Graciela Monica Hammer
Gladys Tolosa camino por un pasillo de la Comisaria
de Tigre acompañada por un
oficial.
Tropezó con una baldosa floja y trastabilló. Se miró los pies con
indiferencia. Escuchó que el
policía le decía que habían llegado. Estaban frente a un
cuarto ínfimo mal
pintado de verde agua. Había un escritorio de
madera que le recordó la escuela
primaria y cuatro sillas de plástico color naranja. Al
fondo, una ventana
enrejada dejaba ver un árbol seco, desplumado con un par de
bolsas de plástico
enganchadas en las ramas. Era julio y hacía frío. Con un
movimiento mecánico se
secó los ojos, pero hacía un rato que había dejado de llorar.
El hombre le preguntó si no
quería volver otro día. Gladys lo pensó. Estrujó un
saquito de lana color
mostaza que llevaba en el brazo y negó con un movimiento de
cabeza. Pasaron a
la oficina verde. Ninguno de los dos se sentó. Se ubicaron cerca
de la ventana.
Gladys preguntó si faltaba mucho, pero en ese mismo momento entró
Graciela Mónica
Hammer, vestida con unos jeans azules, botas altas y un suéter
negro. Una mujer policía la sostenía del brazo y se fue apenas el oficial
que
acompañaba a Gladys Tolosa le hizo una seña.
Graciela se acomodó el pelo castaño y largo, estudió las
sillas,dudó unos segundos
y al fin eligió la que estaba más cerca de la
puerta. "Mejor me siento, ¿no?". Miró a
Gladys con una sonrisa. Levantó las cejas. Cruzó la
pierna derecha sobre la
izquierda y sacó un paquete de cigarrillos que llevaba
en el bolsillo de sus jeans.
¿Cómo
estás, Gladys ? y usted, señor, ¿no
me da fuego? El oficial le alargó un
encendedor de plástico
verde transparente y no dijo nada. Gladys
miró a la mujer
que fumaba entre suspiros.
Decime, Graciela, ¿por
qué mataste a mi hijo?
Lo dijo como al pasar, como
quitándole todo contenido a la pregunta.
Yo no lo maté.
¿Cómo
podés estar así, tan tranquila? Lo mataste, y vas a terminar tu vida en
la
cárcel.
Eso decís vos. Yo creo en
Dios. Vamos a ver cómo termina el juicio.
Gladys Tolosa, que hasta ese momento había hablado en
tono bajo y monocorde,
dejó de lado los modales tranquilos y se abalanzó sobre
la que fuera la esposa de su
hijo muerto. El
oficial le cerró el paso y la sacó a empujones al pasillo, pidiéndole que
se
calmara. Graciela
Hammer, impasible siguió fumando.
El 8 de junio de 1998 era un día
frío y nublado. A las 8:40 de la mañana sonó el
teléfono de la comisaría Cuarta de Benavídez partido
de Tigre. Un Policía de la
Segunda de Escobar le alertaba que en
la calle Los Andes, a cincuenta
metros de
la ruta nacional 9, había
un auto incendiándose con una persona adentro.
Un rato más tarde llegaron al
lugar policías y bomberos. El auto era un Fiat
600
patente C 805574. Por un minúsculo sector del guardabarros trasero pudieron ver
que el auto era
azul. En el asiento trasero había una persona, totalmente carbonizada:
estaba
boca arriba, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo.
Uno de los policías recorrió la
zona. Encontró una gorra con visera a pocos metros
del Fiat. Tenía impresa la figura del Ratón Mickey. La calle de tosca tenía algunos
charcos de agua
estancada. Frente al auto había unos silos de una empresa
procesadora de
cereales.
A las 13,30, después de abrir el
techo y cortar los hierros de las butacas delanteras,
los bomberos sacaron el
cuerpo del auto. El muerto llevaba una cadenita dorada al
cuello y un
reloj Casio Titanium gris con fondo
blanco en la muñeca izquierda.
Marcaba las 6:45. En el piso del auto
encontraron un anillo de metal dorado tallado
adentro. Un policía fue a buscar líquido corrector para limpiar las zonas
carbonizadas
y leer la inscripción. La alianza decía: "Por siempre. 8-2-95".
Mientras despejaban la zona, un
testigo, Abel Héctor Ramos, dijo que
a las 08:10
había pasado una mujer corriendo frente a su casa, diciendo que a
dos cuadras había
un auto
incendiándose. La mujer tendría entre 35 y 38 años, vestía calzas y campera
de
lluvia oscura. Ramos recordó que ya la había visto antes un par de veces.
