Laura M. " Pirata del Asfalto "
Los códigos carcelarios eran un misterio para Cecilia R.,
alias Chuchi. Por eso, cuando
ingresó al Servicio Penitenciario de
Los Hornos, creyó que todo estaba
perdido. Nunca saldría viva de esa cárcel inhóspita con olor a baño y a humedad
y con un enjambre de mujeres hostiles que pugnaban por golpearla, violarla y
robarle la ropa. Perdida, en pleno desmadre emocional, vio que una presa vestida
de hombre y con el pelo rapado ponía orden con dos gritos guturales. En un
instante todas quedaron paradas en el lugar en el que estaban, y después de
mirar por última vez a la víctima potencial, se alejaron unos metros y
empezaron a charlar entre sí.
La presa vestida de hombre era Laura
M., también conocida como Nono, y era la que mandaba en ese pabellón.
Se había ganado su estatus a golpes y amenazas. Había roto varias narices y
hecho volar varios dientes. Un par de las que intentaron desbancarla resultaron
tan golpeadas que terminaron en la enfermería o en el hospital.
Las guardia cárceles no intervenían en los asuntos internos
de las reclusas, ni en sus peleas ni en sus manejos particulares para resolver
conflictos e imponer orden.
Esa mañana, Laura
decidió que Cecilia,
la nueva, sería su novia. La determinación era inapelable. Laura
se acomodó el pantalón, escupió a un costado y caminó hacia donde estaba Cecilia
en un rincón, con los ojos muy abiertos, tratando de contener el temblor de su
mandíbula. "Vos venís conmigo. Y si alguien te toca un
pelo, la hago mierda".
Cecilia se mordió el labio inferior. Se dio
cuenta de que esa mujer con aspecto masculino sería su protectora: era obvio
que todas la respetaban. Pero advirtió también que esa protección no sería
gratis. Si tuvo alguna duda, todo quedó claro cuando Laura
la agarró de la mano y la arrastró hacia los baños. Todas afuera, “¡que no me joda nadie!" Cecilia
no ofreció resistencia.
Laura tenía treinta y dos
años y ya era una abonada a la cárcel de Los
Hornos. Había entrado por primera vez a los veintidós, condenada a tres
años por robo de automotores. Pocos días después de salir se conectó con otra
banda y siguió robando vehículos. Unos meses más tarde volvió a caer. Tuvo que
pasar otros cuatro años en la cárcel. Al salir se unió a un grupo de piratas
del asfalto y se dedicó a robar camiones de caudales. La cárcel la había vuelto
audaz y agresiva, aunque demasiado confiada. Su liderazgo carcelario le hizo
creer que era la mejor, la más inteligente, la más fuerte, la más valiente.
Pero fue detenida en plena toma de rehenes, en Bella Vista, con armas de guerra y a punto de volarle la cabeza a
un policía. Le dieron ocho años más. Nono tomó su condena con naturalidad:
la vida consistía en eso, estar afuera o estar adentro.
Había períodos para una cosa y para la otra. Su propio padre,
a quien ella apenas conocía, vivía de la misma ferina- Había, además, otra
cuestión. Cuando formaba parte de las bandas que salían a robar, a ella jamás
le permitían encabezar el grupo. Siempre había hombres, por lo general
autoritarios pero inoperantes, que tomaban todas las decisiones. La cárcel, en
cambio, le permitía afianzar un liderazgo férreo que afuera le era negado.
Cuando llegó a Los
Hornos, Cecilia
recién había cumplido diecinueve. El día en que fue detenida estaba acompañando
a su marido, el padre de su bebé de diez meses. Habían salido a robar, con dos
amigos en común, cuando uno de los asaltados intentó resistirse. El marido de Cecilia
lo mató de dos tiros en la cabeza, y mientras todos corrían hacia un auto para
desaparecer, llegó la policía. Cecilia fue condenada a cuatro años de
prisión.
Nunca antes se le había cruzado por la cabeza la idea de
estar en una cárcel. Por eso, cuando se enfrentó al grupo de mujeres violentas
con las que tendría que convivir, decidió ampararse bajo el ala protectora de Nono.
