CAPÍTULO XI
Nueva Córdoba
En
la jungla
El semáforo se pone en rojo y la 4x4 clava los frenos justo en la
esquina. Un par de jóvenes se abalanzan sobre el vehículo para limpiar el
parabrisas a cambio de dos monedas, un cigarrillo o nada. Es de noche y todas
las luces del bulevar Chacabuco
están encendidas. Por los parlantes de la camioneta resuena la base rítmica de
un tema de música electrónica. Los tonos graves hacen sacudir al vehículo desde
dentro. "Tung tung tung...", el sonido es tan fuerte que parece dar
golpes en el pecho a todo aquel que pase cerca. En el coche, los cuatro amigos
ríen, beben de la botella de cerveza y deliran cuando ven pasar delante de
ellos a cuatro chicas vestidas para matar. Juntas son un espectáculo visual.
Ellas sonríen y los jóvenes desesperan. Uno de ellos se asoma por la ventanilla
del lado del acompañante, le jura a una de las amigas darle todo el amor del
mundo y le ofrece casamiento. Detrás de ellas pasan caminando otras cinco
chicas y metros más atrás varias más. Todas apuran el paso ya que el semáforo
se corta en cualquier momento.
La luz finalmente se pone verde y la 4x4 demora unos segundos en
arrancar. Los autos que están detrás hacen cambio de luces y se prenden de la
bocina hasta que el conductor finalmente pone primera, pisa el acelerador a
fondo y suelta el embrague. El vehículo acelera y se pierde por el pavimento,
las luces violetas ubicadas debajo del motor convierten a la camioneta en una
nave espacial. El chirrido de las gomas tapa durante un par de segundos los
acordes de una canción de los Rolling
Stones que empieza a sonar en el bar de la esquina. El local es pequeño y
ya no cabe nadie más dentro. Las mesas están todas ocupadas y el humo de los
cigarrillos se convierte en una densa cortina azulada, iluminado por los
reflectores del bar, y cubre todos los vasos a medio llenar, las botellas y
decenas de rostros sonrientes. En la vereda hay más mesas y sillas abarrotadas
de chicos y chicas que hablan, gritan y ríen en un permanente juego de
seducción.
Al lado hay una heladería y metros más allá un bar, dos bares,
tres bares. Todos están repletos de gente de todas las edades, pero
principalmente jóvenes de no más de 25. En la cuadra hay un cyberbar con unas
20 computadoras. Todas están ocupadas por jóvenes que chatean, controlan sus
casillas de mails o pasan el tiempo navegando en páginas de juegos, música y
sexo. En la puerta del local hay dos amigos esperando turno hasta que se
desocupe alguna PC.
A la vuelta de la esquina, el
panorama no cambia demasiado. A media cuadra, en el subsuelo de un edificio, un
grupo de chicas practica step en un gimnasio todo pintado de blanco y con
vidrios espejados. Algunas se paran un minuto, muertas de cansancio y dan
cuenta de botellas de agua mineral.
Al frente hay un boliche con las
luces de neón rojas encendidas, pero las puertas aún están cerradas. Es
temprano y falta un par de horas para abrir y para que los patovicas, con sus
cuerpos fabricados a base de anabólicos, se paren en la puerta con cara de
pocos amigos y se pongan a rebotar a todo aquel que no les guste. Frente a la
disco, cinco taxis están detenidos a la espera de clientes que hagan dejar de
bostezar a sus choferes.
Por la Chacabuco pasa un ciruja en bicicleta. Lleva el pelo canoso y
enmarañado desde hace años. Usa un viejo y sucio saco que le tapa parte del
pantalón repleto de manchas oscuras de distintas formas y colores. Las botas
están llenas de barro y empujan con paso cansino los pedales. En la parte
trasera del asiento lleva una bolsa de nailon con dos cajas de vino que acaba
de comprar. También lleva cartones aplastados que canjeará por un par de monedas.
Se lanza por la Chacabuco sin dar
importancia a un colectivo que pasa volando a su lado. El bocinazo del ómnibus
retumba en la cuadra durante un par de segundos. El colectivero pega un
volantazo y evita atropellar al ciclista que se aleja insultando por lo bajo.
La imagen de estos dos personajes extraños al barrio confirma la noche de Nueva Córdoba, donde a nadie le importa
lo que hace el otro y todo el mundo está preocupado por sí mismo.
El desfile de chicos y chicas por
la zona parece interminable. Se abren paso como pueden en las veredas atestadas
de gente y en la calle repleta de autos estacionados y en movimiento.
La cuadra está llena de
edificios. En realidad, es el barrio el que se encuentra poblado de
monumentales estructuras de hormigón y ladrillo que se elevan como hongos hacia
el cielo, en medio de decenas de obras en construcción que se erigen donde años
atrás podían apreciarse viejas casonas de familias de renombre.
El olor en las calles es una
mezcla que va desde los perfumes de quienes deambulan por allí hasta deliciosas
fragancias que se desprenden de las flores de los árboles del bulevar, pasando
por el aroma de hamburguesas, pizzas y demás comida chatarra.
Es la isla de la tentación. Es Nueva Córdoba, uno de los barrios más
importantes y poblados de la ciudad de Córdoba.
Vecina al centro de la Capital, la barriada cuenta con unas 70 cuadras distribuidas
en un triángulo formado por el bulevar San
Juan, que se convierte en bulevar Illia,
la avenida Vélez Sarsfield y
finalmente la avenida Ambrosio Olmos,
que se transforma, a su vez, en la avenida Poeta Lugones. Un triángulo que cuenta con una población de miles
de jóvenes de clase media, en su mayoría oriundos del interior de Córdoba o bien de otras provincias
-como San Luis, La Pampa, Catamarca, Santiago del Estero, La Rioja, Tucumán, Salta y Jujuy- y que vienen a la Capital a
estudiar en la Universidad Nacional
o a cualquiera de las privadas.
El corazón del barrio Nueva Córdoba es la plaza España, una gran rotonda de cemento y
baldosas con columnas rectangulares, que conecta a la barriada con la Ciudad Universitaria y con el Parque Sarmiento.
A cinco cuadras de la plaza,
bajando por la Poeta Lugones se
llega a la terminal de ómnibus. Si
la plaza España es el corazón de Nueva Córdoba, podría decirse que la
terminal es la cabeza del barrio. Por allí circulan diariamente decenas de
miles de personas que viajan y llegan en colectivos de larga distancia, en su
mayoría, provenientes de todos los rincones del país.
Por las inmediaciones de la
estación el panorama es distinto al del resto de Nueva Córdoba. Ya no son tantos los boliches y tampoco hay
demasiados bares ni pubs de moda atestados de jóvenes. En la zona se observan
viejas casonas venidas abajo, mezcladas con edificios y comercios tradicionales
como quioscos, verdulerías, panaderías y restaurantes para viajeros.
