Stella O.
Lo que más le
gustaba a Stella
O. era sentarse en las rodillas de su padre y escucharlo hablar en inglés, en francés, en alemán y en
italiano. Ese era el orden que
habían establecido los dos desde hacía unos años, desde que ella había empezado
el jardín de infantes.
Pero las cosas
cambiaron rápido. Lo primero que pasó fue que los desalojaron de la casa con
jardín que tenían en el centro de La
Plata: él, el hombre que hablaba cinco idiomas y era un contador brillante,
había perdido casi todos sus trabajos. No es que se equivocara, o los hiciera
mal, o robara. Simplemente, se había convertido en un alcohólico grave. Pasó de
tomar un par de whiskies antes de dormir a necesitar más de un litro y medio de
ginebra por día. Se desmayaba, se olvidaba de las cosas, adelgazó diez kilos en
medio año. Empezó a pegarle a su mujer ya quedarse acostado durante todo el
día, con la radio prendida. A sus dos hijos varones y a Stella los seguía tratando, en
los pocos momentos de lucidez, con la misma paciencia paternal de siempre. Pero
ya no podía pagarles el colegio, ni prepararles el desayuno, ni hablarles en
otro idioma. Ya no tenían jardín para jugar a las escondidas ni médico que los
atendiera. Al final, ni siquiera tenían para comer. Estaban viviendo en una
casa húmeda y miserable, cerca de la estación de trenes. Una casa oscura que
olía siempre al vómito del contador, ya sus cigarrillos negros.
Su esposa tuvo
que salir a trabajar. Lo único que pudo conseguir fue lavar ropa, para poder
mantener a los hijos y al marido. No sabía hacer otra cosa: la habían educado
para depender de un buen hombre que se hiciera cargo de ella de una vez y para
siempre. Pero la falta de costumbre para trabajar, el esfuerzo, y cierta
debilidad propia de su físico esmirriado, se conjugaron en su contra. Se
enfermó de tuberculosis y murió antes de que Stella cumpliera nueve años. El
padre redobló sus dosis de alcohol: se sentía culpable por esa muerte y por la pobreza
en la que vivían sus chicos, que enseguida tuvieron que salir ala calle a vender
estampitas ya mendigar.
No faltó mucho
para que el padre también muriera, con el hígado destruido, en medio de un
delirio feroz que ninguno de sus hijos iba a olvidar nunca.
Stella O., por decisión de un juez, fue a vivir aun
orfelinato.
En el internado,
no tardó en adaptarse. Fue una estrategia para sobrevivir. Odiaba recordar las
épocas de esplendor económico, y de familia ejemplar. Y trataba de suprimir de
su memoria los episodios de decadencia. Tampoco quería pensar en sus hermanos.
Estaba concentrada en caerle bien a las "celadoras" ya dos o tres
chicas mayores que ella, que la
despreciaban. Stella
estaba empecinada en lograr que especialmente esas chicas la quisieran.
Dormía poco,
lavaba su ropa con obstinación neurótica
y le daba vergüenza, una vergüenza fatal, hacer deportes: siempre se sentía en
ridículo, fuera de lugar, incompetente.
Al cumplir 18
años pudo salir: en el internado le habían conseguido un trabajo como obrera en
una fábrica. La información había sido escueta: "Sin dificultad conductual".
En la fábrica
conoció a José R., un capataz que
sería su marido. La historia de José era simétrica y opuesta a la suya: el
hombre venía de una familia de clase baja que con esfuerzo había logrado
superarse. Movilizado por el impulso de sus padres, él siguió abriéndose camino
hasta que, poco después de casarse con Stella, consiguió abrir su propia
empresa. "Es una empresa chiquita, pero es nuestra",
solía decirle a su mujer.
Seguían viviendo
en La Plata, tuvieron dos hijos y vivieron
en paz hasta 1972. La mayor ya había cumplido casi 30 años, estaba casada y
tenía tres hijos. El menor, estaba por cumplir 17. En esa época, Stella
empezó a cambiar en forma radical su personalidad y su conducta. Un día, así,
sin más, decidió hacer lo que se le daba la gana. Salía durante horas de su
casa y enmudecía cuando tenía que explicarle al marido su itinerario. Ni siquiera
intentaba inventar una versión creíble de sus ausencias. Cuando él insistía demasiado,
ella lo miraba y murmuraba: "Basta, José, basta".
Las tardes afuera de la casa pasaron a ser
días enteros, hasta que desapareció toda una semana. José la buscó con desesperación, pero sus amigos fueron más
prácticos: le hicieron recordar que ella pasaba mucho tiempo en lugares
desconocidos, y que enfurecía a la hora de dar explicaciones. A esa altura, las
ausencias de
Stella eran vox populi en todo el barrio. Pero el barrio tenía la
explicación que el marido no encontraba: estaban convencidos de que Stella
tenía un affaire con un peluquero gay
de una villa que se había formado en las afueras de la ciudad.
