NINA L. " Desconfiada"
Cuando
llegaron a la casa, los dos policías encontraron la puerta semiabierta.
Entraron. Las persianas estaban bajas y en el aire se olía a quemado. Uno de
ellos avanzó por el pasillo y le indicó al otro, más joven, que fuera a la
cocina.
El
primero fue caminando despacio, siguiendo el sonido de una radio. Cuando entró
al dormitorio se quedó unos instantes paralizado y enseguida llamó a una
ambulancia.
Muy
alterado corrió a encontrarse con el otro y le resumió la situación. Juntos
entraron al living y encontraron a Nina L. sentada en un banco de madera, en
penumbras.
Uno
de ellos llevó la mano a la cartuchera del revólver, pero al acercarse advirtió
que no había peligro. La mujer parecía tranquila. Miró a los policías sin
asombro ni temor. El más viejo se le acercó. Ella advirtió que iba a hacerle
preguntas. Lo paró con un gesto y negó con la cabeza y dijo “ No tengo recuerdos “.
Desde
que su marido le había instalado una mercería en el barrio, Nina
se obligaba a cumplir horario que iba desde las diez de la mañana hasta las
siete de la tarde, con una hora y media de descanso al mediodía. Muchas veces
entraban apenas dos o tres clientes en todo el día, pero Nina se negaba a reducir el
horario de atención. "Siempre puede
venir alguien a último momento", se ilusionaba. Pero sus
ilusiones eran infundadas: el barrio se había colmado de casas precarias, cuyos
habitantes difícilmente tenían dinero para comprar. y los vecinos de siempre,
los de antes, estaban empezando a emigrar.
Aburrida
y nerviosa, Nina
se acodó en el mostrador con la vista clavada en el reloj que colgaba de la
pared de enfrente. Cuando dieron las siete se levantó, sacó de la caja unos
míseros billetes y unas cuantas monedas, bajó la persiana, puso los dos
candados y fue a su casa.
Cuando
abrió la puerta escuchó voces. Le pareció extraño: muy rara vez ellos recibían
visitas. Fue directo a la cocina. Encontró a su marido charlando con, Gabriela, la hija de su amiga Luisa.
Todavía llevaba puesto su uniforme del colegio y estaba tomando un café con
leche.
Gabriela se levantó, se
acercó a saludarla y le preguntó si no había visto a su madre.
Nina le explicó que
no, que los días de semana a esa hora no solían encontrarse. Gabriela suspiró, indecisa., "Entonces
voy a ver qué hago. " Abrazó a Nina, le dio un beso a José y salió muy apurada.
José, el marido de Nina,
había llegado a su casa antes que su esposa. En la puerta encontró a Gabriela, que había ido a preguntar por su madre.
José la invitó a
pasar. Entraron a la cocina y José, sin saber qué hacer
ni de qué hablar, se puso a preparar café. Gabriela sí sabía qué
hacer: lo miró a los ojos y se paró muy cerca de él, rozándolo con su uniforme
del colegio.
José, confuso, se
quedó en el lugar mientras Gabriela le preguntaba por
su trabajo, por sus horarios, por su vida. El marido de Nina estaba atónito: hasta ese
momento no había advertido que la chica, hija de la mejor amiga de su esposa, había
crecido con tanta rapidez.
Gabriela no ocultaba sus
intenciones. Hacía tiempo que le gustaba José y estaba dispuesta a
tener algo con él. Por eso, a la salida del colegio había ido a esperarlo a la
puerta de su casa, apurada, casi corriendo: quería llegar antes que Nina
y estar a solas con él.
Mientras
José batía el café instantáneo, tratando de adivinar si lo
que estaba pasando era real o producto de su imaginación, Gabrie.la se paró
atrás de él y le apoyó las tetas en la espalda, señalando un estante alto.
"Mirá! Ahí tenés canela, ponéle a mi café."
Confuso, José miró los estantes de su cocina y a Gabriela, que ya había ido a buscar el frasco y estiraba los
brazos para alcanzarlo, consciente de que .la pollera treparía y dejaría ver su
bombacha. Cuando alcanzó el frasco, otro recipiente se abrió y le cayó en la
cara. Gabriela se tapó los ojos con una mano,
puteando por lo bajo, mientras José se acercaba a ayudar.
