A
Emilia Basil nunca le importó ser fea. Sus problemas familiares y
económicos la llevaron a concentrarse más en la supervivencia que en la
felicidad. Había nacido en el Líbano en 1911. En los años 40, y por
motivos insondables, llegó a la Argentina en un carguero desvencijado y
con olor a podrido. Estaba sola. Estaba aburrida de tanto viaje. Estaba
desesperanzada.
Se instaló en Buenos Aires en una
pensión cercana al puerto. Tenía un par de direcciones de libaneses que
estaban viviendo en la ciudad, pero nunca los buscó. Tampoco los
conocía. La dueña de la pensión, Dora Ramos, fue quien le enseñó las
primeras palabras en español. Emilia le pagaba, pero además le ayudaba
en la limpieza y, sobre todo, en la cocina. No lo hacía por afecto
hacia Dora sino por puro cálculo. Sabía que era necesario caerle bien a
esa mujer, de la que en parte dependía su futuro. La posadera era una
mujer acostumbrada a recibir inmigrantes y tenía, además, la manía de
comer siempre que aparecía un extranjero le pedía que preparase platos
de su tierra. La comida libanesa resultó ser una de sus preferidas y
Emilia, por ser la cocinera, logró por primera vez en su vida sentirse
aceptada.
Poco tiempo después, Emilia consiguió
empleo en un frigorifico. Le dijeron que era trabajo para un hombre.
Pero la pondrían a prueba, como un gesto de amistad hacia la dueña de
la pensión, que ya les había advertido acerca de la excepcional
fortaleza física de la libanesa.
En ese frigorífico
de la zona de Barracas, Emilia consiguió su primer amante local un
español bajito y transpirado que hacía lo mismo que ella, cortar las
reses en trozos. La relación era clandestina, el hombre era casado.
Pero Dora Ramos no tardó en enterarse y en recriminarle el hecho de
haber elegido un hombre con el que no tendría chances matrimoniales.
Emilia no se molestó en defenderse. "Es lo que hay", dijo.
Pasaron
diez años. Emilia vivía siempre en la pensión, siempre cocinaba
empanadas y guisos árabes, seguía trabajando en el frigorífico y,
acaso, tenía otros amantes. Pero un día, en un bar de Constitución,
conoció a Felipe Coronel Rueda, un peruano trece años menor que ella.
Morocho, esmirriado, insignificante, Rueda se acercó a la mesa de
Emilia a quien ya conocía por haberla visto en el frigorifico. El
peruano era el encargado de compras de un restaurante céntrico, y cada
vez que iba a comprar la carne se asombraba de ver a esa mujer bajita y
musculosa, de manos grandes y rasgos petreos, cortando reses sin
levantar jamás la vista de su tabla de trabajo.
A
Emilia no le gustaba el hombre. Pero menos le gustaba la idea de
quedarse sola o con amantes que no le servían para formar una familia.
Rueda, en cambio, se enamoró a pesar de las bromas de sus amigos, que
no podían creer que el tipo se quedara con una mujer fea y trece años
mayor.
Se casaron pocos meses después y se mudaron a
una casa de la calle Garay al 2200, donde instalaron un restaurante
llamado Yamile. Ellos vivían en los fondos, lindando con un italiano,
José Petriella, soltero, amargado, adusto, arruinado. De hecho, era el
anterior dueño de la propiedad pero, a causa de una mala administración
de su dinero, había terminado vendiéndosela a Rueda. El peruano pagó
una parte en efectivo y el resto prometió entregarlo en módicas cuotas.
A cambio de haber aceptado la postergación del pago total, Petriella
podría vivir a perpetuidad en el último de los cuartos, un lugar oscuro
que había sido un depósito. Sin embargo, Petriella estaba a gusto en su
pocilga, sentía cierta afinidad espiritual con el lugar, como si él
estuviera tan arruinado como su vivienda. Pero lo que más le gustaba
era la sensación de encierro absoluto, en su cuarto estaba aislado de
la calle, y la calle le producía desde siempre un miedo inmanejable.
Salía lo menos posible, solamente para cumplir con sus tareas de
destapador de cañerías, y siempre trataba de combinar los horarios para
poder volver a casa cuanto antes. A todo esto, su cuarto de la calle
Garay le había empezado a interesar por otros motivos, Emilia Basil le
gustaba. Era lo opuesto a lo que era él mismo, es decir, carecía de
todos los defectos que a él le hacían la vida intolerable. Ella era
decidida, fuerte, iba de frente, no le tenía miedo a nada y no le
intimidaban la calle ni la prepotencia ajena. Era obvio que podía
hacerse cargo de toda una familia. Podría, incluso, hacerse cargo de
él.
