JUANA Z.
Poco
después de cumplir cuarenta y cuatro años, Juana Z.
miró el calendario y advirtió que hacía dos meses que no le venía la
menstruación. No quiso usar ningún test de embarazo porque creía que eran
ineficaces y sórdidos. Esperó una semana más y fue a ver a su ginecólogo.
El
médico la revisó y la mandó a un laboratorio para hacerse un análisis de
sangre. Le advirtió, sin embargo, que no creía que hubiera ningún embarazo.
Los
resultados le dieron la razón.
Con
absoluta falta de sensibilidad para tratar a una mujer, le dijo, en tono
jocoso, que eran cuestiones de la edad. "¡Nos
pusimos viejos, nomás! ¡ Se vino la menopausia! " Volviendo
al tono profesional, agregó que había muchos tipos de tratamiento para atenuar
los síntomas de una menopausia que, en su caso, era bastante prematura. Le
sugirió empezar con un reemplazo hormonal y le dio un nuevo turno para el mes
siguiente.
Juana no contestó. Guardó los análisis en un bolso y
salió.
Cuando
volvió a su casa le dijo a Raúl, su
marido, que lo del embarazo había sido una falsa alarma. Evitó la mención de la
menopausia, aunque no podía dejar de pensar en el tema. No estaba buscando otro
hijo, pero una cosa era no tenerlo por decisión propia y otra muy distinta era
haber perdido la capacidad de procrear.
Raúl adivinó el abatimiento de la
mujer. "No importa -le dijo-. Con Laurita estamos
muy bien."
Laurita era la hija de
ambos. Había cumplido veinte años y sufría un retraso mental leve.
Juana fue a la cocina,
rompió el resultado del análisis y lo tiró a la basura.
Calentó
la comida para los tres y pensó que era el momento de hacer modificaciones en
su vida.
El
retraso mental de Laurita le
permitía leer y escribir, hacer cálculos matemáticos elementales y mantener
conversaciones sencillas, sin incluir pensamientos ab tractos. Físicamente era
agradable: rasgos armónicos altura media, cuerpo proporcionado.
Durante
años su madre había negado la discapacidad de la hija: se la habían detectado
las maestras cuan do Laurita pro
mediaba el primer grado, pero Juana ofendida, les había dicho que se
equivocaban: probablemente su hija estaba distraída o no le interesaban la
clases. Al fin tuvo que admitir que no era la niña prodigio que había esperado
siempre, ni muchísimo menos. Si bien su retraso era leve, bastaba para
impedirle una vida perfectamente normal.
Juana pasó de la
negación más absoluta a la resignación. Una resignación que lindaba con la
desidia. Había retirado a la hija del colegio cuando terminó quinto grado
porque -especuló- no tenía sentido seguir inculcándole enseñanzas que no podría
asimilar. También cortó sus clases de música y teatro, y la inscribió en una
escuela municipal para discapacitados, donde se desentendió de su formación
escolar. No esperaba que en su nueva escuela aprendiese algo, sino que
estuviera acompañada por gente como ella. "Así
el tiempo le va a pasar más rápido, pobrecita ", argumentó
la madre.
Desde
que verificaron la discapacidad de la hija, el matrimonio de Juana estuvo signado por la desilusión. Una
desilusión que, en Juana especialmente, no se acotaba a la hija sino
que impregnaba el resto de las cosas: su marido, sus amigas, su casa, su
trabajo. Todo le parecía deslucido, pobre y banal.
Raúl, en cambio, había aceptado la
realidad sin más trámites: Laurita
tenía un diagnóstico claro y, se sabía, no iba a hacer una vida como la de
ellos. No iría a la universidad ni al colegio secundario, no viajaría sola con
una mochila al hombro, no podría manejar el negocio familiar y, muy
probablemente, no tendría esposo ni hijos. Haciendo esa triste salvedad, Raúl continuaba con su vida sin hacerse
mayores problemas: atendía la mueblería que le habían dejado sus padres, jugaba
con sus amigos al fútbol todos los domingos y tenía una que otra amante
ocasional.
Juana también
había tenido amantes. Al principio no los tomaba en serio, pero hubo uno, el
último, que fue decisivo. Se llamaba Roberto
y trabajaba en una inmobiliaria. Se habían conocido cuando Juana estaba buscando una casa
más cerca del trabajo del marido.
