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Blog dedicado especialmente a lecturas sobre Casos reales, de hombres y Mujeres asesinos en el ámbito mundial.
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Está totalmente dirigido a los amantes del género. Espero que todos aquellos interesados en el tema del asesinato serial encuentren lo que buscan en este blog, el mismo se ha hecho con fines únicamente de conocimiento y desarrollo del tema, y no existe ninguna otra animosidad al respecto.

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//29 de Agosto, 2010

Marta Bogado

por jocharras a las 11:49, en Mujeres Asesinas
Marta Bogado

El día de su casamiento, Marta Bogado no podía dejar de llorar.

No era la emoción propia de los festejos sino el recuerdo siniestro que la venía torturando desde hacía once años: entonces, ella tenía diez y su madre había intentado estrangularla.

La imagen le volvía a la cabeza con todo detalle: se veía a sí misma con un jumper a cuadros y un suéter azul un poco estirado, mocasines marrones y una trenza prolija, castaña, que le llegaba a la mitad de la espalda. En ese momento aparecía su madre, llorando a gritos, y se le tiraba encima y la agarraba del cuello y murmuraba "te vas, te vas, te vas, te vas", mientras seguía apretando. Al final,justo antes de que fuera demasiado tarde, la soltaba. Desde abajo, ella veía el cuerpo de su madre, inmenso, brutal, con un camisón rosado de una tela suave, como para bebés. Siempre, durante el resto de su vida, ella recordaría a su madre vestida con ese camisón rosado.

Pero su madre no estaba en el casamiento. Pocos meses después de haber tratado de estrangularla, se suicidó colgándose de un placard. La encontró su marido, con un cinturón anudado al cuello y un revoltijo de ropas que la rodeaban.

Marta escuchó que la llamaban. Había que cortar la torta, y sacarse fotos con los invitados, y bailar y cumplir paso a paso con las ceremonias de aquel casamiento que no prometía nada bueno. Ella lo presentía. Se sentía triste, fea y merecedora de
aquel apretón de cuello que estuvo a punto de matarla. Pablo, en cambio, era perfecto: alto, fuerte, mandíbula cuadrada, pelo a la gomina, presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho, en la Universidad de Mendoza. Ella estaba segura de que algún día él se iría con otra. No iba a poder evitarlo.

Lo miró, le acomodó la corbata y lo abrazó para la foto. "Estás lindísima", le dijo él. Era cierto: el vestido, comprado en Buenos Aires, le quedaba perfecto. Y el pelo, recogido en una trenza, destacaba la armonía de su cara. "Pablo, no me dejes nunca, por favor", le dijo al oído mientras iban de la mano al centro del salón para bailar el vals.

Más tarde, cuando tomaban champagne y comían una insípida torta nupcial, ella tuvo otro flash de su pasado. Hacía tiempo que no recordaba esa parte de su vida, y odiaba tener que volver a esa agonía justo el día de su boda. Pero cada vez que miraba hacia el rincón donde estaba la abuela de Pablo, le aparecía el fantasma de la suya, la madre de su madre. Odiaba a su abuela con una intensidad que le dolía físicamente. La odiaba desde que tuvo que ir a vivir con ella, porque su padre se había declarado incapaz de criar solo a su hija única. "Te dejo acá. Vas a estar mejor que conmigo", le comunicó un domingo de invierno. y junto a toda su ropa incluyó la de la esposa muerta. "Te llevás también la ropa de mamá,porque yo no puedo verla, ya vos te va a venir bien".

La abuela opinó lo mismo. Nunca, en los nueve años en que vivieron juntas, le compró nada. "Para qué te voy a comprar si todo lo de tu mamá está como nuevo. La ropa es para no pasar frío y para cubrirse, nena, acostumbrate", le repetía. Ella le daba mil explicaciones, intentaba convencerla con todo tipo de argumentos, pero nada. La abuela no cedía. "Abuela, todas las chicas usan otras cosas". "Abuela, hay una liquidación que está buenísima y me puedo comprar algo". "Abuela, hasta yo podría aprender a coser y hacerme algo de ropa, y a vos también". Decía todo, menos que le producía una sensación espantosa meterse dentro de la misma ropa donde había estado -todavía viva- su madre.

