MILAGROS R.
Dos horas después de su parto,
con el bebe dormido en el pecho, Marta
vio a su madre acercándose a un pasillo del hospital.
Milagros R., con una Biblia entre las manos, se paró al lado de
la cama de la hija, le dio dos palmadas en la cabeza y miró de reojo a su
nieto. "Te felicito. Y ahora apurate que nos
tenemos que ir. "
Marta trató de
incorporarse con dificultad. Milagros la mandó al baño para ver si todavía
sangraba. Con mucho cuidado, apoyándose en una silla, Marta se levantó, después de colocar a su hijo sobre una almohada.
Milagros permaneció de pie, esperando. Una enfermera se
acercó a preguntar por la madre reciente. Milagros señaló la puerta del baño con un
gesto de cabeza.
La enfermera arropó al bebé, le
tocó la cara y revisó unas planillas. "A la
tarde
viene la doctora a revisar a la mamá y al chiquito",
anunció solemne.
Milagros la miró de arriba abajo y no contestó.
Cuando volvió Marta, Milagros ya le había preparado
la ropa sobre la cama. "Estás bien, ¿no?
Entonces te arreglás y salimos para allá. "
Mientras su. hija se vestía, Milagros
guardaba en un bolso las pocas cosas de Marta
y el bebé, a la vez que protestaba por la debilidad de algunas mujeres a la
hora de enfrentar algo tan sencillo y a la vez evitable visita como la maternidad.
Marta hizo un último
intento para postergar su salida del hospital. "¿No es
lo mismo si vamos mañana a hacer eso?" Milagros negó, impaciente.
"No estás enferma. Acabás de parir!
".
El
Negro,
padre del bebé, apareció cuando estaban los terminando de acomodar todo. Miró a
su hijo con ternura, le dio un beso a su mujer y saludó a su suegra con respeto
y algo de temor.
Cuando ya se iban, otra enfermera
se les acercó para sillón recordarles que todavía no tenían el alta. Milagros
ni se inmutó. "Ella está bien. Soy la madre, y respondo
por lo que le pasa. Nos tenemos que ir y le firmo donde quiera."
La enfermera intentó convencerla.
Milagros
la interrumpió con un gesto apurado. "Ya le dije: soy
la madre de la que tuvo el hijo. Y además soy pastora. Con nadie va a estar
mejor que conmigo."
A la salida del hospital, Milagros
se encontró con su otra hija, Esther,
acompañada por su marido. Las dos hermanas se saludaron. Cansada, Marta le pidió a Esther que le sostuviera a su hijo. Empezaron a caminar hacia el
norte, una muy cerca de la otra, con sus esposo atrás y Milagros al frente, como en una
procesión.
Después de caminar casi veinte
cuadras bajo el sol hirviente del mediodía, llegaron a una casa cercada por un
alambre. Milagros
golpeó las manos para llamar.
Enseguida se asomó López que, desconcertado, miró al.
grupo. Milagros
se le plantó delante. "Soy yo, don
López, la
pastora Milagros. Le dije que
íbamos a venir a visitarlo para orarle la casa. "
López se apuró a
abrir la puerta. Era un hombre esmirriado, de más de setenta años, criado en el
campo. Hizo pasar a todo el mundo y puso agua para hacer unos mates. Milagros,
muy segura de sí, hizo las presentaciones. Como no alcanzaban las sillas, López mandó a los dos hombres a que las
buscaran en un patio lindero.
Poco habituado a recibir visitas,
López se quedó en el centro del
comedor, mirando al bebé con curiosidad. La madre le estaba dando la teta
sentada en un viejo sillón de cuerina gastada. "Mire
a mi nieto, cómo se alimenta. No hace ni cuatro horas que nació y ahí me lo ve,
sanito y fuerte. Dígame si no es una bendición del Señor! "
Milagros
hablaba con López ya la vez
estudiaba el terreno. Estaban en un gran ambiente oscuro y algo tétrico con una
mesa frente a la cual había una única silla. Aparte del sillón de cuerina,
había un aparador con algunos adornos pero ningún otro mueble. Todo estaba
desordenado y había un par de bolsos de viaje en el suelo. Milagros los señaló. " ¿Se está yendo a algún lado?" López asintió, y explicó lo que Milagros
y sus parientes ya sabían. "Me voy al otro
pueblo para comprar un campito, ese que le comenté. Se inunda, por eso está más
barato, pero como van a hacer un canal... dicen que no se va a inundar más."