La zona está poblada de árboles y
es más oscura. La mayor parte de la gente que por allí transita lo hace a las
apuradas con bolsos o mochilas a cuestas.
Allí, en medio de toda esa
jungla, hay dos chicas paradas en la esquina de Illia y Balcarce. Están
a dos cuadras de la terminal. El semáforo en rojo las detiene. Se trata de Mariela y Guadalupe, dos pibas de 23 años, oriundas del interior de Córdoba, que se hicieron amigas y
compinches en la facultad. Están tan animadas charlando que ni le prestan
atención a la 4x4 con luces violetas debajo del motor que pasa a mil frente a
ellas.
Es domingo de primavera. Es el 3
noviembre de 2002. Faltan pocos minutos para que el reloj enclavado en el medio
del cantero de Illia marque las diez
de la noche.
Hace un par de minutos que Guada pasó a buscar a Mariela a su departamento sobre Illia para salir a caminar un rato. La
noche está excelente como para quedarse encerradas en el depto. Salen a dar
vueltas por Nueva Córdoba .sin un
rumbo fijo. Como hacen todos, salen a rondar la noche. Si pinta un bar -como
dicen sus amigos-, anclan allí. Si no, siguen dando vueltas hasta dar con
un buen lugar.
Cruzan el bulevar y caminan
apuradas en medio de varias personas, sin darle demasiada importancia a un
hombre con gorra blanca, bermudas y remera manga corta que se encuentra parado
al lado de unos autos estacionados. Ni bien ellas pasan, el tipo se acomoda la
gorra y empieza a seguirlas, sin dejar de clavarles la mirada. Visto desde
atrás, su forma de caminar se asemeja a la de un gorila.
Después de tres años y medio, Marcelo Mario Sajen vuelve a su zona
predilecta, a cazar víctimas desprevenidas. Vuelve a Nueva Córdoba a saciar su hambre sexual. Vuelve al barrio de
siempre, aquel donde es fácil pasar inadvertido entre tanta gente y tan pocos
policías. Hace menos de un mes que salió de la cárcel y necesita dar rienda
suelta a su bestialidad.
Paralizadas
Las dos chicas empiezan a subir por Balcarce. No llegan a hacer 10 metros cuando Mariela siente que alguien se acerca corriendo y respira agitado.
Ni ella ni Guadalupe alcanzan a
darse vuelta cuando ya lo tienen encima. El hombre abraza a Mariela y pasa el brazo derecho sobre
su espalda y con la mano le aprieta el hombro. Mientras tanto, con su mano
izquierda le apoya el caño de una pistola directamente en la cintura. La chica
se queda paralizada, sin entender nada. Su amiga tampoco sabe qué hacer.
Piensa en salir corriendo a pedir ayuda, pero se queda quieta, porque sabe que
si huye a su amiga puede irle mal. De todas maneras, tampoco puede escapar, el
miedo la ha paralizado por completo.
-Shhh, quietas, quietas, pendejas. Se me quedan calladitas
y no les va a pasar nada. Sigan caminando que no pasa nada. Esto es un robo.
Vamos a ir caminando hasta la esquina, me dan todo lo que tienen y las dejo ahí
-dice Sajen en voz baja, pero con un tono que permite que las chicas lo oigan y
no atinen a hacer otra cosa que no sea obedecerlo-. Tranquilas,
que no les va a pasar nada. Quiero que me den toda la guita que tienen encima.
¡Vos hija de puta no te des vuelta, no me mirés, porque te cago matando! ¿Me
entendés, che pelotuda? Te cago matando a vos y a tu amiga. Hagan lo que les
digo y no les pasa nada. Y vos no salgas corriendo, no te hagás la canchera y
vení para acá porque cago matando a tu amiga. La hago boleta. La guita, la
guita, vamos, denme la guita - repite Sajen, sin detenerse durante
la subida de la Balcarce.
Aterradas, Mariela y Guadalupe apenas pueden caminar. Están
mudas del miedo. Una de ellas extrae un billete de 10 pesos, todo arrugado, del
bolsillo delantero del pantalón y se lo da a Sajen. La otra se saca una
cadenita de oro y un reloj pulsera.
Los tres llegan al cruce de Balcarce
con la avenida Poeta Lugones. Frente
a ellos se levanta el Parque Sarmiento.
Por la vereda de la avenida pasan varios grupos de amigos caminando, mujeres
solas, parejas abrazadas. Poco más allá algunos jóvenes practican footing, con
la música palpitando en sus discman.
El ir y venir de autos, a pesar del día y la hora, es incesante.
También circulan colectivos de larga distancia ya sea rumbo a Buenos Aires, a Mendoza o al sur del país, con pasajeros que bostezan, duermen
plácidamente o contemplan a través de las ventanillas, con mirada indiferente,
lo que ocurre en la calle.
Sajen llega a la esquina, mira hacia el parque, pero opta por
doblar hacia la izquierda y dirigirse por Poeta
Lugones hacia la terminal de ómnibus.
Sabe bien dónde llevarlas, pero no se los dice. Eso las asustaría y echaría por
tierra el plan.
Las dos amigas le dicen que ya le dieron todas las cosas de valor
que llevan encima y le piden que las deje ir. Sajen no responde y mira hacia
adelante, de un lado hacia el otro, controlando toda la situación.
Fotografiando todo lo que ocurre, escudriñando cada metro, llevando el control.
Por fin, habla.
-Quedense tranquilas. No les voy a hacer nada malo. No soy
un choro, no soy una mala persona. Esto lo hago porque tengo hijos y tengo que
darles de comer. ¿Vieron cómo están las cosas ahora? Está dura la calle, no hay
laburo, no hay un mango - Mariela
y Guadalupe lloran de pánico y
tiemblan. Sajen, de golpe, se exaspera-. Vos, dejá de llorar
como una pelotuda y abrazame como si fueras mi novia. Vos seguí caminando y no
se te ocurra salir corriendo o gritar porque liquido a tu amiga. ¿Lo conocen a
Gustavo? - dice Sajen, sin obtener respuestas.
En varios de sus ataques
anteriores y posteriores, el depravado pronunció ese nombre mientras abordaba a
sus víctimas y las conducía al sitio elegido de antemano para violarlas. Hasta
el día de hoy, nadie sabe ni puede decir con certeza a qué o a quién se refería
con esa palabra, si es que representó algo. No existe ningún familiar cercano a
él que se haya llamado así. Es más, ni su esposa ni sus amantes, como así
tampoco sus hermanos u otros familiares recuerdan a alguien del entorno con ese
nombre.
Con estos elementos podría cobrar
validez la suposición de algunos investigadores judiciales que señalan que
"Gustavo" sería un término utilizado para hacer referencia
a la eyaculación.
