Ramona Z. " Justiciera "
Más de una hora estuvo Ramona Z.
escondida debajo de su cama, hasta que escuchó los pasos de Mario
saliendo de la cocina, el ruido de la puerta de calle y, después, el chirrido
de las ruedas del auto que se alejaba a toda velocidad. Por las dudas, todavía
se quedó unos minutos ahí, acostada en el piso, mirando el colchón que se
hundía sobre ella. Al fin se convenció de que estaba sola. Temblando, se incorporó
y caminó descalza por el pasillo hasta salir de la casa. Una vez afuera corrió
en dirección a lo de su abuelo, sin llorar, sin pensar, sin gritar, respirando
fuerte por la boca. A cada rato miraba hacia atrás, por si alguien la seguía.
En su casa, a pocos metros de la
cama que le había servido de escondite, estaban los cadáveres de su madre, Iris, y Mabel, su hermana menor. Las dos habían sido apuñaladas por Mario,
el novio de la madre, después de una pelea brutal.
La discusión había empezado en la
cocina pero siguió en un pasillo. Cuando Ramona escuchó que los dos se acercaban entre
insultos y empujones, tuvo miedo de que Mario la golpeara también a ella, como tantas
otras veces. Entonces se ocultó, casi por un acto reflejo. Pero su hermana, que
estaba durmiendo en el colchón de dos plazas que compartía con su madre, apenas
atinó a levantarse y quedarse parada en un rincón.
Iris había ido al dormitorio para —probablemente — buscar un arma con la que defenderse. Pero antes de
que pudiera hacer nada, Mario la empujó contra una pared y le cortó el
cuello con una navaja. En el rincón, su hermana menor empezaba a tirarse del
pelo y gemir, en un ataque de nervios. Mario, sin decir una palabra, también la degolló.
Ramona contuvo el aliento y se
quedó inmóvil, viendo cómo las dos únicas personas en el mundo a las que quería, se iban desangrando
hasta morir. Mientras tanto, Mario había ido a la cocina a lavarse las manos y
a terminar parsimoniosamente la botella de vino que había empezado. Antes de
irse, además, se preparó un sándwich con las sobras de la cena.
Ramona, con la vista fija en el
pasillo, esperaba.
Hacía pocos días había cumplido
catorce años.
Al día siguiente del crimen de su
madre y de su hermana, Ramona se instaló en la casa de su abuelo Ceferino. No lo quería, pero era su
única familia.
Ceferino era viudo y vivía con Matilde,
su hermana ciega, que se pasaba la vida tejiendo sacos y bufandas para vender
entre los vecinos.
Ramona estaba desolada. Cada
noche volvía a soñar con el crimen y cada mañana se lamentaba por no haber
intervenido. Estaba profundamente avergonzada por no haber ni siquiera
intentado atajar a Mario. Sabía, además, que no se lo iba a perdonar
nunca: toda su vida se sentiría una cobarde y una traidora. Su abuelo Ceferino no la ayudaba a mejorar su
conciencia: "¿Y no se te ocurrió nada, en el momento, no
podías tirarle algo por la cabeza?", le preguntaba,
incrédulo, varias veces al día.
Un tiempo después le dijo a su
nieta que tenía que empezar a trabajar: sin un sueldo que ayudara a redondear
su pobre jubilación, los tres se morirían de hambre. Ramona dejó el colegio
secundario y empezó a trabajar en la cocina de una parrilla al paso.
Mientras preparaba ensaladas y
fregaba platos, pensaba en las vueltas de su propia vida: sospechaba que no
debía existir ninguna persona tan desdichada como ella. Se hundió en la
autocompasión y el pesimismo, y decidió abandonar a su abuelo y empezar a vivir
en la calle, donde al menos podría empezar a pagar su culpa.
Una vez que tomó la decisión,
armó un bolso mínimo con dos o tres mudas de ropa y salió de la casa de su abuelo
Ceferino, que estaba durmiendo
frente al televisor. Matilde, la tía
ciega, le preguntó si iba a volver más tarde. Ramona le dijo que iba a pasar
unos días afuera, con una amiga, y que le avisara a su abuelo.