López salió para la cocina y volvió
con un mate y una pava. Cuando le pasó el mate a Milagros, la pastora le dio un
empujón tremendo que lo dejó en el suelo. Esther se tiró encima de él y lo
inmovilizó arrodillándose sobre su pecho. Marta, en tanto, había dejado al bebé
en el sillón y corrió hacia la cocina. Sacó un cuchillo y se lo alcanzó a su
madre.
López, aturdido en el
suelo, pedía que no le hicieran nada. Milagros se arrodilló a su lado y lo amenazó
con el cuchillo. "Decime dónde
tenés la plata para ese campito de mierda. " López empezó a llorar en el mismo
momento que entraban los maridos de las hermanas. Milagros perdía la paciencia.
"Decime o te reviento." López,
aterrorizado, cedió. "En la
heladera, en el cajón de las verduras."
Milagros mandó a sus yernos a buscar el dinero mientras ella
misma seguía al lado de López,
amenazándolo con el cuchillo. Lucho,
el marido de Esther, volvió
enseguida con un fajo de billetes. Milagros lo estudió, sin soltar el cuchillo.
Furiosa, le dió a López un golpe en
la cara. "Ahí no está todo. ¿Dónde está lo que falta?"
López juró que no había más dinero. Milagros
se levantó despacio, agarrándose una rodilla dolorida. Miró a sus hijas. "Sigan ustedes. Yo voy a buscar por ahí."
Esther y Marta empezaron a golpear a López
hasta que al final, casi sin aliento, les indicó que había más dinero bajo una
baldosa justo debajo de la ventana del comedor. El Negro fue al lugar y sacó otros dos fajos de billetes.
Milagros había dejado al bebé en el suelo y se había sentado
en el sillón. Estaba revisando los bolsos de López, sin encontrar nada.
El grupo religioso pasó otras dos
horas en la casa, buscando más dinero y revolviéndolo todo. Al final, se
convencieron de que no había un peso más.
López seguía en el
suelo, ya casi inconsciente por los golpes. Rengueando apenas con su pierna
derecha, Milagros se le acercó y le rebanó la garganta.
Enseguida mandó a sus yernos a
enterrar el cuerpo en el jardín. A sus hijas les dijo que limpiaran la sangre. Un
rato más tarde, salieron de la casa. Marta
llevaba en brazos a su bebé, que la observaba con expresión pacífica.
Milagros era renga desde que su madre la había castigado
tirándola a un pozo. Tenía ocho años y había roto un vidrio mientras jugaba con
un palo de escoba. "Sos una basura,
y yo tiro la basura en este pozo", le dijo mientras la
empujaba. En el momento de caer, Milagros se lesionó la rodilla derecha y a
pesar de sus gritos y lamentos, su madre la dejó ahí todo un día y una noche. Milagros
salió de ese pozo lastimada y resentida. Odió a su madre para siempre e hizo lo
imposible para abandonar su casa.
Lo logró antes de cumplir los
diecisiete años. Conoció a un policía paraguayo que había llegado al país el
año anterior, y dos meses después ya estaba viviendo con él. Su madre intentó
llevarla de nuevo a su casa.
Quería que Milagros consiguiera un trabajo
y le diera : su sueldo, pero no lo logró: el policía, a instancias de Milagros,
amenazó de muerte a su suegra si no desaparecía para siempre de la vida de los
dos.
