CAPÍTULO
II
Vidas
Regresar
del infierno
Aquel domingo a la madrugada, Ana bajó del taxi en Obispo Oro, metros antes de llegar a Chacabuco, en el barrio Nueva Córdoba de la Capital. Eran casi
las tres de la mañana. Llorando y sin poder creer lo que acababa de ocurrirle,
tocó insistentemente el portero del departamento de sus amigas y pidió pasar. Subió
al ascensor y apretó el botón del segundo piso. Evitó mirarse en el espejo.
Salió al pasillo, golpeó la puerta desesperada -"histérica",
explicaría ella después- y rompió en llanto apenas vio a sus amigas, quienes no
tuvieron que preguntar nada para saber que algo espantoso había ocurrido.
Agua y algunas caricias en el pelo fue lo único con lo que
esas chicas de apenas 20 años pudieron consolar a su amiga hasta que la
estudiante jujeña, que unas horas antes había salido para pasar un buen rato y
ahora se encontraba "sucia, ultrajada e intentando controlar un
irresistible deseo de meterse bajo la ducha", pudo explicar a
duras penas lo que le había ocurrido: un hombre acababa de violarla de manera
brutal.
Cuando logró controlarse un poco, el relato de Ana
llenó de horror el living de aquel pequeño departamento de estudiantes.
Después de acordar por teléfono con sus amigas que saldrían
juntas a Mitre, un boliche ubicado
en ese barrio sobre la calle Marcelo T.
de Alvear 685, "para hacerle la
pata a una de las chicas", Ana se había bañado para
disfrutar de la noche. Alrededor de la 0.40 de aquel domingo 29 de agosto de
2004, emprendió el camino hacia el departamento de sus amigas, el mismo al que regresaría
horas después para pedir ayuda.
Ya en la calle vio "un montón de gente"
y caminó tranquila desde Ambrosio Olmos al
1000, rumbo a Chacabuco y Obispo Oro, por ese barrio que se había
convertido en "su lugar" desde que llegó a Córdoba para estudiar en la Universidad
Empresarial Siglo 21.
Esa noche la calle Estrada parecía una peatonal, y eso la animó
a caminar sin miedo. Cuando iba bajando por Chacabuco y antes de llegar a Obispo
Oro, sintió que alguien que venía detrás le decía algo. Tuvo el impulso de
darse vuelta, pero antes de poder hacerlo volvió a escuchar aquella voz
masculina ya casi encima de ella. "No me mirés,
porque te voy a cortar entera -la amenazó mientras le pasaba la
mano entre el hombro y el cuello, como abrazándola-, No me mirés, vamos a doblar a la derecha en la esquina",
le dijo mientras pasaban a apenas veinte metros de la casa de sus amigas.
Desde entonces todo comenzó a pasar en forma vertiginosa.
Con la mano de su atacante apretándola, Ana no pudo hacer otra cosa que obedecer.
Dobló en la esquina por Poeta Lugones y
bajó hacia la terminal de ómnibus. En ese trayecto el hombre le preguntó hacia
dónde se dirigía, cómo se llamaba, qué edad tenía y si la terminal quedaba muy
lejos. Increíblemente, también le dijo que no se asustara, que no le iba a
hacer nada y que lo único que necesitaba era que lo acompañara para ayudarlo a
zafar de la Policía.
Como explicarían todas las víctimas del violador serial en
las decenas de testimonios que trascendieron después, el control que ese hombre
ejercía sobre ellas consistía en demostrarles que él tenía el poder de la
situación, sometiéndolas primero verbalmente y haciéndoles saber en todo
momento que lo mejor que podían hacer era obedecerle a través de un
comportamiento caracterizado por órdenes, contraórdenes y amenazas permanentes.
Así lo explica uno de los investigadores: "Cuando ellas estaban tensas, él se mostraba tranquilo y
hasta amable asegurándoles que nada iba a pasarles; si ellas de repente se
sentían seguras y él percibía que comenzaban a ponerse fuertes, las golpeaba o
las apretaba amenazando con matarlas. Así, iba quebrándolas, destruyéndolas de
a poco. En un momento podía asegurarles que tenía hijos y era buena gente, y al
instante siguiente les decía que las iba a acuchillar si no hacían lo que les
pedía. Y nunca les decía que iba a violarlas, nunca, hasta que ellas se daban
cuenta de lo que estaba por sucederles. Pero ya era tarde".
