NILDA S.
En
el registro civil, mientras aceptaba a Fernando
como su marido, Nilda
S. tuvo un asomo de duda.
El
día anterior al casamiento, su novio le había comunicado dos cosas: se anulaba
la luna de miel, y ella debería olvidarse de sus planes para empezar a estudiar
odontología.
No
le dio grandes explicaciones. Apenas le dijo que no era el momento adecuado para
que él dejara de trabajar y saliera de la ciudad, y que tampoco convenía
inaugurar una vida en común con ella, la mujer, fuera del hogar.
Nilda estuvo por
quejarse y preguntar por qué razón 1e había ocultado sus intenciones hasta ese
momento. Pero no se animó. Fernando
tampoco parecía muy dispuesto a discutir sus decisiones: una vez verbalizado el
asunto, tomó el teléfono y se puso a hacer llamadas de trabajo.
Nilda había llegado
al matrimonio virgen e inocente. Creía que un marido, por fuerza, iba a ser un
compañero incondicional, mejor dotado que ella para las cosas prácticas, que la
aconsejaría, la querría y la ayudaría a pasar una vida feliz y sin sobresaltos.
Eso es lo que había entendido después de haber visto la armoniosa relación que
tenían sus padres, sus abuelos y sus parientes cercanos.
A
pesar de la sorpresa por la frustrada luna de miel y la odontología trunca, Nilda
pasó sus primeros años de casada sin demasiadas complicaciones. Su vida,
después de todo, no era tan diferente de lo que estaba acostumbrada a ver: tal
como su madre, ella limpiaba la casa, atendía a Fernando, soportaba su malhumor esporádico y criaba a sus hijos.
Advertía, sin embargo, que habían pasado más de treinta años entre la boda de
sus padres y la suya propia, pero que en los hechos prácticos, ella estaba
actuando como la vieja generación. Muchas de sus compañeras de colegio, en
cambio, habían seguido estudiando, o trabajaban fuera de la casa. Insegura, Nilda
no podía decidir si su modo de vida constituía una ventaja comparativa con
respecto a sus ex amigas, o un claro retroceso.
Por
otro lado, había en su matrimonio episodios inquietantes: Fernando, su marido, tenía por costumbre burlarse de ella y, por
regla general, minimizar sus opiniones y proyectos. Más todavía: se había
habituado a levantarle la voz ya imponer sus puntos de vista sin siquiera
escuchar sus opiniones.
Nilda venía de un
tipo de familia cuyas mujeres se consideraban prácticas e inteligentes por el
solo hecho de soportar a sus maridos y fingir que nada de le importaba. Su
madre solía darle consejos al respeto: "No le
hagas caso a Fernando. Hacé como yo hacía con tu padre: le decís que sí, y
después hacés lo que tengas ganas".
Ese
modo operativo era frustrante y mentiroso: Nilda soportaba las recriminaciones y órdenes
de su marido, pero cuando se disponía a hacer su voluntad se daba cuenta de que
no tenía margen de acción: siempre le faltaba tiempo o dinero para todo, y si
lograba zafar en ese sentido, se topaba con la vigilancia directa o indirecta
del esposo que, de una forma o de otra, se aseguraba de que todo estuviera bajo
su control.
El
empleo de Fernando era hermético y
confuso. Compraba y vendía autos, pero no trabajaba para una agencia ni para
una empresa. Cambiaba de compañeros a cada rato, viajaba por el interior del
país en busca de vehículos usados, tenía citas ocultas con policías retirados y
recibía llamados a cualquier hora del día o de la noche. Nilda lo conoció así, de modo
que se había acostumbrado a su actividad y le parecía perfectamente normal.
Con
el tiempo, las cosas empeoraron. Por un lado, Fernando era más egoísta y arbitrario, y por otro Nilda
había empezado a exigirle a su marido más ayuda, más diálogo y más comprensión.
Cuando
cumplieron diez años de casados, Nilda organizó una gran fiesta familiar. No
estaba dispuesta a reconocer que su matrimonio naufragaba y que haber elegido a
Fernando como marido había sido, muy
probablemente, un error.
La
fiesta fue normal, pero cuando todos se fueron Fernando se tiró en la cama y le dijo a Nilda, riéndose, que las
reuniones por los aniversarios eran una hipocresía. Y así nomás le contó que
tenía una amante.
Esa
noche, Nilda
lloró, pidió el divorcio y se fue a dormir al cuarto de sus hijos.
Durante
más de una semana Nilda le rogó al marido que se fuera de la
casa. Al fin, Fernando se cansó de
escucharla. Le dio una trompada que la tumbó y consideró terminada la historia.