Poco después tuvieron un hijo, a
quien Milagros
,crió con absoluto descuido. Por algún motivo no sentía el menor instinto
maternal por ese chico morocho y taciturno que terminó viviendo en la casa de
una vecina.
Cuando la vecina quiso mudarse a Salta les pidió permiso a los padres
para llevarlo con ella. Milagros no puso ninguna objeción, aunque el
ex policía hizo un débil intento por evitar la mudanza de su hijo. No lo logró.
Muchos años después, ella volvió
a quedar embarazada. Durante todo ese tiempo había trabajado como operaria en
una empresa textil, pero después de ese segundo embarazo prefirió algo más
tranquilo y mejor remunerado: reclutar chicas para un prostíbulo organizar sus
turnos y mantener a raya a los clientes rebeldes.
Cuando nació Esther, Milagros se sintió más apta para la
maternidad. No es que estuviera especialmente unida a su hija, pero al menos no
tenía intención de regalarla. Tres años después nació Marta.
El marido, en tanto, languidecía
a su lado: harto de la frialdad de su mujer, había empezado a emborracharse y
en poco tiempo había perdido su empleo. Milagros no tenía paciencia para soportarlo
pero tampoco imaginaba una separación: sencillamente, se limitaba a golpearlo
con un cinturón ya sacarle todo su dinero.
Las dos hermanas crecieron entre
la escuela y el prostíbulo, adonde solían ir para acompañar a su madre.
Adoraban el olor a perfume que usaban las putas, mezclado con el olor a
desinfectante de baños y a lápices de labios.
A diferencia de otras clásicas
"madamas", Milagros no les ocultaba a sus hijas su
verdadera actividad ni tampoco tenía miedo de que terminaran, ellas mismas,
trabajando de putas. Es más: varias veces Milagros había encontrado a Esther mirando con interés a uno de los
clientes, y la situación no le causaba inquietud sino gracia. Poco después de
que cumpliera quince años, Milagros pasó por la cocina y la encontró
contándole a una de las putas que le gustaba un cliente que aparecía de tanto
en tanto y que había vuelto ese día. Sin dudarlo, Milagros mandó a Esther adormir a uno de los cuartos.
Llamó al cliente y le dijo que esa noche le iba a cambiar de puta como un favor
especial, pero que obviamente le iba a cobrar más porque la nueva era muy joven
y estaba "sin estrenar".
Fue así que mientras Esther estaba por dormirse, se abrió la
puerta del dormitorio y entró el cliente. Ella, que tenía un interés abstracto
y casi infantil por ese hombre, no esperaba que se le metiera en la cama por la
fuerza. Furiosa, intentó resistirse. El hombre creyó que el llanto y los
rasguños eran parte de una actuación y no hizo el menor caso a las súplicas
asustadas de Esther.
Cuando todo terminó, Milagros
entró a la pieza con un par de sábanas limpias y le ordenó a su hija que
hiciera la cama y fuera ella misma a lavarse.
Esther
siguió
trabajando con su madre de manera ocasional y tratando de elegir a sus
clientes, aunque a veces Milagros le imponía hombres que ella pretendía
rechazar: por lo general lo hacía porque las demás mujeres estaban ocupadas,
pero otras veces pensaba simplemente en castigar a su hija haciéndola tener
sexo con alguien que le provocaba rechazo y asco.
Cuando Marta, la menor, cumplió quince años, siguió los pasos de su
hermana, aunque esta vez fue todo mucho menos improvisado: viendo el dinero que
ganaba Esther, Milagros habló con Marta y le dijo que no tenía otra cosa
mejor para hacer en la vida que trabajar en la casa, tal como ella llamaba al
prostíbulo. "Estudiar no vas a poder. y sin estudios, a
tu edad, esto es lo que te va a dar más plata. "
Cuando volvieron a su casa
después de haber matado a López, la
madre y las hijas se pusieron a repartir el dinero. Marta recordó fugazmente el consejo que le había dado su madre,
alentándola a trabajar de puta, y le hizo un par de bromas al respecto. La
madre la cortó en seco, conteniéndose para no abofetearla: "De eso no se habla más, si no querés que te reviente. Yo
ahora soy la pastora y ustedes son esposas y madres y porteras de la iglesia.