Camino hacia la terminal, el atacante le preguntó a Ana
cómo reaccionaría ante la posibilidad de encontrar a un policía en el trayecto.
-Le diría que soy tu novia, pero si no me
hacés nada -atinó a responder la joven.
-Si hubiera querido hacerte algo te hubiera llevado para el parque
Sarmiento -le contestó cínicamente el desconocido.
Fueron minutos espantosos, en los que ese áspero diálogo se
repitió y giró sobre las mismas afirmaciones. Él le preguntó si tenía plata y
ella le dijo que sólo diez pesos. Entonces el atacante le aseguró que no quería
robarle nada, que sólo necesitaba que lo acompañara a la terminal y que se
guardara el dinero para después volverse en remis.
A lo largo del trayecto, el hombre se mostró desorientado,
como intentando aparentar frente a Ana que no conocía la zona. Mientras tanto, le
pidió que caminara rápido y que se mantuviera tranquila porque de esa manera no
le pasaría nada. Ante cada advertencia del desconocido, la chica se mostró
obediente y, sobre todo, se cuidó de no verle la cara, algo que parecía
preocuparle especialmente.
Como la misma Ana contaría luego en un e-mail que provocó
conmoción en todo el país, al llegar a la calle Tránsito Cáceres ella sugirió a su atacante que para ir a la
terminal debían bajar por allí, a lo que él respondió, demostrando que conocía
la zona a la perfección, que de todos modos seguirían derecho.
Después la obligó a caminar rumbo a unas escaleras que se
encuentran entre un boliche llamado Lugones
y el puente que lleva al Nudo Vial Mitre.
Ana
aún no lo sabía -algo dentro de ella le hacía tener fe en que nada malo iba a pasarle-,
pero estaba caminando hacia el espanto, porque por ese camino se dirigían a los
viejos Molinos Minetti, "un lugar abandonado, lleno de yuyos, que a esa hora y por
esos días estaba lleno de basura".
El sujeto la obligó a subir las escaleras para meterse en el
baldío al tiempo que le decía que no gritara porque nadie la iba a escuchar. Ana
comenzó a pensar que había sido un error no haber intentado escapar antes, pero
por miedo a que el atacante cumpliera con su amenaza de "cortarla
toda" siguió caminando casi sin ofrecer resistencia.
Las verdaderas intenciones del degenerado comenzaron a evidenciarse
cuando le anunció que la revisaría para ver qué llevaba encima, siempre bajo la
amenaza de que si encontraba dinero "la mataría". Fue entonces
cuando la obligó a quitarse el suéter y a ponérselo en la cabeza.
Abusada
A ciegas, Ana escuchó que el hombre le pedía que abriera
las piernas, después sintió que comenzaba a palparla y que eso rápidamente se
convertía en manoseo. "Dejáme que te
toque un rato y después me voy", le dijo el desconocido que
a esas alturas se mostraba evidentemente excitado mientras obligaba a Ana
a bajarle el cierre del pantalón y tocar su órgano sexual.
-¿Alguna vez
tocaste un pito tan grande? Mirá lo que
tenés en las manos. ¿Alguna vez
chupaste uno? ¿Te gustaría?
-fueron algunas de las cosas que la joven tuvo que escuchar de boca del hombre
que primero la obligó a masturbarlo, después le exigió que se tocara a sí misma
y, finalmente, la violó analmente.
"Fue lo más
denigrante, espantoso y humillante que me tocó vivir en mis 20 años de vida",
escribiría después Ana en aquel e- mail en el que confesó haber
esperado que la mataran. Pero no fue así. Después de abusarla, el violador
serial simplemente le dijo que no lo fuera a denunciar porque la única persona
que iba a pasar vergüenza era ella, y después la dejó ir. Increíblemente antes
de alejarse, el hombre que minutos después se acostaría en su cama de barrio General Urquiza junto a su mujer, le
preguntó: "¿Te alcanzan los diez pesos que tenés para
tomarte un remis?".
La última imagen del agresor que alcanzó a ver Ana
fue la de su sombra desandando el sendero que antes habían transitado juntos.
Como si se tratara de una película de terror en la que ella era la protagonista
principal, subió como pudo hasta la avenida Amadeo Sabattini para tomar el taxi que la llevaría al departamento
de sus amigas. Llevaba el olor asqueroso del violador impregnado en su piel,
como una marca.