No había sido nada. Gabriela se enjuagó los
ojos con agua fría y siguió con su tarea de seducción. Fue al grano. Le
preguntó si alguna vez iba a algún lado a la salida del trabajo, antes de
volver a la casa con la esposa. Avergonzado, José
reconoció que no salía mucho, pero que a veces iba al bar de la estación con
algunos compañeros. "Mirá qué bien.
Yo también voy ahí, a veces, después del colegio. A tomar cerveza."
Los dos se miraron. Gabriela siguió atacando.
"Mañana voy a estar ahí, a las seis."
Mudo,
José volvió a mirarla y bajó la vista. Le puso agua al café y
le agregó la canela.
Gabriela se sentó con su
taza desafiante. José, alelado e incómodo, empezó a
preguntarle por el colegio y los profesores hasta que se abrió la puerta y
entró Nina.
Esa
noche, durante la cena, Nina le comentó al marido que le parecía
extraña la conducta de Gabriela. "Yo la veo rara. Ella sabía que con Luisa hoy íbamos a
trabajar más temprano, en la mercería. No podía estar acá conmigo."
José, sintiéndose
culpable de entrada, relativizó todo. "Es
chica, se debe haber confundido." Nina empezó a hacer memoria. No
había tenido hijos, pero había vivido muy de cerca la crianza de Gabriela. La había cambiado, le había dado de comer, la había
bañado y la había ayudado en sus tareas escolares.
No
es que lo hiciera porque le gustaran especialmente los chicos sino por
solidaridad con su amiga Luisa, cuyo esposo se había
ido con otra mujer cuando Gabriela todavía no había
cumplido tres años.
Pero
esa tarde, cuando volvió a su casa y la vio en la cocina tomando un café con José, advirtió de golpe el paso del tiempo. Se sintió ella
misma vieja y fuera de carrera. Esos dieciséis años habían marcado en Gabriela la transición entre un bebé y una adolescente voluptuosa,
mientras que en ella significaba el fin de una mujer medianamente atractiva
para dar paso al inevitable deterioro de la vejez. "Está
linda, ¿no?", le preguntó, entre nostálgica y ofendida, a
su marido.
José, inquieto,
prefirió eludir la pregunta. Retrucó eligiendo un tema conflictivo para su
mujer: la mercería. Nina tuvo que admitir, como lo hacía siempre
en los últimos meses, que el negocio no funcionaba. Su marido fue brutal.
"Entonces hay que ver qué hacemos. Por ahí
vamos a tener que cerrar." Nina le mintió que había mínimos
síntomas de mejora.
La
posibilidad de quedarse sin la mercería la trastornaba. Por más que no ganara
dinero, su negocio la hacía sentirse parte de algo que la conectaba con los
demás seres humanos: mal que mal, las pequeñas transacciones entre unos hilos y
unos pocos pesos se inscribían en un mundo laboral y económico que la sacaba
del claustro hogareño.
Se
quedaron en silencio un rato y de pronto Nina recordó algo. "Decime:
¿Gabriela estaba llorando?"
Por
unos instantes José sintió el temor absurdo y soberbio de
haber sido él mismo el responsable del llanto de la chica. Enseguida revivió la
escena del café y sonrió. "Qué va a llorar.
Le entró algo en el ojo."
A la
mañana siguiente Nina estaba ordenando la casa antes de salir cuando José le pidió una camisa que solamente usaba en casamientos y
reuniones familiares.
Lo
miró y lo vio peinado, afeitado y con unos pantalones de corderoy inapropiados
para su trabajo como empleado en una empresa de fletes y mudanzas. cuando le
señaló que su ropa iba a arruinarse José la miró con
indiferencia. "Bueno, que se me arruine ahora antes de que
la coman las polillas."
Nina le alcanzó la
camisa que él buscaba y siguió en lo suyo. Por un momento unió la repentina preocupación
de su marido por su aspecto con la visita de Gabriela el
día anterior. Descartó la idea en el acto. Si su marido iba a engañarla,
elegiría a otra mujer. José era demasiado
conservador y prolijo como para relacionarse con alguien como Gabriela, menor de edad, en plena crisis adolescente y
cercana a su propia esposa.