En sintonía con esto, un
funcionario de la Fiscalía General de la
Provincia opinó que la palabra Gustavo
era "común" en la cárcel, pero eso fue rechazado por los
presos y ex presos consultados. Aun así, alguna gente del barrio donde creció
Sajen dijo que es común en ciertas reuniones de hombres escuchar referencias a
la llegada del "Gustavo", como la llegada del
orgasmo y la eyaculación.
La afirmación más fundamentada y
menos subjetiva sobre el tema, la efectuó el comisario Oscar Vargas, uno de los policías que ayudó a atrapar a Sajen,
quien precisó: "¿De qué vale
buscar significados? En la práctica
de Sajen y del caso violador serial la utilización del nombre Gustavo era el
primer golpe que daba el atacante a sus víctimas, provocándoles la primera
confusión de la serie de confusiones que le permitían sostener el control".
Gustavo, además, es el nombre inventado que solía usar Sajen cuando era
detenido y necesitaba dar una falsa identidad. Al menos en una ocasión (cuando
estuvo detenido en 1993) dio el nombre Gustavo Rodolfo Segal y en otra (en 1999) se hizo llamar Gustavo Rodolfo Brene.
-¿No lo conocen a Gustavo?
-vuelve a preguntar Sajen. Ni Mariela
ni Guadalupe responden.
Para entonces, el hombre ya les ha hecho cruzar la avenida y las
lleva a paso acelerado hacia el viejo edificio de los Molinos Minetti. El predio, ubicado sobre el bulevar Perón y frente de la terminal de ómnibus, se encuentra
abandonado desde hace varios años. Cuenta con varios pisos y ocupa una gran
extensión de terreno. Los accesos al predio conducen directamente a sectores
abandonados, oscuros y cubiertos por enormes yuyales.
Según determinarían los investigadores con posterioridad, ésa era
la primera vez -conocida- que Sajen llevaba a una víctima a ese lugar. Antes,
si bien había abusado sexualmente de otras jóvenes en ese sector de la ciudad,
preferentemente lo había hecho en el Parque
Sarmiento, ya sea en la Isla Crisol
o bien en la pista de patinaje.
Sajen hace detener a las dos chicas debajo del puente del Nudo Vial Mitre, donde se encuentra la
obra El Hombre Urbano, y empieza a
revisarlas como si fuera un policía. En realidad, las palpa de un modo idéntico
al de los uniformados. Está agitado. Las cuatro cuadras que las había hecho
caminar, desde que las abordó, lo habían dejado boqueando.
Primero
sujeta a Mariela y mete sus manos en
los bolsillos traseros de su jean. El manoseo lo excita.
-¡Qué linda cola tenés, pendeja! -susurra
mientras manosea a Guadalupe y
termina por descontrolarse -Vamos mierda, métanse
ahí- grita Sajen, mientras las obliga a entrar al viejo edificio,
conduciéndolas directamente hacia un baldío interno que da hacia el bulevar Perón y corre paralelo a las vías que
pasan por la estación ferroviaria Mitre.
Ni bien se cerciora de que no hay
nadie que pueda complicarle sus planes, obliga a las chicas a ponerse de cara
contra una pared, cerca de un tanque de agua, y vuelve a manosearlas. Hace que Guadalupe se tire al suelo y se quede
boca abajo con las manos sobre la cabeza.
Se acerca entonces a Mariela
y la obliga a que no despegue la vista de la pared. La abraza por detrás y
empieza a hablarle al oído, mientras le acaricia los pechos y empieza a bajarle
el pantalón. Mariela grita y trata
de defenderse, sujetándose el jean, pero se lastima las manos. Sajen le pega en
la cabeza y le apoya la pistola en la sien.
-Hija de remil puta, quedate quieta o te cago matando
mierda. Te juro que te mato. Nadie va a venir a ayudarte.
Mariela llora
desconsolada. Lo mismo hace Guadalupe,
ahogando su llanto en el piso.
Sajen se baja el cierre de la bermuda, se escupe la mano y empieza
a masturbarse. Intenta penetrar a la joven por el ano, sin dejar de mirar para
todos lados. El grito de dolor retumba en el descampado y se pierde en medio de
la oscuridad. En un impulso desesperado, Mariela
trata de manotearle el arma a Sajen, mientras le grita:
-¡Matame
hijo de puta, matame, matame! ¡Antes de que me hagas esto, prefiero que me
mates, hijo de puta!...
Sajen queda descolocado durante unos segundos mientras la ira lo
quema por dentro. Levanta la mano y le da una furibunda cachetada en la cara
antes de soltarla. En segundos, se viste, mete la pistola 11.25 dentro de la
bermuda a la altura de la cintura y amenaza a las dos chicas.
-Quédense quietas o las mato a las dos. Yo
me voy a ir, pero ustedes se me quedan media hora acá. Voy a estar cerca,
mirándolas. Si se van antes o me siguen, las doy vuelta de un balazo.
Y vos, no hagas ninguna denuncia. Vas a pasar la
vergüenza de tu vida con los canas. Se van a cagar de risa de vos. Encima te
voy a ir a buscar a tu casa y te voy a liquidar.
Sajen se tranquiliza, sale
caminando de los viejos Molinos Minetti
y retoma la avenida Poeta Lugones,
en dirección a la plaza España.
Falta apenas media hora para la medianoche del domingo y decide retornar a su
casa.
Sólo cuando siente que el
violador está lejos, Mariela se
viste y se abraza en un llanto desconsolado con su amiga. Minutos después
llegan al departamento de una de ellas sin despegar la mirada del piso y
presenciando cómo el mundo de Nueva
Córdoba gira con total normalidad.
En el departamento pasan un largo
rato bañándose. Se sienten destruidas y no pueden entender por qué les tuvo que
tocar a ellas. Después parten a la comisaría del barrio Nueva Córdoba, desde donde las mandan (en taxi) a la Unidad Judicial de la División Protección
de las Personas, en la Jefatura de
Policía ubicada en avenida Colón
al 1250, donde los policías y funcionarios de la unidad se encargan de que Mariela vuelva a sentir la violación.
La misma humillación y mal trato se trasladarían después a los consultorios
de la Policía Judicial, cuando fue
revisada por un médico forense.
Al alcance de la mano
El dibujo muestra de espaldas a
un hombre corpulento, casi sin cuello, de brazos largos musculosos y pelada
incipiente. Debajo de la figura se alcanzan a leer las especificaciones de la
autora: pantalón largo de jean, remera blanca mangas cortas y zapatillas.
Cuando A. lo dibujó por primera
vez, apenas habían pasado horas del ataque y su memoria todavía guardaba un
recuerdo fresco de esa imagen que tampoco el tiempo iba a poder borrar fácilmente.
Fue víctima de Sajen el 13 de
noviembre de 2002, algo más de un mes después de que éste hubiera sido dejado
en libertad por el Servicio
Penitenciario de Córdoba. Aunque menos triste que otras, porque esta joven
logró escapar de las manos de su agresor antes de ser sometida, la historia de
A. echa luz para entender cuán lejos estaba la Policía en 2002 de atrapar al
delincuente que ya había abusado de más de 30 mujeres de la ciudad de Córdoba.
