Irma M. " Experta en Peces "
Desde muy chica, Irma M. se había acostumbrado a estar sola.
Sin padre, sin hermanos y con una madre que tenía que trabajar en una fábrica,
pasaba el día al cuidado de una pariente desamorada que no la aguantaba y se
encerraba en el living a recibir a sus novios.
Irma iba a la escuela en el turno de la
mañana, y a la tarde miraba por la ventana de la cocina el terreno baldío que
estaba al lado de su casa, donde los chicos del barrio jugaban a la pelota y se
peleaban entre sí.
Para su cumpleaños número diez, le pidió a su madre, Pilar, un perro o un gato de regalo. La
madre se apiadó de la soledad de la hija y decidió darle el gusto con una leve
diferencia: cambió la mascota que quería la hija por una pecera con cuatro
peces de colores. Irma no protestó y aceptó los peces con
entusiasmo.
El ambiente inhóspito de su casa propiciaba una relación
intensa entre la nena y los peces: en menos de una semana ya les había puesto
nombres, imaginaba romances acuáticos, les daba de comer con cuidado maniático
hablaba sin parar.
Los fines de semana eran los días en los que la madre estaba
con Irma
y la llevaba a visitar a las primas de su edad. Pero Irma ya casi no quería salir
para no separarse de sus peces.
Pilar veía la
relación entre Irma
y sus mascotas con alguna preocupación, pero se quedaba tranquila cuando la
maestra de la hija le decía que era una de las mejores de la clase, que sus
compañeras la querían y que no veía nada anormal en su conducta.
Con el tiempo Irma se fue haciendo una experta en peces. Los
primeros que tuvo ya habían muerto, uno por uno, pero la madre los iba
reemplazando, consciente de lo importantes que eran para su hija. Irma
había aceptado con dolor que la vida de sus peces era limitada, pero hacía lo
posible para que vivieran cómodos y sanos.
Su paso por el colegio secundario le permitió tener más
amigas y hasta un novio, pero conservaba el hábito de hablar con los peces
todas las noches. Estaba convencida de que la querían, la entendían y la
extrañaban cuando no la veían.
A los dieciséis años tuvo que dejar el colegio para trabajar,
porque la fábrica que empleaba a su madre había quebrado. Irma salió a limpiar casas. Con
su primer sueldo compró una pecera mucho más grande y varios peces más. Dos
años después tuvo que ir a la municipalidad de su pueblo para hacer una serie
de trámites, y ahí conoció a Osvaldo, un empleado administrativo doce años
mayor que ella.
Osvaldo la invitó a tomar un café el primer día
que la vio. Sin dudarlo demasiado, ella rompió su noviazgo con su ex compañero
de colegio. Irma
y Osvaldo
se casaron mismo año y fueron a vivir a la casa de él. Ella juntó toda su ropa
en un bolso, trasladó su pecera, renunció a su trabajo y empezó su nueva vida
de mujer casada.
A Irma su marido le parecía un hombre
interesante, culto y entretenido. Con él se divertía y se sentía protegida. Le
había prometido, además, que algún día conseguiría un traslado y dejarían la Patagonia helada para irse a vivir a Misiones, cerca de las Cataratas del Iguazú.
Como el sueldo de Osvaldo
apenas les alcanzaba para llegar a fin de mes, él le ayudó a Irma
a conseguir un trabajo en un bazar. El dueño era un español viejo y encantador
llamado José, que se encariñó con Irma
en el acto. El sueldo era mínimo, pero le permitía a la pareja vivir sin
sobresaltos económicos. Le alcanzaba a ella, además, para pagarle a la madre
alguna cuenta y para mantener a sus peces "como príncipes",
según le contaba a José.
Los peces seguían siendo una presencia importante en su
vida. Irma
estaba contenta con su marido, pero a medida que pasaba el tiempo se sentía más
sola, y más se apegaba a sus mascotas.
Para cuando cumplieron veinte
años de casados, el matrimonio trastabillaba. Osvaldo seguía trabajando en la
municipalidad y rumiaba rencor contra la injusticia de haber llegado a su techo
sin haber accedido a un cargo jerárquico. El fracaso laboral repercutía en su
carácter: vivía malhumorado, le costaba dormir, tomaba ansiolíticos y
descargaba su angustia maltratando a su mujer. Irma se refugiaba en el bazar.
Pasaba tardes enteras tomando té con José,
quitando el polvo a las ollas, ayudando a las dientas a elegir regalos y
cuidando a los nietos de su patrón: la hija de José tenía dos hijos mellizos que adoraban a Irma y la visitaban día por
medio. La presencia de los chicos le entristecía porque le recordaba que ella misma
nunca había podido quedar embarazada. Su ginecólogo no le había encontrado
ninguna anomalía, y le explicó que antes de iniciar un tratamiento su marido
tenía que hacerse un análisis sencillo para ver si el problema lo tenía él. Osvaldo
se indignó ante la propuesta: era obvio que él no tenía problemas físicos y
jamás se haría ningún estudio humillante. Sugería, a cara de perro, que la
responsable era ella y que no había más que hablar.
