A los veinticinco años,
Paula
D. ya había vivido en doce casas distintas, había tenido cinco
concubinos y había cambiado siete veces de trabajo. Lo sabía bien porque
llevaba la cuenta con mucho cuidado en un cuaderno de tapas verdes.
Toda la información estaba clasificada en dos períodos, que
ella había delimitado con una gran línea recta: antes y después de los
diecisiete años, que fue la edad en que dejó la casa familiar y se fue a vivir
con una amiga a Buenos Aires.
Antes de los diecisiete figuraban seis mudanzas, tres novios
fijos y ningún concubino. Después de los diecisiete, el resto.
Hasta los diecisiete años, Paula había vivido con sus padres y sus dos
hermanos menores. La madre daba clases de danzas folclóricas y el padre se
dedicaba a la construcción de caminos y puentes. Ese trabajo lo obligaba a
trasladarse por el país, llevando a su familia a cuestas.
La madre y los dos hermanos reclamaban estabilidad. Le
pedían al padre que consiguiera un nuevo trabajo y que por fin se instalaran
definitivamente en algún lado. Paula,
en cambio, adoraba a su padre y estaba dispuesta a seguirlo adonde fuera.
Además, tenía un espíritu más libre y menos apegado a las cosas ya la gente.
Cuando le llegaba el momento de levantar campamento, ella armaba su bolso, se despedía
de sus amigos y de algún novio, si es que lo tenía, y corría a ver a su padre
para que le contara en detalle cuál sería el próximo destino.
Esa incondicionalidad con el padre, sin embargo, no era
recíproca. Él estaba más interesado en su trabajo que en cualquier otra cosa, y
además evaluaba a su hija con una mirada crítica y rígida: le parecía que sus
horarios eran demasiado flexibles y sus calificaciones escolares mediocres.
Así, la relación entre ellos se fue deteriorando y, cuando Paula terminó el colegio
secundario, pidió permiso para instalarse en Buenos Aires con una amiga. Tenía
pensado estudiar odontología, y la permanente vida de mudanzas no se lo
permitiría.
La madre fue la que estuvo de acuerdo antes que nadie. Ya
sabía que en los próximos meses vendría un nuevo traslado, esta vez a una zona
de frontera, y le inquietaba imaginar a su hija vagando por esos lugares
remotos. "Va a estar mejor en la Capital",
le dijo a su marido.
Un mes después. Paula
y su amiga estaban comprando los muebles para el minúsculo departamento
porteño.
Los estudios de odontología resultaron un fracaso. A Paula el ritmo universitario
le parecía agobiante. El plan de estudios, además, no le despertaba mayor
interés. Enseguida se dio cuenta de que jamás podría ejercer una profesión que,
por otro lado, había elegido sin pensar demasiado.
Empezó por dejar de cursar las materias que más le
disgustaban y al fin abandonó la carrera por completo. Se dedicó entonces a
caminar por la ciudad, ir al cine y recorrer bares. En sus excursiones
callejeras usaba el dinero que sus padres le mandaban para costear los
estudios. A veces les reclamaba remesas mayores con la excusa de que los
materiales que le exigían sus profesores eran más caros de lo que ellos creían.
Una noche, mientras recorría bares de la zona sur, conoció a
un empleado municipal que la invitó a comer ya dormir en su nueva casa de
divorciado. Un mes después estaban viviendo juntos.
La relación entre Paula
y su pareja no fue fácil. Durante los dos primeros meses se entendían pero
después la convivencia se hizo intolerable. Un día, en medio de una pelea
salvaje en la que hubo golpes y amenazas, ella echó a empujones de la casa.
Paula
volvió un par de semanas con su antigua compañera, pero enseguida consiguió un
nuevo departamento. Sus padres ignoraban que ella ya no iba a la facultad, por
lo que seguían enviándole la mensualidad. Aparte, había conseguido un empleo
como moza en un bar. Allí conoció a quien sería su segundo concubino. Esa nueva
relación tampoco funcionó, como no funcionaron las que le siguieron.