Aunque algunos dudaban de la fertilidad de "la vieja" así
la llamaban en la pensión y en el frigorífico, Emilia Basil de Rueda
quedó embarazada enseguida. La hija se llamó Florinda Esperanza. Le
siguieron Rosa Isabel y Mirta Emilia. Después del nacimiento de esta
última, Emilia se negó a las súplicas de su marido, que quería seguir
buscando el hijo varón. Argumentó el advenimiento de la menopausia, con
lo que además justificó su carácter tremendo.
Emilia
cocinaba en el Yamile, limpiaba la casa, cuidaba a sus hijas sin el
menor asomo de afecto maternal, y a su marido sin ningún gesto de
cariño. Pero, por sobre todas las cosas, se aburría. Cada mañana hacía
las compras en el mismo almacén, caminaba por las mismas veredas y, al
volver, miraba desde lejos su casa y el frente del restaurante,
coronado por un cartel que ella odiaba especialmente: "Manténgase en
forma! Tome aperitivo Cynar". Emilia se preguntaba cada vez para qué
tendría uno que mantenerse en forma, si la vida no tenía mayor sentido
ni para ella ni por lo que veía a su alrededor, para nadie.
Como
se sabe, el aburrimiento puede ser causa de grandes errores. Y Emilia
cometió uno, inició un amantazgo peligroso con el italiano Petriella.
¿Le gustaba Petriella? ¿La hacía sentirse bien? ¿Se entretenía, al
menos, cuando estaba con él en el cuarto del fondo? Nada de eso. Jamás
hubiera entablado una relación con él si no hubiese tenido el adicional
del factor riesgo. Lo que la entusiasmaba era, justamente, que
Petriella viviera en su casa; lo mejor era acostarse con el tipo a
pocos metros de donde su marido hacía las cuentas, las interminables
cuentas que daban testimonio de lo precario de la economía doméstica y
de la incapacidad crónica de Rueda para los negocios.
Porque
el restaurante no funcionaba como Rueda imaginó, aunque ella sí había
previsto la catástrofe. Rueda, mal que mal, se había enamorado de su
mujer oriental, de su familia nueva, de sus hijas y de la idea de un
emprendimiento que lo haría, si no rico, por lo menos autosuficiente.
Emilia, en cambio, tenía la frialdad de la mujer casada sin amor y sin
esperanzas. "Acá son todos pobres, el restaurante no va a caminar ",
había dicho desde el vamos.
Lo cierto es que el
fracaso gastronómico impidió que Rueda pudiera pagar las cuotas que
debía, y fue ese detalle, además del aburrimiento, lo que acercó a la
libanesa y el italiano. Emilia le dijo a su marido, de mala manera, que
ella hablaría y se disculparía con Petriella por el retraso a los pagos
convenidos. Lo había visto durante años espiándola a través de la
ventana de la cocina, mientras ella martillaba la carne para hacer
milanesas o mientras lavaba las ollas y los platos.
Cuando
se hicieron amantes, Emilia ya tenía el pelo gris y ralo, recogido en
un rodete en la nuca, usaba anteojos con aumento y marcos gruesos de
carey, pantuflas, vestidos tipo bata, con abotonadura delantera, y
sacos tejidos en colores oscuros. Su fealdad primaria se había
acentuado de forma notable: estaba arrugada, un rictus amargo le bajaba
por la comisura de los labios, y sufría de várices y de una hinchazón
crónica en los tobillos. A pesar de todo, el italiano veía en Emilia
una mujer potable, que cocinaba bien y sabía llevar su casa; una
mujerona como cualquiera de las tantas que recordaba de Italia.
La
relación la empezó él, pero la estrategia la armó ella. Fue de lo más
sencilla, le golpeó la puerta a las doce y media de la noche. Alarmado,
Petriella abrió pensando que alguien de su familia había muerto y
llegaban a darle la noticia. Pero la encontró a Emilia, vestida y con
un delantal entre las manos, que le dijo si podía pasar porque no podía
dormir. Le anunció, a su vez, que su marido había tenido que visitar a
un hermano enfermo y que no volvería hasta el día siguiente. Petriella
empezó a sacar cálculos frenéticos: ¿Estaría ella insinuándole que
quería estar con él? ¿O sería que de verdad no podía dormir? ¿Podría él
intentar llevarla a la cama o ella lo denunciaría ante su esposo o
acaso ante la misma policía?