Por otro lado, tampoco tuvo mucho margen para elegir: cuando vieron el interés
de Nono
por Cecilia,
las mismas presas dejaron libre la cancha. Nadie se animaba a ser un obstáculo
en las ambiciones de la ex pirata del asfalto, una maestra para vivir en la
cárcel.
El primer encuentro en el baño del penal fue aterrador. Cecilia
lloró y lo primero que dijo fue que no le gustaban las mujeres. "Nadie te preguntó", fue la respuesta
de Laura mientras le arrancaba la ropa a
manotazos. Sin embargo, un instinto de supervivencia providencial logró que Cecilia
se sobrepusiera al espanto y pudiera adaptarse a su nueva realidad. Unas
semanas más tarde, Laura Se había convertido en
su amiga íntima, la mujer que le garantizaba la mejor comida, cigarrillos,
tarjetas de teléfono para hablar con su familia, ropa limpia y seguridad.
Por supuesto, la relación entre las dos era desigual. Cecilia
estaba en clara desventaja en cuestiones prácticas: era físicamente más débil y
no compartía ni un ápice del poder carcelario de su amiga. Pero Nono
soportaba una inferioridad de otro tipo: era, emocionalmente, la más
dependiente. En otras palabras, era la más comprometida de las dos, la que más
quería a la otra. Así, la pareja subsistía en un equilibrio precario,
hamacándose entre el poder real de los hechos y el poder virtual de las
emociones.
Con ese esquema cada vez más establecido, Cecilia
acataba las órdenes de su nueva novia y soportaba las frecuentes escenas de
celos que surgían sin grandes motivos. La primera se desató porque Cecilia
le había preguntado a una presa acerca del funcionamiento de un calentador
eléctrico. Laura apareció en el mismo
momento en que la otra la ayudaba y Cecilia preparaba una taza con una bolsita de
mate cocido. Apenas llegó, Laura
le dio una cachetada a la supuesta rival y un empujón violento a Cecilia.
Después, tiró el calentador contra una pared, pateó una silla y empezó a
caminar de un lado al otro, enfurecida. Varias presas más se acercaron a ver la
escena, quedándose a una distancia prudencial que les permitiera salir
corriendo ante la primera agresión. Una guardia cárcel se asomó por una puerta,
alertada por los ruidos: “Tranquila, Nono”, fue la única recomendación antes
de seguir de largo. Nono respiró hondo, dilatando los orificios de la nariz y
apretando la boca, y gritó a su audiencia: "Nadie
me la va a sacar, hijas de puta. ¡Me la sacan y las mato!".
Cecilia se quedó tirada en su catre sin
hablar, asustada, pensando que cabía la posibilidad de morir en manos de
cualquiera de sus compañeras sin haber podido jamás reencontrarse con su hijo.
Esa noche, cuando Nono se metió en el catre de Cecilia,
la encontró llorando. La abrazó y le explicó que la vida era más dura de lo que
parecía, y que había cosas por las que llorar no valía la pena. "Además, no es para tanto. Y hay que aprender, hay que
curtirse, Chuchita". Pasó enseguida a contarle que cuando
ella misma era chica tampoco sabía manejar el calentador de la casa para
hacerse la comida. Su madre, amargada por la ausencia del padre, preso la mayor
parte del tiempo, se desquitaba maltratando a sus hijos. A ella, entre otras
cosas, la obligaba a cocinar y se reía al verla quemarse en sus intentos por
prender las hornallas. Rencorosa, Laura
le mostró a Cecilia
las quemaduras en los brazos. "Acá tengo las
marcas, ¿y qué?
¿Alguien se murió por eso? Yo no sabía prender los fuegos y me arreglaba sola, no
iba a pedirle ayuda a nadie, como vos", le recriminó. Sin embargo,
el recuerdo de su madre riéndose de ella en la cocina la superó. "Fue una de las pocas veces que la vi llorar",
le contó después Cecilia a su madre.
Laura tenía un hijo de casi
tres años. Según le explicó a una amiga, había quedado embarazada la noche
misma en que habían robado un camión de caudales. Fue para ella un robo
glorioso: había conseguido la información exacta que necesitaban para
interceptar el camión y había jugado un papel decisivo a la hora de abordar al conductor
del vehículo. Se sentía orgullosa de su profesionalismo. Un par de horas
después del robo, ya estaba bañada y dispuesta a salir con una novia ocasional,
cuando uno de los cabecillas de la banda la convenció de salir con él a tomar
unas cervezas. Fueron. Ella tomó varias botellas y casi al amanecer se pasó al
whisky, eufórica.
