A los cincuenta años, se quedó pelada. Estaba casada con un hombre al que amaba y que se le había transformado en obsesión. "Es imposible que quiera a una mina como yo, menopáusica y sin pelo", le repetía a las pocas amigas que le iban quedando. Es que Clara,
en crisis, era una persona fastidiosa, obsesiva. Su marido soportaba
ese matrimonio con una resignación que tenía más que ver con la abulia
que con el amor.
Cuando se casaron, Clara era distinta. Creía de verdad que Eduardo,
ese hombre que la había elegido, era el mejor hombre del mundo. y creía
también en lo que le había dicho su madre: que si un hombre bueno la
amaba, su vida, mágicamente, transcurriría sin problemas. Que la
felicidad no podía resistirse a un compromiso marital serio y a
conciencia.
Su madre, es evidente, no le había
advertido que a veces las cosas se complican, incluso en las parejas
que, a priori, parecían ideales. Clara, entonces, no supo como
reaccionar cuando sintió que su marido, ese señor brillante, dueño de
una empresa medianita pero propia, mantenía relaciones sexuales con
otras mujeres. " ¿Por qué mamá no me avisó? ¿Por qué me prometió que al casarme todo iría bien, que yo estaría protegida para siempre? Es una hija de puta!". Con ligeras variaciones, ese era el discurso que Clara repetía entre sus amigas. Estaba aniquilada. y lo peor de todo, es que tales engaños no existían sino que Clara los iba imaginando.
La idea de Clara
era que su marido la narcotizaba por las noches para ir a encontrarse
con sus amantes. Como réplica, ella adoptó un método insólito: anudó
hilos de nylon que se entrelazaban y comunicaban, a todos los
picaportes de su casa. De los hilos pendían campanitas y objetos de
cristal que, ante el menor movimiento de una puerta, armaban un
bullicio imposible de ser ignorado. Esta estrategia le sirvió para
despertarse si su esposo iba al baño, o entraba a la biblioteca ( desde
donde, acaso, podría llamar por teléfono a otra mujer) o si se animaba
a salir a la calle.
Lo más misterioso de todo fue que
su marido no hizo nada para persuadirla de su locura, ni atinó siquiera
a cortar los hilos. No. El fastidiado marido aguantó y siguió durniendo
con su esposa cada noche. Eso sí, una tarde la llevó aun psiquiatra
para que la tratara. Clara fue, imaginando que era un ardid más de su marido para que ella siguiera viviendo en la ignorancia de sus cuernos.
El
psiquiatra no le gustó de entrada. A sus ojos, era un gordo que no
tenía ni idea de las cosas de la vida, y que atendía en un lugar por
donde corrían las cucarachas entre las cajas de muestras médicas. Sin
embargo, se sintió más segura, por un momento había tenido miedo de que
el médico la internara, o le diera una inyección que la dejara tarada,
o peor todavía, de que usara un narcótico para doparla y aplicarle,
luego, electroshocks.
El profesional, sin embargo, no se tomó las molestias que ella había imaginado, le diagnosticó un delirio celotípico
y le recitó unos medicamentos que ella tendría que tomar - por propia
voluntad- en su casa. Más tarde, cuando Eduardo lo llamó para hablar a
solas, el psiquiatra le explicó los términos. "Es
un caso de celos extremos mezclados con rasgos de delirio. Mire, si
usted la ignora, su mujer va a pensar que es porque está con otra. y si
aparece con un ramo de flores, va a pensar que se las compró para que
ella no se dé cuenta de que usted tiene una amante. Es bastante común,
no se crea. Trate de que tome los remedios, ya va a pasar".
Mientras tanto, para sentir que su vida merecía la pena, Clara
se inscribió en la Facultad de Medicina. Entró en 1986, un año en el
que los exámenes de ingreso eran arduos. Ella obtuvo el séptimo mejor
promedio. Pero su brillantez no fue suficiente. Muy pronto abandonó sus
estudios porque estaba demasiado ocupada en perseguir a su marido y a
sus supuestas amantes. La medicina, al lado de tanta emoción fuerte,
era un pasatiempo ridículo.
Con el correr de los meses, Clara
adoptó la costumbre de llevarse por pálpitos. Veía a alguna mujer en
calle que le parecía acorde a las exigencias estéticas de su esposo, y
la perseguía durante cuadras, llegando inclusive a agredir o insultar a
varias.
En cuanto a los medicamentos, los desmenuzaba,
los mezclaba con basura, y los tiraba. Seguía visitando al psiquiatra,
a quien cada vez le contaba menos detalles de su delirio, advertía que
si hablaba lo mínimo indispensable y, además, ocultaba las traiciones
de su marido, el médico se quedaba contento.