Que les quede claro".
Milagros se apropió de la mayor parte del dinero y le dio un
poco a cada una de las hijas. Las tres se pusieron a cocinar y a hacer cálculos
de lo que tendrían que gastar en cuentas impagas y compras del mes.
Cuando estaban comiendo apareció Andrés, el hijo de Esther y Lucho. Se sentó
en un extremo de la mesa, claramente intimidado por su abuela. Recién había
cumplido dieciocho años y su único interés en el mundo era tomar cerveza con
sus amigos, salir en la moto robada que le había comprado su padre y hacer su
vida lejos del temible entorno familiar.
Mientras comía, escuchó que su madre,
su abuela y su tía estaban discutiendo acerca de la elección de la próxima
víctima. Milagros,
que había llegado al pueblo con sus hijas hacía veinte años, usaba la iglesia
de la que era pastora para conseguir información sobre el estado económico de sus
vecinos. Durante los encuentros dominicales, Milagros tomaba la palabra y
agradecía al Señor por la salud de su rebaño y por su ayuda en cuestiones
materiales. Poco a poco hacía pasar a los fieles a agradecer y así se enteraba
si habían recibido una indemnización, si habían vendido un terreno, si habían
cobrado alguna deuda o si un pariente les pasaba una mensualidad generosa.
Por supuesto, no era una pastora
verdadera. Había inventado esa historia ni bien se instaló en el pueblo. Le
pareció la forma más rápida y efectiva para ganarse la confianza de sus nuevos
vecinos, que la miraban a ella ya sus hijas con clarísima desaprobación. De su
marido no quedaban ni rastros. En su última pelea lo había golpeado tanto que
huyó, herido y asustado.
Andrés siguió comiendo
su pollo. Las tres estaban comentando el éxito que tenía Luis en su consultorio de curandero. Con un escalofrío advirtió que
Luis sería el siguiente en la lista.
Pensó que tenía que ser un error. Luis
era primo de su propio padre.
Apenas le mencionó el parentesco
a la abuela, se dio cuenta de que había cometido un error imperdonable. Milagros
lo miró con sorna y le dijo que esa vez él también tendría que formar parte del
grupo.
La visita a Luis fue una copia de la visita a López pero todavía más cruenta. Llegaron todos juntos, simulando un
encuentro religioso: Milagros, sus hijas, sus yernos y su nieto Andrés. Era lunes, el único día en el que
Luis no trabajaba. Tomaron café,
comieron facturas y al final Milagros asumió su papel de líder y lo amenazó
con un cuchillo para lograr que le diera su dinero. Ella sabía que Luis, no usaba bancos ni cajas fuertes.
Todo tenía que estar ahí, en su propia casa, donde también funcionaba el
consultorio.
Luis tenía mucha más
fuerza física y resistencia que López,
pero no podía lidiar contra un grupo tan numeroso y feroz. Aunque era Milagros
la que manejaba los cuchillos y consumaba los crímenes, el resto del grupo
cooperaba. Por lo general, la división de tareas estaba clara: las hijas
ayudaban a golpear y torturar, y los hombres se dedicaban a enterrar los
cadáveres.
Con Luis fueron particularmente crueles. No solamente usaron un
cuchillo sino también pinzas y alambres. Después de mucho sufrimiento, el
curandero les dijo dónde escondía su dinero. Cuando Milagros se dispuso a
matarlo, tuvo un gesto hacia su yerno. "Es tu
primo, ¿no? Entonces lo dejamos vivo. Pero que no hable."
Así, sin dudarlo, la pastora agarró su cuchillo y le cortó la lengua al
moribundo. Milagros
ya sabía que el suyo era un gesto inútil: era evidente que Luis no podría sobrevivir. Y, tal como ella lo había previsto,
murió en un hospital dos días después.