Marta fue al baño a retocarse el maquillaje. y volvió a verse a sí misma, con el pelo más corto, una pollera recta, gris, y una camisa azul, en el cumpleaños de una amiga. Las otras chicas llevaban pantalones, o polleras más cortas y de colores. Ella estaba
disfrazada de señora, con catorce años. Se dio cuenta de que se reían de ella.

En el baño, Marta volvió a la realidad de su boda. Tenía la cara ardida: cada vez que recordaba aquella escena, una vergüenza retrospectiva la hacía ponerse colorada.Se miró al espejo y se habló: "Basta, nena. Tu mamá se murió, y tu abuela también. y tu papá está viviendo en Italia y no pudo venir. Tranquila. Está todo bien, está todo bien, está todo bien. Está-todo-bien. Por favor, tranquila, te estás casando, como vos querías. Tranquila, tranquila. Está todo bien".

Durante los dos primeros años, el matrimonio fue medianamente feliz. Marta seguía yendo a la facultad: como su marido, estudiaba Derecho.

En realidad, Pablo ya se había recibido, había puesto un estudio con un amigo y ganaba un poco más que lo suficiente.

El matrimonio seguía una rutina: iban a comer y al cine -en ese orden- los viernes y los sábados. Los domingos recibían amigos en la casa. y los miércoles veían
a los padres de Pablo.

Él estaba más concentrado en su carrera como abogado que en su pareja. y ella seguía teniendo el presentimiento del abandono. De todas formas, estaban bien. Pero las cosas cambiaron cuando Marta quedó embarazada: un terror indefinido empezó a torturarla. Su marido le explicaba que a todas las mujeres les pasa lo mismo cuando van a tener un bebé. Igual, ella sentía que lo suyo era desproporcionado: no podía ser que tuviera pesadillas constantes, y que viera aparecer, como flotando en el aire, a su madre muerta, vestida con su camisón rosa.

Cuando el chico nació, empezaron las primeras peleas. Marta no dejaba que nadie se acercara al hijo, ni siquiera su marido. Una sola vez le permitió bañarlo pero le pareció que él lo hacía mal, que iba a lastimar al bebé. Se pasaba todo el día cuidándolo, mirándolo, vigilándolo.

El socio de Pablo le sugirió que llevara a su mujer a un psicólogo, pero él se negó. Se había acostumbrado al nuevo rol de su mujer, y no le importaba demasiado. Cuando el hijo cumplió dos años, Marta quedó embarazada otra vez. Volvieron las pesadillas y los fantasmas. Nació otro varón. Ella se puso histérica. Se sentía incapaz de criar sola a sus dos bebés, pero al mismo tiempo nadie era lo suficientemente diestro como para ayudarla. Se mudó al cuarto que compartían los chicos, y se levantaba cada hora para ver si respiraban. Ese tema la obsesionaba: todo el tiempo necesitaba eso, estar segura de que seguían respirando.

Cuando el segundo hijo cumplió cinco meses, Pablo hizo realidad el presentimiento de su esposa: la abandonó. Dejó todo y se fue a vivir a Buenos Aires, donde instaló un nuevo estudio con otro amigo.

Los primeros días, Marta no salía del cuarto de sus hijos, salvo para cocinar. Estaba
en estado de shock. Había dejado de llevarlos a la plaza y se negaba a recibir a las pocas amigas que se ofrecían para ayudarla. Sintió, por primera vez, que se quería morir. Lo sintió con una nitidez alarmante. Pero sus hijos la necesitaban. Ella se confundía. Quería estar con los chicos, pero más quería estar con Pablo. El abandono la quebró. Nunca, como en ese momento, había tenido tanta urgencia de estar con su esposo. Empezó a llamarlo por teléfono. Él no hizo ningún esfuerzo por ocultarle la verdad: estaba harto de ella. De los hijos, ni siquiera hablo.

