JOHN GEORGE HAIGH
En algunos
casos, los sueños son capaces de condicionar un comportamiento hasta
alcanzar extremos inimaginables, sobre todo si la persona afectada tiene
una mente fría y un corazón débil, como puede ser el caso de un
criminal.
John siempre había tenido un sueño que lo venía obsesionando desde...
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En algunos casos, los sueños son capaces de condicionar un
comportamiento hasta alcanzar extremos inimaginables, sobre todo si la persona
afectada tiene una mente fría y un corazón débil, como puede ser el caso de un
criminal.
John siempre había tenido un sueño que lo venía
obsesionando desde muy pequeño, una pesadilla muy extraña: se veía en un campo
repleto de crucifijos que lentamente se iban transformando a su paso en árboles
sin hojas con largas ramas por las que caían gotas de rocío. Al aproximarse a
los árboles, podía ver como las gotas que cubrían las ramas no eran agua... eran
sangre. Los árboles comenzaban a retorcerse como si sufrieran un
tormentoso daño y la sangre brotaba de los troncos, mientras una silueta
borrosa que portaba una copa recogía el líquido rojo. Luego, una vez llena se
le acercaba y se la ofrecía ordenándole beberla.
John se sentía completamente indefenso ante la
situación. No era capaz de mover un solo músculo y quería librarse de la
pesadilla. El ser, le dice que la única manera de librarse de él, es matar,
para así saciar su verdadera sed.
La cruel pesadilla le estaba destrozando los nervios y cada
vez se sentía menos dueño de sus actos. El quería ser libre, no volver a
soñar... y terminó asumiendo que para hacerse libre tenía que hacerla real.
En 1949, Haigh vivía en una confortable pensión
londinense, pasando casi desapercibido por los demás locatarios. Su aspecto
físico, moreno, corpulento y muy bien parecido, además de una agradable
sonrisa, hacía que todas las mujeres se fijaran en él. Les había hecho creer
que era el dueño de una fábrica metalúrgica, por lo que además lo respetaban y
eso le agradaba.
Pero las cosas no le iban muy bien. Apenas tenía dinero y la
dueña de la pensión le había llamado varias veces la atención. Por si fuera
poco, esos terribles sueños no dejaban de acosarle.
Olivia Durand-Deacon era una de las elegantes viudas de mucho
dinero que se sentían interesadas por él, pero más que por su físico, por la
actividad que le habían dicho que ejercía: agente comercial. La señora quería
que le sirviese de intermediario para llevar a cabo un negocio de uñas artificiales.
Cuando se hacen amigos, le enseña una muestra de unas uñas hechas de papel,
preguntándole si creía que podían tener éxito comercial. El hombre promete
interceder por ella ante un posible negocio y citarla con otro agente
comercial. Cuatro días después la condujo a Crowley con el fin de discutir la fabricación de las uñas
artificiales haciéndole creer que la cita tenía lugar allí. Quedaron en el
pueblo, en dónde la recogería para ir a la fábrica.
Antes de la cita, compró un tonel de acero diseñado para resistir
la corrosión de los ácidos, luego 153 litros de ácido sulfúrico, y lo hizo enviar
a un almacén abandonado en Crowley
.
En realidad a donde conduciría a Olivia no sería a la fábrica, sino a
unos almacenes semiabandonados para el depósito de mercancías. La mujer nunca
hubiese imaginado que un hombre tan correcto tenía la extraña especialidad de
disolver a sus amistades en ácido sulfúrico.
Al día siguiente todo el mundo preguntaba preocupado por Olivia,
la mujer no tenía por costumbre pasar noches fuera de la pensión y, mejor
dicho, nunca; pero en esta ocasión, no había dado "señales de vida".
Haigh respondía con aire sorprendido que no había
acudido a la cita, que tras esperarla durante una hora se había ido sin verla.
Y como seguía sin aparecer, se ofreció junto a otros pensionistas para ir a la
policía a denunciar la desaparición de la viuda.