La joven fue contactada por
nosotros en los primeros meses de 2005 y accedió gentilmente a contar lo que le
pasó aquella noche. El encuentro se concretó en el bar de la librería El Ateneo, junto al vidrial que da
hacia la avenida General Paz, pleno
centro de Córdoba.
Bajita, de pelo castaño y curvas
sutiles pero pronunciadas, A. relató
lo que sucedió mientras caminaba rumbo a Nueva
Córdoba desde la calle Corrientes,
subiendo por Obispo Salguero, hacia
su departamento ubicado 20 metros antes de que esta última calle se cruce con Rondeau.
"Venía
de acompañar a un amigo hasta su casa. Eran cerca de las nueve y media de la
noche. Llegué despreocupada a la altura de bulevar San Juan porque no me seguía
nadie", recuerda la chica antes de explicar que un año
antes de encontrarse con quien asegura era Sajen, había sido víctima de un
hombre que la manoseó en plena calle. "Desde
entonces -asegura- me
volví muy cuidadosa y siempre estaba mirando para atrás por las dudas, por eso
te puedo decir que, al menos desde atrás, nadie me había seguido".
A. habla
acompañada de gestos y nunca deja de mover sus manos, pero a medida que avanza
el relato ese histrionismo suma un nuevo elemento y es el de los dibujos.
Mientras habla, la joven toma una servilleta y traza un plano. Esa noche, A. cruzó el bulevar que está ubicado a
80 metros del departamento donde vivía y, cuando apenas había comenzado a
caminar por Obispo Salguero, sintió
que alguien la agarraba del cuello y, con la otra mano, le apretaba los riñones.
"Me
torció el cuello para que no lo mirara y automáticamente me dijo: 'Te bajo acá.
Decile a Gustavo que se deje de joder que lo voy a coger y lo voy a hacer
mierda'". Cuando escuchó la amenaza, A. creyó que su atacante se había equivocado y se lo dijo, pero el
desconocido demostró que eso no iba a frenarlo. "No importa", respondió,
mientras despaciosamente la hacía caminar.
"Mientras
me llevaba se dio lo que, según me dijo después la Policía, era una
característica clásica de los ataques de Sajen. Como yo estaba exaltada, él se
tranquilizó un poco con sus amenazas, como si supiera lo que me pasaba y lo que
tenía que hacer para controlarme", asegura la chica.
-¿Tenés plata? -preguntó el desconocido.
-No tengo nada -respondió A.-
"En
ese momento empecé a sentir taquicardia, como si el corazón me fuera a
explotar y el pecho se me saliera, así que comencé a sollozar sin parar, sin
poder contenerme", cuenta la joven de 23 años, mientras se
lleva las manos al cuello.
Cuando era llevada por el
desconocido, A. vio a una mujer y la
miró fijamente a los ojos, pero ésta no se dio cuenta de lo que pasaba. El
miedo tampoco le permitió a la chica encontrar fuerzas para hablar o al menos
hacer el gesto de horror que deseaba. Siguieron caminando, despacio.
"Él
había bajado la presión, pero yo nunca bajé el nivel de tensión y ahora pienso
que eso fue lo que me salvó. En ningún momento pensé que iban a violarme o a
pegarme o asaltarme. Pensé que me mataban, que me moría y me decía 'no me puedo
morir ahora, no me puedo morir ahora, no me puedo morir ahora'",
afirma A., quien aún hoy no puede
creer que en esa cuadra donde siempre está lleno de gente, aquella vez no
hubiera nadie.
"Yo tenía fe de que si hacíamos unos metros
más íbamos a pasar por el frente de mi edificio y el portero se iba a dar
cuenta, pero justo cuando nos acercábamos, él me hizo cruzar la calle".
-¿De dónde sos? -preguntó
el desconocido mientras cruzaban.
A. intentó
contestar, pero no tuvo fuerzas.
-¿Dónde vivís? -volvió a
preguntar el atacante, tratando de que el control no se le fuera de las manos.
A. volvió a
hacer silencio y señaló el edificio con su cabeza.
-Si te portás bien -volvió
a hablar el atacante-, no te va a pasar nada. Yo estoy jugado así
que si te portás mal, te bajo acá mismo.
Ya habían llegado casi a la
esquina, donde había un videoclub. Entonces A. se dio cuenta de que ya no sentía aquella presión en los riñones.
"Me di
cuenta de que no me estaba apuntando más con lo que, yo creía, era un arma.
Como yo pensaba que iba a matarme, no pude evitar mirar para atrás. Vi que no
tenía arma... No sé de dónde saqué fuerzas, pero lo empujé y lo alejé.
Entonces me dijo que me callara la boca y no dijera nada y salió corriendo por Rondeau,
donde se encuentra la Clínica El Salvador", relata A., como si aquella experiencia
hubiera ocurrido ayer.
Increíblemente, y por un segundo,
el victimario se convirtió en perseguido porque, "llena de bronca", A. comenzó a perseguirlo. A poco de
andar, la joven se detuvo y se dio cuenta de que era un error. "Fue un impulso nada más, pero estaba tan asustada que ni
siquiera pude gritar, me quedé parada ahí viéndolo correr. Sin embargo, eso me
sirvió porque justo cuando pasó frente a la clínica, las luces hicieron que
pudiera verle perfectamente la espalda y la pelada en la cabeza. Su imagen me
quedó tan grabada en la memoria que después pude hacer un dibujo de su silueta
vista desde atrás y dárselo a la Policía", señala la
chica.
En este punto es necesario
detenerse y señalar, sin dejar de considerar valiente la actitud de A., que los estudiosos de este tipo de
delitos entienden que los ataques de un delincuente sexual pueden tener
aspectos comunes entre sí, pero son imposibles de comparar por más que esas
características similares existan. A.
pudo escapar de su atacante porque las circunstancias del hecho se presentaron
de tal manera que ella pudo aprovecharlo. Sin embargo, eso no significa en lo
absoluto que, aun en circunstancias similares, otras víctimas hayan tenido la
misma suerte de la chica.
Resulta importante precisar que las otras víctimas de Sajen no
tienen ninguna culpa o responsabilidad por no haber podido escapar.
Simplemente tuvieron la mala suerte de que sus circunstancias y el contexto en
el que se desarrollaron las mismas no les permitieron zafarse como A.
"Era el violador serial"
Si alguien hubiese escuchado y
prestado atención en su momento a A.,
muchas otras jóvenes se habrían salvado de caer víctimas de Sajen.
"Cuando
lo dejé, entré al edificio, pero el portero no estaba. Subí aterrada hasta mi
departamento y, recién cuando entré, me di cuenta de que tenía que denunciarlo.