Dos horas después de llevar el
cadáver a la morgue de San Isidro,
la policía
determinó que el dueño del auto era Alberto César Ortega domiciliado en Fenni
4798,
de Tortuguitas. A las 20 el oficial
inspector José Alejandro Voisin fue
a la
casa del hombre calcinado. Lo atendió Graciela Hammer, la esposa quien estaba
junto a sus
hijos viendo el programa de Susana
Giménez. Después de todo, el
marido había desaparecido de madrugada y en
algo tenían que entretener las horas
muertas. Voisin le explicó sin
mayores detalles que había habido un problema con su
marido y su auto, y que
tendría que acompañarlo a la comisaría. En la
penumbra de
la casa, solo iluminada por el resplandor del televisor, la mujer,
sin impacientarse, se
puso una campera, un par de guantes y dejó a sus tres
hijas menores a cargo del hijo
mayor. Cuando le dieron la noticia de la muerte
de su esposo, Hammer
desvió la
vista del comisario y mascó enfáticamente
su chicle. "No sé qué puede haber
pasado. Él se fue de
casa a las cinco de la mañana para vender el auto.
Quería venderlo para arreglar el
otro auto que tenemos, un Fiat Duna
blanco del 94, con el que trabajaba de
remisero a veces, y otras veces en una
agencia de seguridad, la agencia
Segam. Pero creo que de ahí lo habían
despedido hacía unos días. Por lo menos
no le daban más trabajo. Yo le dije
que para qué iba a ir tan temprano para
vender el auto, pero él fue igual. y
después no supe más nada".
Los policías le pidieron sus
datos personales. Ella hizo una síntesis de sus 37 años:
dijo que en 1982 se
casó con Jorge Valles con quien tuvo
un hijo Gerónimo, de
15. "A Jorge nunca más lo vi después de que nació mi hijo.
Después estuve
juntada con Jorge Mansini. Tuvimos
tres hijas, Julieta, Andrea y Bárbara,
que
tienen 10,7 y 5 años. Y en el 1994 conocí a Ortega.
Con él me casé en 27
de noviembre de 1995. Él tiene 46 años es más grande que yo. Bueno, era más
grande. Con él, hijos no tuvimos".
De su marido, Hammer
no dijo demasiado: contó que Ortega había vivido en
concubinato durante
veintitrés años con otra mujer, con la que había tenido tres hijos,
Ulises, Ernesto y Paula, de 25, 21 y 13 años.
Dijo que su matrimonio era
normal, "con las peleas que tiene cualquier pareja".
Enseguida a Hammer le hicieron ver la
cadenita de oro, la gorrita grabada con el
Ratón
Mickey, el reloj y la alianza. "Sí, todo es de
él. Bueno, la gorrita es de
una de mis hijas, me
parece. El reloj se lo regalé yo para un aniversario. y la
alianza es de él. Yo
tengo la misma".
El comisario que llevaba el
interrogatorio vio la oportunidad. “¿Me la muestra,
por
favor? Me gustaría ver
su alianza". Hacía rato que le llamaba la atención que la
mujer no se
hubiera quitado en ningún momento unos guantes de lana negros.
Graciela Hammer
vaciló. "Sí, como no". Se miró
los guantes sin saber qué hacer.
"Con los nervios tengo tanto frío, sobre
todo en las manos y los pies". "Es un
minuto, señora, quisiera ver el anillo", insistió el policía. Hammer se quitó los
guantes con
fastidio. Tenía las manos con quemaduras de primero y segundo grado.
"Mire,
me quemé las manos hace un par de días, mientras prendía una estufa
de
querosén. Por eso las tengo así”.
Esa noche quedó detenida e
incomunicada.
En mayo de 1998, menos de un mes
antes de la muerte de su esposo, Graciela
Hammer se acercó a la compañía de Seguros Sur. Quería contratar un Seguro de
Vida recíproco, con
alguna salvedad. Si ella moría, los beneficiarios serían su marido
y su hijo
mayor, Gerónimo Valles. Si el que
moría era Ortega
la única beneficiaria
sería ella. La prima era de unos veintidós pesos por mes,
y en caso de muerte se
cobrarían 100.000 pesos. Hammer se llevó los papeles a su casa, para hacerlos
firmar por su marido. Pero aparentemente Ortega nunca supo de este seguro.