Fueron
épocas de horror. Las amantes se multiplicaban y no le dejaban tiempo
para hacer una vida normal. En tanto, el marido, con paciencia de
santo, aguantaba. Pero un día decidió que tenían que mudarse. Pensó,
tal vez con cierta inocencia, que cambiar de barrio calmaría a su
mujer, que a esa altura del partido a veces salía a la calle sin
pañuelo y sin peluca, luciendo su calvicie, para no perder la pisada de
alguna amante sospechosa.
Se mudaron a Flores, aun edificio alto, ruidoso y de construcción mediocre. Clara
estaba alerta. Salía a caminar por el barrio, inspeccionando a cada
vendedora, a cada mujer que paseaba por las plazas, a cada eventual
competidora.
Una tarde, al volver a su edificio, se
topó en el hall de entrada con una mujer que salía y que la miró con
cierta fijeza. Tenía 42 años, era rubia, atractiva, con una melenita
lacia que le llegaba a los hombros. Estaba vestida con un traje sastre
gris claro de falda ajustada y algo corta.
Clara,
que en esa época había recuperado unos tres pelos escasos, estaba sin
peluca, pálida, enfundada en un triste jogging rosa pálido que le
colgaba sin gracia. Ella misma fue consciente de la distancia abismal
que existía entre su aspecto lamentable y la belleza de la otra. No es
que la rubia fuera divina, pero era, sin dudas, una mujer a la que
cualquier hombre miraría en la calle. Al igual que Clara, se había mudado hacía muy poco tiempo a ese edificio. Su marido había muerto, sus hijos estaban casados y vivían aparte ( ella se había casado muy joven, con un hombre mayor),
y ella compartía el departamento con su suegra, una mujer que estaba
por cumplir noventa años. Cuando vio en su edificio a esa mujer pelada
y de aspecto huraño, no pudo dejar de mirarla, lo cual para Clara fue una señal inequívoca: la rubia tenía algo que ver con su maldito marido.
¿Qué me mirás, vos?!
La rubia, que en su vida había recibido el grito de nadie, no atinó a
contestar. En un primer instante se quedó paralizada, como fascinada
por el horror que la pelada le provocaba. Enseguida amagó con irse,
pero Clara volvió a la carga y le cerró el paso -Yo sé por que me mirás. Porque sos Zulema, seguro que sos Zulema. Si sos, ya descubrí a la amante de mi marido.
La rubia negó con una mínima sacudida de cabeza. -Para que yo te deje de joder, mostrame tus documentos.
La otra se indignó. Jamás le mostraría los documentos a la primera loca
que la encaraba en su propio edificio. Algo asustada, miró para abajo,
y salió.
Al día siguiente, un sábado, empezó la
persecución. En la cola de la panadería, mientras la rubia pensaba
cuántas medialunas llevaría, escuchó la voz a sus espaldas: "Mirá, todo esto se arregla mostrando el documento".
Con espanto, se dio vuelta y vio a la pelada, con el mismo jogging
rosa, mirándola con expresión rarísima. Ella no contestó, y se dedicó a
mirar las tortas. Pero sentía que el corazón se le disparaba. Se había
puesto histérica. Miró de reojo y vio que la loca se iba.
Temblando,
hizo su pedido, pagó y volvió a su casa. Pero a la tarde, volvió a
salir. Fue al lavadero automático de la esquina. Mientras estaba
poniendo la ropa en una canasta, escuchó la voz: "Quiero ver los documentos. Nada más que eso".
Esta
vez, el esfuerzo de la rubia para ignorar a su perseguidora fue
fenomenal. Pero esa tarde, en su casa, había decidido dos cosas: jamás
le mostraría los documentos a la imbécil de su vecina y, además,
hablaría con el marido, a quien ya había identificado gracias al
portero, un hombre común al que ella reconocería por el único detalle
de que al caminar mantenía los puños apretados.
El
domingo transcurrió sin novedad. El lunes ella siguió su rutina: se
despertó a las seis, se bañó, se secó el pelo con su secador
profesional, preparó el desayuno para sí misma y para su suegra, y
salió a trabajar. Era ejecutiva de cuentas de una empresa de Pilar.
Tomaba un taxi o un colectivo hasta un lugar donde pasaba a recogerla
una combi. A las nueve, ya estaba instalada en su oficina del primer
piso. Su escritorio daba aun gran ventanal, desde donde podía ver un
jardín lleno de flores, y dos cipreces.
Esa mañana,
una vez que se instaló en su sillón, se le ocurrió mirar hacia fuera.
Vio a una mujer que estaba enfrente, mirando hacia su ventana. Era la
pelada, por supuesto. Esta vez cubría su cabeza con un pañuelo.
La
ejecutiva corrió las cortinas de un tirón y se obligó a no mirar más,
por lo menos hasta el mediodía. Se imaginó las peores cosas: la pelada
entrando a su departamento, mientras ella no estaba, para estrangular a
su pobre suegra; la pelada pegándole un tiro por la espalda; la pelada
interceptándola en el garaje del edificio y rompiéndole la cabeza con
un fierro. Le dio taquicardia y tuvo que dejar la computadora para
respirar profundo y calmarse.A la una, cuando se decidió a bajar al
comedor, se asomó por la ventana. La mujer había desaparecido.