No podía dejar que esto pasara sin hacer nada", cuenta la
chica de ojos almendrados. "Fui al cyber que
está al lado de mi edificio y le pedí al chico que atiende que me acompañe a
hacer la denuncia. Lo hizo, pero no muy convencido",
recuerda.
Lo siguiente puede considerarse la más clara muestra de la nula
importancia que la Policía de Córdoba
le daba hasta ese momento a los abusos y la evidencia más patente de que en Córdoba se desconocía que un violador
serial había abusado ya de una treintena de chicas. Desandando el camino que
había hecho con el atacante, A. bajó
hasta bulevar Arturo Illia con su
acompañante. Cerca del cruce con la calle Paraná, sus ojos se encontraron con
la misma persona que la había atacado. El hombre caminaba por la vereda del
frente del bulevar, en dirección a la terminal
de ómnibus, y se disponía a abordar a otra chica. "Caminaba como si estuviera sacado",
recuerda A.
"Mirá, ése es el hijo de puta",
gritó A. a su acompañante. El sujeto
escuchó, se detuvo un momento, retrocedió unos metros y se sentó en los
escalones de ingreso a una casa, dejó caer sus brazos al suelo y agachó la
cabeza. Simulaba ser un borracho.
"Ése es", volvió a
gritar la chica, quien cruzó a la vereda del frente. El hombre se levantó y
salió corriendo. A. no tiene dudas
de que era Sajen.
Justo en ese momento pasaba por calle Paraná un patrullero de la Policía, dirigiéndose hacia el Parque Sarmiento. A. le hizo señas para que se detuviera. El coche se paró ni bien cruzó la esquina.
"Ese hijo de puta que va allá corriendo me intentó atacar
recién", dijo la jovencita a los gritos. Según recuerda,
lo primero que hizo uno de los policías fue mirarle el pantalón ajustado que
ella llevaba puesto.
-Ese que va ahí -señaló de
nuevo A:, mientras apuntaba a Sajen que se encontraba a unos cincuenta metros
de la esquina.
-¿Qué te hizo? -preguntó el policía.
-Me quiso atacar -respondió
la joven.
-¿Te pidió plata?
-No.
-¿Te manoseó?
-No.
-¿Qué te quiso hacer?
-insistió el uniformado.
-Me iba a matar -respondió A.
"El policía me trató bien, pero cuando
terminó de preguntarme esas cosas, el tipo ya había desaparecido. Entonces, me
dijo que él no podía hacerse cargo del tema porque tenía que llevar a unos
detenidos a la comisaría", dice la jovencita.
Dibujo
La joven cuenta que, a pesar de
haber hecho la denuncia, jamás fue citada por la Policía o. la Justicia.
A. recién
sería contactada por los investigadores en octubre de 2004, luego de que ella
misma se comunicara al teléfono 0800 555
8784 que había sido habilitado por la Justicia para recibir información de
la población sobre el violador serial.
Tiempo después de esa
comunicación, la jovencita fue contactada por el comisario Vargas, de Protección de las
Personas de la Policía.
"Fue
la primera vez que pude contar lo que me pasó a alguien que mostró interés en
saberlo", asegura A.
Vargas contactó a
la estudiante con el comisario Sosa,
quien al enterarse de que la chica tenía memorizada la imagen de atrás del
sospechoso, le pidió que se lo dibujara en una hoja. Desde entonces esa ilustración, dibujada con lapicera negra,
pasó a ocupar un lugar de suma importancia en el escritorio de Sosa, junto al retrato de sus hijos,
los diplomas de sus estudios y las fotos e identikits de los homicidas más
buscados de Córdoba.
Tan seguros estaban ambos
policías de las palabras y del relato de A.
que se reunían todas las noches en Nueva
Córdoba, con el dibujo en la mano, convencidos de que si veían pasar de
espadas al violador serial, seguramente lo reconocerían.
Fue el hecho de que Sosa se mostrara dispuesto a hablar del
dibujo, sin dar precisiones sobre el caso en sí, lo que despertó nuestra
curiosidad para encontrar a A.
La experiencia vivida por esta
chica no consta en la causa judicial del fiscal Ugarte, ni está directamente vinculada con Sajen en los archivos
policiales. Sin embargo, resulta extremadamente útil para demostrar hasta qué
punto cuando ocurrió (pese a que hoy sabemos que Sajen ya había
violado a más de 30 mujeres) el interés y la dedicación por atrapar al
violador serial eran prácticamente inexistentes.
El dibujo, además, demuestra cuán lejos parecía estar la Policía
del serial, ya que ese hombre de espaldas que adornaba la oficina de Sosa es notablemente más parecido a
Marcelo Sajen que los demás identikits con los que contaba la Policía.
A las dos semanas
De acuerdo con las denuncias que
constan en la causa judicial, Marcelo Mario Sajen volvió a violar dos semanas
después del ataque contra Mariela y
su amiga, el 17 de noviembre de 2002. La víctima en este caso fue una joven de
unos 20 años, que fue sorprendida por el delincuente a pocos metros de su
casa, en la calle Baradero del
barrio Santa Catalina. La barriada
se encuentra ubicada entre las avenidas Madrid
y Cruz Roja Argentina, cerpa de la Ciudad Universitaria. El ataque fue
cometido a unas 30 cuadras de los viejos Molinos
Minetti.
La chica fue obligada a caminar
unas tres cuadras hasta que finalmente fue violada en un descampado. El ataque
ocurrió en plena noche y tuvo características semejantes al anterior. La única
diferencia fue que el serial estuvo más tiempo con su víctima.
El siguiente hecho adjudicado a
Sajen por la Justicia se registró casi un mes después, otra vez en el barrio Nueva Córdoba: el viernes 13 de
diciembre, a la noche. En aquella oportunidad, según señalan los
investigadores, el hombre sorprendió a una chica de 21 años cuando caminaba
sola en inmediaciones de la calle Obispo
Trejo, entre la avenida Hipólito
Irigoyen y San Luis. Sajen la habría
abordado de atrás, pero la chica alcanzó a gritar y salir corriendo. Cuando la
gente que caminaba por la zona se dio vuelta para mirar, el sospechoso se había
hecho humo.
Pasarían poco más de dos semanas para que el lobo volviera a
atacar en la zona. A partir de
entonces iniciaría una secuencia de ataques prácticamente nunca vistos en Córdoba por su mecánica y su
reiteración en sitios puntuales. Los hechos se iban a incrementar en los meses
siguientes, convirtiendo al 2003 en el año de la bestia. A todo esto, la Policía demostraba no tener todas las intenciones
de echarle las manos encima.
Pensión
-No te
des vuelta, no me mirés y seguí caminando que no pasa nada. Me sigue la yuta y
vos me vas a ayudar a zafar.