En esas tardes de trabajo y tés, José convenció a Irma de que tenía que terminar
el colegio secundario. Ella se inscribió en un curso nocturno. Apenas cerraba
el bazar, corría para el instituto a cursar su bachillerato acelerado. Osvaldo
jamás apoyó esa iniciativa de su mujer, y menos todavía cuando se enteró de que
quería su título para estudiar una carrera universitaria. Intuía que, si ella
crecía, lo vería a él cada vez con menos admiración y menos interés. Pero eso
ya era cierto: a Irma su esposo hacía tiempo había dejado de parecerle esa
persona culta y sensible que la había convencido para casarse. Ahora lo veía
como lo que era: un hombre inseguro, resentido, miedoso. La nueva realidad —la
que ella advertía a través de su propio crecimiento— había sacado a la
luz el flanco más débil de su marido.
Osvaldo se dio cuenta, como Irma, de que las peleas entre
ellos se multiplicaban. Cada día había un nuevo motivo para protestar, gritar e
irse a dormir agotados y hastiados.
Irma ya no volvía a su casa a las ocho de la
noche sino cuando salía del instituto, pasadas las once, lo cual avivaba el
malestar de Osvaldo.
Él, que terminaba de trabajar a las seis era incapaz de arreglar la casa, lavar
la ropa o cocinar. Se quedaba esperando frente al televisor, mientras imaginaba
que su mujer lo engañaba con sus compañeros de clase o, inclusive, con algún
profesor.
Irma llegaba a las corridas, sabiendo que
tenía que ponerse a cocinar. Había abandonado las preparaciones elaboradas y
cocinaba cualquier cosa simple y rápida, mientras les hablaba a sus peces y los
alimentaba. "Esos pescados de mierda comen mejor que yo"
era la frase recurrente, que Irma ya ni escuchaba de tanto haberla
escuchado.
Cuando Osvaldo terminaba de comer se iba a
la cama. Irma
arreglaba la cocina, repasaba las lecciones de su bachillerato, sacaba la ropa
del lavarropas, planchaba lo que le había quedado del día anterior y hablaba un
poco más con sus peces. Los examinaba con mucho cuidado para detectar hongos o
algún otro problema, y les contaba lo que había hecho durante el día. "Hoy mami tuvo mucho trabajo. Además José me dejó sola
porque tuvo que hacer un trámite. Y en la escuela me fue bien, pero mañana
tengo examen de química". Les hablaba muy despacio, casi en
un susurro, para que Osvaldo no pudiera oírla.
Una tarde José se sintió mal y hubo que llevarlo a un hospital. Quedó
internado: había tenido un infarto. El médico le explicó que tendría que dejar
de trabajar. José trató de convencer
a su familia de que lo dejaran conservar el bazar pero fue inútil: su esposa y
sus hijos decidieron por él. Pondrían en venta el local esa misma semana.
Irma seguía trabajando, ajena a
todo. Cuando un día, después de cerrar, fue a visitar a José con una lista de toda la mercadería que tenían que reponer, se
enteró de la novedad.
Al día siguiente fue al negocio y
puso un cartel con grandes letras negras, tal como le había indicado José "Oferta
final. Liquidamos todo por cierre".
Osvaldo le dijo que no podían vivir
sin un sueldo extra y que él se encargaría de conseguirle otro trabajo. Mientras
tanto, Irma
pasaba las tardes sentada en la cocina, observando a sus peces, pensando en su
futuro vacío y extrañando las charlas con José.
Con alarma se dio cuenta de que José
jugaba en su vida un papel mucho más importante de lo que ella misma suponía:
tapaba la enorme grieta afectiva que se había instalado en su matrimonio. Era a
José a quien le contaba acerca de
sus proyectos para estudiar veterinaria, sus dudas para votar en las elecciones,
su odio por las tareas domésticas, sus ganas de tener un hijo. Tanto hablaba
con José y con tanto entusiasmo, que
casi ni se daba cuenta de que con su marido apenas se saludaban.
Cuando el bazar cerró, a Irma le quedaron, apenas, los
peces.
Osvaldo apareció una tarde con la novedad: le
había conseguido un nuevo empleo. Tenía que controlar a los mozos y cocineros
del restaurante que había abierto un conocido de su familia. Entraría a
trabajar a las cuatro de la tarde y saldría a medianoche. Irma miró a su marido, indignada.