Por supuesto, sus padres no tardaron en saber que su hija ya
no estudiaba ni vivía con su amiga. La llamaron para exigirle que volviera con
ellos, pero Paula ni
siquiera se molestó en contestar. Sus padres insistieron un par de veces y al
fin dieron el caso por perdido: habían tenido una hija mentirosa y amoral, y
eso ya no tenía solución.
Paula
estaba viviendo con su quinto concubino cuando conoció a Yesi. Era una cordobesa
simpática que solía ir a desayunar al bar donde trabajaba Paula. Llegaba casi al mediodía, medio dormida y
con el pelo revuelto, y pedía dos cafés con leche con cuatro medialunas.
Se había mudado hacía poco a un departamento que quedaba a
la vuelta del bar y trabajaba como bailarina en un local nocturno. Cada mañana Paula y Yesi hablaban un buen rato,
mientras la cordobesa devoraba su desayuno y Paula iba de mesa en mesa sirviendo cafés.
Al poco tiempo se hicieron amigas. Paula fue a conocer el departamento de la otra y
los domingos se encontraban para ir a algún shopping a comprar ropa.
Esa amistad coincidió con el final de la relación de Paula con su novio.
Yesi la invitó a vivir con ella y compartir
gastos. Le propuso también que se postulara como bailarina en el mismo lugar en
el que trabajaba ella: ganaría el doble de lo que estaba cobrando en el bar y
tendría todo el día libre.
Como Paula
dudaba, Yesi
la invitó a ver un show. Una noche fueron juntas al local, y Paula entró con su amiga al
camarín. "Cola-less, tetas al aire, mucho maquillaje y frotarse contra el
caño", resumió Yesi, con una carcajada.
Paula
se entusiasmó: no solamente le gustaba ganar más dinero, sino que la idea de
subir al escenario le resultaba deslumbrante. El local era céntrico y, dentro
de su decadencia natural, era mejor que la mayoría de los clubes nocturnos de
la ciudad.
Después de una semana de ensayos y prácticas intensas en el
departamento que ya compartían, Paula
se presentó a una prueba de baile. La amiga le prestó una bombacha dorada
minúscula, y Paula
mostró lo que había aprendido. La aceptaron.
El trabajo de Paula,
como el de su amiga, consistía en bailar
semidesnuda en el escenario mientras los clientes, hombres en su totalidad,
charlaban entre ellos y tomaban alcohol con otras mujeres -también empleadas
del lugar- que circulaban entre las mesas ofreciendo bebidas y citas íntimas.
Las bailarinas no participaban directamente de la oferta
sexual, aunque si algún cliente las elegía, podía hacerles alguna propuesta. Yesi había
recibido varias, y solía aceptarlas casi siempre "para
ir ahorrando unos manguitos ".
Aunque más selectiva, Paula
también había terminado en la cama con algunos clientes. Sin embargo, le dejaba
en claro a su compañera que las salidas sexuales no serían lo habitual para
ella: en primer lugar, los hombres tenían que ser medianamente presentables. Y
no se iría con ellos a ningún lado a menos que su economía estuviera seriamente
afectada.
Dos meses después de estar trabajando como bailarina, Paula conoció a Alfredo.
Era un día de poca actividad, y una vez que terminó su show
fue a cambiarse para ir a dormir. Uno de los encargados de la seguridad llegó a
su camarín con un mensaje: en el local había un hombre que quería conocerla. Paula hizo un gesto de
impaciencia y contestó que estaba apurada, pero el empleado fue tajante: el
cliente era amigo del dueño del lugar.
En cuanto quedaron las dos solas, Yesi la convenció. "Si es el tipo que se pasó todo el show mirándote las
tetas, entonces andá: parece de guita y está bueno." Le
explicó, además, los beneficios evidentes de intimar con un amigo del jefe.