Tuvo que hacer dos largas declaraciones en la comisaría, no
mostrándose reticente o nervioso y siempre afirmando que la viuda no había
acudido a la cita. No tenía nada que temer, pues pensaba que las precauciones
que había tomado lo pondrían al abrigo de toda sospecha.
Pero el escepticismo y las sospechas del comisario de
policía lo llevaron por otras pistas. Por el hecho de que no acababa de
gustarle el hombre y dejándose guiar por la intuición, decidió llevar a cabo
una serie de investigaciones rutinarias que le ayudaron a descubrir algunos
cabos sueltos que Haigh no había tenido en cuenta: tenía
antecedentes penales por estafa y robo, además de que se descubrió que no era
el tal jefe de la empresa que decía, pues terminaron localizando al verdadero
jefe, y declaró que sólo le contrataba de vez en vez como representante.
En los almacenes, los policías encontraron tres bombonas de
ácido sulfúrico, además de un delantal, unos guantes de caucho y un revólver
que recientemente había disparado una bala. También hallaron otras pruebas
macabras, como huellas de sangre en la pared y el delantal, un charco de grasa
en un bidón vacío de ácido, y para colmo de sospechas, el recibo de una
tintorería por un abrigo de astracán.
Expertos analistas de Scotland
Yard analizaron cuidadosamente los restos de grasa y dos partes casi
intactas de una dentadura, que finalmente fueron identificadas por el dentista
de la mujer.
Haigh mantenía su disfraz de inocencia
respondiendo amablemente a cada interrogatorio, aunque la policía de Scotland Yard sabía que mentía en sus
declaraciones y que todas las pistas halladas le apuntaban como el asesino.
Pero al darse cuenta que no podía seguir ocultando el crimen por mucho más
tiempo, termina haciendo unas siniestras declaraciones:
"Si le confesara la
verdad no me creería, es demasiado extraño. Pero se la voy a confesar. La
señora Durand no existe. Ustedes no encontrarán jamás ningún resto de ella ya que
la disolví en el ácido, ¿cómo podrán
probar entonces que he cometido un crimen si no existe cadáver? Le disparé a la cabeza mientras estaba mirando unas hojas
de papel para confeccionar sus uñas postizas, después fui por un vaso y le hice
un corte con mi navaja en la garganta. Llené el vaso de sangre y me lo bebí
hasta saciar mi sed. Luego introduje el cuerpo en el tonel llenándolo después
de ácido sulfúrico concentrado Después me fui a tomar una taza de té. Al día
siguiente el cuerpo se había disuelto por completo, vacié el tonel y lo dejé en
el patio".
Lo que Haigh no sabía era que la policía londinense, en
un minucioso trabajo de investigación, sí había encontrado restos del cadáver y
lo habían incluso identificado.
Después de su detención y confesión, la policía sospechó de
otros cinco crímenes acaecidos un año antes en similares condiciones.
Finalmente también se declaró culpable de esos crímenes, alegando además que a
todas las víctimas les había bebido la sangre. En el juicio, su abogado
defensor intentó utilizar la pesadilla del hombre y el acto de vampirismo como
recurso, queriéndolo hacer pasar por demente que se veía obligado a matar por
una obsesiva ilusión vampírica, pero no dio resultado. Si bien los psiquiatras
reconocieron sus rasgos paranoides como síntoma precursor de una aberración
mental que le acarreaba una alteración completa de la personalidad,
trastornándole el carácter y la conducta, el hombre había explotado
económicamente a sus víctimas, bien vendiendo objetos que robaba o adueñándose
de bienes u otorgándose falsos poderes.
Para los jueces se trataba de algo más que de una mente
enferma que bebía la sangre de sus víctimas; era un personaje frío y calculador
que premeditaba sus crímenes y actos, fingiendo una locura que lo convertiría
en irresponsable ante la ley. Finalmente es sentenciado a la pena de muerte, a
la que el acusado ni siquiera apela; es ahorcado en la prisión el 6 de agosto
de 1949.