Stella volvió una tarde como si nada hubiera pasado, con
una bolsa de plástico llena hasta el tope de pan recién comprado. La semana en
blanco ni siquiera se mencionó. Se sentó en la cocina con cara de aburrida, prendió
el fuego, hirvió el agua, hizo unos mates. Los tomó con ansiedad, mientras
tragaba un pan tras otro, casi sin masticar. Su hijo y su marido la miraban,
sin animarse a decir una sola palabra: el cura de confianza de la familia les
había dicho que la conducta de la mujer no era normal, y que había tratarla
casi como a una enferma mental. Ella les convidó mate, estiró la mano hasta un
revistero que tenían al lado de la heladera, sacó una revista y se puso a
hojearla. En ese momento, el marido no pudo más y estalló: ¿No nos vas a
decir dónde carajo estuviste?". Stella lo estudió con incerti dumbre.
No contestó. Después les dijo a los dos que se iría a dormir temprano porque
estaba cansada. Y a la mañana siguiente preparó el desayuno, limpió la casa,
cocinó para el almuerzo. Con toda normalidad.
A pesar de que,
en apariencia, las cosas se habían estabilizado, la semana de ausencia marcó un
hito en la relación. Por unos cuantos días ella se quedó en la casa, casi sin
salir, mientras que el marido veía el espejismo del hogar recuperado. Lo que en
realidad pasaba era que Stella estaba haciendo planes. Uno erajuntar
dinero. El otro, liberarse de su familia. y armar una nueva vida.
A comienzos de
1973 compró veneno para ratas y empezó a suministrárselo a su marido. Lo ponía
en cantidades ínfimas en el remedio que él habitualmente usaba para su diabetes
crónica. No tenía ni idea de los efectos ciertos de esas dosis tan escuetas,
hasta que una noche su marido se despertó desesperado, con terribles dolores de
estómago y una parálisis de medio cuerpo. Stella llamó al médico y, antes de seguir con
el veneno, decidió esperar unos días, hasta ver si alguien se daba cuenta de lo
que estaba pasando. En el ínterin, volvió a desaparecer, esta vez por casi dos
semanas, llevándose buena parte del dinero que tenían ahorrado, joyas y un televisor
que había en un cuarto de servicio, en ese entonces en desuso.
Cuando volvió, su
marido estaba casi recuperado. El escándalo que montó fue aterrador. La acusó
de ladrona, de puta y de mala mujer, por haberlo dejado solo cuando estaba
prácticamente paralítico. Ella reaccionó con lo primero que se le ocurrió:
simuló un ataque de histeria, con gritos y arañazos. La internaron, pero ese mismo
día se escapó con la misma espectacularidad con la que había ingresado. Los
gritos fueron reemplazados por una carrera alocada, se cayó por una escalera y
seabrió una rodilla. Al fin, volvió a su casa, aparentemente arrepentida. Los médicos
le dijeron al marido que sus trastornos se debían a la menopausia, y que había que
tenerle paciencia.
De nuevo en su
casa, Stella
retornó su faena de envenenadora. Subió la dosis y logró que en menos de una
semana su esposo estuviera postrado, con dolores ingobernables y espantosas
dificultades motrices. Ellá seguía llamando al médico de la familia, que no
atinaba a nada: José siempre había
sido enfermo, diabético y con problemas circulatorios, pero los nuevos síntomas
no estaban relacionados con su patología. Lo internaron varias veces, sin
resultado alguno. De pronto todo parecía mejorar, y de pronto todo recrudecía.
El pelo se le caía a mechones y le volvía a crecer. Los dolores iban y venían. Todo
su cuerpo reaccionaba de acuerdo con las dosis de veneno recibidas, pero este
dato sólo lo tenía Stella.
Los detalles de
la relación entre Stella y el peluquero gay eran conocidos por
toda la villa donde vivía él, y por el cura de la familia, que era la única
persona en el mundo en quien ella confiaba. El peluquero era más bien gordito,
con el pelo ralo y teñido de un rubio cobrizo, petiso y peleador. Caminaba con
los hombros hacia atrás, contoneándose, imitando lo que él debía imaginar como
movimientos femeninos. Cuando tomaba cerveza se volvía intratable y acosaba a
los hombres. Tenía una relación más o menos estable con un vendedor ambulante
de alfombras que vivía a pocas cuadras de la villa y era casado.
A Stella
la había conocido en la casa de una amiga, donde él iba dos veces por mes a
teñirle el pelo y hacerle las manos. Stella se divertía con los modales del peluquero
y se volvió dependiente de él: buscaba su aprobación para todo, le contaba su
vida, le pedía consejos. Al principio fueron sólo amigos. Él advirtió enseguida
las terribles necesidades emocionales de Stella y decidió sacar partido. Empezó
pidiéndole un poco de dinero para ropa o zapatos. Ella se lo daba, pero se
sentía usada, y de algún modo indirecto se lo hacía notar. El peluquero tomó
nota e hizo cálculos. Se dio cuenta de que si mostraba algún interés por ella,
aunque fuera de tipo sexual, ella dejaría de reclamar e, incluso, se sentiría
en deuda con él. A una de sus clientas preferidas se lo confesó: "La Stella no me quiere dar nada porque le parece que yo
me aprovecho de ella. Lo que yo tengo que hacer es darle bola, que ella se
sienta como mi novia. Está tan loca que no le va a importar que a mí no me
gusten las mujeres".