Hammer
falsificó su firma y presentó los papeles el 22 de mayo. Fueron
aprobados
de inmediato.
José
Voisin,
el mismo policía que fue a buscar a Hammer el día de la muerte de su
marido,
volvió al barrio unos días después. Su tarea era dar con alguna pista para
seguir la
investigación. Entre varios vecinos entrevisto a Nazarena Daiana
Ramírez, una amiga del hijo de Hammer. La chica, de 15 años, estaba encantada
de proporcionar
detalles que pudieran develar algún misterio. Al principio se explayó
en un
relato acerca de las peleas permanentes del matrimonio. "Gerónimo me dijo
que Ortega le pegaba a Graciela, su mamá. Puede ser, porque se lo pasaban
discutiendo,
yo los escuchaba muchas veces, cuando pasaba por
la puerta de
la casa". Ese día, Nazarena se guardó un detalle que unas semanas después declaró
en
el juzgado. "El domingo 7 a la noche, la noche antes
de que mataran a
Ortega, Gerónimo estaba con un amigo en la vereda sacando
nafta, con una
manguera, del Fiat 600. Yo le pregunté por qué lo
hacía y él me dijo que se lo
había pedido la vieja y que no sabía para qué. y
después él me contó que la
madre le pidió que fuera a cargar nafta". En el
relato, Nazarena agregó que el
lunes a la noche, cuando Hammer estaba declarando en la
policía, ella fue a ver a su
amigo y lo encontró llorando, con una carta
de su madre, y preparando sus cosas
para ir a San Nicolás, a la casa de su
padre.
Según consta en los testimonios
del expediente judicial, la vida de Ortega cambió en
forma radical a partir de su
relación con Hammer.
Él venía de una convivencia
apacible con la madre
de sus tres hijos. Vivieron veintitrés años juntos hasta que una
tarde, un
compañero de trabajo lo invitó a comer a su casa. Se trataba de Jorge
Mansini, pareja de Hammer.
Ortega
llegó sin su esposa a la casa de la calle San
Juan donde se encontró con su amigo y Graciela, una mujer que lo miraba como si
fuera el hombre al
que esperó toda su vida. En un principio, Ortega se sintió
incómodo. ¿Su amigo
no advertía lo que estaba pasando? Pero no pudo
resistir
la atracción y en un momento, cuando Mansini fue al baño, Ortega le dijo a la
mujer que la llamaría al día siguiente, lo más temprano
posible. Hammer
lo miró a los
ojos, sonrió y le rozó apenas la mejilla con el dorso de la mano.
Ese mínimo gesto
bastó para que Ortega decidiera
que no le importaba nada, que dejaría a su esposa,
que traicionaría al amigo,
que se iría con esa mujer cuyo nombre ni siquiera podía
recordar. Al día siguiente
empezaron una relación clandestina que no duró mucho.
Hammer quiso blanquear la
situación desde el principio: por experiencia sabía que si
dejaba
pasar el tiempo, el amantazgo se eternizaría. Él aplazaría el momento de
abandonar a su mujer, ella se acostumbraría a su condición de segunda. Ella iría
sintiéndose menos y menos segura para imponer condiciones, y él estaría cada
vez
menos convencido de tomar una decisión adecuada. Por fuerza,
con el correr del
tiempo una amante va perdiendo el brillo inicial, y esa
opacidad que se descubre con
el correr de la relación va igualando a esa
amante con la mujer legítima, igualmente
deslucida y opaca. Ella ya había sido
amante en otras oportunidades, y esta vez
quería manejar las riendas desde
el vamos. De modo que en menos de un mes
Hammer estaba caminando de la mano con Ortega,
llevándolo a reuniones
familiares y sirviéndose los
ravioles de su futura suegra.
Para cuando se casaron, Ortega
todavía conservaba el entusiasmo por esa mujer a
la que llamaba "mi bastoncito". Pero a partir de la
convivencia fue deprimiéndose
más y más. No tenía
tiempo para ver a sus propios hijos, el dinero no le alcanzaba
porque tenía que
mantener a Graciela
y sus cuatro chicos y tenía que pasar parte de
su
tiempo libre limpiando la casa y lavando la ropa: Graciela no tenía la menor
intención de hacerse cargo de las tareas domésticas.