Marcela se asustó
cuando oyó esas palabras del hombre que segundos antes había escuchado correr
detrás de ella y que ahora la alcanzaba y abrazaba. Hacía pocos minutos que la joven de 21 años había salido de la
pensión donde vivía, en calle Balcarce
al 500 del barrio Nueva Córdoba,
para ir a la casa de una amiga.
Trató de tranquilizarse, pensando
que en realidad era un compañero de la facultad quien la había sorprendido
desde atrás mientras caminaba y le hacía una broma pesada.
Recién cuando divisó la sombra de un rostro que no conocía y
percibió olor a alcohol que salía de esa boca intuyó lo que ocurría y sintió el
terror. Intentó gritar, pero enmudeció. Quiso zafar de la mano que le oprimía
el hombro derecho, pero no pudo. Quiso mirar de nuevo y se paralizó. El hombre
le tironeó el pelo y Marcela alcanzó
a gritar. Fue entonces cuando sintió otro tirón de un mechón y un fierro frío
que se le apoyaba en el cuello, estremeciéndola.
-¿Qué
hacés boluda? ¡Te dije que no me miraras! Caminá calladita. Abrazame como si
fueras mi novia. Vamos a salir de acá caminando como si fuéramos una parejita.
Dale que me sigue la cana -volvió a decir el desconocido. Marcelo Sajen
había vuelto a atacar en Nueva Córdoba.
Era la 0.30 del lunes 30 de
diciembre de 2002. Ese día, Marcela
tenía pensado viajar a su pueblo natal, en el interior de Córdoba, para pasar el Año
Nuevo con toda su familia. El
viaje, finalmente, nunca se haría. Y
en su casa, la noche del 31, nadie iba a levantar una copa para brindar.
Empezó a desesperarse, mientras
veía que el hombre la hacía caminar a pasos apurados, sin demostrar la más
mínima intención de dejarla ir. La calle estaba semi desierta. Para peor, las sombras ganaban cada
espacio. Sajen había sorprendido a la chica mientras caminaba por Rondeau, a pocos metros del cruce con
Ituzaingó, a muy pocas cuadras del centro de la Capital. Cuando vio que la
chica se desesperaba, cambió de estrategia.
Bajó el tono de voz, eligió mejor las palabras y empezó a hablar más
pausadamente.
-Quedate
tranquila que no te voy a hacer nada. Me llamo Gustavo y no soy un mal tipo.
Lo que pasa es que me busca la cana y vos tenés que ayudarme a zafar. ¿Cómo te
llamás vos? Vos vivís por acá, ¿no? ¿Tenés guita?
-Hoy me pagaron el sueldo. Tengo algo de
plata. Te la doy y dejame por favor -clamó desesperada la joven.
A diferencia de otros casos, en
éste, Sajen pareció conocer bien a la chica, que después comentaría a los
investigadores que había visto a su atacante dos días antes mientras ella salía
de la pensión y, desde el otro lado de la calle, el hombre le había preguntado
qué hora era y cómo podía hacer para ir a la terminal de ómnibus.
Fue quebrando a Marcela como lo había hecho con todas
sus víctimas y la hizo caminar hasta llegar a Ituzaingó donde la obligó a ir
hacia arriba una cuadra para luego doblar por San Lorenzo y seguir hasta la calle Balcarce, rumbo a la pensión donde sabía que ella vivía.
Como era víspera de Año
Nuevo, en el alojamiento para estudiantes prácticamente no había nadie,
pero sí estaban los guardias de seguridad de las playas cercanas a la pensión.
En su testimonio judicial realizado años después del ataque, la joven contó que
esto a Sajen no le importó y, después de amenazarla, no tuvo problema de pasar
tranquilamente frente a los guardias.
-Vamos
a ir a la pensión. Quedate tranquila que sólo voy a robarte algunas cosas y me
voy, ¿sí? No llores tontita, que no te va a pasar nada... -decía Sajen.
Ni bien llegaron, Marcela puso temblorosa la llave en la
cerradura y abrió la puerta de madera.
Sajen miró para todos lados y no vio a nadie en la oscuridad. Entró rápido con
ella y la llevó hacia la pieza. Una
vez dentro, encendió la luz y le hizo cerrar la puerta con llave. La persiana
estaba baja.
-Bueno, dame toda la guita que
tenés. No, mejor quedate paradita y levantá los brazos que te voy a revisar - dijo Sajen con voz pausada. Empezó a palparla. Marcela no paraba de
llorar y sintió que aquellas manos que recorrían su cuerpo eran como las de un
policía.
-Callate
la boca papuda. Sacate la ropa. ¡Dale si no querés que te mate! -gritó
el depravado, mientras en su rostro empezaba a dibujarse una mueca de extraña
perversión.
Como la joven no atinaba a hacer
nada, Sajen tomó la pistola, la cargó y le apuntó directo a su cabeza. La chica pensó que todo se acababa. Pero lo que estalló esta vez en su
rostro fue una trompada que la tumbó sobre la cama.
La violación se extendió por casi una hora. Una vez que se sintió satisfecho, el serial se quedó recostado
junto con ella un par de minutos y le dijo algunas palabras al oído, como si
fuera su novia. Marcela estaba convertida en un bollito, aturdida, no paraba de
llorar. De golpe, el violador se levantó de la cama y fue hasta el baño para
lavarse. Regresó al cabo de unos minutos, tomó un saco que encontró en una
silla y lo tiró en la cabeza de la joven.
-Más
vale que no me veas la cara. Mirá que allá afuera hay varios tipos esperando
para pasar y violarte.
Esta expresión puntual haría pensar a algunos investigadores,
tiempo después, que no era producto de la simple imaginación de Sajen.
Adjudican esa imagen de hombres entrando a violar a los abusos sexuales
cometidos en prisión.
-Y más
te vale que no me denuncies, porque sé donde vivís. No hagas boludeces, porque
te voy a hacer boleta... -gritó Sajen.
De un tirón, cortó el cable del
teléfono. Luego, manoteó unos billetes que encontró en la mesa de luz, se puso
una campera de Marcela y vio un
televisor que se encontraba apoyado sobre una mesa ubicada en un rincón de la
habitación. Tomó el acolchado que momentos antes cubría la cama y que ahora se
encontraba tirado
en el piso, tapó el aparato y lo cargó en andas como pudo, cuidando de no
tropezarse con las ojotas que llevaba puestas.
Cuando oyó que la puerta de calle
se cerraba violentamente, Marcela se
perdió en un profundo llanto.
Durante mucho tiempo se creyó que este era el único caso en el que
Sajen se había atrevido a ingresar a una vivienda para satisfacer sus
instintos. La investigación demostraría que hubo dos casos de las mismas
características que nunca fueron denunciados pero se sumaron a la larga lista
negra de víctimas de Marcelo Sajen.
No debe estar muy
lejos
10.30 horas del 31 de diciembre de 2002, en la Jefatura de Policía.