El noviazgo entre
Stella
y el peluquero consistía en pasar las tardes juntos tomando mate, ir alguna
noche a recorrer bares o a comer y mirar televisión. Los sábados por la mañana
iban de compras. Mejor dicho, ella compraba todo lo que él le pedía. El "novio"
se probaba ropa, siempre dentro de un estilo provocador y grosero, y le pedía
opinión. Stella
siempre estaba de acuerdo, y renunciaba a sus propios impulsos de comprar para
sí misma: el dinero no le alcanzaba más que para cubrir los pedidos de él.
El tema sexual
era motivo de pelea. Ella advertía que su pareja miraba a otros hombres, aunque
suponía que la relación que estaban armando juntos haría que él renunciara a
sus preferencias básicas. Pero cuando iban juntos a la cama y él se daba la
vuelta para dormir, ella lo perseguía con sus acusaciones. "Yo no te gusto, ni si quiera me besás, es como si yo te
diera asco". Él soportaba todo lo que podía, hasta que la
situación se hacía demasiado tensa. Entonces accedía a los ruegos de la mujer,
con un asco que apenas lograba disimular. Ella se aferraba a esos encuentros
torpes y desamorados: creía distinguir en ellos la pasión de los conversos. Pero
lo peor era volver a su casa y ocupar la cama matrimonial con josé, su esposo, siempre intoxicado por
el veneno que ella le iba suministrando
en cuentagotas.
En setiembre de
ese mismo año, Stella
y josé fueron a la casa de la hija.
El nieto cumplía cinco años, y se lo festejaban con una fiesta con los
compañeros del jardín de infantes. José no
se sentía bien, pero decidió no fallarle a su nieto. Se sentó en un sillón
apartado y se quedó viendo cómo los chicos jugaban siguiendo las órdenes de un
hombre disfrazado de payaso. Le costaba contener sus náuseas, pero no quería
arruinar la fiesta. Cuando vio que todos se levantaban para ir a la mesa
principal, a soplar las velitas, se incorporó como pudo y se arrimó él también,
con paso vacilante. Se paró en un rincón y apoyó las manos en la mesa. Su mujer,
desde una cierta distancia, vio venir el drama. No hubiera querido que las
cosas salieran. así y maldijo a su marido por hacerle pasar ese momento a los chicos,
que, hasta ese momento, no se habían dado cuenta de nada. Pero en el preciso
momento en que apagaron las luces para soplar las velas, se escuchó un ruido
fenomenal: José se desplomaba sobre
el mantel, rompía vasos y platos, y quedaba ahí, desmayado y lívido, ausente, mientras
unos veinte chicos de cinco años lloraban a gritos.
José fue internado en el acto, pero jamás se repuso de esa descompostura final.
Murió en diciembre. Pero antes, mientras estaba en coma, en terapia intensiva,
el marido de la hija se citó con uno de los médicos del hospital y le contó sus
sospechas: el matrimonio de sus suegros era un desastre, ella engañaba a su
esposo con un peluquero gay que vivía en una villa, y le robaba dinero y cosas
del hogar. Cabía la posibilidad -la enorme posibilidad- de que ella la
estuviera envenenando: nunca él había estado tan enfermo como en los últimos
tiempos, y los vaivenes de su enfermedad coincidían con los vaivenes anímicos
de su esposa.
El médico aceptó
investigar el caso sin ]evantar las sospechas de la mujer. Estudió la historia
clínica y dedujo que, en efecto, había algo extraño. Le hizo análisis a José y encontró talio, un
poderoso veneno usado para matar ratas, que en el hombre actúa sobre el sistema
nervioso central. Ya era tarde para salvarlo. José moriría pocos días después.
Cuando a Stella
la detuvieron, contraatacó: dijo que el que había envenenado a su esposo era su
propio yerno. Pero las evidencias jugaron en su contra. La condenaron a cadena
perpetua. Tenía, en ese momento,
cincuenta y dos años.
Durante eljuicio
se plantearon las hipótesis del conflicto familiar y del supuesto amante. El
cura al que siempre visitaba Stella guardó silencio, aunque admitió saber
mucho más de lo que iba a decir. Lo que sí hizo fue pedirle a los abogados que
no citaran a declarar al hijo menor, de diecisiete años, ni lo llevaran a
visitar a su madre. Insistió especialmente sobre ese punto: temía que la madre
le diera al hijo detalles de la relación matrimonial que podrían dañarlo.
Durante
diez años,
Stella fue la única mujer en la cárcel de Olmos que no recibió jamás visita alguna.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)