Desesperada, cambió de estrategia: se inscribió en un curso de control mental con el único objetivo de aprender a darle fuerza a sus pensamientos: se pasaba las horas repitiendo el nombre del marido y concentrándose para que él también tuviera ganas de llamarla. Como no lo conseguía, pidió una entrevista con sus profesores, que le recomendaron un psiquiatra. Hastiada de que todo le saliera mal, se dedicó por un tiempo a hamacarse en un sillón con sus dos hijos, uno en cada brazo, escuchando canciones de cuna.

Marta soportó la nueva situación durante tres meses. Su obsesión por los chicos aumentó. Su sueño se hizo tan ligero que creyó enloquecer de cansancio. Pero no podía dejar de controlar la respiración de los dos. Pasaba casi toda la noche acercándose a ellos y poniéndoles la mano cerca de la nariz y la boca, para ver si estaban vivos. Tenía una foto de Pablo a la que le rezaba, como si su marido se hubiese convertido en una especie de santo. "Protegenos, Pablo, protegenos por favor", le decía, antes de besarla y guardarla dentro de una Biblia. Dejó de hablar por teléfono por miedo a que él la llamara justo cuando ella estaba hablando.

Otra de sus obsesiones era el álbum de su boda. Se acordaba de esa noche como de algo místico, no merecido, como una bendición que alcanzó a llegarle una única vez. Imaginaba el resto de su vida como el pago por esa noche, cuyos detalles tétricos ya no recordaba: su memoria había alcanzado a anular cada minuto de llanto en el baño, cuando se le venían a la cabeza las imágenes de su madre y de su abuela.

Al fin, se decidió a ir a Buenos Aires. Llegó una noche, con los dos hijos y una valija azul llena a reventar. Pablo estaba viviendo con un primo. Cuando la vio llegar, sintió por ella un desprecio profundo. Pero no dijo nada y los dejó entrar. Ella lo abrazó con desesperación de ahogada, pero él se liberó de ella y le dijo que nunca volverían a vivir juntos. " ¿Para qué querés estar conmigo, si lo único que hacés en la vida es controlar a tus hijos?", le recriminó. Ella no dijo nada pero íntimamente agradeció que él no la echara a patadas de la casa. Con la ingenuidad de los negadores, pensó que si él no la echaba, era porque todavía sentía algo por ella.

Pablo les armó una cama en el living y se encerró en su cuarto para hablar por teléfono con su hermana. Le pidió las llaves de un departamento que ella conservaba de su época de soltera y le explicó que por unos días necesitaba el lugar para instalar ahí a Marta ya los chicos. Después quiso dormir pero no pudo. Pasó la noche escuchando el llanto de su ex mujer, y sus pasos descalzos sobre el piso de madera.

Al día siguiente, Pablo ayudó a instalarse a Marta y a los chicos en el departamento de dos ambientes de su hermana. Hizo lo que pudo. Pero no pudo mucho. Ni explicarle la situación a Marta, ni prometer que volvería, ni jurar que se estaba
yendo para siempre. Dejó todo en una nebulosa y se fue a trabajar.

Ella pasó una semana de pesadilla. Pablo ya no le atendía los llamados y había ido a verlos una sola vez. Fue un sábado tremendo. Él llegó con una docena de facturas y un par de autitos de plástico para los chicos. Llegó, prendió la radio para escuchar un partido de fútbol, y aceptó el café que le ofrecía su ex mujer, a quien no le dedicó siquiera una mirada compasiva. Sentó al lado suyo a su hijo mayor y lo trató como si fuera el hijo de un pariente lejano y no muy querido. Miró el reloj cientos de veces, se paseó por el departamento con cara de asco y evitó en todo momento estar cerca de su ex. Pero el lugar era demasiado chico como para no toparse con ella todo el tiempo. Marta le dijo que haría cualquier cosa que él quisiera con tal de que estuvieran juntos de nuevo. Él le dijo que haría cualquier cosa en la vida menos volver con ella.

La saña contra Marta sólo se explicaba por el grado de sumisión que ella mostraba con él. Una sumisión tan absoluta que generaba rechazo y hasta desprecio. Ella se daba cuenta, pero no lo podía evitar.