Andrés, que había sido
obligado a presenciar toda la masacre, empezó a ver el fantasma de Luis en todos los espejos, mostrándole
su boca sin lengua.
Milagros se creía a salvo de las investigaciones policiales
que, en ese pueblo, eran más bien precarias. De la muerte de López nadie se enteró durante mucho tiempo.
Sus pocos amigos sabían que él se iba a ir de viaje para comprar un terreno y
no se alarmaron demasiado por su ausencia.
Luis murió en el
hospital, pero por el estado calamitoso de su cuerpo todos sospecharon que el
crimen se debió a algún ritual esotérico. Después de todo, él mismo era
curandero y tenía, además, varios enemigos poderosos.
Pocas semanas después de la
muerte de Luis, Milagros organizó en la iglesia
la que ellos llamaban "Santa Cena ". En medio de
cánticos y alabanzas, comida y bebida, se enteró de que el Colo, evangelista de la primera hora, había cobrado una
indemnización. Milagros
lo hizo subir al púlpito para comentar la novedad. El Colo usó su discurso para agradecer al Señor una y otra vez, pero
prácticamente no mencionó nada del dinero. Fastidiada, Milagros la llevó aparte y con
habilidad la interrogó. Supo que ya había depositado casi todo en el banco,
pero que había dejado en su casa una buena suma para comprarse una camioneta.
La compra la haría a la mañana siguiente.
Milagros preguntó si en su casa había más gente, como para
que agradecieran todos juntos al Señor. El Colo
le dijo que sí, que estaban todos sus primos de Córdoba listos para festejar.
La pastora hizo rápidos arreglos
mentales. Era evidente que no tenían que ir a la casa: no se podía hacer nada
entre tantos parientes. Para empeorar las cosas, al día siguiente la plata se
esfumaría. Tuvo entonces una idea salvadora. Tomó al Colo de las manos y le dijo que al otro día, justo antes de ir a
comprar la camioneta, él debería pasar por su casa. "El
dinero trae tentaciones y desgracias. El Señor me dijo que puede haber peligro
en tu vida, me lo está avisando. Por eso te hice subir a hablar, para estar
segura. Pero el Señor habló en mí a través del Espíritu Santo y me dijo que te
ayude porque no quiere que sus ovejas sufran. Yo te voy a orar antes de que
vayas a comprar esa camioneta y no te va a pasar nada. Gloria a Dios.
"
El Colo no entendió gran cosa del improvisado digo curso de Milagros,
pero, feliz por la inminente compra, agradeció el gesto y prometió ir para la
oración.
Milagros recibió al Colo
a las ocho y media de la mañana. En la casa ya estaban sus hijas, sus yernos y Andrés, que intentó por todos los
medios zafar de su obligación asesina. Simuló estar intoxicado pero su abuela
lo sacó de la cama a empujones y lo amenazó con dejarlo sin un peso y sin su
moto.
El Colo entró a la casa dispuesto a recibir las bendiciones de Milagros,
y un minuto después ya la tenía encima apretándole la garganta con un cuchillo
y diciéndole a gritos que le entregara la plata. Las dos hijas de Milagros,
porteras de la iglesia y grandes devotas del Señor, le sujetaban los brazos y
le tiraban el pelo. Cuando Milagros tuvo el dinero del Colo, le clavó el cuchillo sin pensarlo
dos veces. No podía dejarlo vivo: haría la denuncia y todos irían presos.
Agitada y arrastrando su pierna
lesionada, Milagros
llamó a sus yernos y a Andrés y les
ordenó enterrar al Colo en el
jardín.