Paula
fue a la mesa que le marcó su compañero de trabajo. Alfredo se puso de pie para recibirla y la invitó a
sentarse. "La verdad, lo que hacés es un arte. No es
fácil pararse en un escenario frente a tanta gente, y hacerlo tan bien como
vos..." Paula
lo miró, tratando de advertir algún tono de burla. No encontró nada de eso.
Charlaron un buen rato hasta que Paula le dijo que se iba. Sin hacerle ninguna
propuesta en particular, Alfredo
la despidió, como si su único interés hubiera sido demostrarle su admiración. Paula volvió a su camarín y
encontró a Yesi
con otras dos compañeras. Cuando le preguntaron por qué se había negado a ir
con él, Paula
admitió, con asombro, que el cliente no la había invitado a ningún lado.
Al día siguiente, antes de salir a bailar, Paula encontró un enorme ramo
de rosas en el camarín. Cuando estuvo en el escenario, buscó entre la gente a Alfredo, para agradecerle con la
mirada. No lo encontró.
Después de la función, cuando estaba con Yesi
esperando un taxi para volver al departamento, apareció Alfredo en el auto y le abrió la puerta. Paula subió.
El departamento de Alfredo
era amplio, recargado y ostentoso. Tenía unos grandes ventanales con cortinas pesadas,
mesas de cristal con adornos orientales, sillas antiguas, sillones de
terciopelo borra vino y paredes
cubiertas con telas rayadas. Paula,
que pertenecía a una clase media sin lujos, miraba todo con fascinación y
curiosidad.
Alfredo,
dueño de la situación, se acercó a un mueble donde había una colección nutrida
de bebidas alcohólicas. "Te voy a servir
un licor de peras. Éste lo compré en París, y es uno de los mejores."
Los dos se sentaron en uno de los sillones y Alfredo apoyándole una mano en la rodilla, le contó
que era militar retirado y que desde hacía unos años era el dueño de una
agencia de seguridad. Cuando terminaron el licor de peras y la conversación se
extinguió, Alfredo se
acercó a Paula y
empezó a besarla. A esa altura, ella estaba convencida de que él era el mejor
hombre de todos lo que le habían tocado en suerte. Los dos siguieron besándose
en el sillón durante un buen rato hasta que Alfredo la llevó de la mano hasta su cama. El
dormitorio también era llamativo: placards con puertas espejadas y una cama
inmensa llena de almohadones. Él la empujó sobre la cama sin deshacer, y ahí
siguieron besándose y tocándose. Cuando ella le quiso desabrochar el pantalón,
ella frenó. "No, ahora no. Esperemos a mañana, que va a
ser mejor." La estrategia dilatoria de Alfredo dio resultado: después de ese golpe de
efecto, ella estaba absolutamente entregada.
Siguieron un buen rato en la cama hasta que él se levantó y
le dijo que lo mejor sería que se vieran al día siguiente. Ella invitaría a
comer y después volverían a la casa.
Al otro día Paula
llamó a su trabajo para comunicar que esa noche no podía bailar debido a una
gripe repentina, y se dedicó a elegir la ropa que se pondría para encontrarse
con Alfredo.
Después de mucho probarse todo lo que encontró en su ropero, eligió un vestido
que le prestó Yesi, ajustado, rojo y con botones de metal.
Yesi miraba a su amiga con pena. "Para qué te entusiasmas tanto si es casado."
Paula le
contestó con fastidio que dentro de muy poco Alfredo se iba a separar. "Él me
lo dijo, y no tiene por qué inventarme nada, si recién me conoce.
"
Yesi se dio cuenta de que su amiga aún no
había comprendido la mecánica de las relaciones rápidas entre hombres y
mujeres. Podía haber tenido muchos novios y amantes, pero todo eso no se podía
comparar con sus tres años como bailarina de caño. La miró con cierta piedad:
era evidente que Paula
desconocía por completo el razonamiento de los hombres se movían en los
círculos de la noche y del sexo. Trató de explicarle algo pero se dio cuenta de
que sería inútil. Su amiga no creería nada de lo que ella le dijera y, en el
caso de creerle, supondría que lo suyo sería diferente.