Un lunes ella entendió todo. Pablo nunca volvería. Y ella sola no podría cuidar a los chicos. Los miró. El más grande, de tres años, jugaba con un autito de plástico amarillo. El más chico, de ocho meses, estaba en su corralito, tratando de llamar la atención de su hermano. Le dieron una pena inmensa, la misma pena que ella ya sentía por sí misma. Siguió mirándolos. A medida que pasaban las horas, la pena se transformaba en rencor: eran ellos los que no la dejaban vivir con normalidad, ellos habían destruido su matrimonio. Al rato, el rencor se volvía miedo: ¿Podrían sus hijos llevar una vida normal, siendo que su madre pensaba más en su esposo que en ellos? Los recuerdos de su infancia la abrumaban. Su vida entera le pareció patética y tuvo la certeza de que sus hijos estaban condenados a sufrir, por lo menos, lo mismo que ella había sufrido. Volvió a mirarlos. La idea le resultó intolerable. Tenía que salvarlos. Por supuesto, había una única manera.

Al día siguiente, despertó al más chico y lo sacó en brazos de la cama. Lo bañó, lo vistió, le puso perfume. Mientras lo hacía, lo iba besando y le hablaba. "Mi bebé, ahora te vas a ir y va a estar todo bien. Va a estar todo bien". Lo llevó al living, lo acostó en un sillón y lo miró. El bebé le sonreía y con las manos le agarraba un dedo. Ella lo besó una vez más en la nariz y buscó un almohadón para ahogarlo. Nunca más tendría que preocuparse de si respiraba. Ya no volvería a respirar, y era lo mejor para todos.

Cuando estuvo segura de que había muerto, dejó la almohada en un costado del sillón y se lo quedó viendo. Le pareció el bebé más hermoso del mundo. Mientras lo miraba, entró corriendo su otro hijo. Frenó en seco al ver a su hermano tieso en el sillón. "Mamá, ¿qué le pasa al bebé? ¿Está enfermo?". Ella le sonrió. "Nada, mi amor. Tu hermanito ya no está más. Se fue de viaje, ¿entendés? Y vos, ahora, también te vas a ir de viaje". El chico se asustó. Veía a su madre totalmente distinta. "No, mamá, yo no quiero hacer ese viaje". Marta lo miró con ternura. "Sí, bebé, vos también vas a ir. Pero primero nos vamos a dar un baño, y nos vamos a vestir, ¿sí?".

Marta bañó a su hijo mayor, lo vistió y le puso perfume. Enseguida lo llevó a su cuarto y lo acostó en la cama. Tomó la almohada y lo asfixió, aunque esta vez no fue tan fácil: cuando la detuvieron, tenía las muñecas cubiertas de arañazos.

Una vez que Marta vio que el mayor estaba muerto, lo llevó al living, donde estaba el cadáver de su hermano. Por alguna razón inexplicable, abrió la puerta -que daba a un pasillo exterior- y se sentó en el sillón, sosteniendo en brazos a sus dos hijos. Se hamacaba, los hamacaba, les hablaba, les cantaba canciones de cuna. Un rato más tarde, el portero fue a limpiar el pasillo. Vio la puerta abierta y se asomó. "Señora, ¿le pasa algo a sus chicos?". Ella sonrió. "No. Lo que pasa es que no están más. Se fueron de viaje y ya no están. Se fueron". El diálogo con el portero y la descripción de las muertes fue hecha por la misma Marta Bogado pocos días después de que la detuvieran.

Marta Bogado fue declarada inimputable y terminó en uno de los pabellones del hospital psiquiátrico Moyano, donde inició un tratamiento de recuperación. Durante los primeros tiempos de su internación, ella sostuvo que el suyo fue un crimen altruista. Sus hijos tenían que dejar de sufrir, por eso ella los había matado.