Esa noche tomó un colectivo para
ir al pueblo vecino, donde llegó cerca de la medianoche. Se sentó en el cordón
de la vereda cerca de una parada de taxis y ahí se quedó, esperando que alguien
se le acercara y le hiciera una oferta.
El primero que apareció fue uno
de los taxistas. Ramona, que ya había cumplido quince años y parecía de veinte,
le sostuvo la mirada. Después de un intercambio de frases prácticas,
convinieron el precio y el lugar. Irían al auto de él (que estacionaría en una calle
poco transitada) y ella recibiría una tarifa que era el equivalente
aproximado a dos comidas en el bar de la estación.
Ramona ya había debutado sexualmente
con su primer novio, a los trece años, pero no tenía ninguna experiencia en el
mundo de la prostitución. Esa primera noche de trabajo fue penosa. El taxista
regateó el precio ya estipulado y le pagó la mitad: a cambio le conseguiría más
clientes. Un rato después, todos los taxistas de la parada habían ido con Ramona,
que soportaba todo tipo de requerimientos como parte de su trabajo y su
condena.
Cuando se hizo de día desayunó en
un bar y fue hasta la casa de una amiga que hacía poco se había mudado a ese
pueblo y le había ofrecido que fuera a pasar un tiempo con ella. Ahí se quedó
casi un año.
Cada jornada laboral reafirmaba
en Ramona
sus ideas acerca de la crueldad de los hombres. Y cada cliente le parecía un
emblema del género masculino: para ella todos eran violentos, miserables,
egoístas y mentirosos.
Todos los días pensaba en Mario y
lloraba por la muerte de su madre y de su hermana. Sabía que él estaba preso en
una cárcel sucia y abarrotada, pero ningún castigo le parecía suficiente.
Una noche, en una habitación de
hotel, cuando ya se estaban vistiendo, su cliente le anunció que no le iba a
pagar. Empezaron a discutir. Mientras el hombre, medio borracho, le cuestionaba
la calidad del servicio, ella escuchaba a Mario gritándole a su madre, a punto de matarla.
Alucinada, agarró un enorme cenicero de vidrio y le golpeó la cabeza hasta que
el cliente cayó al suelo, ensangrentado.
El hombre terminó en el hospital,
con conmoción cerebral y una costura de siete puntos, y ella fue a parar a un
instituto de menores.
El abuelo Ceferino fue a buscar a Ramona al instituto casi un año después de que
la hubieran internado. Una visitadora social había ido a su casa a contarle lo
que había pasado y a pedirle que se la llevara con él y tramitara su custodia.
Pero Ceferino estaba indignado.
"Si mi nieta es una puta, que se quede en la
calle", fue su conclusión.
La visitadora social era una
mujer joven que se había recibido hacía muy poco tiempo. Conservaba el impulso
por las causas nobles y decidió poner toda su voluntad para convencer al
abuelo: le explicaba que si su nieta seguía internada en ese lugar
pesadillesco, se convertiría, por fuerza, en una asesina en potencia. Le
recordaba entonces que lo que Ramona había visto podía enloquecer a
cualquiera. "No tenga dudas", le
decía. "Si se queda en el instituto, va a pasar una
desgracia. Esa chica no puede seguir sufriendo o va a terminar muy mal".
En el instituto, Ramona
llevaba una vida similar a la que ya conocía. Sus compañeras y celadoras
recreaban lo que ella había vivido siempre: algunas la maltrataban, otras la
cuidaban, algunas eran sus amigas, otras la odiaban. La diferencia era que ya
no recibía golpes del novio de la madre sino de una compañera, o que no era humilladla
por un cliente sino por alguna de las celadoras. Cada uno de los que la
rodeaban le recordaba a alguien de su pasado, y ella sentía que el círculo que
era su vida no terminaba de girar sobre sí mismo.
Al fin, Ceferino decidió hacerse cargo de la nieta. Fue a buscarla
convencido de que era un error llevarla de vuelta a su casa: para él, Ramona
estaría mejor encerrada en un sitio seguro, sin posibilidad de salir a trabajar
de puta ni de romperle la cabeza a nadie.