Así, se guardó sus opiniones y le dijo lo que ella quería
escuchar: que el vestido le quedaba espléndido y que cualquier hombre moriría
por estar con ella.
Alfredo
le abrió la puerta de su departamento y la abrazó. La hizo pasar mientras,
crítico, la miraba de arriba abajo. Paula
se sintió avergonzada. De pronto ese vestido rojo le parecía barato e
inapropiado en el marco del departamento lujoso de su nuevo amigo.
Para corroborar sus dudas, Alfredo le cambió los planes. Anuló la salida y
anunció que llamaría a un restaurante para pedir comida. Paula se sintió herida ¿No
íbamos a salir? ¿Te da vergüenza
que te vean conmigo?"
Alfredo
eludió sus preguntas con crueldad calculada, y le dijo que lo más adecuado
sería quedarse en la casa.
Volvieron asentarse en el sillón, mientras Alfredo seguía en la misma línea
de conducta, destinada a perforar su confianza: lo hacía con todas las mujeres,
y era la única forma que había encontrado para dominarlas en forma rápida y
eficaz.
Sin ningún disimulo, Alfredo
le miró los zapatos. Paula,
a su vez, también los miró: jamás le había dado ninguna importancia al calzado
pero ahora, contrastando con la alfombra mullida color acero, le parecieron
gastados y deslucidos. Paula
corrió los pies hacia atrás, para sacarlos del ángulo de visión de su amigo.
Nunca se había sentido tan pobre y tan fuera de lugar.
Cuando terminaron de comer, Alfredo le dijo que era hora de que fueran a la
cama. "Ya esperamos bastante. Ahora desvestiste,
que quiero ver cómo sos."
Una hora después, cuando habían terminado, Alfredo le dijo que ya era
medianoche, y que tenía que volver a su casa. Le explicó que ese departamento
lo acababa de comprar para cuando terminara de separarse de su esposa, con
quien, sin embargo, todavía convivía. "Está
muy deprimida, con psiquiatras. En cuanto esté mejor ya me instalo acá."
Alfredo se
levantó para vestirse y, de paso, abrió un placards. De los estantes de arriba
sacó una caja y la llevó a la cama. La abrió y sacó un revólver, con el que le
apuntó. Paula se
quedó paralizada, pero enseguida Alfredo
se rió, divertido. "Tomá, agarrala.
Es un modelo nuevo." Paula
se negó: siempre les había tenido miedo a las armas y no tenía intención de
jugar con ellas. Alfredo
se la puso entre las manos. Era más pesada de lo que parecía. "Yo aprendí a usarlas en el ejército. Y vos también tenés
que saber usarlas. Es importante en esta época. “Paula la retuvo unos segundos
y se la devolvió. Alfredo
le señaló varias cajas apiladas en un estante: "Ahí
tengo más. Colecciono".
Paula
y Alfredo
empezaron a verse cada vez con más asiduidad. Ella sabía que la estabilidad de
su relación se basaba en su propia obediencia y en su silencio: había: temas
que de ninguna manera podía plantear, y había reclamos que jamás podría hacer.
La primera vez que Alfredo
la invitó a dormir en el departamento, Paula
cometió el error de preguntar si ya se había separado. Él la miró con autoridad
y le dijo que nunca más volviera a hacer esas preguntas. "Me faltas el respeto. No me vuelvas a hablar así nunca
más."
El tono autoritario de Alfredo
hizo que Paula se
sintiera culpable y estúpida, sensaciones a las que él podía transportarla con
extrema facilidad. Así, poco a poco, ella se iba sintiendo menos segura de sí
misma y más dependiente de las opiniones de su amante.
Tres meses después de estar juntos, Alfredo le dio un juego de llaves del departamento.
