: estaba con
náuseas y mareos, y tenía miedo de que pudiera pasar algo malo con su embarazo.
"Si quiere, yo no como el mío y en el picnic
me arreglo con una fruta, nomás", propuso, para no tener
que salir al calor del verano chaqueño. Rosa, con una sonrisa perversa, le puso unas
monedas en la mano y la mandó de vuelta a la carnicería.
Al día siguiente salieron antes de las siete de la mañana.
Subieron al carro un canasto con los sándwiches y algunas frutas, y Julio se encargó de esconder bajo unas
mantas los tarros de yerba con las víboras. Rosa se despidió de Santiago, recomendándole que cuidara
bien las pertenencias del hogar, y salieron.
Cerca de las once, Próspera pidió hacer un alto. El movimiento del
carro la había mareado y se sentía enferma, acalorada y con náuseas. "Debe ser el embarazo", explicó. Rosa
hizo parar el carro y anunció que se detendrían para almorzar. Enérgica, dio instrucciones
a los hijos para que bajaran las cosas. Se acercó a Próspera y le palmeó la cabeza.
"Ya vas a estar mejor, ahora vamos a comer
algo y vas a estar mejor".
Julio agarró a su
mujer del brazo y la sentó sobre una lona, a la sombra de un árbol. Desde el
suelo, Próspera
veía los movimientos de toda su familia y advirtió algo extraño. Todos hablaban
en secreto y la miraban de reojo. Recordó que Pedro le había sugerido que se escapara la noche anterior a la
excursión. Lo miró, pero él estaba revisando las correas que sujetaban los
caballos al carro. Estudió el paisaje que la rodeaba: todo era tierra, malezas,
polvo, y un calor que espesaba el aire. Se secó la frente con un pañuelo y
buscó a su suegra: vio que estaba maniobrando con una lata de yerba.
De pronto, Próspera sintió una mirada en la nuca: se dio
vuelta y se encontró con los ojos enrojecidos de Mario clavados en ella. Incómoda, estiró las puntas de la lona para
recostarse en el suelo y así descansar la espalda. Estaba estirando las piernas
cuando escuchó pasos que se acercaban. Se incorporó y pudo ver a su marido, a Mario y a Rosa que iban hacia donde estaba
ella. Su suegra llevaba una lata de yerba. Los tres caminaban lento, más lento
de lo que caminarían normalmente. Ese ritmo la puso en guardia: algo estaban
planeando. Próspera
se incorporó de un salto y en ese instante su suegro la agarró por la cintura,
desde atrás, y su marido le inmovilizó el brazo izquierdo. Rosa, con una sonrisa en los
labios, abría la lata y le mostraba la víbora que había adentro. Mientras Próspera
gritaba por el pánico, forcejeando para liberarse, Julio le doblaba el otro brazo para lograr que metiera la mano por
la boca del tarro. Se resistió todo lo que pudo pero el esfuerzo fue inútil: al
fin, lograron que Próspera metiera la mano. Sin embargo, milagrosamente,
la víbora no atacó. Rosa, insultando entre dientes, golpeó el
tarro varias veces y lo movió a un lado y al otro. Entonces sí, la víbora clavó
sus colmillos en el dorso de la mano de Próspera. El dolor fue tan fuerte que ella ni
siquiera atinó a gritar. Se quedó sin aire y se le aflojaron las rodillas.
Mientras Julio la sujetaba, Mario sacaba un cuchillo que le colgaba
del cinturón y cortó la cabeza de la víbora de un solo tajo. En ese momento Próspera
estaba con la cara crispada por el dolor y los ojos cerrados. Cuando sintió la
segunda mordedura gritó por la sorpresa. Abrió los ojos y vio que Mario, con la cabeza de la víbora en la
mano, le había incrustado los colmillos del animal, que todavía conservaban
veneno, muy cerca de la picadura anterior.
Próspera se dejó caer en el suelo, sollozando y temblando.
Los demás la dejaron y fueron a buscar los elementos para el picnic. Rosa
tomó agua y los hombres unos sorbos de caña. Después desenvolvieron los
sándwiches de milanesa que había preparado Próspera el día anterior y se los comieron.
Mientras tanto, Próspera
había intentado limpiarse la mordedura con su camisa y les suplicaba que la llevaran
a un hospital. Se agarraba la mano herida con la otra mano y no paraba de
sollozar. Cuando Rosa terminó de comer, se limpió la boca con la pollera y
buscó agua. Estaba convencida de que si la nuera tomaba agua, el veneno se
potenciaría. Se la ofreció, y Próspera tomó, desesperada.