En el camino a la casa no se
dijeron gran cosa. Ramona le preguntó por la tía ciega, y Ceferino sobre lo que le daban de comer
en el internado. Al llegar a la casa, el abuelo le explicó que las reglas
habían cambiado y que ella ya no podría hacer lo que quisiera. Lo habían nombrado
tutor de la nieta, y tenía que asumir la plena responsabilidad por su conducta.
El hizo todo lo posible por eludir la cuestión pero el juez de menores fue
inflexible. Ceferino le trasladó sus
dudas a Ramona:
"Te dejaron salir pero yo tuve que firmar
papeles. Así que cuidado con hacer macanas porque te mando de vuelta al
instituto".
Ramona no le dio la menor
importancia a la amenaza. Desde la muerte de la madre y de la hermana, su vida
transcurría entre desastre y desastre. Por mucho que lo pensara, no sabía qué
cosa era peor: la casa del abuelo, la calle, el trabajo de puta o el internado.
Ceferino empezó a mirar a la nieta con reprobación: le parecía que
tendría enormes dificultades para reformar su conducta. Para evitar problemas,
había decidido que Ramona no podría salir sola de la casa después
de las nueve de la noche. Durante el día se entrenaría como ama de casa y
ayudaría a la parienta ciega, y después tendría que irse a dormir.
Ramona acató las órdenes de su
abuelo sin chistar pero de mala gana. Nunca lo había querido, pero la convivencia
le hizo perder la poca simpatía que sentía por él.
La visitadora social, Pilar, seguía yendo a la casa una vez
al mes, y se quedaba siempre un buen rato con Ramona. Y Ramona, que la admiraba y creía
en sus buenas intenciones, le contaba cómo iba transcurriendo su vida: se
aburría brutalmente, quería estudiar pero su abuelo no se lo permitía, no tenía
momentos de alegría de ninguna clase y evitaba dormir por las noches porque
casi siempre tenía pesadillas: apenas cerraba los ojos veía a Mario rebanándoles
el cuello a su madre y a su hermana.
Una vez Pilar le preguntó si había pensado cuál sería su reacción si se
cruzara en la calle con el asesino. Ramona vaciló. "Y...
por ahí trataría de matarlo". Después se quedó un rato
callada, como evaluando su propia respuesta, y preguntó a su vez: "¿Cómo se hace para no matar cuando uno está queriendo
matar? Porque el
problema es ése".
Con el tiempo, Ceferino fue aflojando los controles a
la nieta. Primero le permitió ir al colegio secundario y un tiempo después ya
la autorizaba para salir de noche con amigas del barrio.
Había aparecido también el primer
novio de Ramona,
que hacía intentos obvios para que volvieran a estar juntos. Pero Ramona
había perdido la confianza en los hombres y temía no recuperarla nunca. Una
tarde fueron al cine y terminaron en un hotel. Ramona se dio cuenta de que
todas las actitudes masculinas de su ex novio le resultaban chocantes y le
generaban un sentimiento hostil y violento. No había una gran diferencia entre
lo que estaba sintiendo en ese momento y lo que había sentido con sus clientes,
cuando trabajaba de puta.
Se lo contó a Pilar. "Me
parece que no voy a poder estar de novia nunca más. Lo único que aguanto es ir
con clientes, y si no son clientes me traumo", explicó, tropezando
con las palabras. Pilar le recomendó
un psiquiatra pero ella se negó. "No quiero ir a
ver a nadie. Me voy a curar sola".