Estaban en la cocina tomando un jugo cuando él sacó de un cajón un llavero con
dos llaves y se las entregó, haciéndole notar el extraordinario acto de
confianza que significaba ese gesto. También le dijo que fuera pensando en
abandonar su trabajo como bailarina. "Si querés seguir
un mes más o dos, puede ser. Pero después renuncias." Paula se acercó a Alfredo, lo abrazó, y le dijo que
iba a hacer todo lo que él le pidiera.
Esa tarde Paula
volvió a su propio departamento y le extendió las llaves nuevas a Yesi, como
un trofeo. "Mirá la que tengo... Me las dio
Alfredo!"
Yesi
le preguntó si él ya se había mudado definitivamente a la casa. Paula le contestó que no, que
todavía pasaba muchas noches con su mujer, pero que todo era cuestión de Tiempo.
La entrega de las llaves no significó para Paula otra cosa que amargura
y decepción.
Alfredo
la llamaba los lunes después de la clásica e inevitable ausencia de los fines
de semana. Le recordaba su amor y la citaba en la casa temprano, "para estar mucho tiempo juntos". Paula, que no trabajaba de
lunes a miércoles, pasaba horas peinándose, depilándose y preparándose para el
encuentro. Cuando al fin llegaba al departamento, se sentaba en la cama,
completamente vestida y maquillada, a esperar a Alfredo.
Cuando habían pasado dos horas o más, llamaba por teléfono a
la oficina, donde solía haber gente hasta la madrugada. Por lo general era
inútil: los empleados contestaban siempre que Alfredo estaba en una reunión fuera de la empresa.
Si las cosas marchaban bien para Paula, Alfredo
aparecía cerca de la medianoche. Ella sabía que hacer reclamos no sólo era
inútil sino peligroso: una mínima discusión podía terminar en gritos, empujones
y golpes. Después de la violencia, él se vestía y la hacía vestir. "Nos vamos", anunciaba con rabia y ferocidad “.
También pasaba muy a menudo que Alfredo no aparecía en toda la noche. A la mañana
siguiente llegaba con un paquete de medialunas y se metía en la cama con ella,
diciéndole que estar ahí, en ese lugar, era lo único que lo hacía feliz, y que
en poco tiempo vivirían juntos para siempre. "Es
medio bruto pero me quiere. Yo me doy cuenta", le explicaba
a Yesi,
entre lágrimas. "Él no me quiere
lastimar, pero es así, peleador. A lo mejor es así porque fue militar."
Lo cierto es que Alfredo
no tenía la menor intención de separarse. Dos de sus socios en la empresa de
seguridad estaban al tanto de su affaire con Paula, y lo cubrían con Nora, la esposa.
Nora, por
su parte, no estaba demasiado interesada en las actividades ocultas de su
marido. Para ella lo importante era tener dinero para sus gastos y conservar a
su marido. Sabía que la engañaba, pero le parecía que las otras mujeres eran
simples caprichos sexuales mientras que ella era la única, la fundamental, la
mujer con la que había tenido hijos y con la que pasaría su vejez. En cuanto a
sus ausencias nocturnas, Alfredo
le explicaba a la esposa que a veces tenía que ir al interior acerrar un
negocio. En algún momento Nora había intentado conocer algún detalle
extra, pero recibió una respuesta cerrada: "Si no
te gusta, me voy". Nora no volvió a preguntar.
A medida que pasaban las semanas, Alfredo empezó a exigirle a Paula que apurara su desvinculación con el local
bailable. Paula
estaba insegura: temía dejar de recibir su sueldo y, a su vez, ser abandonada
por Alfredo.
Cuando le planteó sus dudas, Alfredo
la abrazó con ternura. “¿No confiás en mí?
¿Creés que te dejaría en la calle?"
Paula,
entonces, decidió renunciar. Yesi estaba furiosa. Le dijo que ella sabía de
hombres más que de sí misma, y que esa experiencia le indicaba que Alfredo iba a dejar de
interesarse en la relación en el momento mismo en que ella empezara a depender
de él. "Una vez que estés agarrada, te larga."