Su compañero se ofreció para llevarla a su casa. En el auto
empezó a besarla. Ella tenía muy en claro que no le gustaban los hombres, pero
esa noche estaba plagada de buenos presagios. Además, la condición privilegiada
de su amigo dentro de la banda significaba mucho para ella: lo revestía,
inclusive, de un encanto particular. Empezaron una relación que no duraría más
que un par de meses, hasta que fue detenida en otro robo. Ella no se había dado
cuenta de que estaba embarazada hasta que estuvo en la cárcel. Pero en cuanto
se enteró, se dijo a sí misma y les dijo a los demás que ese hijo tendría buena
estrella porque había sido concebido en un momento de suerte y de éxito
laboral.
Cuando el bebé nació, su hermana y su madre fueron a
visitarla y le dijeron que lo mejor sería que criara al hijo en la cárcel
durante los primeros meses. Ellas lo criarían después. Pero a una semana del
parto, Laura advirtió con angustia
que se estaba encariñando con ese bebé minúsculo que pasaba el día prendido a
su teta. Se conocía bien y conocía el sufrimiento familiar con todo detalle:
supo entonces, con certeza absoluta, que si su hijo permanecía con ella más
tiempo, después sería insoportable la separación. Ese mismo día llamó a su
madre y le pidió que fuera a buscar al bebé. "No lo
aguanto más", dijo, con gesto de fastidio. Jamás le hubiera
confesado a su madre que la separación prematura de su hijo era producto del
amor y no de la indiferencia maternal. Su madre tomó las cosas a la ligera.
"Me imaginé que vos con un hijo no ibas a
poder. Tu hermana y yo lo vamos a cuidar". Laura miró a su madre y le advirtió:
"Si lo tratás como me trataste a mí, te pego
cinco tiros en la cabeza. Y yo no miento".
Fueron más o menos apacibles. Cecilia vivía en un mundo
carcelario irreal, preservada de las agresiones de sus compañeras por Nono,
que la trataba como a una esposa frágil y un poco inútil. Sin embargo, se daba
cuenta de que Cecilia
era una presa que muchas otras querían conseguir. Para empezar era muy joven:
con su flequillo corto y sus ojos grandes aparentaba menos que sus diecinueve.
Los treinta y dos de Nono, en cambio, eran apenas un dato
cronológico que sus arrugas y su rictus amargo desmentían: ya llevaba un total
de diez años en la cárcel, diez años que incluían alcohol, cocaína, peleas,
tiroteos, comida insalubre y amigos muertos.
Laura vivía obsesionada por Cecilia.
Le parecía que una mujer tan atractiva y joven no podía conformarse con alguien
como ella. Creía, además, que así como ella estaba enamorada de "Chuchita", todas las demás también
deberían estarlo. Un día decidió que no soportaba que las otras presas hablaran
con su novia en el patio, ni siquiera que la miraran. Pensó en prohibirles que
se le acercaran, pero decidió que sería más fácil y controlable prohibirle a Cecilia
las salidas al patio. Cecilia accedió sin protestar: esa semana
había podido mandarles dinero a su hijo y a su familia porque Laura se lo había dado.
Laura era la única presa que
tenía tanto dinero en efectivo. De hecho, en la cárcel se decía que por mes recibía
bastante más que el director del penal.
Dos ex compañeros de su banda que no habían caído presos
eran los encargados de mandarle plata, comida, ropa y hasta armas blancas y
cocaína. Laura guardaba tres
cuchillos, un soplete y varias tenazas y pinzas. Por varios motivos, las
autoridades del penal no le confiscaban ninguna de sus pertenencias y la
dejaban hacer. Entre otras cosas estaban convencidas de que era mejor
mantenerla tranquila que alborotada.