"¿Vos te olvidaste de que yo entro a estudiar
a las ocho?". El marido fue tajante: no se había olvidado,
pero no veía inconveniente en que ella pospusiera el estudio para otro momento
de su vida. “Total, si esperaste hasta ahora, que tenés
casi cuarenta, podés esperar más". Irma trató de razonar con él: le
faltaba apenas un año y medio, y después podría empezar una carrera
universitaria. "Necesitamos
sueldo. Y es lo único bueno que te pude conseguir". Irma,
desorientada, miró el reloj y juntó sus cuadernos Cortó la conversación y se
fue al instituto.
Hacía frío, y cuando llegó estaba helada y agobiada. Se
encontró con una compañera que solía sentarse con ella: era una cincuentona
divorciada y feliz, que se ganaba la vida cosiendo vestidos de novia. La
compañera la llamó, apurada, y le pidió los ejercicios de matemática que tenían
que entregar ese día. Irma le dejó su carpeta y le dijo que tenía
que ir al kiosco a comprar chicles. Nunca más volvió.
Osvaldo tomó la deserción escolar de su mujer como
una victoria personal. Ella empezó a trabajar pocos días después. Se consolaba
calculando que, por lo menos, no iba a tener que pasarse de la mañana a la
noche en su casa pensando en el fracaso de todos sus proyectos.
Como siempre, hizo su trabajo con eficiencia. No le gustaba
controlar a nadie, y menos imponer sanciones disciplinarias cuando las cosas no
funcionaban, pero se adaptó a su nueva realidad y trató de hacer todo de la
mejor manera posible. Lo peor era volver a su casa y encontrar al marido
despierto y dispuesto a tirarse encima de ella. Justificaba su ansiedad sexual
diciendo que su insomnio lo mortificaba de tal manera que la única manera de superarlo
era haciendo el amor. "Me sirve para
dormir", le Aplicaba él, sin siquiera preguntarse para qué
le servía a ella.
Para su cumpleaños número treinta y nueve, Osvaldo le
regaló medias. Fue a una lencería y pidió varios pares: tres de textura gruesa,
para usar en el trabajo, y otros dos de textura fina y sedosa, "para usar conmigo". Irma
le agradeció, guardó todo en los cajones de su cómoda y fu a la pecera a
alimentar a los peces con un nuevo prepara do que había comprado en la
veterinaria.
Para esa época, Irma había vuelto a la carga con la idea de
ser madre. No había logrado que su marido se hiciera análisis de fertilidad,
pero de todas formas intentó embarazarse. Calculaba las fechas de su ovulación
tomándose la temperatura y, cuando podía, lograba que su ginecólogo le hiciera
una ecografía que le diera precisiones. Entonces, sin decirle a Osvaldo
que estaba pensando en su maternidad, lo provocaba en la cama sin mayores preámbulos.
Osvaldo
creía entonces que su mujer seguía tan entusiasmada con él como hacía veinte
años.
Pero después, cuando ella comprobaba que el embarazo no se
producía, solía meterse en la cama sin comer y quedarse despierta durante
horas, hasta que empezaba a amanecer. Entonces se levantaba e iba a ver a sus
peces, que a esa hora solían estar quietos, suspendidos en la vegetación
artificial de la pecera.
Una nuera de su ex patrón, con
quien tenía cierta confianza, la llamó una mañana para invitarla a tomar un
café. Cuando se encontraron, le dijo que José
le había contado de su interés por ser madre. Le sugirió entonces anotarse en
un juzgado para adoptar un bebé. "Una amiga lo
hizo. Esperó menos de dos años, y pudo adoptar un chiquito de cuatro meses.
Probá vos también". El entusiasmo de Irma fue dando lugar a la
decepción anticipada. Sabía que su marido no iba a aceptar la idea. Esa noche
le contó la charla con la pariente de José.
Osvaldo
se indignó. "¿Por qué ese José no se mete en sus cosas?
“ “Que no venga a decirme a mí lo que hay que hacer. Y si
vos no podés tener hijos, no podés tener hijos y punto-no es obligación tener
hijos. Así que ninguna adopción ni nada “
La respuesta de Irma apenas se escuchó. "¿Yo no puedo tener hijos? ¿Y si sos vos el que no puede tener hijos?"
Osvaldo
se quedó callado, sin saber qué contestar. Se levantó del sillón, y se acercó a
Irma.
Conteniendo la furia le dio dos palmaditas en la cabeza. "Pobrecita... Andá a cuidar a tus pescaditos, andá".
Casi un año después de empezar a trabajar en el restaurante,
una amiga de su madre le hizo a Irma una oferta: tenía un negocio de venta de
dulces y conservas pero quería ampliarlo e instalar un bar justo al lado. Se
había desocupado el local contiguo (del que ella también era propietaria)
y se disponía a alquilarlo y unirlo al negocio para concretar el proyecto. El
problema era que ella no tenía ni tiempo ni ganas de manejar ese bar.
