Herman Webster Mudget, "El Dr. Holmes",
un industrial del crimen. En 1893, la Exposición de Chicago debía ser una gran fiesta del progreso… Aquel Barba
Azul del Nuevo Mundo aprovechó la ocasión para lanzar la primera
fábrica de matar de la historia del crimen.
La
posteridad es injusta. Resulta sorprendente que el Dr. Holmes sea totalmente
ignorado por el público español y europeo, y casi desconocido por la inmensa
mayoría de los americanos, sus compatriotas. Comparados con aquel industrial
del crimen, otros mucho más célebres son sólo unos artesanos, incluso unos
amables aficionados.
Con,
probablemente, unas doscientas muertes sobre la conciencia, este Barba Azul sádico y obseso sexual puede
considerarse, en la lista de premios de los grandes criminales, como una
especie de "recordman" en todas las categorías. Su mansión del suburbio
de Englewood en Chicago -el Holmes
Castle- es aún hoy la casa de matar más sofisticada de toda la historia
de la criminología.
El Dr. Holmes,
cuyo verdadero nombre era Herman Webster Mudget, nació en 1860 en Gilmanton, en una honrada y muy
puritana familia de New Hampshire.
Muy pronto manifestó hacia las mujeres -y sobre todo hacia las mujeres de fortuna-
el interés poco corriente que iba a hacer de él un auténtico donjuán del
crimen. A los dieciocho años, se casó con una rica joven llamada Clara Louering.
Para
pagar sus estudios de medicina, la arruinó, y después, una vez obtenidos con
lustre sus diplomas en la Universidad de
Michigan, la abandonó para irse a vivir con una guapa viuda que se
complació en subvenir a sus necesidades gracias a las rentas de su respetable
casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó sin pena a aquella segunda conquista,
ejerció durante un año en el estado de Nueva
York y fue después a establecerse en Chicago.
Alto,
guapo, con aire distinguido, siempre elegantemente vestido, Mudget
tenía innumerables éxitos amorosos. Al llegar a su nueva ciudad no tardó en
seducir a una joven encantadora (y casualmente millonaria) llamada Myrta Belknap. Para vencer las
reticencias que la virtuosa señorita le oponía, tomó el nombre de Holmes,
se casó con ella y, gracias a unas falsificaciones de escrituras, se apresuró a
estafar 5,000 dólares a su familia política para hacerse construir, en Wilmette, una casa suntuosa.
Consiguió
entonces, en las afueras de Englewood,
la gerencia de una farmacia propiedad de una viuda excesivamente ingenua, de
quien se hizo a la vez su amante y hombre de confianza. A base de
falsificaciones de contabilidad y de malversaciones de fondos, logró hacerse
dueño de la totalidad de los bienes de la desgraciada, después la hizo "desaparecer"
y puso en obra su gran proyecto.
El "Holmes
Castle"
La
exposición de 1893 se estaba preparando y debía atraer a Chicago una muchedumbre considerable, entre la cual habría, por
supuesto, multitud de mujeres guapas, ricas y solas. Ingeniosamente, Holmes
decidió por lo tanto aprovechar aquella situación. Gracias a una serie de
hábiles estafas adquirió un terreno y emprendió la construcción de un enorme
hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición interior concibió él
mismo. Cada una de las habitaciones de aquel extraño inmueble estaba provista
de trampas y de puertas correderas que daban a un laberinto inextricable de
pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas visuales disimuladas
en las paredes, el doctor podía observar a escondidas el vaivén de sus clientes
y sobre todo de sus clientas. Disimulada bajo el entarimado, una instalación
eléctrica perfeccionada le permitía por otra parte seguir en un panel indicador
instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Con
sólo abrir unos grifos de gas, podía finalmente, sin desplazarse, asfixiar a
los ocupantes de unas cuantas habitaciones.
Un
montacargas y dos "toboganes" servían para hacer
bajar los cadáveres a una bodega ingeniosamente instalada, donde eran, según
los casos, disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo en un
incinerador o simplemente hundidos en una cuba llena de cal viva. En una
habitación, bautizada como "el calabozo", estaba instalado
un impresionante arsenal de instrumentos de tortura. Entre las máquinas sádicas
instaladas por el ingenioso doctor, una de ellas llamó particularmente la
atención de los periodistas. Era un autómata que permitía cosquillear la planta
de los pies de las víctimas hasta hacerles literalmente morir de risa.