Nina terminó con sus
asuntos domésticos y fue a la mercería. Dos horas después apenas había vendido
un cierre relámpago. y seguía pensando en la visita de Gabriela.
A
las seis de la tarde José entró al. bar de la
estación. Caminó hacia la barra y miró a su alrededor. En una mesa cerca de los
baños estaba Gabriela tomando una gaseosa. Caminó hacia
ella de manera casual, sintiendo que todos los iban a mirar, asustado por la
posibilidad de encontrarse con un conocido. Se sentó frente a ella, que se
reclinó por encima de la mesa para saludarlo con un beso. José pidió
una cerveza y se dio cuenta de que no sabía qué decir. Gabriela
manejó la situación. Hablaba sin parar y le rozaba las piernas con sus rodillas.
Poco más tarde, los miedos de José se hicieron realidad.
Un
compañero de trabajo se acercó a saludarlo, mirando a Gabriela con
curiosidad. Una vez más, ella sacó las papas del fuego. Adoptó un aire cansino
y se presentó. "Gabriela, cómo
le va. Mi mamá trabaja con la mujer de él." El otro, ya desinteresado,
saludó y se fue.
Cuando
quedaron solos, José estaba más nervioso que nunca. Miró a su
alrededor y le dijo que estaban en el lugar equivocado: podían entrar amigos y
conocidos.
Gabriela le agarró el
vaso, tomó un buen trago de cerveza e intensificó la presión de sus rodillas
contra las piernas de José. "Pagá y vamos."
Afuera
ya era casi de noche. Se besaron en la vereda y diez minutos después estaban
entrando a la habitación de un hotel.
José tenía dudas,
después de todo Gabriela era una especie de sobrina postiza,
más de treinta años menor que él y con notorios problemas de conducta.
Pero
ella se encargó de convencerlo. Usó el método que -según les contaba a sus amigas-
daba resultado con los hombres mayores: en los hechos avanzaba, metiendo mano,
tocando y besando, mientras que con voz forzadamente infantil insinuaba que
tenían que parar porque ella era una menor que ni siquiera sabía cómo se hacían
las cosas en la cama.
Cuando
terminaron, Gabriela estaba entusiasmada. Con inquietud, José la escuchaba armar planes a futuro, pronosticando citas
y encuentros permanentes.
Mientras
se ponía el uniforme del colegio le dijo que volverían a verse el viernes.
José recordó que los
viernes su esposa y él se encontraban temprano para ir al cine. Era una salida
impostergable, la única de la semana, que cumplían a rajatabla desde hacía
muchísimos años. Le dijo a Gabriela " que los viernes eran días complicados.” Le
propuso, en cambio, encontrarse el martes siguiente.
Gabriela lo abrazó,
divertida, y le besó el cuello. "El viernes. Vas
a poder."
La
relación entre Gabriela y José
avanzaba, circunscripta a los límites del hotel y de un bar más o menos ignoto.
Gabriela ya había tenido
muchos novios y amantes, pero con sus dieciséis años todavía no tenía en claro
ciertos elementos básicos de la vida. Estaba segura de que José dejaría
a Nina
para irse con ella: creía que su edad y sus condiciones eróticas eran
suficientes para que un hombre como José rompiera con su pasado
sin titubear.
José, por su parte,
vivía en un limbo sexual desconocido y quería seguir en él todo el tiempo
necesario. Advertía que Gabriela era histérica y
problemática, pero estaba dispuesto a seguir adelante. Soportaba sus berrinches
y demandas como parte de un precio que tenía que pagar por meterse en su cama.
Por supuesto, jamás se le había cruzado por la cabeza dejar a Nina,
aunque a Gabriela le juraba que sí lo haría, después de
un tiempo prudencial.
Nina se daba cuenta
de que su marido estaba distinto. Llegaba más tarde, se compraba ropa, usaba
perfume, se bañaba en horarios distintos y estaba culposo e irritable.
José, que siempre
había sido amable con Luisa, había adoptado una
actitud esquiva. Cuando la veía en el living, trabajando con Nina,
anunciaba que no se sentía muy bien o que estaba cansado y se iba a su dormitorio,
temeroso de ser delatado.