Necesitaba una persona de confianza que se hiciera cargo de todo. Irma
estaba exultante. Fue a su casa y encontró a Osvaldo, como siempre, frente al
televisor. "Te tengo una noticia buenísima",
fue su introducción, y pasó a contarle la propuesta. "Yo
sería como la dueña, decidiría qué preparo, qué se cocina, todo. Y como en el
local de esta mujer siempre hay gente, pasarían después a tomar algo y comer
alguna cosa". Osvaldo la miró con desprecio. "¿No ves que no tenés cabeza? Que la gente vaya a comprar dulces no quiere decir que se
quede tomando café y comiendo tus tortas". Enseguida pasó a
las cuestiones prácticas y le preguntó qué tenía que poner ella. "El alquiler, claro. Y dos meses de adelanto".
Osvaldo
vio que había ganado la partida antes de salir a la cancha. "No tenemos un peso para ese adelanto. Y no podemos pagar
un alquiler sin saber si vos va a ir bien. No podemos arriesgar. Quedate en el restaurante".
Irma,
casi llorando, le dijo que con el nuevo trabajo podría ganar más dinero, tener
independencia sobre todo, podría retomar sus estudios. Osvaldo fue tajante. "Olvídate. No se puede y punto". Para
rematar el asunto, agregó una broma: "El otro día en
la tele salió una viejita de ochenta y dos años que terminó la secundaria. Vos
esperá un poquito más y vas a poder salir en la tele cuando te recibas".
Osvaldo
terminó de hablar y lanzó una carcajada desafiante. Irma lo miró, indignada: "Por ahí salgo en la tele por otra cosa".
Un domingo de invierno, a la noche, Osvaldo le dijo a su mujer que se
vistiera: irían a visitar a unos parientes. Irma estaba en la cama leyendo
una revista, resfriada. Le dijo que estaba cansada, que era su día franco, que
tenía ganas de quedarse acostada y que fuera él solo. "Dale, vamos juntos. Mis tías te quieren ver, también.
¿Qué te cuesta?". Irma siguió diciendo que no y Osvaldo
tomó la cuestión como algo personal. Irma cerró la revista. Había llegado al límite
de su paciencia. Con voz pausada le dijo que no se movería de la cama. Osvaldo
le sacó la frazada e insistió. Irma empezó a gritar, descontrolada. "¡No tuve hijos, no pude terminar el secundario, no pude
poner un mísero bar acá a la vuelta, no pude adoptar un bebé! ¡Por lo menos dejáme
en paz!"
Irma ya había saltado fuera de la cama y se
había parado al lado de Osvaldo, para gritarle en la cara. Osvaldo,
furioso, fue para la cocina, pero Irma ya no se podía contener. Le seguía
gritando que era un fracasado, que no podía soportar que a ella pudiera irle
bien, que hacía años que quería separarse de él pero que no lo hacía por
cobarde.
Osvaldo, que ya había llegado a la cocina, se paró
en seco. "¡Andate, entonces! ¡Y llevate también esta
mierda!", gritó a su vez, señalando la pecera y tirándola
al piso de un puñetazo.
Irma se quedó inmóvil, viendo cómo sus siete
peces de colores boqueaban en el piso, en medio de vidrios rotos, arena y adornos de plástico. Sin atinar a nada
los miraba, llorando en silencio. La agonía de los peces tardaba en terminar:
los segundos pasaban y los peces seguían retorciéndose con la boca abierta,
hasta que al fin se quedaron quietos.
Osvaldo, acaso comprendiendo la gravedad de lo que
había hecho, buscó un abrigo y salió.
Cuando volvió, dos horas después, Irma estaba sentada en una
silla. En la mesa había una toalla donde había colocado a los pescados unos al
lado de los otros. Los iba acariciando despacio, pasándoles el dedo por las
aletas, rozándolos apenas.
Osvaldo la miró, pasó de largo y se fue a acostar.
Irma esperó que su marido se durmiera.
Envolvió un pisapapeles muy pesado con uno de los pares de medias que él le
había regalado para su cumpleaños anterior. Reforzó el envoltorio con otro par
y fue al dormitorio. Se paró al lado de su marido, que dormía boca abajo y, sin
prender la luz, le partió la cabeza con diez golpes certeros. Después se dio
una ducha caliente, se puso una ropa abrigada y fue a entregarse a la policía.
"Maté a mi marido, pero él no se dio cuenta".
Irma quedó detenida esa misma noche. Espera la
sentencia mientras hace cursos de inglés y computación. Cuando alguna visita le
pregunta cómo se siente en la cárcel, levanta los hombros y contesta, cansada:
"No hay gran diferencia con mi vida de
casada".
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)