Se habían mudado a una casa de
dos ambientes en Tortuguitas,
cuarenta y cinco
metros cuadrados oscuros y destartalados que albergaban al
matrimonio y los cuatro
hijos de ella. Las
peleas eran constantes. La falta de espacio enloquecía a todos por
igual y
cualquier conflicto terminaba en el mismo cuadro: Graciela furiosa, a grito
pelado, repartiendo cachetadas y
amenazando con abandonar la casa. Ortega, que
tampoco era un espíritu apocado, iba poniéndose igualmente violento.
Pero después
de las peleas, venía la depresión. Se quedaba tirado en la cama
días enteros, con las
persianas bajas, temblando.
Dejó de ver a sus amigos y
concentró toda su vida social en las visitas semanales a
sus hijos.
El 6 de mayo de 1998, Hammer
llamó por teléfono a Aldo Camera, un comisario
retirado que trabajaba como
director técnico en la agencia de investigaciones Segam,
donde
trabajaba Ortega.
Le dijo que su marido estaba con un ataque de nervios,
llorando, desesperado, y
que no sabía qué hacer con él. Camera le sugirió que lo
llevara
al hospital Fernández.
Hammer
nunca explicó por qué decidió llamar a uno de los directores de la empresa
y no
a un compañero de su marido para pedir ayuda. Por su parte, Camera eludió
todo tipo de
detalles y pidió no ir a prestar declaración. Después de ese ataque de
nervios,
la estabilidad psíquica y laboral de Ortega se fue a pique.
El informe de la autopsia reveló
que el cadáver tenía fractura en la base craneana. El
golpe habría provocado un
estado de indefensión en la víctima. A su vez, había humo
en las vías
respiratorias, lo cual demuestra que estaba vivo mientras se incendiaba el
auto. Tenía quemaduras en el ciento por ciento de su cuerpo. La muerte se produjo,
entonces, por una combinación de quemaduras e intoxicación.
Gladys Tolosa llevaba treinta años de enfermera
cuando se enteró de que su hijo
había muerto carbonizado. "Yo leí la autopsia, yo vi el informe de todo los
pulmoncitos, los
riñones. Yo entiendo de eso, ¿sabe lo que eso significa para
mí? Era mi único
hijo, era todo lo que yo tenía en la vida, era todo, todo
todo. Mi hijo era tan
bueno, tan lindo. Era tan pero tan lindo que apenas
nació yo empecé a tener
miedo. Siempre tuve miedo de que le pasara algo.
Terror. De noche me
quedaba horas mirándolo, me parecía que si lo miraba,
él iba a estar más
seguro. y esa mujer me lo quitó, me lo mató. Yo tengo
grabada en la cabeza
esa vez que la vi, a ella, a Graciela, en la comisaría.
Ella me dijo que no lo
había matado. Mentira. Ella lo mató. Era violenta,
mala. Le pegaba cruelmente
a sus propios hijos, a las nenas y al más grande
también, a Gerónimo. No me lo
contaron, yo lo vi. Una vez estábamos
comiendo y él la
contradijo. Ella estaba parada y el chico sentado, y le dio
una cachetada así,
de arriba abajo, que casi le parte la cara. Era tremenda.
Así como era de chiquita,
un metro y medio, era tremenda igual. Mi hijo era
grandote, medía casi un metro
ochenta y pesaba 78 kilos. Él debía estar
dormido cuando
ella le pegó un golpe en la cabeza, cuando ella le partió la
cabeza, como salió
en la autopsia. Si no, no hubiera podido. Mi hijo se
hubiera defendido.
y después, cuando mi hijo estaba desmayado, lo debe
haber arrastrado hacia el
auto, que estaba adentro, en el garaje, y después
llevó el auto al
descampado ese donde lo quemó. Y mi hijito todavía estaba
vivo. ¿Por qué no lo
llevó a un hospital para salvarlo? A lo mejor podía
haber vivido después
del golpe... Una vecina me dijo que tenía que haber
habido otra persona, que
ella sola no podría haberlo matado, o no podría
haberlo llevado al
auto. Que alguien la debe haber ayudado. y yo digo que yo
soy enfermera y que conozco
de esas cosas, yo también peso poco y puedo
llevar al baño a
un hombre de cien kilos, o lo puedo trasladar de una camilla
a otra, o
levantarlo del piso si se cayó. Se puede, que no me vengan a decir a
mí, que
soy enfermera. Aunque a lo mejor sí había otra persona. Puede ser,
no digo que
no. Es posible que ella tuviera un amante. Mi hijo había venido
a casa a
dormir el fin de semana antes de su muerte, con la nena más chica,
Paulita. Mi
hijo tiene tres hijos hermosos, yo sigo viviendo por ellos. La
cuestión es que mi hijo me dijo que le prepare un cuarto porque se iba a venir
a vivir conmigo, la iba a dejar a esa mujer. Me dijo que ella salía con alguien
y que andaba en algo raro.