"Ni me voy yo ni te vas vos. No me rompas
más las pelotas! Todavía que uno quiere ser sincero! "
Nilda se sentía acorralada
y humillada. Pensó en irse de la casa con sus hijos pero no tenía adonde ir. Sus
padres, al jubilarse, se habían mudado aun departamento minúsculo en el que
apenas entraban ellos mismos. Ella, que no había estudiado, tampoco tenía la menor
experiencia laboral: no se le ocurría la manera de ganar el dinero suficiente
como para que vivieran los tres. Además, Silvia,
su hija mayor, que acababa de cumplir nueve años, adoraba a su padre y sufría
cada vez que él desaparecía en uno de sus constantes viajes al interior del
país. Se imaginó anunciándole una separación y no se sintió capaz de enfrentar
la escena.
Poco
a poco se fue calmando, y con la calma vino la aceptación de su realidad: Fernando era el marido que el destino
le había impuesto, y ella debería adaptarse. Pensó también que Luis, el otro hijo, apenas tenía cuatro
años y no era justo ofrecerle una infancia sin hogar y sin padre.
La
década siguiente reforzó el estado de las cosas. Fernando se había vuelto más agresivo y despótico, y Nilda
más apocada y obediente. Justamente, la obediencia miedosa de Nilda
alimentaba la crueldad del marido.
Para
sentirse menos sola, Nilda había empezado a frecuentar a Juana, una vecina que se había
convertido en su única amiga y confidente. A ella le contaba que Fernando la engañaba, que desaparecía
de su casa durante días sin dar ningún tipo de aviso, y que la hacía sentirse
un despojo.
No
era una exageración para impresionar a la vecina sino pura realidad: todo lo
que hacía Nilda
merecía la crítica del marido, desde la cocción del pescado hasta la limpieza
de los vidrios. Nilda
se defendía como podía y entonces Fernando
la cortaba en seco. "Hacé de cuenta
que sos mi sirvienta y se acabó. Así nos vamos a entender."
Fernando, además,
marcaba su poder a través del dinero. Le dejaba a la esposa lo mínimo necesario
y la criticaba duramente cada vez que ella tenía que volver a pedirle. Le hacía
guardar los tickets de las compras y después, calculadora en mano, sacaba las
cuentas.
Como
Nilda
frecuentaba un almacén donde le entregaban unas facturas provisorias hechas en
birome, solía hacer otras ella misma, por un importe mayor, para quedarse con
la diferencia. " ¿Te das cuenta?
- le decía, indignada, a su vecina - Cada vez que
hago una factura trucha me siento una imbécil y una cobarde. Al final, me quedo
con los vueltos, como los chicos."
Esos
vueltos le servían para comprar cigarrillos y bebidas alcohólicas, "para
levantar el ánimo".
Nilda, sin darse
cuenta, estaba desarrollando una importante adicción a la bebida. No se
emborrachaba de manera calamitosa pero tampoco podía pasar un día entero sin
tomar alcohol. Juana, su vecina,
había intentado varias veces llevarla a Alcohólicos
Anónimos, pero Nilda prefería el aturdimiento del alcohol a
la amargura de su vida.
Sus
hijos, ocupados en sus cosas, ni siquiera advertían la situación.
Fernando, que se jactaba
de saber cada detalle de lo que sucedía en su casa, había encontrado algunas
veces a su esposa fumando o tomando un vaso de vino. Le prohibió una cosa y la
otra. Para estar seguro de que su orden fuese cumplida, solía oler a Nilda
con desprecio. Cuando advertía que su orden había sido desobedecida, la
castigaba reduciéndole todavía más el dinero para las compras.
Para
cuando Silvia había cumplido
veintiún años, Nilda
ya se había convencido de que la única solución para volver a llevar una vida
digna era divorciarse de su marido, costara lo que costara. Lo comentó con su
hija, quien relativizó las razones de su madre. "Hablás
así porque estás enojada. Pero ya se te va a pasar. Vos viste cómo es papi.
"
Luis, en cambio, sí estaba de acuerdo
con el divorcio. Advertía claramente que su padre maltrataba a su madre, y le
parecía una injusticia que ella tuviera que soportar una vida tan desdichada.
Pero
no importaba lo que pensaran los hijos, ni lo que ella misma quisiera hacer: el
hecho es que Fernando no tenía la
menor intención de separarse. Ya se había negado durante la primera de las
crisis, cuando él le dijo a su esposa que tenía otra mujer.