Una
tarde, al llegar de su trabajo, se encontró con la propia Gabriela en
su casa. Lívido, José se acercó a saludarla bajo la
mirada atenta de su esposa.
Luisa, que también
estaba en el grupo de mujeres, bromeó acerca de su palidez y su incomodidad.
Gabriela, que adoraba
las situaciones de riesgo, estaba feliz. Trataba a José con una
nueva familiaridad, intentando que Nina se diera cuenta de todo.
Cuando
las dos se fueron, Nina enfrentó a su marido y le preguntó, sin
dar vueltas, si estaba interesado en la hija de su socia. José
reaccionó apelando a los peores trucos masculinos: manifestó un enorme asombro
ante los lascivos pensamientos de su esposa y la acusó de desconfiada y loca.
De paso le recordó que él la había ayudado durante toda su vida en común, y
que, de hecho, le había instalado la mercería para sacarla de su incipiente
depresión. No era justo que en vez de agradecimiento, él recibiera ese trato.
Las
exigencias de Gabriela fueron en aumento. A los dos meses de
haber iniciado la relación con José, le anunció que no se
iba a conformar con verlo dos veces por semana. "Mínimo
tres", decidió. Para José era imposible: ya
bastante le costaba justificar esas dos veces a la semana en las que volvía a
su casa varias horas más tarde que lo habitual. Su presupuesto tampoco
soportaba tres turnos semanales en un hotel.
También
había empezado a asustarse con la actitud patoteril de Gabriela, que
amenazaba con contarle todo a su mujer si él no se separaba a la brevedad.
Sus
exigencias lo agobiaban, pero no quería dejar a su amante: si lo hacía no le
esperaba otra cosa que volver a su vida anodina de exclusividad marital. En
resumen José estaba harto de Gabriela y
sus caprichos, pero no había pasado el tiempo suficiente como para apaciguar su
entusiasmo sexual.
Gabriela también sabía
con absoluta claridad cuál era la manera de mantener a José prendido
a ese amantazgo. Esa sabiduría la enorgullecía, y festejaba sus logros y
avances con varias de sus amigas del colegio.
Cuando
se encontraba con Luisa, Nina intentaba averiguar. A esa
altura, ya estaba casi segura de que su esposo la engañaba con Gabriela.
En
el living de su amiga, cortando y cosiendo, Nina le preguntaba por su hija,
sus horarios y actividades, y sus relaciones con los hombres. Cuando se topaba
con Gabriela, se daba cuenta de que la miraba con cierta sorna y
de que había modificado por completo su manera de relacionarse con ella.
Cuando
le comentó a su amiga esos cambios de actitud, Luisa le
contó que su hija estaba pasando por una etapa difícil de su adolescencia, y
que le resultaba imposible controlarla. "Debe
estar saliendo con alguien, pero a mí nunca me cuenta nada. Está medio misteriosa.
"
Cada
cosa que le decía Luisa reforzaba su teoría
de una relación clandestina, pero no se animaba a acusar directamente a su
marido.
Un
sábado a la tarde, mientras se despedía de Luisa, su amiga se acordó
de agradecerle un libro de historia. Nina la miró sin entender. "Sí, el libro que José le regaló a Gabriela.
"
Luisa se dio cuenta
de la perplejidad de Nina y trató de minimizar el asunto. "Viste cómo es Gabriela. Pesada. Se debe haber encontrado
con José en la calle y le debe haber pedido que le compre el libro. Y José, con
lo bueno que es..."
Nina volvió a su
casa furiosa y encontró a su marido en la cocina, tomando un vino. Lo encaró.
" ¿No tenés que contarme nada?"
José se sintió acorralado pero actuó como si no entendiera de
qué le estaban hablando. Le dijo a su mujer que no le gustaba ese tono acusatorio
y que fuera clara. Nina le mencionó el libro de historia. "
¿ Por qué le hacés regalos? ¿Cuándo la viste? ¿Dónde?"
José tomó aire, pensó un segundo y contraatacó. " ¿Ahora me venís a hacer quilombos con la hija de tu amiga?
Me la encontré en la calle y me pidió plata.
¡Le tuve que dar! Y es
la hija de una amiga tuya, no de una amiga mía! "
José miró a Nina,
que empezaba a dudar. Esa duda le dio pie para seguir en la línea acusatoria.