Una noche, a la vuelta del
colegio, fue a la estación de trenes y se quedó ahí, en clara actitud de
levante. Un rato antes se había enterado, por Pilar, de que Mario había sido trasladado a una cárcel modelo,
que estudiaba computación y que tenía una conducta ejemplar. Muerta de rabia,
le dijo al abuelo Ceferino que tenía
que salir a encontrarse con unas compañeras. En realidad fue a buscar clientes,
como en los viejos tiempos. Encontró a un gordito lleno de anillos y cadenas
que la llevó a un hotel. Se pasaron buena parte del tiempo tomando cocaína y
después fueron a bailar. Ramona estaba exaltadísima: se paró arriba de
una mesa y se puso a bailar y a cantar a los gritos. El gordito que estaba con
ella la dejó sola y Ramona terminó la noche en otro hotel, con
otro hombre, a quien le reclamó más cocaína. Como el cliente nuevo no tenía,
empezó a agredirlo y se trenzaron en una pelea salvaje. Cuando recibió el primer
cachetazo, Ramona
se transformó: le dio un rodillazo en el estómago a su compañero, lo tiró al
suelo, se le subió encima, lo agarró de los pelos y empezó a golpearle la
cabeza contra el piso. Por su parte, ella recibió una trompada que le descolocó
la mandíbula.
Ya en la casa de su abuelo, Ramona
se dio cuenta de que si hubiera tenido más aguante físico, habría matado al
segundo cliente sin sentir culpa ni compasión. Volvió a recordar el crimen de
su madre y pensó que, a esa altura, ella misma sería perfectamente capaz de
rebanar un cuello.
Cuando Pilar volvió para hacerle su habitual visita mensual, Ramona
le dijo que lo había pensado con calma y había decidido ir a ver al psiquiatra
que le había ofrecido la otra vez. "No es por nada,
no creas. Es que me da curiosidad", justificó.
A medida que pasaba el tiempo, Ramona
se volvía más violenta e ingobernable. La hermana ciega del abuelo había
muerto, y en la casa quedaban Ramona y Ceferino
detestándose a conciencia.
Las sesiones con el psiquiatra no
habían curado nada: Ramona no quería hablar sobre su infancia ni
sobre sus sueños ni sobre su futuro, y menos todavía escuchar interpretaciones ridículas
sobre su propia vida.
Para cuando Ramona había cumplido veinte
años, su abuelo no tenía el menor control sobre ella. Muchas veces, cuando él
intentaba darle órdenes, ella respondía a los golpes. El hombre, ya viejo y
gastado, no podía hacer nada para defenderse.
Ramona había empezado a trabajar
en un bar, como moza, aunque seguía conservando algunos clientes fijos para
llevar a la cama: así, conseguía dinero rápido y cocaína.
Pilar, en sus visitas cada vez más espaciadas, advertía el
descontrol de Ramona,
pero se enteraba de la mitad de las cosas. No podía hacer más que hablarle,
mientras Ramona
la escuchaba con una sonrisa sobradora que la asustaba. 'Yo sé
que vos estás sufriendo, por eso te quiero ayudar", le
decía Pilar, impotente. Todo era
inútil: Ramona
no quería ayuda. Lo único que quería era vengarse de Mario y sacarse de encima la culpa
por no haber defendido a su familia.
Una mañana apareció Pilar con gesto serio. Buscaba a Ramona
para darle la noticia de que Mario había salido en libertad. Se lo dijo de
golpe, sin preámbulos, asustada por la reacción que podría provocarle. Ramona
escuchó sin ninguna sorpresa e hizo la cuenta. "Seis
años preso, mirá qué bien", comentó.
Antes de irse, Pilar buscó al abuelo Ceferino y le pidió que controlara a su
nieta al menos por unos cuantos días.
Ceferino fue claro: "No puedo hacer
nada: ella tiene más fuerza que yo. Y además, si quiere matar a ese hijo de
puta, le doy la razón".
Pilar estaba segura de que el sentido común de Mario iba a impedir una tragedia: si
conservaba algo de cordura, el hombre no iría a vivir al mismo pueblo donde
podía encontrarse con la familia de sus víctimas. Ramona, en cambio, estaba segura
de lo contrario: lo primero que haría Mario sería instalarse en la casa donde vivía
antes, junto a sus hermanos. Fue lo que pasó.
Esa noche Ramona fue a trabajar al bar más
temprano que de costumbre. Los nervios no le permitían quedarse tranquila en la
casa. Antes de irse le preparó un plato de comida al abuelo. Ceferino, inquieto, le preguntó si no
pensaba hacer nada en relación a Mario. "Por lo menos
podrías ir a insultarlo", le sugirió, mientras masticaba su
comida con los pocos dientes que le quedaban. Ella no le contestó nada y salió.