-Bueno muchachos, terminamos. ¿Alguna otra novedad?
Sentado en el sillón negro de su
oficina en el primer piso de la Central, el jefe de la por entonces Dirección de Inteligencia Criminal (luego
denominada Dirección General de Investigaciones Criminales), comisario
mayor Martín Reparaz, dialoga con
sus principales investigadores. Se los ve cansados. Los encuentros con sus
subordinados se habían vuelto más que frecuentes en los últimos tiempos. Se
hacían a la mañana y cuando caía la tarde. Los detectives estaban tras los
pasos de un tal Martín Ernesto Luzi,
un joven de 25 años apodado el Porteño, a quien responsabilizaban
de haber comandado meses antes el secuestro extorsivo de Federico Ariente, el hijo de 23 años de un empresario dedicado a la
metalúrgica.
Federico había sido
secuestrado el 13 de octubre de ese año a la salida de una fiesta rave en la
localidad de Bialet Massé, a pocos
kilómetros de la ciudad de Córdoba.
El muchacho fue liberado el 30 del mismo mes en barrio Bajo Palermo, luego de que su padre arrojara un bolso con 400 mil
pesos desde un colectivo en marcha en cercanías de la villa de emergencia Carlos Gardel, en el partido 3 de
Febrero del conurbano bonaerense.
Ahora, toda la Policía de Córdoba estaba tras los pasos de los
secuestradores y apuntaba a Luzi
como el supuesto y principal cabecilla de la banda. A su vez, a Luzi lo
responsabilizaban por otro secuestro extorsivo cometido en julio de ese año. Se
trataba del caso de Alfredo Goso, un
chico que fue capturado por una banda de delincuentes que copó un edificio
céntrico y lo liberó días después, luego de que su padre pagara una fortuna,
también en Buenos Aires. Sin
embargo, las pruebas nunca llegaron a vincular claramente al sospechoso con el
caso Goso.
En ese marco de nervios y presiones, todas las mañanas y noches
el comisario Reparaz -conocido
por todos como el Pato- se reunía con los jefes de los principales
cuerpos investigativos para interiorizarse a fondo sobre los avances en la
búsqueda del Porteño. De las conversaciones participaban los jefes de la Brigada Antisecuestros, como así
también de las divisiones Robos y Hurtos,
Sustracción de Automotores, Homicidios y la gente de Protección de las Personas.
Aquella
mañana del último día de 2002, luego de que hablaran los de Antisecuestros y los de Robos y Hurtos, el comisario Sergio Acosta, por entonces jefe de la División Protección de las Personas,
levantó apenas la mano. Llevaba su clásica camisa bordó arremangada. A su lado, el segundo jefe de la
División, el comisario Juan Carlos
Toledo, miraba en silencio el piso de baldosas rojas de la oficina,
mientras se alisaba el cabello entrecano.
-¿Qué pasa Bicho? -inquirió Reparaz.
-Jefe, hemos tenido otra violación en la zona de Nueva
Córdoba. Pero este caso es bastante particular.
Todos los
comisarios que estaban en la oficina se dieron vuelta para mirar a Acosta.
-El autor es otra vez un NN -siguió Acosta-, tiene
unos treinta y pico, es morrudito, tiene brazos fuertes y peludos. Pero en este
caso el tipo violó a una estudiante dentro de una pensión... O sea, no fue en
la calle, o en un baldío. Fue en la pensión donde vivía la chica. Una femenina
de unos veintialgo... Y hay más. La chica denunció que el violador estuvo una
hora con ella y le robó un televisor antes de irse. Y escuche bien esto, el
saro (delincuente) tapó
el tele con una colcha y se fue caminando.
Reparaz atinó a sonreír, arqueó las
cejas y se recostó en el sillón. Los demás policías se miraron entre sí.
-Vos me estás cargando. ¡Pero ese tipo debe vivir ahí nomás! ¿Cómo se va
a llevar un televisor caminando? -gritó Reparaz, sorprendido- No debe estar muy lejos. 0 vive a la vuelta
de la pensión o se tomó un taxi. No creo que haya dejado el auto estacionado en
la puerta. Alguien, algún vecino, debe haber visto algo.
-Jefe, ya mandé a unos hombres a hacer averiguaciones en
el sector. Hasta el momento, no tenemos mucho -respondió Acosta. -Mirá Bicho, averigüemos bien, consigamos el
dato de dónde se escondió el tipo, pedimos una orden de allanamiento y le
caemos- cerró el diálogo el jefe de Inteligencia Criminal, antes de que todos se pusieran de pie.
Quienes estuvieron presentes
aquel día y presenciaron la conversación, comentan que a los pocos días se
concretaron varios allanamientos en la zona, pero ninguno dio resultado.
El televisor robado de la pensión
recién iba a ser encontrado a fines de 2004, en la cocina de la casa donde
vivía Sajen con su esposa, Zulma
Villalón. En un allanamiento del que se hablará más adelante.
"Es cierto, hay que reconocerlo,
por aquel entonces al serial no se le daba toda la bola que se merecía. Lo
mismo había pasado los años anteriores. Pero no era de mala voluntad, estábamos
tapados por otros laburos. Secuestros, robos, crímenes y no teníamos personal
suficiente. Los de Protección de las Personas, menos. íbamos laburando como
podíamos", se sincera una de las personas de alto rango que
participó en aquella reunión.
"Ahora
que veo el caso a la distancia, pienso que no caben dudas de que el guaso
escapó de la pensión en su auto, que seguramente lo tenía estacionado cerca, y
se fue a su casa en barrio General Urquiza", agrega el
uniformado sentado en un bar céntrico.
Regresares
Su cuerpo ya no es el que solía
ser. Lo que hasta ayer era músculo, hoy parece grasa y lo que hace poco tiempo
eran abdominales, hoy son indefectiblemente "flotadores" que
cuelgan de su cintura. Todo el
aspecto de Marcelo Sajen, quizá por esa pelada incipiente que avanza desde su
nuca, parece más viejo y deteriorado. El hombre está más cerca de ser ese tipo
arruinado y de aspecto mañoso que todo Córdoba
conocería en 2004 que aquel joven "buen mozo" que sus amantes
todavía añoran.
Es el sujeto que desciende del
auto contento y tratando de imaginar la cara de los chicos cuando se levanten
al día siguiente y vean la sorpresa que les trae. Como puede, salta el eterno
charco del agua servida que yace entre el cordón y la calle y patea suavemente
la reja negra de su casa. Recorre el
sendero de cemento existente en el pequeño jardín y golpea la puerta de entrada. "No lo van a poder creer"
piensa, convencido de que los chicos lo van a llenar de mimos cuando vean
instalado en el comedor el mismo televisor que apenas unos días atrás habían
deseado tener al ver una propaganda del Hiper
Libertad.