Un sábado, el día de visitas, la madre y la hermana de Cecilia
llegaron con un chico de unos veinte años. Mientras Laura
recibía a un amigo que había ido a llevarle ropa, miraba de reojo el rincón
donde su novia recibía a los suyos. Advirtió que Cecilia trataba a su visitante masculino
con mucha familiaridad. Se controló para no intervenir en ese momento, pero
cuando todos se fueron, Laura
estalló. Le preguntó quién era el que la había visitado y mientras Cecilia
le explicaba que era un amigo del barrio, le dio una trompada en plena cara.
Nunca antes le había pegado y, aun sabiendo del temperamento violento de su
amiga, ella había creído que estaba a salvo. Esa noche Cecilia se acostó sola en su
catre. Laura estuvo acuclillada en
un rincón, haciendo dibujos en el piso con unas tizas de colores.
El sábado posterior al golpe, Cecilia tenía un ojo mora-do. Su
madre, su hermana y su bebé habían ido a visitarla. La madre preguntó por el
moretón pero Cecilia
ya tenía preparada la respuesta: un resbalón y una caída. Antes de que todos se
fueran, apareció Laura para saludar. Se
pre-sentó sola y envió señales inequívocas de que era la pareja de Cecilia.
Le extendió los brazos al hijo de su novia y lo sostuvo. "Yo también tengo
uno", contó. "Pero no quiero que venga a este lugar". Después se
despidió y antes de irse anunció que, cuando las dos salieran, los chicos serían
grandes amigos.
Cuando la hermana y el hijo de Cecilia ya estaban caminando
hacia el pasillo de salida, la madre acarició la cabeza de su hija y miró para
todos lados, como comprendiendo las dificultades de vivir encerrada en la
cárcel. Y antes de que Cecilia pudiera decir nada, habló ella:
"Ya sé, te juntaste por necesidad". Después repetiría el concepto je
necesidad a todo el que mencionara que su hija Chuchi
tenía una novia mujer.
La obsesión sentimental de Laura
iba en aumento y se había convertido en una pesadilla para Cecilia. Cada día que pasaba en
el penal era una tortura. Había llegado el punto en el que sus compañeras de
prisión ni siquiera intentaban acercársele por miedo a las represalias de Laura.
Cecilia tenía la piel amarillenta, por la
falta de sol y de aire, ya que nunca había podido volver al patio. Y cada vez
que recibía cartas de su hermana en las que contaba al detalle los progresos de
su hijo, se tiraba en el catre, apagaba la radio y se tapaba íntegra con una
frazada. Laura se quedaba viéndola, y
a cada rato la destapaba para ofrecerle café, mate o galletas. Cuando Chuchi se negaba a comer, Nono
Laura, como habían empezado a decirle las
guardias, se impacientaba. "Yo también tengo
un hijo y no lloro. Bancátela que falta poco". Y entonces
solía sacar de un bolsillo del pantalón unos cuantos billetes y se los tendía. "Tomá, decile a tu familia que le compre algún juguete al
pibito. Pero no llores más, que no arreglás nada".
Chuchi agarraba los billetes
y empezaba a quejarse por la injusticia de estar presa cuando en realidad el
culpable era su marido. Nono la cortaba en seco. ”Ya estamos acá. De lo que pasó afuera, olvídate. Mejor no
contar ni preguntar". Si Chuchi
seguía protestando, Nono usaba una fórmula habitual: "Si
querés, cuando estemos afuera, a tu ex te lo reviento".
Laura sabía que saldría en
libertad a mediados de 2004 y que su novia quedaría presa por lo menos seis
meses más La idea la enloquecía. Empezó a hablar una por una con sus compañeras
de pabellón, prometiéndoles dinero a cambio de proteger a Cecilia en su ausencia y no
tocarle un pelo. Llamó a la gente de su banda y cometió la audacia de
amenazarlos: inventó que un grupo de policías sospechaba que habían participado
con ella en el último asalto al blindado. "Los
tienen marcados", mintió. "Y yo
los voy a cubrir, pero necesito guita para que no me jodan a la pendeja".
La semana antes de irse, estaba desesperada de celos. A Cecilia
le hacía escenas públicas memorables. Una vez, en medio de una requisa,
estalló. "¡Te la pasaste llorando por boludeces y
ahora no llorás! ¡¿No te importa
que me voy?!" Una presa que había entrado hacía poco menos
de un mes escuchó a Laura y miró a Cecilia,
que estaba parada junto a una pared. Cecilia, con curiosidad, le devolvió la
mirada.