Rosa también estaba segura de que el
movimiento era crucial para que el veneno se expandiera por todo el cuerpo. Se
sentó al lado de la nuera y le dijo que la única forma de salvarse era
moviéndose sin parar. Le inventó que solamente habían querido castigarla, pero
que ahora la iban a ayudar a ponerse bien. Para eso ella no tenía que quedarse
quieta: no había nada más peligroso cuando a alguien le picaba una víbora.
Perdido por perdido, Próspera se aferró a esa última esperanza: estaba
demasiado asustada y necesitaba creer que lo que decía su suegra era cierto.
Mientras los hombres volvían a guardar las cosas en el carro, Rosa
fue a buscar el otro tarro de yerba con la segunda serpiente, y lo abrió. La
dejó escapar porque ya no la necesitaban.
Mientras tanto, Mario
había atado una cuerda en la cintura de Próspera. El otro extremo iba enganchado al carro.
De ese modo, la hicieron trotar durante larguísimos tramos de camino, hasta que
se caía, agotada. Entonces alguno la levantaba, la subía al carro, y seguían. A
medida que pasaban las horas, la herida se le iba hinchando y poniendo de un
peligroso color morado. Además, tenía fiebre y taquicardia. Ya casi no podía
andar atada al carro: se caía una y otra vez. Julio y Mario bajaban y
trataban de obligarla a caminar. Rosa, en un momento, les sugirió que usaran un
método más efectivo que los gritos de amenaza. Ella misma bajó e intentó que
caminara golpeándola con un martillo en la espalda y en el pecho. Cuando se
hizo de noche, Próspera
renunció a todo. Se dejó caer y esperó la muerte. Lo único que hizo fue correr
la cuerda de su cintura y ponerla más arriba, por encima del abdomen: no quería
lastimar a su bebé.
El grupo pasó la noche a la intemperie. Se cubrieron con
unas mantas y esperaron la salida del sol. Muy temprano se alistaron para
seguir. Fueron a ver a Próspera, que seguía viva. La habían escuchado
quejarse y delirar toda la noche sin parar. Rosa, una vez más, fue la que
tomó la decisión. Llamó a Mario y a Julio y les dijo que terminaran de una
vez con lo que habían empezado. Los dos se acercaron a Próspera y la asfixiaron con un
trapo. Después usaron ese mismo trapo para vendarle la mano y fueron directo a
un puesto policial en Campo Grande.
Bajaron el cadáver y denunciaron que había ocurrido una terrible calamidad con
una víbora y la mujer del hijo mayor que, para colmo, estaba embarazada.
Una semana después del entierro, en la comisaría de Pampa
del Infierno se recibió una denuncia anónima: pedían que se investigara
la muerte de Próspera
porque toda su familia la venía golpeando, lastimando y amenazando. Dos
policías fueron a la casa de Rosa a hacer algunas preguntas. Ninguno se
puso de acuerdo con los demás acerca de los motivos del viaje fatídico. Tampoco
había coincidencias en el relato del accidente con la víbora, ni supieron
explicar por qué el cuerpo de la mujer presentaba tantos golpes y magullones.
Al final, los detuvieron para ampliar el interrogatorio. Varias horas más
tarde, Mario confesó todo,
incluyendo detalles increíbles y macabros. Después confesaron los demás.
Con la excepción de Pedro,
que lloró y dijo que estaba arrepentido, los otros no mostraron ningún
sentimiento de culpa.
Otro policía les preguntó, además, por dos muertes que
habían sucedido en el mismo campo, hacía varios años. Rosa no tuvo ningún
inconveniente en hablar: un par de años atrás habían envenenado al hermano de Mario porque se había instalado con
ellos en el campo y ya no querían seguir manteniéndolo. "Nos costaba mucha plata darle de comer y él no trabajaba
porque era enfermo", fue la explicación de Rosa.
"Y al otro hombre lo mató Mario. Él solo. Le
cortó el cuello con la faca. Estaba celoso porque él era demasiado amable
conmigo. Yo lo único que hice ahí fue ayudar a enterrarlo".
Rosa, Mario
y Julio K. fueron condenados a
prisión perpetua. A Pedro le
correspondieron diez años de prisión. Santiago
fue sobreseído.
Julio y Rosa
obtuvieron la libertad condicional en 1964 y se mudaron a otro pueblo. Mario murió en la cárcel de Resistencia
en 1966, a los setenta y seis años.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)