De un solo vistazo ella
se dio cuenta de las dudas del italiano. Supo que tendría que ser más
clara. Entonces dejó la silla donde se había instalado y se sentó junto
a él en la cama. Con sus manos ásperas le tocó la cabeza, avergonzada
de su propio gesto de ternura, recién entonces Petriella entendió.
El
vínculo entre los dos quedó rápidamente estáblecido, era un vínculo
sexual entre una sexagenaria libanesa y casada, y un italiano cuatro
años mayor pero soltero.
A Emilia la relación le
significó varios logros, el primero, posponer su aburrimiento. También
era importante que el italiano no insistiera en cobrar su deuda e
incluso, le prestara más dinero. Y, por último, pero no por eso menos
importante, el italiano le hacía ver que su edad y su fealdad no eran
obstáculos para conseguir un amante. Ella también, por qué no, tenía su
costado vanidoso.
Pero si algo no tenía Emilia era
paciencia. Menos para sostener situaciones que no le interesaban. Con
el correr de los días, y hasta se diría que con el correr de los
minutos, el hombre que vivía en el cuarto trasero de su casa pasó de
ser un amante a convertirse en un estorbo. Al principio estaba muy
claro que se verían siempre que ella fuese de noche a golpearle la
puerta, con dos golpecitos débiles, una vez que su marido estuviese
dormido. Esto pasaba una vez por semana. Pero al mes, Petriella empezó
a reclamar. Dijo que quería verla con más frecuencia porque se estaba
enamorando. Ella se negó. Pero él, de todas formas, empezó a acosarla.
Iba a un patio interno de la casa, que tenía una ventana que daba a la
cocina del restaurante, y golpeaba. Cuando ella lo miraba, él hacía
gestos frenéticos para dar a entender que quería verla. Si ella no
levantaba la vista de lo que estaba haciendo, él golpeaba más fuerte.
En esos momentos, Emilia lo odiaba. Le parecía aún peor que su propio
marido. Y eso era demasiado.
La relación, sin
embargo, duró unos cuantos meses más. Emilia ,no por compasión, sino
para darse un margen para pedirle dinero extra, seguía visitando a
Petriella y había incrementado la frecuencia de una a dos veces a la
semana. Si podía, incluía una tercera visita adicional, sobre todo
cuando su marido se volvía especialmente obsesivo en el recuento del
dinero o cuando exageraba su papel de extranjero sufrido y victimizado
por las circunstancias.
De hecho, a Emilia no dejaba
de sorprenderle que ni su marido ni sus hijas tuvieran sospechas acerca
de la relación que mantenía con el inquilino. Se dio cuenta de que ella
misma se había convertido en un engranaje más de su familia, pero no le
molestó, su familia había dejado de importarle, lo mismo que su amante.
Pero, entre las dos opciones, prefería a la familia. Había invertido
mucho más ahí que en cualquier otro lado.
Una tarde,
Petriella advirtió en Emilia todos los síntomas que él ya conocía por
sus experiencias pasadas, escasas pero lúgubres, como otras mujeres,
ella lo iba a abandonar. La libanesa lo miraba torcido y le explicaba
que en ese momento no se podía quedar a hacerle compañía, y que al día
siguiente tendría mucho trabajo, y al otro iría de compras, y que por
la noche su marido tenía insomnio, y que, en fin, las posibilidades de
un próximo encuentro eran mínimas.
Petriella resistió
unos pocos días. Pero a la semana no aguantó más: un mediodía fue tan
insistente en el golpeteo a los vidrios de la cocina, tan elocuente era
la cara que asomó por la ventana, que logró que ella fuera en el acto
al cuartito del fondo. Y ahí, por primera vez, dejó de lado la
depresiva timidez de su conducta, la conminó a seguir adelante con la
relación bajo amenaza de pedirle al marido el dinero que le adeudaba y,
además, detallarle la índole de la relación que mantenían. De modo que
ahí estaba Emilia, con su rodete gris y sus pantuflas, asediada por un
hombre que parecía morir por ella.
Emilia no se
impresionó. Le dijo que estaba ocupada pero que a la madrugada pasaría
a verlo. La libanesa volvió a la cocina de inmediato. Preparó un enorme
guiso de lentejas con albóndigas, matambre al horno con papas y
milanesas. Mientras picaba, condimentaba y rellenaba, pensaba en las
alternativas que tenía por delante. Era claro que no tenía ninguna
intención de perder a la familia que había logrado armar, y tampoco iba
a dejarse extorsionar por el italiano, la decisión de terminar con él
era irrevocable.