Ahora
era peor: estaba decidido a apelar a cualquier recurso para impedir el
divorcio. Para él, no tenía sentido modificar su presente: había acomodado su
vida de tal manera que tener una esposa no le incomodaba en lo más mínimo. Él
se las arreglaba para tener amantes, viajar y divertirse. Su esposa le era útil
para los quehaceres domésticos y cuidar a sus hijos. El sometimiento de Nilda
había llegado a un extremo tan pronunciado que la había vuelto casi invisible.
A
veces Fernando la miraba y sonreía.
" ¿Te das cuenta qué bueno? ¡A veces ni siquiera me molestas! "
Nilda revivía cuando
su marido estaba de viaje. Fernando
había llegado a desaparecer varias semanas enteras sin dar señales de vida,
excepto alguna llamada a la oficina donde trabajaba la hija.
Eran
temporadas casi felices. Nilda fumaba a su antojo, miraba por
televisión los programas que quería, iba a lo de su amiga a cualquier hora y se
quedaba tardes enteras en la cama, leyendo revistas con un vaso de whisky a
mano.
Una
noche su marido apareció de golpe, sin aviso, a las cuatro de la mañana. Fue el
regreso que marcaría la desgracia de los dos.
Sin
siquiera saludar, Fernando prendió
la luz, sacó unos papeles de un cajón y se puso a hacer cuentas. Nilda,
desilusionada y furiosa por la súbita aparición del esposo, le pidió que
apagara la luz y fuera a trabajar al living. Fernando se acercó a la cama, la destapó y la miró un buen rato,
mientras Nilda
se iba encogiendo sobre sí misma, asustada por lo que podía venir. "Ay, Nilda, Nilda... Esa luz que tanto te jode la pago yo. Porque la
señora nunca en su puta vida fue capaz de ganar un centavo partido al medio."
Nilda,
muda, escuchaba. Su marido volvió a cubrirla con la sábana. "Pero tenés razón. Mejor que apague para no tener que
verte en camisón, vieja y arruinada como estás."
A la
mañana siguiente Nilda preparó el desayuno para los cuatro y entonces se
enteró de que su marido iba a pasar un buen tiempo en la casa: los viajes, por
primera vez en más de veinte años, se suspendían por una temporada. Supo que
algo iba a pasar.
Luis, decepcionado como su madre, se
levantó de la mesa y dijo que tenía que ir al colegio.
Fernando, de buen humor,
se ofreció a llevar a Silvia a su
trabajo. Antes de salir se acercó a Nilda, para dar sus instrucciones. "Para esta noche, milanesas con fritas."
Nilda lavó las cosas
del desayuno y fue a la casa de su amiga Juana. No podía ni imaginar su vida
sin el descanso de los viajes de Fernando.
Juana le preparó café, le sugirió un
psicólogo, un abogado y un amante, y la consoló como pudo.
A
las seis de la tarde Nilda dejó a su amiga y fue a comprar la carne
para las milanesas. Cuando llegó a su casa
escuchó una música de bailanta que no era habitual. Pensó que su hijo había
vuelto antes y estaba con algunos amigos. Sin preocuparse demasiado se puso a cocinar.
De pronto oyó que se abría la puerta del pasillo. Entonces Vio a Fernando, en pantalones cortos y. ojotas.
Unos segundos después apareció una mujer alta, teñida de rubio, que se paro atrás
de Fernando, agarrándolo de la
cintura.
Nilda la miraba con perplejidad. Fernando empezó a reírse a carcajadas e
hizo la presentación, señalando a una ya la otra. "Sandra,
la madre de mis hijos. Nilda, Sandra."
La mujer, que llevaba
unos jeans agujereadoS en sitios estratégicos y una remera sin corpiño, le
sonrió, divertida. "¿No tenés café?"
Nilda dejó las milanesas y fue al
dormitorio. Encontró la cama revuelta y manchas de maquillaje en una almohada.
Se quedó un rato ahí parada, inmóvil, hasta que sacó las sábanas y fue a la
cocina.
La rubia ya no
estaba. Fernando comía un sándwich
con voracidad. La miró, provocador. " ¿Qué
tal? ¿No está buena
Sandrita?"
Nilda tiró las sábanas al piso,
temblando de rabia. Miró hacia los dormitorios de los hijos y le preguntó a su
esposo si no le daba vergüenza llevar a una puta a la casa con los hijos de
testigos. Fernando descartó la pregunta
con un gesto impaciente. " ¿No ves que no
están? ¿No ves que sos una
forra?" .
Nilda pensó, por primera vez, que la
única solución era matar a su marido. Mientras tanto, él seguía provocándola.