Roberto era casado,
pero le proponía dejar todo para vivir con ella y su hija. En ese momento, ella
tenía cuarenta años y él treinta. Juana se preguntó si la convivencia, la diferencia
de edad y la presencia de la hija subnormal terminarían por romper la relación.
No hizo falta tanto cálculo. Cuando Juana ya estaba en conversaciones con el marido para
tramitar el divorcio, Robert
desapareció de su vida. Poco después se enteró de que su amante no sólo seguía
con su mujer, sino que además estaba esperando su segundo hijo.
Abatida, Juana desactivó su divorcio. Raúl, su marido, no hizo elucubraciones al respecto: pensó, sencillamente,
que Juana estaba atravesando una crisis pasaje y
siguieron adelante.
Para ella, sin embargo, el final
de esa relación clan destina le indicó que tenía que tomar otro rumbo. Se
retiró de la vida sentimental y olvidó sus viejas pretensiones con respecto al
amor. A las amigas que estaban corriente de sus deslices extramatrimoniales,
les confesó que tiraba la toalla. "A partir de
ahora, lo único que me va a importar es la guita. "
Antes
de casarse, Juana
vivió varios años con su padre y con su hermano mayor. Su madre se había
cansado de ellos y se había ido de la casa cuando Juana tenía diez años.
Esporádicamente escuchaba alguna noticia incierta acerca de ella: que la madre
estaba en la ciudad, que trabajaba en un estudio de escribanos, que se había
ido al extranjero.
El
padre hacía con sus hijos lo que podía: los mantenía, los llevaba al cine algún
domingo, les compraba los útiles escolares. Juana valoraba su paciencia y su
dedicación, pero le reprochaba su permanente aire depresivo. "Voy a buscarme un novio que se ría, no como vos",
le decía a su padre, ofendida.
Sin
embargo, buscó y encontró un hombre similar. Conoció a Raúl en una fiesta y diez meses después estaban casados.
Juana había terminado
hacía poco el colegio secundario y trabajaba llevando la contabilidad de una
cadena de panaderías. La había contratado la madre de una compañera de colegio,
a quien Juana
consideraba como una especie de madre sustituta. La mujer se llamaba Rosa, y era quien la escuchaba y le
daba consejos prácticos para vivir.
Juana trabajó en las
panaderías hasta que se enteró de los problemas de su hija. Ahí abandonó todo.
Llamó a Rosa y le presentó su
renuncia. "Mi hija es retrasada. No tengo ganas de
nada. "
Cuando ya no tenía que salir a trabajar, Juana
se quedaba en su casa la mayor parte del día. Con tristeza, revisaba una y otra
vez el material que una asistente social y dos psicólogas le habían entregado:
una batería de pruebas y test que determinaban claramente la discapacidad de Laurita. Los estudios afirmaban que su
coeficiente mental era de 68 ó 69. "No puede
elaborar ideas abstractas ", se leía en una parte del
estudio que le impresionaba especialmente. Sin embargo, las conclusiones
agregaban que su deficiencia era muy leve, y que le permitiría aprender y
realizar un buen número d actividades.
Para
contrarrestar la enorme culpa y vergüenza que sentía por tener una hija así,
salía con ella a la calle y ni bien se la presentaba a alguien, le explicaba
que no era una chica como todas. Pasaba a enumerar entonces lo que le faltaba
para ser normal, mientras Laurita,
acostumbrada a escuchar ese discurso, afirmaba con la cabeza.
Cuando
sacó a Laurita de la escuela, contra
toda las recomendaciones de las maestras, se sintió libre. No podía soportar
ver las limitaciones mental de su hija. En la nueva escuela, en cambio, Laurita e una de las alumnas más
brillantes. Cuando iba a buscarla, por las tardes, solía quedarse unos segundos
viendo a los compañeros de su hija, muchos de los cuales padecían un retraso
mental profundo. Impresionada, los veía en sus sillas de ruedas, babeando, con
mirada perdida. Apretaba la mano de su hija y la sacaba de allí, aliviada.
Cuando
Juana
decidió cambiar el rumbo de su vida lo hizo en serio. Cada mañana se obligaba a
recordar brutal desengaño amoroso que había vivido con Roberto y se maldecía por haber sido tan estúpida. El golpe
sentimental se unía al dolor por la condición de su hija.