Volvió a recalcar la insistencia de Gabriela en pedirle dinero,
y le recordó, como tantas otras veces, que mes a mes era él quien tenía que
pagar el alquiler del local donde funcionaba la mercería. y que ese alquiler y
esa mercería no le reportaban ninguna ganancia sino que formaban parte de un
gesto que él había tenido con ella, su esposa, para alegrarle la vida. Nina
estaba muda, pero José no estaba dispuesto a
terminar. Ahora que había ganado la partida sacaba a relucir todos sus actos de
generosidad, incluyendo las veces que le daba dinero a su suegra para pagar los
remedios. Todo para qué, se preguntaba, si al final, como resultado, lo
acusaban de comprar un libro y sugerían todo tipo de perversidades.
Nina aceptó las
explicaciones del marido. Sin embargo, seguía dudando.
Atormentada,
había multiplicado la dosis de ansiolíticos, que combinaba con antidepresivos.
En la mercería pasaba horas enteras recordando los diálogos que había mantenido
con José. Trataba de encontrar alguna señal que le indicara qué
era lo que estaba pasando, por dónde se colaban las probables mentiras de su
esposo.
Intensificó
también los interrogatorios solapados a Luisa. Después, en la soledad
de la mercería, armaba cronogramas con los horarios de Gabriela -según
los datos que le pasaba su amiga- y los comparaba con la agenda de José.
Pero
todo se complicaba. Ni Luisa estaba segura de lo
que hacía su hija, a qué horas entraba y salía de los lugares, ni ella misma
podía asegurar los itinerarios de su esposo, que iban cambiando según las
necesidades de la empresa de fletes.
Una
noche, mientras ella y su marido estaban viendo televisión, tocaron el timbre. Nina,
despreocupada, le dijo que seguramente eran los recolectores de basura pidiendo
dinero. José salió a abrir. Ella se quedó frente al
televisor, pero al final decidió ir a ver qué estaba pasando. Cuando llegó a la
puerta vio a José hablando con Gabriela. Le
pareció que estaban discutiendo. Nina, alerta, se arrimó y preguntó qué pasaba.
Gabriela la miró de arriba abajo. "Ya le
dije a tu marido... Busco a mi mamá, como siempre." Nina
sintió claramente dos cosas: el regocijo de Gabriela al
verla desarreglada y en pantuflas, y la mirada culpable de José.
Cuando
Gabriela se fue y ellos entraron a la casa, Nina
no aguantó la incertidumbre. " ¿Qué te pasa con
esa chica? Te vi cómo la
mirabas." José, nerviosísimo, solamente
atinó a decirle que lo dejara en paz. Se sirvió un vaso de vino y se plantó
frente al televisor, ignorando a su mujer. Nina, que hacía semanas que soportaba una
tremenda ansiedad imaginando la infidelidad del marido, le apagó el televisor;
lo miró a los ojos y lo señaló con un dedo acusador. "La
chica es menor de edad. Si pasa algo con Gabriela vas preso. ¿Y sabés quién te va a denunciar? Yo te voy a denunciar! Yo personalmente."
José le sonrió con desprecio y siguió tomando su vino. Nina
estaba sobrepasada y quería seguir la discusión. " Te vi!
Te vi cómo mirabas a esa nena! " José se levantó y fue a su dormitorio. Antes, se dio vuelta y
retrucó. "La nena tiene más tetas y culo que vos. y
si me apurás, seguro tiene más calle. Así que no me vengas con pelotudeces.
"
Después
de la pelea con Nina,
José intentó desactivar su romance clandestino. Se daba
cuenta de que la situación se le estaba yendo de las manos y que Nina
estaba a punto de descubrirlo. Era evidente, además, que Gabriela
haría lo imposible para que todo el mundo se enterarse de que ellos eran
amantes.