"¿De qué te asombrás, vos...?
¿De que traiga a una mina a casa? ¿Vos no viste lo buena que está? ¿Y no te viste en el espejo, vos? ¿Ahora entendés por qué la traje?"
Nilda estaba por llorar. "No me importa que tengas amantes. No me interesa. Pero no
me las traigas a casa."
Fernando la escuchó con una sonrisa
sobradora. "¿No? La
próxima ya te vas a acostumbrar."
Nilda levantó las sábanas del piso y
fue a llevarlas al lavadero. Antes se dio vuelta y le avisó, con el tono sumiso
que ya se le había hecho carne: "La próxima te
mato". Era cierto.
Después de la visita
de Sandra, Fernando pasaba en su casa más tiempo que nunca. Arreglaba sus
asuntos por teléfono y se quedaba en la cama hasta después del mediodía.
Entonces se vestía con mucho cuidado y salía, pero estaba de vuelta para la
hora de la cena. Llegaba de la calle sonriente y con la ropa impregnada con
perfume de mujer.
Nilda no les había contado a los hijos
el episodio de Sandra, pero era
obvio para todo el mundo que Fernando
estaba en pleno romance con otra mujer.
Silvia hacía lo posible por no
enterarse: trabajaba horas extras y se había anotado en cursos de alemán y de
italiano. Luis, en cambio, sufría
por el padecimiento de su madre.
En cuanto Fernando salía de la casa, Nilda corría a visitar a Juana. Se tiraba en un sillón, se
servía vino y respiraba con alivio. "Te juro que en
casa hasta me falta el aire. Empecé a tener problemas de asma, como cuando era
chica. Lo raro es que acá nunca me agarra."
Juana no sabía qué hacer. Era evidente
que el episodio de Sandra había
desestabilizado a su amiga más que ninguna otra cosa. "No te entiendo", repetía Juana. "Con
todo lo que te hizo ese tipo, lo de la puta es lo de menos."
Pero Nilda se había convencido de que ése
era el límite: si lo cruzaba, estaría enterrando la poca dignidad que le
quedaba. Si permitía que su marido volviera a llevar a una mujer a su casa, a
su cama, ella -automáticamente- se convertiría en una basura.
Una mañana Fernando se vistió muy temprano y salió
sin decir a qué hora volvía. "Prepará unas albóndigas
con puré, por si llego a volver para el almuerzo. Bien fritas y con ajo."
Nilda, que odiaba las frituras, estaba
condenada a vivir friendo todo tipo de comidas: Fernando, desde hacía unos meses, le exigía un menú de comidas aceitosas
y calóricas. Explicaba sus antojos con una carcajada recia. "Hay cosas que me dan hambre... y cuando tengo hambre
quiero cosas fritas."
Ni bien se fue, Nilda sacó una botella de ginebra que
tenía escondida en un armario, tomó un vaso lleno y después otros dos.
Enseguida se puso un abrigo y salió para lo de Juana.
Cuando Juana la vio medio borracha a las nueve
de la mañana, le dijo que le daba a elegir: "O
hacés un tratamiento para dejar el alcohol, o no venís más a casa".
Nilda no aguantó más. Miró de frente a
Juana y le dio un empujón. "¿No querés ser más mi amiga? ¿Te da vergüenza tener una amiga borracha? No me veas más! No me interesa!".
Juana nunca la había visto tan furiosa
ni la había escuchado hablar con tanta energía. Pero Nilda no podía parar. "¿No te das cuenta de cómo vivo yo? ¿Te das una idea? ¿Sabés
lo que es tener a alguien que te diga todo el tiempo que no servís, que sos una
gorda inmunda, que sos una basura? Con
una vez que alguien te lo diga ya le querés dar una trompada. Imagínate que te
lo digan durante veinticinco años, todos los días. Imagínate, pensá."
Juana, muy impresionada, se sentó en
un sillón, muda. Nilda,
respirando hondo, se sirvió un vaso de whisky hasta el borde y se lo tomó de un
trago.
Nilda no llegó a su casa borracha
porque Juana la hizo duchar con agua
fría y la obligó a comer un par de sándwiches.
Volvió medio
aturdida, con las manos heladas y dolor de estómago. No escuchó ningún ruido y
tuvo la esperanza de que no hubiera nadie en la casa para darse otro baño y
terminar de despejarse. Abrió la heladera para servirse un vaso de agua fría
cuando escuchó voces en el pasillo. Enseguida apareció Fernando, con un jogging y una remera. Atrás estaba Sandra, vestida pero secándose el pelo
con una toalla.