Las guardias pararon el griterío. "Nono Laura,
tranquila, que ya casi estás afuera".
Cuando las dos se quedaron solas en una celda, Nono
revolvió entre sus cosas y sacó un soplete. Sin decir una palabra se tiró
encima de Cecilia,
le trabó los brazos para que no pudiera defenderse y le quemó la mano derecha.
Aun antes de sentir el olor a carne quemada, Laura
sabía que ese arranque de celos podía arruinar la relación con su novia. Pero
no pudo evitarlo. La necesidad de lastimar a quien la hacía sufrir era más
fuerte.
Cuando la escuchó gritar y pedir ayuda, dejó el soplete.
Estaba triste pero más tranquila.
La despedida fue corta y tímida. Hubo una especie de
homenaje a Nono por parte de las presas del pabellón - del
que Chuchi no participó— y un abrazo
final y solitario entre las dos. Nono prometió ir a visitarla todos
los sábados, y Chuchi no dijo nada: se dejó
besar y asintió con la cabeza ante cada recomendación de su novia.
Al salir, fue directamente a la casa de su madre. Lo primero
que hizo fue acercarse a su hijo, que le sonrió pero no se dejó abrazar y salió
corriendo a jugar con una bicicleta. Laura
se dio cuenta de que no podía pretender que ese chico la considerara como la
madre que no había sido nunca. La estaba tratando corno lo que era en realidad:
una desconocida a la que veía en una única foto gastada, y que —según
todos sus compañeros de escuela— había salido en los diarios por robar
camiones.
La madre de Laura
vivía con su nieto y su otra hija, que se había separado hacía pocos meses. Ni
la madre ni la hermana le habían preparado ningún recibimiento. Laura fue a la heladera y la madre le
advirtió que iba a tener que pagar cada cosa que consumiera. La hermana le dijo
que lo mejor sería que se buscara un trabajo decente y que las ayudara a pagar
el alquiler.
Laura era una mujer dura
pero no esperaba tanto desapego. Salió de la cocina furiosa y fue a comprar
cervezas. Pero antes decidió que merecían una venganza sutil. Miró a su madre y
a su hermana y les anunció que iba a hacerse cargo de los gastos pero que
también llevaría a vivir a su novia a la casa.
La madre tomó el dato con indiferencia; a fin de cuentas
poco le importaba con quién dormiría su hija. La hermana, en cambio, hizo un
escándalo. A los gritos le dijo que le daba vergüenza tener una hermana como
ella. “Chorra y encima tortillera",
le recriminó. Laura dio un Portazo y
salió. Fue a un kiosco, tomó unas cuantas cervezas y fue a comprar regalos para
Chuchi.
Tal como estaba previsto, Laura
tuvo que esperar poco más de seis meses hasta que también liberaron a Cecilia
En ese tiempo fue todos los sábados a visitarla, llevarle comida y pagar la
buena conducta de sus compañeras.
Laura encontraba a Chuchi taciturna y algo fría. No le había
perdonado la quemadura con el soplete y no perdonaría nunca. Sin embargo, era
amable y dócil. En algún punto estaba agradecida a Laura
por haberla protegido del resto de las presas, y por seguir protegiéndola.
La madre y la hermana de Cecilia, y hasta su hijo, aceptaban
de buena gana la presencia de Laura.
En los días de visitas se reunían todos juntos y al final Laura
los acompañaba a su casa. Siempre les daba dinero y muchas veces aparecía a
visitarlos los domingos por la tarde llevando enormes bolsas de alimentos
comprados en un supermercado de la zona.
Poco a poco Cecilia fue aceptando con naturalidad que
todos ellos formaban algo parecido a una familia. Laura
le había dicho que irían a vivir a su casa porque en la de Cecilia no había un cuarto libre
para las dos.
El día en que liberaron a Cecilia, Laura
fue a esperarla al penal con una caja de alfajores de dulce de leche. Pocos
días antes había comprado un auto con el dinero que sus ex cómplices le iban
dando cada quince días en pago por su silencio.