La teoría de Yesi era simple: había tipos buenos y tipos malos. Con los
buenos las mujeres podían tener un vínculo mejor o peor, pero siempre se podían
reponer si las cosas no funcionaban. Con los malos, la caída era hasta el fondo
del abismo. "Son los que se sienten poderosos cuando ven
que te hicieron mierda. "
Paula
descartó la teoría de Yesi de un plumazo. "Estás
diciendo cualquier cosa. Porque te da envidia que un hombre como
Alfredo esté enamorado de mí."
Cuando Paula
renunció, sus compañeras del loca bailable le organizaron una despedida en un
restaurante de La Boca. Comieron
ravioles, tomaron vino y brindaron por la nueva pareja.
Cuando volvió al departamento, Alfredo la esperaba despierto. Le dijo que haber
dejado su trabajo marcaba el comienzo de una nueva relación. "Vamos a festejar con un viaje. Pensá adónde querés ir y
nos vamos."
Después de la renuncia, Paula
terminó de hacer su i mudanza. Llevó toda su ropa al departamento de Alfredo y se instaló ahí como si
fuera su esposa.
Alfredo,
sin embargo, siguió haciendo la misma vida de siempre. Dormía con ella alguna
que otra vez, llegaba a la casa a cualquier hora y desaparecía por varios días.
En esos casos, con suerte, le mandaba a alguno de sus socios para ver si estaba
todo bien en la casa y si necesitaba algo.
Su vida, desde entonces, consistió en esperar.
La rutina de Paula
era de una monotonía insostenible. Se levantaba tarde, se bañaba, se vestía y
se arreglaba con muchísimo cuidado. Era consciente de que cualquier falla en su
aspecto sería objeto de una apabullante recriminación. Más tarde aparecía una
señora que limpiaba la casa y que evitaba todo tipo de contacto con ella. Si Paula quería entablar una
conversación o le hacía alguna pregunta personal, ella la miraba con fastidio.
"Disculpe. El señor me contrata por horas y
no tengo tiempo..."
Al mediodía, iba a un gimnasio que quedaba a dos cuadras de
su casa. Se lo había recomendado Alfredo
porque la dueña era amiga de uno de sus socios.
A la tarde caminaba por el barrio y después, muy temprano,
volvía al departamento para esperar a Alfredo.
Solía también encontrarse con Yesi, pero en secreto. Alfredo le había advertido que lo
mejor era apartarse de las amistades nocivas. "Mirate
ahora, dónde vivís, cómo vivís. No podés estar con tus amigas de antes: van a
pensar que sos una puta. "
Una noche, Alfredo
volvió al departamento de buen humor y anunció que en una semana irían a pasar
unos días a Brasil. Festejaron en la cama y al rato Alfredo le pidió que preparara alguna cosa para
comer. Paula, que
cocinaba todas las noches, hizo unos hongos rellenos que jamás había preparado
antes.
Alfredo
los probó y le parecieron excelentes. "Es
una receta nueva ", dijo Paula orgullosa. Dejándose llevar por su
entusiasmo, le contó que Yesi, su amiga, le había explicado cómo se
hacían.
Alfredo
la miró con frialdad. "Viste a Yesi. Te dije que no la vieras más y la viste".
Paula, muy
asustada, le dijo que la receta se la había pasado cuando todavía vivían
juntas. Alfredo le
agarró la cara y la miró de frente. "Si me mentís, se
terminó todo. Agarrás tus cosas y te vas “. Sometida y
acobardada, Paula tuvo
la sensación angustiante de que Alfredo
era capaz de enterarse de todo lo que veía y lo que no veía. Imaginó que alguno
de sus tantos amigos o conocidos la había visto en el bar tomando café con Yesi, o
que tenía a algún empleado encargado de seguirle los pasos. Paula lo abrazó, desesperada.
"Por favor perdóname, te juro que no va a
pasar más...”