El Holmes
Castle
fue terminado en 1892 y la exposición de Chicago
abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la
fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogía
a sus "clientas" con mucha precaución. Tenían que ser ricas,
jóvenes, guapas, estar solas y, para evitar las visitas inoportunas de amigos o
familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más alejado
posible de Chicago.
¿Cuántas mujeres fueron violadas, torturadas y asesinadas
en el castillo del Dr. Holmes? La cifra de doscientas es una
aproximación verosímil. Seguramente por modestia, Holmes sólo confesó veintisiete,
lo cual sería bien poco si se toma en cuenta la importancia de las
instalaciones que había colocado.
Los últimos crímenes
Con el
final de la Exposición, las rentas del hotel acusaron una caída brutal, y Holmes
se encontró pronto corto de dinero. El medio más sencillo que imaginó para
procurarse ingresos fue incendiar el último piso de su inmueble y reclamar a su
asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar un instante que la compañía
podría muy bien hacer una investigación antes de pagárselos. Descubierto,
nuestro doctor tuvo que refugiarse en Texas,
donde se apresuró a realizar diversas estafas que lo llevaron por primera vez a
la cárcel. Liberado bajo fianza, vuelve a salir unos meses después no sin haber
puesto en pie una nueva operación criminal.
La idea
era sencilla e ingeniosa. Un cómplice, llamado Pitizel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Se presentaría luego como
suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. No habría más que
repartir la prima que cobraría la Sra. Pitizel,
mientras que el "muerto" iría durante algún
tiempo a hacerse olvidar a Sudamérica.
Para su desgracia, Holmes tuvo la mala idea de cambiar su plan y
de matar realmente a Pitizel.
Aquella
solución tenía en su opinión la ventaja de ahorrarle la búsqueda peligrosa de
un cadáver y, sobre todo, permitirle quedarse él solo la totalidad de la prima,
deshaciéndose ulteriormente de la Sra. Pitizel
y de sus hijos -lo cual, para él, sólo era un simple trabajo rutinario.
Muy
cooperador acudió, pues, a la morgue para reconocer el cuerpo de su amigo, fue
a Boston a buscar a la desdichada
viuda y la trajo a Filadelfia para
que cobrara su dinero. La denuncia de un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, vino a sembrar la
duda en el ánimo de los aseguradores.
La
policía hizo una investigación. Remontó con paciencia todos los eslabones de la
cadena. Holmes
confesó primero la estafa a la compañía aseguradora y, ante las pruebas
abrumadoras reunidas en su contra, los asesinatos de Pitizel y de sus hijos. Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7
de mayo de 1896. Sólo tenía treinta y cinco años.
Mentiroso empedernido
Los
testigos se sorprendieron con la habilidad muy excepcional que tenía Holmes
para mentir. A pesar de la evidencia de su culpabilidad en el asesinato de los
niños Pitizel, no vaciló en escribir
a su madre: "Usted me conoce, ¿me cree realmente capaz
de asesinar a niños inocentes, y ello sin ningún motivo para hacerlo?
¿Doscientas víctimas?
Ante el
tribunal, Holmes
afirmó haber asesinado a veintisiete personas a lo largo de su vida. Eso es poco
creíble. El acusado disfrutaba burlándose de la justicia; confesaba, por
ejemplo, el asesinato de personas que estaban vivas. Por lo tanto nunca
sabremos con certeza el número de sus víctimas. A juzgar por los
descubrimientos hechos en su castillo, es considerable. La cifra de doscientas
es propuesta por los criminólogos como la más verosímil.
El caso Holmes-Pitizel
El
policía que, a petición de la compañía de seguros, elucidó el asesinato de Pitizel y de sus hijos se llamaba Franck P. Geyer. Era un hombre de Pinkerton. Unos años después relató el
caso en su libro The Holmes-Pitizel Case, a History
of the Greatest Crime of the Century.
El "Holmes Castle"
Para construir su castillo el Dr. Holmes
recurrió a varias empresas. Estas nunca eran pagadas e interrumpían pronto sus
obras. De esa manera, el propietario era el único en conocer detalladamente un
edificio cuyo extraño arreglo habría podido suscitar la curiosidad