Los tres cavaron un pozo y fueron
a buscar al muerto. Lucho y el Negro agarraron al Colo por debajo de los brazos y le pidieron a Andrés que lo llevara sujetándole las piernas. Andrés, que todo el tiempo tenía que contener el llanto y las
náuseas, le levantó un pie y sintió que el Colo
se movía. Lo soltó como si fuera un víbora y retrocedió de un salto. Asombrado
vio que el Colo volvía a mover el
pie. Llamó a su madre y a su abuela, espantado, y les anunció que el Colo estaba vivo. Milagros soltó una carcajada
feroz. "Andá y ayudá a los hombres a enterrarlo.
" Andrés pensó que su abuela no
había entendido. "Abuela, el tipo
está vivo." Milagros miró a su nieto con desprecio y con
un gesto le ordenó que fuera a hacer su trabajo.
Andrés, que durante
ese tiempo veía en los espejos la cara lívida y atormentada de Luis, multiplicó sus pesadillas.
Escuchaba las voces de los muertos, que lo llamaban por su nombre, y se
despertaba en la mitad de la noche sintiendo que no podía respirar.
La siguiente víctima fue una
mujer. Durante una de las reuniones con los fieles, Milagros se había enterado de
que la cuñada de una de sus creyentes tenía una agencia de empleos
especializada en mucamas. Milagros pareció interesada. "Cuénteme, a lo mejor podemos conseguirles trabajo a
tantas chicas que vienen acá y necesitan." Así supo que esa
cuñada, Elvira, estaba por
construirse una casa gracias al negocio. La agencia, en definitiva, se
contactaba con mujeres que querían trabajar de mucamas y luego les conseguía
empleo a cambio de una comisión bastante alta. "Hay
que rezar por ella, para que el Señor la perdone", se
lamentó Milagros.
"Porque no tiene que cobrarles a los pobres
tanta plata para conseguirles un trabajo. Dígame dónde vive y avísele que le voy
a ir a hacer una visita para que conozca al Señor."
Dos días después, Milagros
y su comitiva llegaban a su casa a hacerle una de sus sanguinarias visitas
religiosas.
Durante el último crimen, Andrés no estuvo en el grupo. Se había
negado a ir con tanta firmeza que no hubo manera de convencerlo. Su abuela
había entrado a su dormitorio y le había pegado con un palo, pero Andrés se mantuvo firme, recibiendo el
castigo sin una queja. Al final Milagros lo dejó tirado en el suelo y les
anunció a sus hijas que había que dejarlo de lado. "El
chico no sirve. No tiene pasta para trabajar con nosotros. Salió amariconado."
Desde la habitación de al lado, Esther había escuchado, apretando las
muelas, los golpes que Milagros le daba a su hijo. Cuando Andrés quedó solo, ella entró a curarlo
y consolarlo. Mientras le colocaba apósitos sobre las lastimaduras, trataba de
justificar a su propia madre. "La abuela es así
porque sufrió mucho. Su mamá la tiró a un pozo y mirá cómo quedó. Por eso es
tan mala, porque sufrió desde que era muy chica." Andrés, furioso, no
quería escuchar. "Yo también sufro, y no quiero matar a nadie."
Desde su cama, reponiéndose de
los golpes, Andrés empezó a sentir
un olor extraño. Con horror, se dio cuenta de que provenía del jardín, donde
habían enterrado al Colo cuando
todavía estaba vivo. Primero pensó que era una manifestación más de sus
alucinaciones, pero con los días el olor se acentuó. Lo comentó con su madre,
pero Esther le dijo que el olor
debía venir de algún animal muerto o de una zanja con agua podrida. Una noche,
mientras estaban comiendo, Andrés no
soportó más. Miró a su abuela, sus padres, sus tíos y estalló. "¿No se dan cuenta del olor? ¿No ven que el Colo se está pudriendo en el jardín?"
Marta levantó la
vista de su plato y murmuró: "Tiene razón ".
Milagros
la miró, ofendida. "Tiene razón pero
no es para tanto." Comió otro bocado y levantó el cuchillo,
señalando a sus yernos. "Y ustedes,
inútiles, esta misma noche me sacan el muerto de acá y lo entierran en un
baldío! Pero bien enterrado."