Alfredo
le dio un golpe en plena mandíbula. Paula,
antes de caer al piso, escuchó el crujido de un hueso retumbándole en la
cabeza.
Esa misma noche, abrazados en la cama, Alfredo le explicaba que una mujer de verdad no
podía mentir ni simular ni tener amigas putas. “¿Vos
querés que me digan que tengo una novia que es puta? ¿Querés que vayamos a una fiesta y mis amigos te ofrezcan
guita para cogerte? ¿Vos pensás que
yo me puedo casar con una mujer así?" Paula, con lágrimas en los ojos, iba negando con
la cabeza y pidiendo disculpas.
Alfredo
se levantó y fue a la cocina. Volvió con un té y un analgésico. Un rato después
ya se había dormido.
Durante los siguientes días Paula se quedó encerrada en la casa, sin
siquiera ir al gimnasio. Alfredo
iba y venía haciendo críticas y exigiendo más y más obediencia.
La obsesión por la limpieza que había mostrado desde un
principio se había intensificado: le exigía a Paula que se bañara dos o tres veces por día, le
olía la ropa para ver si estaba limpia y -cuando se quedaba a dormir con ella
la hacía levantarse a mitad de la noche para lavarse los dientes.
Paula
vivía agobiada. A las exigencias domésticas y la soledad se les sumaban la
incertidumbre y la espera. Pero soportaba todo porque, a esa altura, el trabajo
psicológico de Alfredo
ya había dado resultado: Paula
se sentía inútil, insegura y digna de desprecio. Alfredo era a los ojos de Paula- un hombre admirable que le hacía el
inmenso favor de estar con ella. Y como si eso fuera poco, iba apremiar sus
mentiras y sus errores domésticos con un viaje a Brasil que ella, era evidente,
no merecía.
Yesi había intentado comunicarse con ella por
teléfono pero era inútil. Una tarde, sin embargo, Paula la atendió: hacía dos días que Alfredo no iba a la casa y ella
ni siquiera tenía dinero para comprarse un paquete de tampones.
Cuando escuchó a Yesi, Paula
empezó a llorar. Le ido contó todo pero le prohibió que fuera a visitarla. Su
amiga le hizo jurar que ante cualquier problema la llamaría y le prometió que,
si dejaba a Alfredo, ella
le conseguiría un nuevo trabajo. Por teléfono le dijo que pusiera en orden sus
pensamientos y que se diera cuenta de lo obvio: Alfredo era un maniático que la tenía dominada por
el terror y jamás se separaría de su esposa. “ Te
pega y te abraza. Te deja esperando días enteros. Te va a volver loca. Andate
de ahí." Paula
cortó.
Al fin, Alfredo
volvió con los pasajes. Apenas llegó al departamento, desplegó una serie de
mapas y folletos y le fue mostrando los lugares a los que irían.
Anunció excursiones en barco, comidas en restaurantes
exclusivos, hoteles "para privilegiados". La besó en
la mejilla y le explicó, como a una nena, que en la vida las cosas hay que
ganárselas. "Yo te estoy dando todo. Espero que te des
cuenta y que respondas."
Un rato después comieron y se fueron a dormir. Él se acostó
en la cama desnudo e hizo desnudar a Paula.
"Hoy estoy cansado -le dijo-. Hacé todo vos.
"
Durante los días siguientes Alfredo no pasó por el departamento. Llamaba por
teléfono todas las noches y le explicaba que estaba concretando un negocio Importante.
La noche previa al viaje la llamó temprano y le dijo que
recién se verían camino al aeropuerto. Le exigió que tuviera su bolso listo
para las seis de la tarde: Él le tocaría el timbre y ella debería bajar rápido:
el avión salía a las ocho y no tendrían un minuto que perder.
A Paula
le tomó horas preparar su valija. No sabía que qué cosas llevar y qué no, y
temía hacer el ridículo. Los anuncios de Alfredo
acerca de la exclusividad de los hoteles y restaurantes a los que irían la
habían intimidado.