Una
tarde, en el hotel, cuando ya habían terminado, él le dijo que por un tiempo
tendrían que verse menos. Inventó que en el trabajo tenía que hacer turnos
suplementarios para cubrir a un compañero al que habían despedido. Gabriela intuyó que había otras razones y le preguntó si él
estaba asustado por la diferencia de edad. José, con inocencia, creyó
que Gabriela estaba al fin entrando en razón y admitió que sí,
que ella era muy chica para estar con alguien tan grande, y que además, por si
todos esos motivos fueran insuficientes, estaba el tema del dinero: le era
imposible seguir pagando los turnos del hotel. Gabriela lo
miró con rencor y le dijo lo que le decía siempre. "Decí
lo que quieras. Pero no me vas a dejar."
Esa
noche, cuando fueron a la cama, José intentó hablar
amigablemente con su esposa. Se sentía en falta con ella, y agradecía que
durante unos cuantos días no , hubiera hecho ninguna mención a Gabriela.
Antes
de apagar la luz, José le preguntó por su
salud, por su estado de ánimo y por la mercería. Tampoco tenía muchos otros
temas de los que hablar. Nina, que había vivido esos días con la
ilusión de que todo podía volver a ser como antes, le contó que estaba bien, y
que confiaba en que la mercería iba a repuntar. Enseguida recordó que tenía que
comprar medicamentos para su madre, que estaba a su cargo desde hacía un buen
tiempo. Incómoda, le pidió el dinero al marido. José hizo cuentas:
si tenía que pagar los turnos de los hoteles, no podía comprar los remedios de
la suegra. Pensó también que su escasez monetaria le daría lugar a Nina
para revivir sus sospechas con Gabriela. Apagó la luz y le
preguntó a la mujer por qué no sacaba ese dinero de las ganancias de la
mercería. "No ganarás mucho pero para comprar remedios
te debe alcanzar, ¿no?"
Nina
tuvo que reconocer que no, que no le alcanzaba ni para eso.
José no pudo
contenerse y volvió a sus amargas quejas: todo el mundo tenía que recurrir a
él, que trabajaba como una bestia y terminaba sin nada. En eso estaba cuando
sonó el teléfono. Los dos se miraron. José no tuvo la menor duda:
era Gabriela. Se levantó de un salto y anunció que estaba
esperando un llamado por trabajo. "Es por un flete
que tengo que hacer mañana", dijo, mientras corría a la
cocina a atender.
Por
supuesto, era Gabriela, que apenas escuchó a José le dijo que lo necesitaba, que lo quería y que no estaba
dispuesta a dejar de verlo ni por cuestiones de horarios ni por ninguna otra
cosa. José, muy nervioso, le contestó en tono muy
bajo que él también la quería y que al día siguiente la iba a llamar. Cortó.
Subió la voz para que su esposa lo escuchara e inventó una conversación
profesional.
Volvió
a la cama y se acostó, protestando por las exigencias del supuesto cliente.
Antes de dormir se dio la vuelta y le dijo a Nina que le daría el dinero para
los remedios de su madre.
Al
día siguiente, Nina
abrió la mercería más temprano que de costumbre. No quería quedarse en su casa
a desayunar con José. Le daba rabia y pena verlo mentir.
Estaba convencida de que había sido Gabriela quien había
llamado por teléfono durante la noche y sabía que José sería
incapaz de admitirlo.
Abrió
la persiana del local con un cansancio infinito, tomó un par de ansiolíticos y
se dedicó a esperar.
Poco
después de las dos de la tarde apareció Luisa, feliz porque les
habían encargado otros cincuenta manteles. Nina, sin expresar emoción alguna, le preguntó
si su hija y su marido tenían una relación. Luisa no
podía creer lo que escuchaba. Pensaba, sí, que José miraba a
su hija más de la cuenta, pero le parecía perfectamente natural: su hija era
joven y linda, y los hombres de la edad de José solían fantasear con
adolescentes atractivas. Sabía también que a su hija le gustaban los hombres
mayores, pero estaba segura de que los dos serían incapaces de algo semejante.
Miró a Nina
y le pareció mezquina y envidiosa. Le molestaban la juventud y la belleza de su
hija, y la estaba acusando de querer robar- le el marido. Ofendida, le dijo que
estaba harta de ella y se fue dando un portazo.
Sin
embargo, le contó el episodio a su hija con cierta inquietud, temiendo que
hubiera algo de cierto en las maquinaciones de Nina. Gabriela
escuchó admirada: todo se estaba dando de la mejor manera. Nina se iba a enterar de lo que
estaba pasando y sería ella misma quien le pediría el divorcio al marido. Miró
a su madre con aire enigmático y le dijo que su relación con José no era asunto de ella.