Son las dos de la mañana. Apenas minutos antes acaba de arruinar
la vida de una chica en una pensión de Nueva
Córdoba, pero eso no es lo importante. Lo importante para él es que lo
quieran, que lo admiren. Él es un regalón.
Zulma abre la puerta y queda
boquiabierta al ver a su marido borracho con un bulto en sus brazos.
-¿Qué traés? -alcanza a
preguntar la mujer.
Marcelo no responde, retira
orgullosamente el cubrecamas Alcoyana que cubre el bulto y como por arte de
magia, hace aparecer el televisor Hitachi
Serie Dorada última generación que acaba de robar. Aquel 30 de diciembre de
2002, Sajen llevaba algo más de dos meses de libertad.
"Cuando
salió por última vez me vino a ver y le pregunté qué iba a hacer, porque tenía
miedo de que siguiera en la misma. Hablamos acá mismo -cuenta Cacho Cristaldo mientras señala la vereda
de su casa de ladrillos vistos, ubicada sobre la calle Miguel del Sesse, a pocos metros de la esquina con Juan Rodríguez- y él
me miró a los ojos diciéndome que no pensaba volver a la cárcel. Me dijo que
antes prefería morirse y que tenía un amigo que le iba a prestar una moto para
vender, porque la idea era dedicarse al negocio de los autos".
También Zulma recuerda que Marcelo prometió no volver a robar y comenzó a
manejarse en el negocio de los autos que aún hoy seguiría siendo el sustento
principal de la familia. "Cuando el Marcelo salió de la cárcel, nosotros vendíamos
ropa en Pilar y teníamos un almacén en el barrio. Por otro lado yo había
vendido una moto y me quedaba otra, así que con esa comenzó a hacer negocios
comprando autos, arreglándolos y vendiéndolos", relata la
mujer.
El regreso de Sajen a la calle fue, para sus allegados, el regreso
"al mundo de los negocios".
Amor salvaje
Después de un día en el que todos
los programas de televisión habían bombardeado hablando del milagro ocurrido en
Río Ceballos, donde un chico de 11
años sobrevivió después de permanecer siete minutos bajo el agua atrapado en
el filtro de una pileta, esa noche fue como estar ahí, en la misma tribuna,
esperando la presencia del Chaqueño
Palavecino, que aquel 7 de enero de 2003 iba a terminar de convertirse en
uno de los referentes más importantes del canto popular argentino después de
convocar a 17 mil personas al Festival
de Doma y Folclore de Jesús María.
Toda la familia estaba frente a
la tele que, ocho días después de su llegada, seguía siendo el objeto más
deseado de la familia.
Marcelo estaba en otro lado.
A las 21.50 de aquella noche,
mientras Jesús María vibraba al
ritmo de las canciones del cantante salteño, Sajen abrazaba a dos chicas de 23
y 25 años para abusar de ellas. Utilizando su ya perfeccionado método de
control las obligó a caminar hasta un descampado cerca de la Ciudad Universitaria, donde después de
manosear a una de ellas comenzó a masturbarse. Tras un momento de horror en que
el delincuente paseó su pistola 11.25 por el cuerpo de una de las chicas, Sajen
alcanzó a ver que un policía se acercaba y escapó.
Dos días después, el 9 de enero
de 2003, una chica de 23 años también sería víctima del violador serial, que en
esa oportunidad se mostró especialmente violento.
Esa chica virgen constató que
Sajen la trataba más groseramente a medida que se excitaba. Fue violada en forma oral, anal y vaginal.
Una vez que terminó, el depravado se acomodó la ropa y partió
caminando. De pronto, volvió sobre sus pasos y enunció una frase que demostraba
su frialdad.
-No vayas a contar nada a nadie, total lo único que hice fue echarte un polvo.
La edad de la
cárcel
El chico entra corriendo a la
casa de barrio José Ignacio Díaz 1a
Sección. Pasa detrás de su madre y delante de las fotos de su padre que
reposan en un espejo con marco dorado apoyado en la pared. Las imágenes
muestran a sus progenitores bailando cuarteto con cara de felicidad
durante un cumpleaños.
Detrás de las espesas cejas de
ese niño sonriente y pícaro se adivinan claramente los rasgos de Marcelo Mario
Sajen. Corriendo, después de girar alrededor de la mesa redonda del living, el
chico se detiene un centímetro antes de chocar con el mueble de fórmica, donde
se encuentran las imágenes de Cristo
y de la Virgen María que, por el
impulso, tambalean y caen de cara sobre la madera.
Mira a los dos periodistas con
una mezcla de picardía y curiosidad, mientras su madre, Adriana Castro, consciente de que es el momento de mostrarse
enojada, ensaya un reto que se pierde en el vacío apenas el hijo de Marcelo se
sube a una de las sillas y lleva su mano, abierta como un sol, hacia su cabeza,
imitando las plumas que llevan sobre la frente los indios de las películas
norteamericanas. "Yo soy el pluma acá, el capo del pabellón",
dice el pequeño sonriendo. La ocurrencia despierta una serie de carcajadas que
invaden toda la habitación.
Es el año 2005 y la Negra Chuntero vuelve a abrirnos la
puerta de su casa, esta vez para hablar de la vida de Marcelo Sajen desde 2002
en adelante, cuando salió de su segunda etapa en la cárcel.
"Cuando
Marcelo dejó de estar privado de la libertad, nuestro hijo tenía la edad de la
cárcel", cuenta Adriana,
para explicar que en octubre de 2002, tres años y nueve meses después de caer
preso, el pequeño tuvo por primera vez la posibilidad de ver a su papá del otro
lado de las rejas.
Es una buena imagen a tener en
cuenta para introducirse en esa nueva etapa de la vida de Marcelo Mario Sajen,
en la que supo combinar todas sus caras de manera casi perfecta.
"Se
vino a vivir conmigo. Dormía acá, en casa. A la mañana se iba en auto a lo de Zulma
y a la tarde se iba a trabajar. Volvía a la noche para cenar, bañarse y dormir.
Apenas salió vino un día y me dijo: 'Negra. Quiero hacer un negocio. ¿No me
dejás vender esa moto tuya para ver si puedo armar un negocio?'. Yo no tenía
nada, sólo esa moto, pero Marcelo me miró con esos ojitos y no me pude negar.
Yo misma lo acompañé a comprar un auto y así volvió a meterse en el 'negocio",
cuenta la Negra Chuntero en aquel
living donde las imágenes de los santos conviven armónicamente con las del
demonio.
Mientras se "reinsertaba"
en sus vidas conyugales y se reencontraba con sus hijos, la vida delictiva de
Sajen como el violador serial seguía avanzando. Después de abusar de aquella
chica virgen de 23 años abusaría, el 4 de febrero y con una crueldad similar,
de otra joven de 25. Lo mismo haría 11 días después con una de 22, antes de
ejecutar uno de sus ataques más asombrosos y temerarios.