La muerte
Jugado
-Estoy jugado,
estoy jugado, estoy jugado...
Repite
mientras lleva su clásico paso de gorila que hace tambalear su cuerpo de un
lado para el otro. Lleva la cabeza hacia abajo escondiendo el rostro. Tiene
puestas zapatillas negras, un pantalón jean azul y un buzo rojo con rayas
grises en las mangas. Lentes oscuros y la gorra de lona azul que su primo le
regaló en la mañana mientras probaban la moto.
Camina
rápido, respira hondo y transpira. Sin embargo, siente frío. En el bolsillo
trasero derecho del pantalón lleva la estampita de Jesucristo que lo acompaña
día a día desde que estuvo en la cárcel, el sudor ha hecho que se pegotee con
el certificado de hábeas corpus. En los bolsillos delanteros tiene el blíster
vacío de un ansiolítico, una pastilla de Viagra y todo el dinero que le
queda: un peso con 30 centavos. La vida de Marcelo Sajen es muchas vidas, incluso cuando su final
se dibuja claramente en el horizonte.
Al notar la
presencia policial mira hacia atrás y ve la camioneta con la baliza encendida.
Ha sabido escabullirse de situaciones mucho peores, pero esta vez tiene la
sensación de que a la vuelta de la esquina le espera otra encrucijada. Piensa
en escapar, pero en un escape diferente. Piensa en su hermano Bichi. De alguna
forma, resulta un alivio que lo hayan encontrado.
Acelera el
paso. Vuelve a darse vuelta y ve que el CAP
ya está a pocos metros. A bordo del vehículo, el oficial Bolloli habla sin pausa por el handy y alerta a la base que han
tomado contacto con el prófugo.
Sajen mete la mano derecha debajo de
la chomba y saca la 11.25. La siente pesada. En un abrir y cerrar de ojos, la
pasa a su otra mano.
Imaginaba un
final diferente. Quizá, hasta imaginaba tener más valor a la hora de enfrentar
a la Policía. Después de todo, qué saben estos tipos de que él es un hombre
respetado. Qué saben de que sus mujeres desesperan cuando se va, de que sus
hijos lo aman y lo seguirán amando.
-Estoy jugado
-repite antes de empezar a correr.
-¡Está
armado! ¡Sajen está armado! -gritan
los policías entre sí. cuando lo ven sacar el arma. Piensan que va a darse
vuelta para disparar pero, asombrados, lo ven alejarse a toda velocidad.
El
delincuente avanza unos metros por calle Tío
Pujio y, antes de llegar a la esquina, cruza de calzada para meterse en el
jardín de una pequeña vivienda.
La casa,
ubicada al 1871, es la más humilde de la cuadra. Está pintada de blanco en el
frente y tiene una puerta amarilla al medio. Las ventanas, a ambos lados de la
puerta de chapa, son del mismo color y del mismo material.
El jardín de
adelante tiene una extraña forma triangular. Hay césped y un sendero de cemento
que une el ingreso a la vivienda con la vereda. El matrimonio de ancianos que
allí vive no se encuentra en casa.
No intenta
entrar a la vivienda, sabe que está rodeado. Se mete a ese pequeño patio
delantero y se para observando la calle con la mirada fija en el móvil del CAP que acaba de frenar frente a la
casa. En su mano izquierda tiene la pistola.
Los dos
policías de la patrulla observan los movimientos del delincuente mientras se
bajan con cuidado para ponerse los chalecos antibalas. El tiroteo parece
inminente. Justo en ese momento llega el Renault
18 con los policías del CIE.
Estacionan delante del patrullero y se bajan con sus pistolas 9 milímetros en
la mano. Desde la calle alcanzan a ver con cierta dificultad a Sajen.
-Calmate
loco, bajá el arma. Calmate. No hagas locuras...-grita uno de los
policías que puede divisarlo.
-Yo estoy jugado. ¡Lo único que pido es que larguen a mi
hermano! ¡Él no tiene nada que ver!
-¡Bajá
el fierro Sajen! ¡No tiene sentido!
-grita otra vez el uniformado.
El cielo
está todo encapotado y tiene esa extraña tonalidad naranja que sólo tienen los
preludios de las tormentas de verano.
Sajen está perdido. Flexiona levemente
sus piernas como para ponerse en cuclillas y se lleva el frío caño de la 11.25
en la sien. Faltan unos pocos segundos para las 8.15 de la noche. Por un instante
todo parece paralizarse mientras las palabras de los policías se oyen cada vez
más lejanas. Incluso su propia respiración empieza a sonar distante, mientras el mundo se presenta
como una película proyectada en cámara lenta.
Cierra los
ojos con el deseo de que algún recuerdo se instale en su memoria, pero es
imposible. Ni Pilar, ni los primeros
tiempos con Zulma o el nacimiento de
sus hijos alcanzan a tomar la forma de un pensamiento. Tampoco aquel primer
encuentro con la Negra Chuntero lo
ayuda a escapar de ese instante atroz en el que es el principal testigo de su
propio final. El recorrido del proyectil destroza su cabeza.
Sin nada que
lo ayudara a escapar, el disparo le quitó todo pensamiento. Sólo el estallido y
el dolor provocado por la bala, lo acompañó como un constante e ininterrumpido
aturdimiento durante los dos días que permaneció en coma, hasta que el 30 de diciembre
a las 8.07, en la sala de terapia intensiva del Hospital de Urgencias, Marcelo Mario Sajen dejó de respirar. Entró a la muerte con
los ojos cerrados.
Fin.