Por supuesto, la liberación de Mario no
tomó por sorpresa a Ramona, que venía esperando ese momento desde
hacía tiempo. De hecho, unos meses antes había conseguido que un cliente le
vendiera un revólver usado, que ella guardaba en el cajón de su ropa interior.
Mientras iba caminando hacia el
bar, empezó a imaginarse a Mario en libertad. La idea de que el asesino de su
madre y su hermana anduviera suelto le resultaba imposible de tolerar. Advertía
también que, contrariamente a lo que todos le decían, el tiempo no la había
apaciguado: cada vez que recordaba el momento del crimen sentía la misma angustia
que cuando estaba debajo de la cama viéndolo todo. Y cada vez que pensaba en Mario
sentía el mismo impulso de venganza.
Durante casi dos meses Ramona
esperó que Mario
apareciera en el bar: lo creía tan perverso y audaz que estaba convencida de
que iría a provocarla. Pero esta vez se había equivocado. Cansada de esperar,
anunció en el trabajo que se tomaba unos días para cuidar al abuelo enfermo y
fue a buscar a Mario
a la casa de sus hermanos. Iría todas las veces que fuera necesario.
La casa estaba en una calle de
tierra paralela a las vías. A un lado había un almacén y al otro un baldío.
Como no quería ser vista, empezó a ir de noche para esperarlo.
La primera noche ella había
llegado cerca de las nueve y se había parado del otro lado de las vías, en un descampado.
Vio que un hombre mayor, que debía ser el hermano de Mario, entraba con dos cajas de
pizzas. Otro hombre, acaso un amigo, lo acompañaba. Más tarde salió la madre y
estuvo un buen rato afuera dándoles de comer a los gatos.
La segunda noche tampoco apareció
Mario.
Ramona,
inmóvil, esperó hasta pasada la medianoche y volvió a su casa. En la tercera
noche lo vio. Eran las diez y media cuando él llegó de pronto, caminando
rápido. Abrió la puerta y en un instante ya estaba adentro de su casa. Ramona
no atinó a nada. Tampoco lo había reconocido al primer vistazo: estaba más
viejo, más pelado, más gordo.
Ramona se sentó en el suelo,
temblando. Agarró el revólver y lo apretó tanto que se le acalambraron los
dedos. Cuando escuchó que unos perros peleaban cerca suyo, se levantó y miró la
hora: eran casi las once. Decidió volver a su casa. Lo que tenía que hacer lo
haría más tarde o más temprano.
Esa noche volvió a tener
pesadillas. A la mañana se despertó sobresaltada, recriminándose su falta de
reflejos.
Se quedó todo el día con su
abuelo Ceferino: quería preguntarle
todos los detalles sobre la vida de su madre. El abuelo le recordó lo que ella
ya sabía y agregó nuevos datos. Pasaron horas hablando hasta que Ramona
se vistió, anunció que iría a trabajar y salió a buscar a Mario. Pero esa vez no lo esperó del
otro lado de las vías sino agazapada en el baldío, entre unos yuyos resecos que
le pinchaban la cara.
A las diez de la noche lo vio
llegar. En ese momento ella salió y corrió hacia él, que estaba poniendo la
llave en la cerradura.
Cuando Mario escuchó a alguien que corría
tras él, se dio vuelta y vio a Ramona, apuntándole con el revólver. Mario
intentó abrir la puerta desesperadamente pero mientras estaba luchando con la
cerradura recibió el primer tiro en la espalda, a la altura de los riñones. La puerta
se abrió cuando Mario
estaba cayendo al piso. Recibió cuatro disparos más, el último en la cabeza.
Ramona, que acababa de cumplir
veintiún años, se entregó a la policía. Fue condenada a siete años de prisión.
Cuando Pilar, la visitadora social, fue a verla a la comisaría donde había
quedado detenida después del crimen, Ramona la abrazó llorando. "Me olvidé. Me olvidé de decirle que era yo. Él se debe
haber muerto sin saber que fui yo, y ahora ya no puedo hacer nada. Pero por lo
menos mi mamá y mi hermana sí deben saber".
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)