En el auto puso la radio con el volumen altísimo y se dedicó
a manejar mirando de reojo a su novia, que comía los alfajores con ansiedad.
Sin embargo, ninguna de las dos estaba feliz. Cecilia no sabía cómo iba a
volver a conseguir un trabajo, ni cómo la iba a recibir su hijo ni qué iba a
hacer con una novia golpeadora a la que ahora ya no necesitaba. Laura sufría porque su hermana la
hostigaba con el tema de su homosexualidad y porque advertía que fuera de la
cárcel no iba a ser tan sencillo tener controlada a Cecilia. Mientras miraba la ruta
y le tocaba la rodilla a su novia pensaba que ese momento perfecto estaba a
punto de saltar en pedazos. "A la larga, todo
se me pudre", solía decirles a sus amigos. Y tenía razón.
Durante las primeras semanas, Cecilia pasaba el día en su
casa, con su madre y su hijo. A la tarde llegaba Laura
y tomaban mate en familia. A la noche se iban las dos a dormir a lo de Laura.
Pero la hermana de Laura
le hizo entender a Cecilia que su presencia no era bienvenida. No
la saludaba y la insultaba por lo bajo en cuanto se cruzaban. Cecilia
no soportó la situación y le anunció a Laura
que no volvería. Empezaron a citarse en un bar de San Isidro hasta que una tarde Cecilia no fue a la cita. Estaba harta de las escenas
de celos permanentes y pensó que la mejor manera de deshacerse de Laura sería cortando la relación poco a
poco. Fue peor. Laura esperó a Cecilia
durante horas, llamando a su casa cada quince minutos y al final hasta fue a
hacerle guardia a la puerta. Casi a las diez de la noche la vio llegar con una
prima. Habían ido a un shopping a hacer unas compras. Laura,
obsesionada por su novia, no podía entender que los sentimientos de una y otra
fueran tan diferentes. Ella jamás hubiera cambiado una tarde con Cecilia
por una tarde en el shopping. Y para esa realidad tan sencilla e indiscutible
no había solución. Volvió a su casa histérica, se tomó varias botellas de
cerveza, peleó ferozmente con su hermana —la responsable por la ausencia de Cecilia— y salió a conseguir un par de
teléfonos celulares. Al día siguiente le llevó uno a Cecilia envuelto para regalo.
Ella lo aceptó a regañadientes, sabiendo que era una estrategia obvia para
controlarla.
Unos meses después Cecilia seguía sin conseguir trabajo. Dependía
económicamente de Laura, lo cual la obligaba a
mantener la relación. Además la quería y estaba agradecida por la
incondicionalidad de su novia, pero estaba harta de sentirse vigilada y había
recordado, sin lugar a dudas, que le gustaban los hombres.
Se encontraban siempre en el mismo bar y dormían, una o dos
veces por semana, en casa de Cecilia.
Laura se daba cuenta de que
la relación estaba en crisis, y un día decidió usar sus contactos para ayudar a
su novia a conseguir trabajo. Pensó que ese detalle la conmovería y lograría
bajar la tensión entre las dos. Una semana después, Cecilia había entrado en un
bingo.
Una noche, mientras Cecilia estaba jugando con su hijo, Laura revisó el teléfono celular de su
novia y se fijó en las llamadas que había recibido. Había cuatro llamadas de
alguien que figuraba como Juan. Ella
marcó el número y preguntó por él. Le dijo, ahogada por la rabia, que era la
novia de Cecilia,
y que estaban juntas desde la época en la que las dos estaban presas en Los Hornos.
Juan era un chico
de veintiún años que Cecilia había conocido en su nuevo trabajo.
Ella vendía fichas y él iba todos los días a jugar con las máquinas
tragamonedas. Habían empezado a salir, pero Cecilia no le había contado nada
de su pasado.