En
poco tiempo Juana
se volvió una mujer egoísta y solitaria, que solamente pensaba en cuestiones
prácticas.
Su marido
había ampliado la mueblería y había abierto otras cuatro sucursales. Durante
unas semanas Juana
fue a trabajar con él pero enseguida se arrepintió: por unos pocos
pesos podían contratar a alguien que hiciera lo que ella hacía. Además, la idea
de verle la cara al marido durante todo el día le resultaba abrumadora. "Me aburro. Prefiero quedarme en casa y después buscar a Laurita
a la escuela."
A
esa altura, Juana
veía a su hija como una nena eterna, que nunca crecería. Laurita, por su parte, la adoraba. "Quiero
ser tan linda como vos ", le decía siempre, con inocencia.
Por otro lado, era una hija obediente: hacía todo lo que su madre le pedía sin
preguntar ni protestar. Dentro de su limitada capacidad, Laura advertía que si respondía sin chistar a los pedidos maternos,
la recompensa era inevitable: su madre le decía que era una nena buena, la
abrazaba y la dejaba ver televisión por tiempo indeterminado.
Raúl protestaba por esa crianza
absurda. "No podés tratar a Laurita como una nena. Ya
está muy crecida ", le decía, enojado. Pero sus quejas eran
inútiles: Juana
seguía con sus métodos, y Raúl
tampoco hacía el menor esfuerzo por revertir la situación.
En
esos tiempos Juana
había vuelto a encontrarse con Rosa,
su ex empleadora, que le ofrecía volver a trabajar con ella. "Te va a venir bien ganar tu plata. Además, tenés que
asegurar algo para tu hija. Cuando vos te mueras, ¿qué va a pasar con ella?"
A Juana
el tema no le preocupaba. Nunca había pasado ningún apuro económico y tenía la
idea de que Raúl, su esposo, tenía
todo bajo control. Se lo dijo a Rosa, que la miró con suficiencia. "¿Y si se separan? ¿Ya
tenés todo arreglado?"
A Juana
no se le pasaba por la cabeza una separación. Tenía una hija deficiente mental,
sufría menopausia precoz y estaba tan defraudada con los hombres que ni
siquiera imaginaba enamorarse de otro. Su marido, en cambio, no le resultaba
tan difícil de soportar. ¿Para qué cambiar
si no tenía ganas de empezar nada nuevo?
Le
dio todos sus argumentos a Rosa, que la escuchó pacientemente y le dijo que lo
pensara. "Por ahí te viene bien. Te distraes y ganas
plata."
Al
fin, Juana
aceptó.
Para
la misma época en que volvió a trabajar con Rosa, la relación con su marido
empezó a empeorar. Raúl seguía
descargando en ella todo el peso de la casa y del cuidado de Laurita. Furiosa, Juana le preguntaba a los gritos
si no se daba cuenta de que ahora ella también trabajaba.
Laurita, en tanto,
estaba extremadamente sensible: lloraba con amargura cada vez que veía una
discusión entre sus padres y en los días siguientes se negaba a ir a la
escuela. Raúl abrazaba a su hija un
par de veces y enseguida salía disparado para su trabajo. Juana se veía : obligada a
componer la situación, calmando a su hija y convenciéndola de ir a la escuela.
Cuando llegaba a su trabajo estaba exhausta y desesperada. Por si eso fuera
poco, Raúl había empezado a volver
tarde a la casa, dando absurdas explicaciones laborales. Juana, que tenía experiencia en
amantes, advirtió enseguida que su marido la estaba engañando. Preguntó,
indagó, investigó, revisó agendas, hizo algunas llamadas, y al poco tiempo
dedujo que Raúl estaba viéndose con
una empleada de la mueblería llamada Nancy.
Con asombro advirtió que esa infidelidad la perturbaba más de lo que ella misma
hubiera esperado.
Aunque
Raúl ya había estado con otras
mujeres a lo largo de su
matrimonio, era la primera vez que ella lo descubría. Juana decidió no decir nada y
esperar.
La
infidelidad del marido le hizo recordar la conversación que había tenido con Rosa. La pregunta de la amiga le
resonaba en la mente: ¿había hecho ella
previsiones para el caso de una eventual separación? En ese
momento supo lo que tenía que hacer.