Cuando al fin tuvo todo listo ya era casi de día. Paula se acostó y trató de
dormir un rato.
Quince minutos antes de las seis de la tarde, Paula estaba en la cocina
sentada aliado del portero eléctrico. Tenía la valija en el piso y la cartera
en la mano.
A las seis y diez empezó a llamar a la oficina de Alfredo, pero la secretaria le
dijo que su jefe estaba en una reunión fuera de la empresa. A las ocho se metió
en la cama, vestida y con zapatos, pensando en Yesi y admitiendo que ella
misma, muy en el fondo, sabía que Alfredo
no iba a aparecer.
Él Alfredo
llegó esa misma noche, a las once, sin dar mayor importancia a su deserción.
"Perdóname, Paula, pero
estoy con ese negocio que te conté. No pude salir antes. Por ahí nos vamos otro
día. “Con el mismo tono cansado le dijo que fuera a la cocina a
prepararle algo. Paula
se levantó de la cama y lo miró. Esperaba que por lo menos le inventara una
buena excusa. Casi al borde del llanto le preguntó por qué no había llamado
para avisar. Bostezando, Alfredo
cortó toda posibilidad de reproche. "Andá a la cocina
y no me rompas las pelotas. “
Mientras preparaba un arroz con atún, Paula se dio cuenta de todo. Alfredo jamás pediría el divorcio
y jamás la tomaría en serio. No la quería ni la querría nunca, y si todavía
estaba con ella era porque le divertía humillarla.
Comieron juntos y fueron a dormir. Paula estaba en silencio mientras Alfredo explicaba cómo, gracias a
su talento innato para los negocios, estaba a punto de abrir cuatro sucursales
de la agencia en el interior.
Paula
se levantó y dijo que iría a preparar café. Alfredo le repitió las recomendaciones habituales:
usar café descafeinado, dos cucharadas chicas de azúcar y un chorro de crema. Y
no calentar demasiado el agua.
En la cocina, Paula
siguió las instrucciones pero agregó algo más: cuatro pastillas para dormir y
un chorro extra de crema, para disimular el sabor amargo.
Las pastillas las tenía de la época en la que trabajaba de
bailarina: como le costaba dormirse de día, un médico le había recetado unos
somníferos que ella había dejado de usar porque eran demasiado fuertes. De
hecho, le producían un sueño tan pesado que, al despertar, tenía la sensación
de haberse desmayado.
Cuando volvió al dormitorio, Alfredo estaba acostado viendo una película de
acción. Tragó el café en un par de sorbos y le preguntó, distraído, si había cambiado
la marca de la crema. Paula
le dijo que sí, y se sentó en la cama mirando el televisor. Estaba pensando en
sacar la caja del revólver que había en el placards, pero iba a esperar a que
el somnífero empezara a hacer efecto.
Unos minutos más tarde, Paula
pudo ver cómo Alfredo
empezaba a seguir la película con la mirada algo perdida. Cabeceó, muerto de
sueño, y se inclinó hacia Paula,
agarrándola de un brazo. "Vení para acá y
" chupame la pija." Paula negó con la cabeza, despacio. Alfredo se impacientó. "Chupá! ¿O no trabajabas
de eso vos.? “En ese mismo momento, Paula cambió la estrategia matadora. Va no iba a
pegarle un tiro en el pecho.
Sin dudarlo ni un segundo, fue a la cocina y buscó la tijera
para trozar pollo. Volvió y se paró al lado de Alfredo, que la miraba sin darse cuenta de nada. “ Chupá " volvió a repetir, con un hilo
de voz. Paula se
sentó en la cama y le mostró la tijera con fiereza. "En
vez de chupar, voy a hacerte otra cosa “. Y Corto.
Alfredo
murió desangrado debido a una mutilación en la zona genital.
Paula
fue declarada culpable por homicidio simple y condenada a nueve años de
prisión.
Salió en libertad después de estar presa seis años y dos
meses.
Volvió a trabajar de bailarina en un cabaret del interior.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)