A medida que su cuadro fue mejorando, empezó a tomar conciencia de lo que había hecho. Después de siete años, los médicos le dieron el alta. Estaba curada. Cuando salió del Moyano, ya entendía lo que había pasado. Dos días más tarde se pegó un tiro.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)







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//11 de Agosto, 2010

Marta Odera

por jocharras a las 11:58, en Mujeres Asesinas
Marta Odera

La conocí en un tren, de pura casualidad. y pensé que alguien así era incapaz de matar a una mosca. Era simpática aunque un poco cortada, a lo mejor por ser tímida. Me acuerdo que le pregunté la edad y me dijo que tenía treinta y siete. Yo le daba como cincuenta. Y era monja, aunque no llevaba los hábitos. Pero igual le diría que parecía monja: ese día tenía una pollera azul tableada que le llegaba por debajo de la rodilla, una camisa blanca cerrada hasta el cuello y un saquito negro, o gris, todo estirado. Y los zapatos eran marrones, mocasines, con un taco bajo y cuadrado. Bien de monja. Quién iba a decir que terminaría asesinando a otra mujer".

 

Blanca E. se hizo amiga de Marta Odera cuando la monja iba en tren desde La Plata hasta Constitución. Las dos habían ido a hacer trámites y se sentaron juntas en el primer vagón. Empezaron a hablar porque el tren salió de la estación con más de treinta minutos de retraso. Cuando se bajaron habían intercambiado direcciones y teléfonos y se sentían hermanadas por el destino.

 " A ninguna de las dos nos fue bien en lá vida. Yo tuve una vida difícil. Mis padres murieron cuando yo era chica, me crió mi tía que me pegaba, siempre me faltaron cosas. Marta no se quedaba atrás aunque sus problemas eran distintos. Tenía padres, y muchos hermanos, una familia que la cuidaba, pero ella sufría problemas de salud, le subía mucho la presión, tenía dolores muy fuertes de cabeza, y lo que más le dolía era lo otro: decía que no era una buena monja. Que había tomado los hábitos pero que nunca estaba segura de nada. Yo le preguntaba si lo que le estaba faltando no sería un hombre, una familia, pero ella nunca me contestaba nada. y lo que más le gustaba era contarme cuando se fue de misionera al Amazonas. Recién había tomado los hábitos y se ofreció para ir a Brasil en misión evangélica. Me contaba eso y le cambiaba la cara. Debe haber sido lo mejor que le pasó. Había estado siete años ahí, creo que me dijo siete.De acá salió con dos hermanitas más, pero en Brasil las otras se fueron por otro camino y ella viajó al Amazonas con dos monjas de la zona. Me contó cosas increíbles, porque ellas iban a los lugares donde estaban los indios, y ahí no había baños, ni agua, ni nada. Estaba todo lleno de bichos, llovía sin parar y hacía un calor espantoso. Eso me contaba ella. La verdad, lo que más me gustaba es que me contara de su viaje al Brasil. Al principio, las monjas llegaban a los pueblitos donde vivían los indios y trataban de enseñarles la Biblia y esas cosas. Bueno, Marta decía que ni siquiera eran pueblitos. Pero además tampoco se entendían. Marta había hecho un curso de portugués pero no se entendían, porque muchos ni siquiera hablaban portugués, creo. La cosa es que al poco tiempo tanto Marta como las otras monjas se dieron cuenta de que no ganaban nada con enseñarles religión, así que se dedicaron a darles remedios, ya vacunarlos, ya enseñarles a cuidar a los bebés para que no enfermen. Eso le gustaba, ella se sentía útil por primera vez. Así que trabajó y trabajó entre esa gente. Me mostró fotos también. Había una en la que estaba ella con un bebé en brazos, con varios chicos que la rodeaban y con una vieja muy vieja sentada alIado. Le dije que por qué no tenía hijos ella misma y me dijo que esas cosas no se podían decidir, que el destino decidía. Yen otra foto está en un barco muy grande, lleno de gente, con sus dos compañeras, las tres abrazadas sonriendo a la cámara. Me imagino que vivir siete años en esas condiciones debe ser duro, sobre todo porque ella no estaba bien de salud. Y; según me dijo, la malaria se la contagió a los tres años de llegar. Ella se había instalado en un lugar cerca de un río, decía que había unas treinta casitas, no más, y que se vivía de lo peor. Que faltaba la comida y en una época del año empezó a llover y no paró más. Y que los mosquitos eran una plaga. Parece que los mosquitos llevaban la enfermedad, y que en un momento a ella le dio fiebre, que no se le bajaba con nada, y tenía vómitos y diarrea y esas cosas. Cuando ya no podía ni mantenerse en pie, la acompañaron al pueblo que estaba más cerca y ahí la empezaron a curar. Me dijo que le daban unas pastillas enormes, que no las podía ni tragar, y que después de estar casi un mes en cama volvió a levantarse. Pero nunca se recuperó del todo. Estaba siempre cansada, y se le hacía más y más difícil aguantar el calor. Parece que se quedó un tiempo más en el caserío aquel donde se enfermó y trató de curar a más gente de ahí que tenían la misma enfermedad. Después se fue a un lugar más grande, porque estaba muy débil y era mejor que tuviera más comodidades, agua, baños, enfermería. Pero en el nuevo lugar la gente mucho no la quería, los chicos se reían de ella y nadie le hacía caso. Ella tenía que convencer a las parejas que vivían juntas para que se casaran por iglesia y bautizaran a sus hijos. Para eso iba un cura una vez por mes, porque esas cosas las monjas no las pueden hacer, pero cada vez que llegaba el cura no tenía a nadie para casar ni para bautizar y Marta se sentía culpable. No sé si fue ahí que la mandaron a estudiar enfermería. Ella hizo el curso y la terminó y hasta estuvo un tiempo trabajando. Era buena para eso, tenía buena mano, a mí me daba inyecciones y ni las sentía. Pero al final le volvió a agarrar la fiebre y se tuvo que volver, o la mandaron de vuelta  y cuando llegó a Buenos Aires, al poco tiempo conoció a la otra, a Marta Fernández. Eso la arruinó .