Mientras
tanto, Gabriela seguía con su acoso. Llamaba a la
casa de José varias veces por día, lo iba a buscar al
trabajo, le proponía citas a horas imposibles. Agobiado, José se daba
cuenta de que era incapaz de seguir viviendo con tanta presión.
Una
tarde en que Gabriela fue a buscarlo al trabajo, José pensó que era el momento de cortar. La llevó a un bar y
le explicó que, entre otras cosas, ni siquiera tenía dinero para pagar el turno
de un hotel. Gabriela, riéndose con cinismo, le propuso que
fueran más prácticos. "Vamos a tu casa
o a la mía. Total, me parece que Nina y mi mamá ya saben. Tu mujer le preguntó
a mi vieja si nosotros dos estamos saliendo. "
José se dio cuenta
de que todo era más complicado de lo que él mismo pensaba. Le dijo a Gabriela que tendrían que dejar de verse por algunas semanas
hasta que todo estuviera más calmo. Gabriela fue terminante:
sólo aceptaría la propuesta si él volvía separado y dispuesto a vivir con ella.
José, apremiado y sin fuerzas para seguir discutiendo, le
dijo que sí.
El
encuentro con Gabriela le había llevado a José más tiempo que el que tenía previsto. Cuando llegó a su
casa vio a Nina
cosiendo bajo la luz mortecina de una lámpara de pie, con señales visibles de
haber llorado.
Unas
horas antes, Nina
había llamado al trabajo de su marido y le habían dicho que se había retirado a
la hora de siempre.
Nina se levantó de
su silla y le dijo que iba a preparar la comida. José asintió,
fingiendo que no advertía el frágil estado emocional de su mujer. Nina,
como al pasar, le preguntó si había tenido que trabajar horas extras en alguna
mudanza. José cayó en la trampa. "Sí, ¿podés creer?
Siempre aparecen laburos de más."
Al
otro día Nina
fue a la mercería, atendió a unos pocos clientes, tomó una dosis extra de
ansiolíticos y cerró el local a las siete de la tarde. Fue a la casa de Luisa y se detuvo dos cuadras antes, a esperar. Sabía que Gabriela tarde o temprano pasaría por esa esquina, lindera a
un baldío. Viniendo del centro del pueblo, ése era el camino más directo.
La
calle estaba oscura y prácticamente no pasaba nadie. A las ocho y media la vio
aparecer. Iba distraída, con el uniforme del colegio y una mochila colgada del
brazo. Cuando llegó a la altura del baldío, Nina se le paró delante. Gabriela, distraída, se sorprendió por la aparición repentina
de la esposa de su amante. La miró con suficiencia: "Te
hacía cocinando".
En
un segundo, Nina
sacó un cuchillo, se lo apoyó en el estómago y la empujó hacia el baldío. Muy
asustada, Gabriela obedeció. Iban tropezando, pisando
botellas rotas y yuyos, iluminadas por la luz de un farol miserable. Cuando
llegaron a la medianera, Nina la miró a los ojos y, sin decir una
palabra, bajó el cuchillo. Siguió mirándola en silencio: no se arrepentía ni
tenía miedo. Le estaba haciendo una advertencia.
Después
de dejar a Gabriela en el baldío, Nina volvió a su casa. José ya había llegado y estaba sorprendido por su ausencia.
Le preguntó si estaba bien y Nina sonrió, sintiendo que estaba empezando a
poner las cosas en su lugar.
Comieron,
planificaron un par de arreglos en el techo de la casa, y fueron a la cama a
ver televisión.
Nina estaba plácida
y conforme consigo misma. Cerca de las once de la noche sonó el teléfono. Los
dos se miraron. José se levantó de un salto pero Nina
se le adelantó. Fue a la cocina a atender y volvió un instante después. José la miraba expectante. Nina se metió en la cama, dueña
de la situación.
"Cortaron", dijo. Cuando el teléfono
volvió a sonar, los dos se quedaron viendo televisión, como si no pasara nada.