Esa
misma noche, cuando Raúl volvió a la
casa, Juana
le propuso sacar un seguro de vida. "Hay muchos
secuestros, mucha violencia. y tenemos que pensar en Laurita, pobre",
le explicó.
Ella
ya había averiguado todo: cuál era la compañía aseguradora más confiable,
cuánto habría que pagar, cuanto recibirían en caso de muerte o de enfermedad.
Le dijo que, para ahorrar unos pesos, lo mejor sería con solamente la cobertura
para él: "Después de todo - agregó con
rencor- si yo me muero no pasa nada. La mayoría de
las cosas que tenemos están a tu nombre".
Como la hija era deficiente mental, la
beneficiaria del seguro sería ella, en carácter de tutora de Laurita.
Una
semana después, ya habían firmado los papeles. Juana, entonces, se dispuso a
esperar.
Con
el seguro contratado, Juana se sintió más tranquila y esperanzada.
El cambio de vida que tanto estaba esperando iba a llegar en cualquier momento.
Mientras
tanto, empezó a entusiasmar a Laurita
con unas sencillas clases de cocina. Cada día, a la vuelta de la escuela, Juana
le ponía un delantal y le iba enseñando la manera de hacer un puré, una
ensalada, una tarta. Laurita estaba
feliz: le gustaba que su madre se ocupase de ella con tanta dedicación, y
tenía, además, una especial predilección por la cocina.
Poco
a poco, Juana
iba avanzando con sus clases, que empezaron a incluir postres y galletas.
Raúl las veía juntas en la cocina y
las alentaba: probaba cada cosa que hacía su hija y, en una actuación graciosa
y convincente, fingía enloquecer de admiración cada vez que terminaba un
bocado.
Juana,
por su parte, le comentaba a todo el mundo que su hija se había vuelto una
cocinera experta. Exageraba a conciencia, y convencía a los demás de que Laurita inventaba recetas nuevas y de
que se había convertido, desde hacía un buen tiempo, en la encargada de la
comida hogareña. "Yo ni siquiera hago una ensalada", mentía la
madre, con orgullo.
Casi un año después, Juana
consideró que había pasado el tiempo suficiente como para poner en marcha su
plan.
Una
tarde, a la vuelta de la escuela, Juana le pidió a la hija que hiciera un postre
de chocolate. Como ella tenía que salir, le dejaba todos los ingredientes en la
mesada, en recipientes individuales.
Laurita protestó: no
quería quedarse sola, y pensaba que sin la supervisión de la madre no iba a
poder hacer nada.
Juana
fue inflexible: "Vas a poder. Vas
a hacer un rico postre de chocolate ya tu papá le va a encantar".
Delante de Laurita, Juana llamó por teléfono a Raúl para decirle que volviera a la
casa pronto. Ella tenía que terminar unas cuentas en lo de Rosa y volvería más tarde.
Antes de salir, Juana
le dio las últimas instrucciones a Laurita:
"Vos no pruebes nada. Si probas los ingredientes,
te sale todo mal". Laurita
asintió. Ya había escuchado la misma recomendación muchísimas veces. "Y el postre es para papá, no para nosotras.
" Laura, muy seria, le dijo que
no, que jamás iba a comer algo dulce. Juana ya la había aleccionado. "Si comemos postre, engordamos y nadie nos va a querer.
"
Juana
se puso un abrigo y miró la mesada de la cocina. En uno de los recipientes
estaba el polvo de chocolate mezclado con veneno para ratas. Con cierta
inquietud miró a su hija, que estaba poniéndose un delantal, muy seria y compenetrada.
"Ojo con probar nada de esto. ¡Ojo!
", volvió a recomendar. Y salió a la calle.
El
plan de Juana
era simple: envenenar a su marido para cobrar la póliza de seguros. De paso, no
tendría que lidiar más con un hombre que no sólo no la hacía feliz y era amargo
como su propio padre, sino que además, la traicionaba.
Si
todo salía como ella pensaba, nadie se daría cuenta del envenenamiento:
tomarían la muerte de Raúl como una
muerte súbita común y corriente.