Qué me quiso decir? Es
algo que se llevó a la tumba y ella a la cárcel. Eso
me mata la cabeza. Bueno,
y el sábado siguiente, dos días antes de morir,
vino a casa con Paulita y
dijo que el lunes se venía a vivir conmigo. Paulita
le dijo que se quedara esa
misma noche, que para qué iba a esperar al lunes,
pero él miraba la
hora y decía que no, que esa noche tenía que volver a la
casa, y eso que estaba
sin el auto y vivía a treinta y siete kilómetros. Se ve que
quería llegar de
sorpresa a ver si la encontraba con alguien, no lo sé. y
después el chico de
ella, Gerónimo, dijo que antes de que mi hijo se fuera,
a las cinco de la mañana
del lunes, escuchó las voces de su madre, de mi hijo
y de otro hombre. Pero
como era menor, no sé qué pasó con su declaración y
al final la cambiaron,
no sé cómo habrá hecho el asesino que es el abogado
de ella, porque sólo un
asesino puede defender a una asesina. Pero por suerte
a
ella le dieron perpetua, porque si no le hubieran dado perpetua la hubiera
matado yo. Se lo juro. Yo, que siempre me dediqué a salvar vidas, la hubiera
matado. Hubiera borrado con el codo lo que escribí con la mano, mire lo que
es
la vida. El otro día estaba con una amiga viendo fotos de mi hijo y
había
varias en las que salía ella. Mi amiga me dijo que era bonita. Puede ser,
pero
yo no la veo linda porque ella mató a mi hijo, es una alimaña, un
elemento
pernicioso. Dice mentiras y no baja la vista, las dice de frente. No
soy racista
pero sí creo en la maldad humana. Ella es alemana, y debe tener
algo de la
crueldad de los nazis. Pero a mi hijo lo tenía agarrado sexualmente,
si hasta
él me lo contaba, me tenía mucha confianza, me hacía bromas
con eso. Y a
ella le gustaba mucho la plata, y mi hijo no andaba bien de
trabajo.
Trabajaba de vigilador en una agencia y le habían dicho que no
fuera más.
Seguro que esa última noche él le dijo que se iba a vivir conmigo, y
por eso
ella no pudo esperar más y lo mató.
Porque quería cobrar el
seguro de vida. Yo me imagino que ella pensaba
esperar más tiempo para que no
sospecharan, pero si él se venía a vivir
conmigo no lo iba a poder
matar. Ahora que lo pienso, me acuerdo que cada
vez que yo iba a Tortuguitas, a
la casa de ellos, a visitar a mi hijo, me entraba
un frío espantoso.
Y a unas cuadras antes de llegar me agarraba frío. Eso me
pasó durante meses. Y
ahora que sé que me lo mataron ahí, me doy cuenta
por qué tenía
frío, Porque sabía que ahí él iba a morir".
Una de las pocas amigas de Hammer
la recuerda con rencor. "Siempre me miró
a
mi marido. Las mujeres no la querían, y los hombres se le acercaban porque
ella los buscaba:
Pero me da lástima, porque, según me dijo ella, su primer
marido y su concubino
le pegaban. y parece que al final Ortega le pegó
también. Pero tenía sus
razones, parece que ella estaba saliendo con el jefe de
su marido".
La amiga de Hammer tiene una teoría para
explicar su conducta, que se basa en una
extraña relación que ella habría
tenido con su padre, a quien adoraba.
Él era ingeniero y su madre
empleada judicial. Pero por alguna razón que la amiga
dice desconocer, Hammer
y su madre eran prácticamente enemigas.
"Según
Graciela, la madre la odiaba porque le decía que ella le había
arruinado el
matrimonio. Parece increíble, pero la madre le tenía celos, le
decía que le había quitado el
amor del padre, no sé por qué decía eso. No
importa. Igual ella no tenía por
qué haber matado a su marido. Yo ni pienso
ir a visitarla a la cárcel. Ni
loca".
Graciela Hammer fue condenada a prisión perpetua por
homicidio calificado
agravado por el vínculo, con alevosía y con concurso
premeditado de dos o más
personas. Ella nunca declaró,
ni tampoco se encontró al supuesto cómplice.