Esa noche Emilia decidió dormir. No
iría ala cita deleznable, y arreglaría las cosas al día siguiente. Pero
no contó con que el hombre, angustiado por la espera, fuera a golpearle
la ventana de su cuarto en plena madrugada. Ella escuchó enseguida el
llamado, dos golpecitos tenues, miró a su marido, acostado a su
izquierda, ocupando un sector mínimo de la cama. Seguía durmiendo, no
había escuchado nada.
Emilia se levantó de un salto,
se calzó las pantuflas cuadrillé, se puso los anteojos y buscó una
cuerda de nylon que guardaba en un placard. A todo lo que da, fue a la
pieza del italiano. Sabía que si no iba, éste despertaría al marido y
le contaría todo. Pero también sabía que si cedía terreno, Petriella
impondría condiciones y ella tendría que obedecerle o soportar las
consecuencias. Se dio cuenta de que estaba en sus manos, pero no podía
tolerar estar en las manos de nadie.
Nunca se sabrá si
ella decidió ahorcar a Petriella la noche misma en que él le golpeó su
ventana por última vez, o si lo había decidido la tarde anterior,
cuando él amenazó con contarle la historia a su marido. Lo que sí es
seguro es que cuando buscó y encontró la soga, ya había decidido el
destino de Petriella.
Así que fue al cuarto del
fondo y entró por la puerta semiabierta. Se acercó a Petriella, que
acaso por un instante tuvo la ilusión de que su amada le tendía los
brazos al cuello para abrazarlo. Pero lo que Emilia hizo fue
estrangularlo con la cuerda de nylon. El italiano ofreció alguna
resistencia, pero no fue suficiente: el factor sorpresa había sido
decisivo. Emilia, con la mirada tan fija en el cuello de su amante como
en su momento la tuviera sobre las reses que cortaba en el frigorífico,
lo mató enseguida. Cuando estuvo segura del crimen, acomodó el cuerpo
bajo la cama y volvió a su cuarto. Hacía calor, era el 24 de marzo de
1973 Emilia Basil se quitó las pantuflas y se metió en la cama, con su
legítimo esposo. Es más, lo miró y hasta sintió cierta ternura por ese
hombre que se había casado con ella a pesar de su edad y de su aspecto,
y que vivía su vida sin enterarse de nada.
Con su
lógica desapasionada, Emilia amaneció haciendo cálculos. Un problema
estaba resuelto, Petriella jamás le contaría nada a su marido. La otra
cuestión era más complicada de resolver, había que deshacerse del
cadáver ¿ Qué se podía hacer con un muerto, dónde esconderlo, dónde
tirarlo ?
Estaba claro que no podría arrastrarlo y
sacarlo de la casa. Seguramente alguien la vería. El italiano,
entonces, tendría que seguir ahí. Pero no podía enterrarlo, no tenían
jardín. y si lo dejaba en el fondo, el olor sería insoportable y
alertaría a sus hijas y a su marido.
Apeló entonces a
su experiencia. y su experiencia la remontaba a dos lugares, el
frigorífico y la cocina. Las reses pesaban mucho, pero no tanto si se
trozaban, y la carne se conservaba mejor si estaba cocinada y, además,
desaparecía al ser ingerida. Estaba todo resuelto, entonces. A
Petriella había que cortarlo en pedazos y después cocinarlo. Se
cuidaría, eso sí, de probarlo ella misma, o de ofrecérselo a su
familia. Para algo tenía a los clientes de su restaurante.
Ese
mismo día no haría nada. Pero al día siguiente, su marido estaría en La
Plata, adonde tenía que ir para hacer unos trámites, y las hijas jamás
estaban durante el día, se iban a trabajar a la mañana temprano y no
volvian hasta la noche. Por la tarde, la libanesa se molestó por una
visita que no esperaba, el hermano de Petriella, a quien atajó en la
puerta del restaurante. "Hace dos días que no lo veo", le dijo.
A
las diez de la mañana del 25 de marzo, Emilia fue al cuarto de
Petriella, llevaba dos cuchillos de cocina que acababa de afilar con
una piedra, tal como le habían enseñado en el frigorífico. En cuanto
vio el cadáver, se alegró de encontrarlo tan distinto de lo que
recordaba de su amante en vida. La muerte lo había vuelto rígido, le
había marcadouna expresión desconocida en el rostro, le había cambiado
el color. Era, casi, como una res. Le sacó la camisa, los pantalones,
los calzoncillos y las medias. Cuando estuvo desnudo, lo cortó en
pedazos. Buscó las articulaciones y separó brazos, piernas y cabeza. No
le dio asco. Se concentró en hacer las cosas bien, como si estuviera
trabajando. y una vez que hubo terminado, fué, a su vez, cortando
brazos y piernas en más pedazos, aplicaba, a conciencia, una mirada de
cocinera. Eran las partes más aptas para el consumo. El tronco y la
cabeza, desde ya, no podrían ser usados. No se adaptaban a las recetas
que ella conocía desde siempre.