Marta Silvia Fernández siempre quiso ser actriz, pero nunca logró ningún papel importante. Lo máximo que obtuvo fueron algunos trabajos como extra en la televisión. Era peleadora por naturaleza, y solía terminar a los gritos con sus compañeras de trabajo: a pesar de que hacía grandes esfuerzos para ser aceptada, su carácter despótico la traicionaba.

" Yo la aguanté bastante -cuenta Silvia R., vecina de Fernández-. Era insoportable. Siempre pedía dinero prestado, o ropa, o llegaba a la hora de la comida para no tener que cocinar ella misma. Por suerte, cuando se sintió muy apretada porque andaba sin trabajo, se casó con un tipo mucho mayor que ella, un viejo, pero buena persona. Yo ni loca me casaba con él, pero Marta no le hacía asco a nada. y no es que el tipo tuviera guita, pero por lo menos le daba casa y comida y la obra social. No sé por qué, ella siempre decía que después de casada iba a tener obra social. Pero el matrimonio era un infierno, ella protestaba todo el día, gastaba más de lo que podían gastar y hastá me parece que un par de veces al viejo le pegó. Ella a él, quiero decir. Debe haber pasado algo así porque el viejo se internó en un geriátrico él solito. Mirá que yo conozco gente que está en geriátricos, pero no conozco a nadie que se interne solo, siempre los dejan ahí los hijos, ¿no? Pero él quiso ir ahí, debe haber sido para zafar de la mujer. y lo más gracioso es que en el geriátrico dejó dicho que no quería recibir la visita de la esposa. Y entonces conoció a la otra Marta, la monjita. Porque también la monjita se llamaba Marta. Bueno, parece que esta Marta, mi amiga entre comillas, fue a la obra social a hacer un trámite y no sé por qué estaba ahí la monja, y se pusieron a charlar, y al final le contó que su marido estaba internado y que no podía visitarlo y no sé qué, y si ella, la monja, podía ayudarla para entrar al geriátrico. Lo que no entiendo es cómo la monja se metió en esa historia, cómo no pensó que si el tipo no quería verla por algo sería. Bueno, la cosa es que se hicieron amigas y poco después Marta vino a a decirme que se iba a vivir con la monja, que a esa altura ya no era monja porque había pedido algo así como una licencia. y se fueron a vivir juntas. Marta pasó del viejo a la monja, qué grande.

Cuando volvió del Amazonas, Marta Graciela Odera tuvo una profunda crisis religjosa. En realidad, desde que tomó la decisión de hacerse monja había pasado por varias etapas de dudas existenciales de distinta índole. Pero fue la vuelta a Buenos Aires lo que hizo recrudecer su ambivalencia respecto de la fe. Desorientada, le pidió ayuda a un sacerdote que había conocido en La Paternal, el padre Wendelin Rofner, quien le aconsejó tomarse una licencia de dos años que le permitiera reflexionar acerca de su vocación.