Laura cortó y fue corriendo
a pelear con Cecilia,
que estaba durmiendo a su hijo. Esperó a que terminara y, conteniendo la furia,
la invitó a tomar un café fuera de la casa. Apenas salieron estalló. Le
preguntó por Juan, y le contó que lo
había llamado por teléfono. "Le habías
mentido, como a mí, pero ahora sabe todo", le dijo, a los
gritos, en medio de la calle. Para Cecilia ésa era la oportunidad de terminar. El
alivio de imaginarse libre de Laura
pudo más que la rabia por haber sido desenmascarada ante Juan. Envalentonada, admitió que estaba saliendo con ese hombre y
que prefería no volver a verla nunca. Como respuesta recibió una trompada que
la tumbó de espaldas. Dio la cabeza contra el cordón de la vereda y se desmayó.
Laura, furiosa, salió corriendo. Los
vecinos ayudaron a Cecilia y la llevaron al hospital, donde le
cosieron la herida. Su madre lloró con ella en la sala de emergencias. Cecilia
le contó entonces que todos los golpes que había tenido en los últimos tiempos
no habían sido accidentes sino palizas de Laura.
Al día siguiente, Laura
fue a ver a Cecilia
a su casa. La madre le dijo que no volviera porque llamaría a la policía.
Laura no sabía vivir sin su
novia. Caminaba durante horas, tomaba cerveza, no comía y pensaba todo el
tiempo en suicidarse. Llamaba a Cecilia a cada rato, -pero el teléfono-no casi siempre estaba desconectado, o atendía la
madre. Al fin, atendió Cecilia. Laura
pidió y suplicó, pero fue inútil: Cecilia le dijo que no la quería más, y que
estaba de novia con Juan, que era
honesto, paciente y, además, hombre. Laura
le juró que la iba a matar y que se iba a suicidar después. Pero Cecilia,
enfrascada en ese estado de liviandad que otorga el enamoramiento, no la tomó
en serio: empezó a reírse y cortó.
Esa noche Laura
durmió con una pistola 9 mm bajo la almohada. Pensó que esperaría hasta la
madrugada para Pegarse un tiro. No lo hizo: aturdida por tranquilizantes, se
despertó a media mañana. Se levantó, fue a un kiosco, desayunó un pancho
gigante con una cerveza y fue a buscar a Cecilia a su trabajo. Era la una y media de la
tarde su novia trabajaba desde las diez hasta las dos.
Ya había imaginado la escena: encontraría a Chuchi con su uniforme, vendiendo fichas,
la saludaría y se volaría la cabeza delante de ella, para que quedaran bien en
claro su espíritu heroico y la injusticia de esa relación desigual.
Pero las cosas sucedieron de otra manera. Laura llegó al bingo, entró, atravesó un
pasillo y encontró a Cecilia, de espaldas, colocando fichas en una
máquina tragamonedas. La saludó. Cecilia se dio vuelta, miró a su ex, le dedicó
una sonrisa irónica y siguió trabajando. Esa sonrisa fue su gran error. "Cuando vi que se reía de mí —contó
después Laura— sentí
que no me tomaba en serio, que no me respetaba ni me quería".
Entonces, después de esa sonrisa equivocada, Laura
sacó la pistola del bolsillo de su pantalón y le disparó tres veces en el
pecho, mirándola a la cara.
La gente empezó a correr por todo el bingo. Laura, con mucho cuidado, se acercó al
cuerpo de Cecilia.
Le volvió a disparar en el brazo y la cabeza. Enseguida se puso de rodillas, le
acarició el flequillo y le pasó la mano por los labios pintados de morado.
"Mi amor, eras tan linda. Yo te avisé que te
iba a matar. ¿Por qué me
engañaste?"
La policía llegó pocos minutos después. Laura
amenazaba con suicidarse, pero antes quería hablar con su hermana porque ella
era la culpable de ese drama pasional. A los gritos decía que no dejaría el
arma ni se mataría sin antes mirar a los ojos por última vez a esa traidora. La
policía y el fiscal le prohibieron a la hermana acercarse a Laura, y cinco horas después lograron
desarmarla.
Llorando, Laura
repetía que había matado a Cecilia porque en el momento mismo de verla no
le contestó el saludo sino que se burló de ella con crueldad. "Me miró y se rió, como se había reído por teléfono cuando
le dije que me iba a suicidar".
Laura M. fue acusada de
homicidio simple. Espera su sentencia en la cárcel de Los Hornos. "Me toca volver otro rato", fue lo que
le dijo a una de sus antiguas compañeras.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)