Pero
en el caso hipotético y poco probable de que alguien advirtiera que Raúl había sido envenenado, todo estaba
arreglado. Se comprobaría que Laurita
había preparado el postre y que, sin querer, había mezclado veneno con los
demás ingredientes. Todos sabían que Laurita
adoraba cocinar y todos sabían que sufría un retraso mental.
Esa misma noche Raúl fue internado de urgencia en el
hospital. Murió pocas horas después.
Juana
estaba ahí mismo, conteniendo en llanto de Laurita,
que no entendía lo que estaba pasando. A los médicos les dijo que durante los
últimos tiempos su marido había estado muy nervioso y estresado, y que se quejaba
permanentemente de un dolor agudo en el abdomen. "El
siempre decía que tenía miedo de morirse de un cáncer de estómago, como el
padre", les explicaba.
Los médicos se apiadaron de la
desgracia familiar de Raúl. Creían
que el hombre se había muerto acosado por la angustia de tener una hija
discapacitada. Firmaron el certificado de defunción sin hacer preguntas.
En
la compañía de seguros empezaron a sospechar. Juana había ido a reclamar su
dinero dos días después del entierro del marido.
Nancy, la amante de Raúl, también pensaba que algo raro
había pasado: Raúl se había hecho
todo tipo de exámenes médicos apenas un mes antes de su muerte, y le había
comentado que todo había salido perfecto. Es más: se había olvidado los
exámenes en su casa. Angustiada, recordó que su amante le había contado que
tenía un seguro de vida. Ella misma le había dicho que no se asegurara porque le
traería mala suerte. Hizo memoria: Raúl,
divertido, le contó en ese momento que su esposa había hecho todos los trámites
para proteger el futuro de la hija discapacitada. "Está
muy interesada en que firme. Me debe querer matar", le
había dicho a Nancy, entre carcajadas.
Nancy contrató un abogado que se
conectó con 1os responsables de la empresa aseguradora. Un mes después,
exhumaban el cadáver de Raúl.
Cuando
la policía fue a buscar a Juana
se desentendió. Dijo que si había veneno en las vísceras de su marido, ella no
tenía por qué ser la responsable. "Mi marido
también comía en otros lados. " Cuando le preguntaron qué
le había dado de comer en los días previos a la muerte, Juana esbozó una sonrisa
sobradora. "Yo no cocino. Cocina mi hija, que es
retrasada pero aprendió a hacer muchas cosas. "
Una
psiquiatra forense fue la encargada de hablar con Laurita. Después de la charla, la policía fue a la casa de Juana.
Se llevaron para analizar varias ollas y recipientes. En uno de ellos
encontraron restos de veneno.
Cuando
se vio acorralada, Juana optó por dar su versión de los hechos,
fingiendo culpa y preocupación. "Yo no tendría
que haber dejado a Laurita sola en casa, cocinando. Ella no entiende las cosas.
Se debe haber confundido y por ahí pensó que el veneno de ratas que yo tenía en
la cocina era el azúcar, o el polvo leudante. Vaya a saber. Pregúntele, hable
con ella. Le va a decir que yo no estaba en la cocina, que ella hizo todo sola.
Porque ella no miente, gracias a Dios."
La
hija, sin embargo, había sido clara en un punto: que su madre le había dejado
los ingredientes preparados y listos para usar, y que ella no había agregado ni
quitado nada, "porque si no, se me arruina el postrecito".
Juana tuvo que volver
a declarar. Después de cuatro horas de preguntas, se quebró y contó todo desde
el principio: el seguro de vida, las clases de cocina, el veneno en el
chocolate. "La verdad es que no sé por qué lo maté. Ahora que lo pienso, me daba
lo mismo si él vivía o si no vivía. Pero pensé y pensé. ..Y cuando a uno le dan
mucho tiempo para pensar, le sale lo peor, ¿no? Lo que me da pena ahora es
dejar a Laurita, porque es sensible y va a sufrir. Lo que me pase a mí no me
importa. ¿O usted cree que después de la vida que llevé me va a asustar estar
en una cárcel, con otras infelices como yo?"
Juana
fue condenada a nueve años de prisión. En la cárcel se dedicó a la costura y al
estudio de la Biblia. No recibía visitas y protagonizaba permanentes peleas con
su compañeras.
Recupero la libertad en 1989 y se
instalo en el sur de Chile, donde se
caso con el encargado de un campo.
Su hija permanece internada en un
taller para discapacitados.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)