Una vez que dejó los hábitos en forma provisoria, Odera siguió visitando al padre Rofner, que se había convertido en su guía espiritual. Ella pasaba varias veces por semana por la Congregación de los Camilos y se quedaba horas hablando a solas con él. Le confesó que quería vivir con una amiga, pero que no tenía manera de alquilar una vivienda. No tenía dinero suficiente ni garantías inmobiliarias, y su furura compañera tampoco. Rofner citó a una vecina del barrio que había dividido su casa en cinco departamentos para alquilar, y consiguió uno para la ex monja y su amiga. Quedaba en la calle Ávalos 340, departamento 5. Odera estaba encantada: le parecía un lugar ideal para intentar una vida nueva con su amiga.

Blanca, la amiga que Odera conoció en el tren, tuvo un mal presentimiento en cuanto conoció a la mujer que viviría con la ex monja " Yo la vi y supe que algo malo iba a pasar, le juro. Esa Marta tenía cara de, no sé, de mala persona. y mi amiga confiaba tanto en ella. Yo no sé qué pasaba entre ellas ni quiero saber, porque apenas se mudaron a la casa de La Paternal casi dejamos de vernos. La otra mujer no quería que Martita viniera a mi casa, ni que me llamara por teléfono ni nada. Es de no creer, mire. Y al principio ella estaba contenta, pero no le duró nada. Una tarde vino a verme llorando. Tenía un ojo todo morado de un golpe. La otra le había pegado. Y me dijo que no había sido la primera vez. Ella parecía muy preocupada por si yo pensaba mal. Me decía todo el tiempo que eran amigas, que no me imaginara cosas, pero yo fui clara y le dije que no era normal que una amiga le pegara así a otra si no había algo más. Ella me juró que eran nada más que amigas, y mire que yo así directo no le había preguntado. Cuando volvió la segunda vez con golpes, ya no en la cara sino en los brazos y la espalda, la convencí para que hiciera la denuncia a la policía. Yo tengo una amiga abogada que la acompañó, fueron a la comisaría 41 varias veces, pero nunca le hicieron caso. Y después Marta se fue de ahí, dejó la casa que ella misma había conseguido y se fue a una pensión. Yo le dije que la que tenía que irse era la otra pero no había forma de sacarla de ahí. Y Martita era incapaz de echar a su amiga de la casa, era así de buena. El cura que siempre estaba con ella la ayudó a buscar la pensión, y la ayudó a mudarse. Pero lo peor es que Marta seguía volviendo a la casa porque extrañaba a la amiga. Y mire que se peleaban. ..Se mataban. Mejor dicho, la otra le pegaba a Martita todo el tiempo, y le gritaba, y la basureaba"

Me olvidé de contarle otra cosa importante. Marta me dijo una vez que la otra llamaba todo el tiempo a la congregación para decir que ellas eran novias, que a Marta le gustaban las mujeres. Le quería arruinar la vida. Yo creo que eso fue la que a ella más furiosa la puso, y por eso se decidió a hacer la denuncia en la policía, si no, ni loca iba a hacerle algo así a la otra. Pero ella estaba furiosa. Me decía que su amiga la quería hundir. y tenía una frase que me voy a acordar siempre: 'Me está difamando', decía. Era porque la otra decía que eran novias y encima se lo contaba por teléfono a los curas. La verdad es que Martita seguro que volvía a tomar los hábitos, siempre decía que era lo único que sabía hacer, rezar y vivir con otras monjas".