Así, fue llevando en
una palangana a quien fuera su amante, trozo a trozo, hasta la cocina.
Buscó las ollas más grandes y puso a hervir algunos "cortes"; en unas
fuentes para horno puso a asar otros. No se olvidó de condimentar todo.
era probable que la carne humana tuviera un gusto diferente, y había
que evitar que alguien sospechara.
Con la carne
hervida hizo un guiso y empanadas árabes. Con la carne asada, un
salpicón que llenó de mayonesa y huevo duro picado. Cuando todo eso
estuvo listo, volvió al cuarto del italiano y encajó el torso en un
cajón de manzanas, que sacó a la calle con cierta dificultad. Arriba
del torso había puesto cáscaras de fruta y diarios viejos.
En
cuanto a la cabeza, la dejarla en hervor hasta que decidiera qué hacer
con ella. Por alguna razón, no quería sacarla como si fuera basura, tal
como hizo con el tronco. Pensó que la cabeza sería fácilmente
reconocible, que la cabeza tenía rostro, que la cabeza tenía ojos.
Esa
noche, acaso por un gesto indirecto de cariño tardío, Emilia preparó
pasta, lo cual sorprendió a la familia, acostumbrada a comer carne en
cada comida. "Si no les gusta, cocinen ustedes! Esto es lo que hay",
les gritó Emilia, haciendo alarde de un ánimo sombrío.
Tres
días más tarde, una vecina entabló una charla de barrio con Rosa
Isabel, la hija del medio del matrimonio Rueda. Le hizo advertir que
había un cajón de manzanas con basura que despedía un alarmante olor a
podrido. y le sugirió llamar a la policía. "Ché, ¿no habrá algo raro
ahí adentro?" Rosa Isabel, con la excitación de sus 17 años, llamó.
Cuando
llegó la policía, encontró el torso de Petriella. Emilia no había
tenido en cuenta un detalle muy porteño, los basureros jamás levantan
un bulto que pese demasiado.
Los policías se fueron
con el torso, pero una vez en la comisaría, un agente recordó una
denuncia de un hombre cuyo hermano había desaparecido sin dejar
rastros. Fue a buscar los papeles. El hombre en cuestión, el que se
había esfumado de su domicilio, vivía en la misma cuadra donde habían
encontrado el torso.
Fueron hacia allá, registraron
primero la casa vecina a la de los Rueda. No encontraron nada.
Después,fueron a lo de Emilia. Buscaron en los cuartos, en los baños,
en el living. Hasta que entraron a la cocina. Lo primero que vieron fue
un bulto redondo, como de una pelota, envuelto con papel madera. Uno de
los policías lo abrió, y lo tiró enseguida sobre la mesada, haciendo un
gesto de asco. Era la cabeza. Ya estaba hervida. En cuanto a las
empanadas y el salpicón, casi no quedaba nada. Los clientes del Yamile
habían comido buena parte.
Lo primero que hizo
Emilia Basil en la comisaría fue negar todo. Pero cuando las evidencias
la apabullaron, contó cada movimiento, con todo detalle. No lloró. No
dijo que estaba arrepentida. No se quebró. Su abogado le dijo que
alegara defensa propia. Ella obedeció. En una nueva versión de los
hechos explicó que fue su amante quien quiso estrangularla con una
cuerda de nylon, y que ella logró arrancársela de las manos y ahorcarlo
a su vez.
La fiscalía pidió dieciséis años para la
acusada y el juez de sentencia, Salvador María Lavergne, aceptó. Sin
embargo, entró en escena un nuevo abogado de Basil, Pedro Bianchi,
quien pidió la nulidad del fallo y la logró. El proceso pasó al juzgado
de Jorge Sandro. Al fin, la condenaron a diez años de prisión por
homicidio simple.
En noviembre de 1979, seis años
después del crimen, habiendo cumplido los dos tercios de su condena,
Emilia Basil fue puesta en libertad condicional. Una de las policías
que la acompañó a la salida del penal le preguntó ¿si tenía algún lugar
adonde ir?. Ella usó su crudeza habitual para contestar " A usted no le
importa. Y a mí tampoco".
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)