Padre ejemplar
Aquel domingo, Marcelo llegó a su casa en la calle Montes de Oca al 2800 de barrio General Urquiza pasadas las dos de la
mañana. Después de lavarse meticulosamente en el baño, se dirigió, sin hacer
ruido, a la habitación ubicada en la planta alta y se acostó junto a Zulma. A esa hora su esposa dormía
abrazada al pequeño hijo de ambos, quien apenas superaba los seis meses.
El llanto del bebé interrumpió el sueño de Zulma y de Marcelo cerca de las 4. Ella
abrazó al niño rápidamente con la esperanza de que se durmiera unos minutos más
y no tuviera que levantarse, pero fue inútil. El hambre en el estómago y la
humedad del pañal hicieron imposible que el niño dejara de sollozar.
Como lo había hecho con cada uno de sus hijos, Marcelo
se levantó y, después de alcanzarle a Zulma
las cosas para que cambiara al pequeño bajo las colchas, sin tomar frío, fue
hasta la escalera que conduce a la cocina procurando no despertar a los otros
hijos que dormían en las habitaciones de la planta baja.
En pocos minutos, Marcelo preparó la leche para el bebé y subió
a oscuras por la escalera de madera. Al llegar a la cama le tendió la mamadera
a Zulma, que ya había terminado de
cambiar los pañales, y se acostó a dormir. Antes de hacerlo, repitió ese gesto
automático que había repetido con cada uno de sus chicos y que consistía en
besar la naricita fría de su bebé. Después, los tres durmieron abrazados.
Ya de mañana, cuando bajó de nuevo las escaleras para desayunar,
Zulma tenía el mate preparado y la
radio encendida. En ese momento el movilero de una emisora de radio local daba
al aire la noticia de una violación en Córdoba.
"Trascendidos oficiales dan cuenta de que
una joven habitante de Nueva Córdoba habría denunciado en la División
Protección de las Personas de la Policía que fue atacada anoche por un hombre
cuyas características físicas se asemejan a las del violador serial. El
depravado, que ya ha sometido a más de 20 mujeres en nuestra ciudad...
", decía el periodista.
-¿Pero cómo puede
ser que este hijo de puta siga atacando? - exclamó Zulma mientras su marido rápidamente se
acercaba a la radio para escuchar la noticia.
Según diría su mujer tiempo después, a su marido siempre
"le daba asco escuchar" acerca del violador serial, porque
le costaba entender "cómo alguien podía atacar a esas criaturas".
Aquel domingo 29 de agosto de 2004 fue para Zulma tan maravilloso como habían sido
todos los domingos de su vida desde que conoció a Marcelo, una mañana de mediados
de 1980.
Por aquel entonces ella era una chica de 13 años que
regresaba caminando del colegio en la localidad de Pilar cuando se cruzó por primera vez con un joven dos años mayor
-"muy buen mozo", dice en la actualidad- que la miraba
fijamente a los ojos desde un puesto de verduras. El flechazo fue instantáneo y
eterno.
Después de los mates, los Sajen fueron a la misa que todos
los domingos oficiaba el padre Fernando
Martins en la iglesia San Pedro
Apóstol, ubicada a unas pocas cuadras de su casa. Luego de la ceremonia,
regresaron al hogar y compartieron un asado en familia que fue preparado por el
marido de la hija mayor de los Sajen. Desde que llegó a la familia, el joven
ocupó el rol de asador que a Marcelo nunca le había entusiasmado demasiado.
Después de almorzar, Marcelo y Zulma
durmieron una siesta y a la tarde partieron con sus hijos más chicos hacia el Parque Sarmiento. El paseo era una
tradición para ellos, cuando no iban a Pilar
para visitar a la madre de Zulma.
En el inmenso paseo verde, y a pocos metros del lago
principal, los dos se sentaron y se pusieron a tomar mate, felices de contemplar
a sus hijos correteando por el césped en medio de una multitud despreocupada y
los puestos de algodón de azúcar y pururú.
Sajen no paraba de sonreír mientras observaba
cómo su hijo más pequeño, sentado en el cochecito, se dejaba deslumbrar por las
decenas de barriletes que surcaban el cielo del Parque Sarmiento. La mujer las miraba a ambos, ignorando por
completo que en ese predio su amado esposo, el padre perfecto, aprovechándose
de la oscuridad y la impunidad de la noche, había violado a numerosas víctimas.
Al caer la tarde, el matrimonio y sus hijos subieron al auto
y regresaron a su casa saciados ya de esa vida familiar que, según comentaría
luego Zulma, funcionaba en armonía
gracias a ese perfecto motor de cariño que era su marido.