La noche del lunes 23 de noviembre de 1998 Marta Odera salió de su pensión de Federico Lacroze al 2100 y fue a visitar a su amiga Marta Silvia Fernández. A pesar de que en cada encuentro la mujer la golpeaba y la insultaba, ella no podía resistir el impulso de ir a visitarla. Los vecinos estaban hartos de escuchar las discusiones permanentes, los gritos, los ruidos de botellas estrelladas contra el suelo y las paredes. Los escándalos eran siempre de madrugada, y predominaba la voz asustada de la ex monja. Pero ese lunes las cosas cambiaron. La discusión se desató más temprano de la habitual, cerca de las diez de la noche. y no hubo en el barrio un instante de paz hasta las dos del día siguiente. Se escuchaban muebles que se corrían, aullidos, insultos, vidrios rotos y llantos. Con una variante: la que gritaba con desesperación no era Odera sino Fernández. Varios vecinos confesaron que no llamaron a la policía porque ya habían escuchado antes muchas peleas de ese tipo, aunque más moderadas.

A las siete de la mañana siguiente, Zulma, la dueña del departamento, golpeó a la puerta de las mujeres, decidida a darles un últimatum: o prometían no volver a pelear a los gritos, o se iban. Pero nadie contestó. pensando que la lucha las había agotado, se fue a trabajar y volvió a las tres de la tarde. Una vez más, tocó timbre. Nada. Entonces sospechó que algo grave había pasado.

Fue a buscar al padre Rofner y lo llevó a la rastra para que se hiciera cargo de lo que ella ya imaginaba como un drama. Antes de volver al departamento de las mujeres fue al suyo a buscar una copia de la llave.

Cuando entraron no vieron nada salvo unos cuantos ceniceros desbordantes de colillas tirados por el piso. Pero cuando entraron al comedor vieron lo que quedaba del cuerpo de Fernández, una masa retorcida de carne acuchillada. Rofner desvió la mirada y se persignó. Zulma salió corriendo, histérica, a llamar a la policía.

Jorge Moreno, comisario de la 41, dio a entender que pocas veces había visto algo semejante. Hernández había recibido exactamente 161 puñaladas. Cerca del cadáver había, tirado, un cuchillo tramontina, por alguna razón el favorito de los criminales.

Los policías le exigieron a Rofner que les diera la nueva dirección de Odera. Fueron a buscarla. La esperaron y la rastrearon en la zona, hasta que cerca de las nueve de la noche del mismo 24 la vieron a pocas cuadras de la pensión. Estaba caminando con la mirada perdida. Tenía escoriaciones en piernas, rodillas y codos. Los hematomas de sus ojos no eran recientes sino que llevaban por lo menos tres días.

Pocas horas después de su detención, Odera sufrió un ataque de hipertensión y fue trasladada de urgencia a la Unidad 4 de clínica médica del Hospital Álvarez. Al día siguiente fue interrogada por el juez a cargo de la causa, Carlos Luciani. Odera, sin embargo, no dijo nada.

Sus abogados defensores buscaron de inmediato demostrar la inimputabilidad de la ex monja. No era complicado: no parece muy normal matar a alguien de 161 puñaladas, cuando, como decían los mismos policías que la arrestaron, "en realidad no son necesarias más de dos o tres bien dadas, entonces, ¿para qué tanto esfuerzo?".

Cuando se decidió a hablar con los psicólogos y psiquiatras que la examinaron, Odera desplegó un discurso deshilvanado e incoherente. Nunca confesó haber matado a su amiga y, de hecho, no hubo una sola prueba en su contra, más allá de la deducción lógica. Sí parecía apenada por el final trágico de la mujer, ya su vez indignada con ella por sus actitudes previas a la muerte. "Me difamaba", repetía. Los peritos forenses coincidieron en que la mujer había actuado con inconsciencia temporal y detectaron "personalidad epileptoide" y "alteraciones en la conducta originadas por una patología de base orgánica cerebral".

Fue declarada inimputable e internada en el Hospital Moyano, donde recibía la visita constante de sus familiares. Un año después quedó en libertad: ya no se la consideraba peligrosa. Cuando insinuó que quería retomar su vida de monja, le explicaron, lo más diplomáticamente que pudieron, que desde Roma había llegado el mandato de expulsarla de la orden.

Sus hermanos la llevaron a vivir con ellos, en una casa de campo familiar, en la provincia de Buenos Aires. Todas las mañanas y todas las noches, Odera reza en voz alta por la paz del mundo, por la salud de sus familiares, y por el alma de su amiga muerta.


Fuente :

Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)

 

 

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