Nilda los miró y cerró la heladera,
muy despacio. Sandra captó la mirada
de Nilda y anunció que se estaba yendo. Fernando le sacó la toalla de las manos
y comenzó él mismo a secarle el pelo. " ¿Te
vas a ir con el pelo mojado? Por
lo menos tomate un cafecito caliente." Fernando miró a su mujer como quien miraría al mozo de un bar.
"¿Café habrá?" Fernando festejó su propio chiste con
una risa franca mientras Sandra se
tapaba la boca para contener una risita infantil.
Nilda se quedó en su lugar, sin hacer
un solo movimiento.
Sandra, incómoda, fue a buscar su bolso
y salió. Fernando dijo que iba a
acompañar a su amiga a la parada del colectivo y que volvía para comer.
Cuando cerraron la
puerta, Nilda
se encontró sola, aturdida, pensando que tendría que matar a su marido pero que
no sabía cómo. Mientras tanto, acomodó la freidora en el fuego y empezó a hacer
las albóndigas.
Puso la carne picada
en una fuente, colocó un par de huevos crudos, perejil, pan rallado. Mezcló
todo y empezó a apelmazar la carne picada con fuerza, con la mente en blanco,
viendo como la carne se colaba entre sus dedos. Cuando terminó de armar todas
las albóndigas, se acordó de que no había puesto el ajo. Picó unos cuantos
dientes, desarmó las albóndigas, agregó el ajo y volvió a armarlas. Una por una
empezó a echarlas en la freidora.
Cuando llegó su
marido, olfateó el aire, indignado. "¿Para qué mierda
te puse el extractor si al final no lo usás?"
Almorzaron a las tres
y media de la tarde. Fernando se
servía una y otra vez y criticaba la consistencia del puré. "Hay que ser inútil para que el puré te salga como un
engrudo." Nilda
se sirvió una única albóndiga, la desmenuzó con el tenedor y la dejó en el
plato. Se levantó, sacó la botella de ginebra y se sirvió. Volvió a su lugar y
tomó toda la ginebra de a sorbitos. Fernando
le sacó el vaso y lo olió. "No ves que sos
una borracha." Sonriendo, volcó la ginebra sobre el puré.
"Y no te parto la cara porque estoy contento."
Nilda, sin decir nada, con el tenedor
en la mano, seguía jugando con su albóndiga deshecha.
Cuando Fernando terminó de comer, se levantó
de la mesa y le dijo que iría a dormir la siesta. "No me
molestes hasta las siete, mínimo."
Nilda siguió en su lugar, pensando.
Un rato más tarde, Nilda se levantó de la mesa. Desde la
cocina se escuchaba el televisor transmitiendo un partido de fútbol. Miró a su
alrededor. Juntó los platos sucios y las fuentes, los llevó a la pileta y los
lavó. Cuando estuvo todo limpio, sacó el cuchillo más grande que tenía y evaluó
el filo. Pensó que no tendría el coraje como para clavárselo a Fernando. Volvió a dejarlo en su lugar.
Entonces vio la
freidora. Le agregó otro litro de aceite de maíz, prendió la hornalla y fue al
dormitorio. Su marido estaba dormido con el control remoto al lado de su mano
derecha. Lo miró: se había sacado toda la ropa y se había cubierto con una
manta.
Nilda volvió a la cocina y esperó a
que el aceite estuviera hirviendo. Apagó el fuego, tomó la freidora con unos
repasadores para no quemarse y volvió al dormitorio.
Fernando, relajado, había empezado a
roncar. Nilda
dejó la freidora en el suela y destapó a su marido con cuidado para no
despertarlo. Fernando ni se movió. Nilda volvió a agarrar la freidora, la
levantó con cuidado y le tiró el aceite todavía burbujeante por todo el
cuerpo.
Fernando fue internado con quemaduras
gravísimas. Murió dos meses después.
Nilda S. estuvo detenida en una
comisaría durante diez días. Los peritos forenses recomendaron su internación
en un instituto neuropsiquiátrico. Fue trasladada de inmediato.
Nilda aseguraba que esa internación
era un error. "No estoy loca. Mi única locura fue esperar
tantos años. Pero no me arrepiento. Hice lo que tenía que hacer. Lo maté así
porque yo quería que sufra, que tenga una muerte fea. Quería vengarme por todo
lo que me hizo. Lo peor es que yo me conozco: si no lo mataba, me iba a quedar
con él, porque yo lo quería, me parece."
Nilda murió de un ataque al corazón en
el instituto donde estaba recluida. Quince días antes le habían avisado que su
esposo había muerto.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)