Después de matar a la mujer, pasó
un año entero sin que Milagros pudiera encontrar una nueva víctima.
Vivía en un barrio pobre de una provincia pobre, y la gente que la rodeaba era
tan pobre y necesitada como ella.
Andrés no había podido
superar la impresión por los crímenes y estaba inmerso en una angustia que lo
paralizaba.
Esther intentaba
ocultar la tragedia psicológica de su hijo por todos los medios. Temía que Milagros,
previendo que Andrés se quebrara y
los delatara ante la policía, volcara su instinto asesino contra él.
Marta distribuía su
tiempo entre el cuidado de su bebé y las tareas que cumplía en la iglesia con
su madre. Milagros,
impaciente por ejecutar un nuevo golpe, intentaba, al menos, que los fieles de
su iglesia donaran más dinero que el habitual. "Todo
lo que den va a ser multiplicado. Y el Señor va a bendecir a todo aquel que
ayude con su diezmo y sus contribuciones."
Una noche, asustado por el
fantasma sin lengua de Luis y el
espíritu asfixiado del Colo, Andrés salió con su moto y chocó contra
un auto estacionado. Dos policías que recorrían la zona en un patrullero lo
encontraron tirado en el pavimento, vomitando y hablando solo, pero con apenas
algunos rasguños.
En la comisaría, Andrés admitió que había tomado ginebra
y dijo que había perdido el control de la moto porque la cara de un hombre
muerto se le apareció de golpe y lo distrajo. Estaba asustado y confundido, y
quiso liberarse del peso de la culpa: "No me
hagan nada. Yo voy a decirles muchas cosas".
Antes de que los policías
pudieran encerrarlo creyéndolo simplemente borracho, Andrés mencionó a su abuela, la pastora Milagros, y contó todo, tratando
de preservar a su madre. "La que mandaba
era la abuela Milagros. Ella los mataba. Era la que les clavaba el cuchillo.
Ella le cortó la lengua a Luis, el primo de papá. Mamá me dice que hay que
entenderla porque la abuela es renga, porque la vieja de ella la había tirado a
un pozo como de tres metros. ¿Y qué? ¿Por eso le tiene que cortar la lengua aun
tipo que se está muriendo? ¿Por eso tiene que mandar a enterrar a otro que
todavía está vivo?" Los policías escuchaban atónitos el
relato de Andrés, que mechaba las
escenas de los crímenes con las imágenes de sus pesadillas. Cuando Andrés advirtió que lo miraban con
sospecha, ofreció pruebas. "¿No me creen?
Yo los llevo al lugar donde están enterrados los muertos".
Cuando
la policía fue a buscar a Milagros y su grupo, ella negó todo. Acusó a
su nieto de loco y mentiroso y sugirió que acaso él mismo había sido el autor
de tamañas atrocidades.
Esther, la madre de Andrés, cortó en seco a Milagros
y respaldó la versión de su hijo, ofreciendo detalles precisos y pruebas
irrefutables.
Milagros fue condenada a
catorce años de prisión por homicidio agravado por alevosía, reiterado en
cuatro oportunidades. Sus hijas y sus yernos recibieron diez años de prisión
cada uno. Andrés, el nieto, cuatro
años, aunque a los dos meses fue puesto en libertad.
La
policía sospecha que ella y su grupo cometieron cinco crímenes más, aunque no
pudieron demostrarlo.
Los
abogados de Milagros
le tramitaron prisión domiciliaria por haber cumplido setenta y dos años en el
momento de la condena. El pedido fue denegado por mala conducta y actitudes
violentas.
Milagros sigue negando
su participación en los crímenes. "Yo soy inocente.
¿No me ve? ¿Usted
puede creer que una mujer como yo, vieja y sin fuerzas, pueda matar a alguien?
Por ahí fueron los otros, los de mi familia. Yo por ellos
no puedo poner las manos en el fuego. Lo que sí sé es que yo no fui. Soy una
abuela y no le hago mal a nadie."
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)