A la
mañana siguiente, José estaba en su trabajo
cuando recibió la llamada de Gabriela, que lo citaba con
urgencia para ese mediodía. Cuando llegó al bar, la encontró histérica y
desencajada. ¿Ya te
dijo lo que me hizo? ¿Ya te enteraste?"
José la miraba sin entender. Entonces Gabriela le
contó el episodio del cuchillo, atropelladamente, exagerando algunas cosas e
inventando otras. José estaba atónito. No
podía imaginar a su mujer amenazando de muerte a Gabriela,
pero algo le dijo que la historia era cierta. Gabriela lo
apremió.
"Separate. Separate ya.” “ Yo la voy a denunciar, por asesina hija de puta!
" José trató de calmarla como pudo. La convenció
de que no la denunciara, prometiéndole que él pondría las cosas en su sitio.
Para estar seguro de que Gabriela no haría nada, la
invitó a ir más tarde al hotel, "así me podés
contar todo más tranquila". Gabriela
aceptó, pero con la condición de que se quedaran a dormir. José se negó
de la mejor manera, diciendo que necesitaba ir a ver a Nina para plantearle las cosas
de manera civilizada. Esta vez Gabriela no cedió. Inventó
que Nina
le había jurado que la iba a matar esa misma noche, y que por eso quería estar
con él. "Quedate conmigo. Tengo miedo",
le rogó. José le dijo lo mismo que ya le había dicho
otras veces: que esa noche le resultaba imposible pero que en el futuro ya
tendrían todo el tiempo del mundo para dormir juntos.
Mientras
hablaba, José le acariciaba la mano, tratando de ver si
lograba convencerla una vez más. Gabriela lo miró. Lo vio
pálido y acobardado. Se dio cuenta de que venía escuchando esos mismos
argumentos desde hacía meses. Con un movimiento apartó la mano, se acomodó el uniforme,
se levantó y se fue del bar. Ya sabía lo que tenía que hacer.
Muy
nerviosa, Gabriela fue directo a la mercería. Se quedó
afuera, oculta, esperando que saliera una clienta. Cuando Nina estuvo sola, se detuvo unos
segundos espiándola. La vio acomodar unas bolsas con mercadería y sentarse, muy
tiesa, controlando la hora.
Gabriela abrió la puerta
y entró. Nina
la miró sin sombro. Cuando estaba por echarla de su local, Gabriela se
acercó al mostrador y la miró con desprecio.
"¿Vos todavía no sabés que tu marido me violó?
¿No sabés? Y por
boluda pensás que yo lo persigo."
Gabriela tomó aire y
estudió el efecto que producía en Nina su discurso. "Me
fue a buscar a la escuela, me dijo que me iba a comprar un libro y al final me
llevó a tu casa y me violó. En tu cama. ¿No sabías? Me tapó la loca con un
trapo y me violó. Y todavía no sé si no quedé embarazada. "
Nina escuchaba en
silencio, agarrándose del borde del mostrador. Gabriela se
dio vuelta y salió.
Nina ni siquiera la
vio salir. Estaba recordando la arde en la que había llegado a su casa y
encontró a Gabriela llorando en la cocina, mientras su
marido la miraba inquieto y con gesto culpable.
Cuando
José volvió del trabajo encontró a Nina sentada en el dormitorio,
en penumbras, cosiendo.
José prendió una
lámpara de pie y la saludó. Nina levantó la vista y preguntó, con voz
cansina. " ¿Cuándo la violaste?"
José asimiló la
pregunta. La idea de haber violado a Gabriela le pareció tan
absurda y fuera de lugar que se enfureció. A los gritos, acusó a su mujer de
ser una loca que no hacía otra cosa que amargarle la vida desde hacía más de
veinte años. Alcanzó a amenazar con internarla en un instituto psiquiátrico
cuando sintió que le caía encima un líquido frío. Nina lo había rociado con
alcohol de quemar. Un segundo después le tiraba un encendedor prendido.
José murió dos días
después del ataque debido a las gravísimas quemaduras que .afectaron el 85 por
ciento de su cuerpo.
Nina intentó que la
declararan inimputable. Aseguró no recordar lo sucedido.
Fue
encontrada culpable de homicidio agravado por el vínculo. La condenaron a
catorce años de prisión.
Salió
en 1998, después de nueve años de encierro.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)