Esa misma tarde, cuando volvió a su casa, le pidió al portero que le armara una cita con el marido de Clara. Una hora más tarde, justo antes de cenar, recibió el llamado del portero. "Venga acá a casa, en la planta baja. Lo tengo al esposo de la señora Clara".
En cuanto lo tuvo delante, le contó todo y le pidió que la ayude. "Controle a su mujer, me da mucho miedo. Me puede hacer algo a mí o a mi suegra, que vive conmigo y es muy mayor".
El marido contestó con evasivas. Le dijo que la mandaba a un
psiquiatra, y que a ese psiquiatra no le parecía necesario internarla.
Que ella tomaba los remedios que le recetaban y que, sin dudas, en poco
tiempo estaría mejor y dejaría de molestarla. Ella miró de frente al
hombre y le dieron ganas de llorar. Revalorizó a su marido muerto, que
jamás dejaba las cosas a medio hacer, ni se conformaba con soluciones a
mitad de camino. y hasta sintió una pizca de piedad por la pelada. "Se debe haber vuelto loca por tener a este marido que hace de cuenta que todo está bien",
pensó. y hasta tuvo un mínimo de humor para recordar la palabra que
hubiera usado su marido para describir a ese hombre, pusilánime. La
rubia, por las dudas, le dijo al portero que estuviera alerta porque
tenía un presentimiento terrible en relación con la mujer que la
espiaba.
Al otro día, también al volver del trabajo, la rubia
fue al mercado. Se puso a elegir tomates cuando vio que la pelada la
estaba mirando desde la vidriera y se disponía a entrar, rápido, fue a
la caja, como para tener testigos de un eventual ataque. La pelada se
le acercó, la miró con odio, y le dijo lo de siempre.
Documentos. Mostrame los documentos y acabemos con esta historia.
La rubia miró hacia la cajera, que no entendía la escena. La pelada no
dijo nada más, esperó unos segundos y se fue, moviendo la cabeza a un
lado y al otro, como sin poder creer en el caradurismo de la otra, que
le negaba el elemental derecho de saber si era o no la amante de su
marido.
Con los días, todo se agravó. La pelada
perseguía sin descanso a la rubia: se le paraba frente al trabajo cada
mañana, y le pedía los documentos en el mercado, la panadería, la
farmacia y el local en donde compraba sus medias de nylon negras.
Un
viernes por la noche, aunque cansada del trabajo, la mujer decidió
dejar sola a su suegra e ir al cumpleaños de su prima preferida. Era
una de sus primeras salidas después de la muerte de su marido. Se puso
un vestido celeste algo ajustado, un tapado negro, y se fue a la
fiesta, en Quintana y Callao. En el taxi iba mirando el
barrio donde vivía esta prima. Siempre le había gustado esa zona de
Buenos Aires y, por unos momentos, se olvidó de la loca, que a esa
altura ya se había convertido en una pesadilla.
Se
quedó en la fiesta hasta las tres de la mañana. A esa hora decidió
irse, antes que nadie, porque no quería dejar tanto tiempo sola a su
suegra. Bajó, se acercó a la calle para ver si aparecía algún taxi, y
escuchó la voz: "Dame de una vez los documentos, basura, mostrámelos".
La
rubia se abalanzó sobre un taxi, subió, cerró la puerta con
desesperación temiendo que se colara la loca- y le dijo al taxista que
arrancara rápido. Pero la otra ni siquiera intentó subir. Se quedó
parada en la vereda, siguiendo al taxi con la mirada.
Al
otro día, fue a la comisaría a hacer la denuncia. Contó que había una
mujer, loca y pelada, que la seguía a sol ya sombra, que le pedía los
documentos y que la creía la amante de su esposo. Pidió protección. La
miraron con gran escepticismo y le contestaron que a lo mejor era ella
misma la que estaba nerviosa, la que imaginaba cosas. Le dijeron que
era lógico que si vivían en el mismo barrio, se encontraran en los
mismos lugares. En fin, le explicaron que no tenía por qué preocuparse,
y le rogaron que no volviese a aparecer por ahí, sugiriéndole una vez
más que la que estaba loca era ella.
Al salir de la
comisaría, como para calmarse, la mujer entró en un bar y pidió un té
con tostadas. En cuanto el mozo le trajo su pedido y ella mordió la
primera tostada, escuchó lo que, en realidad, estaba esperando escuchar
casi con ansiedad. "Documentos. Mostrame los documentos de una vez".
En
tanto, el matrimonio de la pelada no había registrado mayores cambios.
Sí, acaso, las cosas se habían calmado. La mujer estaba totalmente
concentrada en vigilar los movimientos de su vecina, con lo cual tenía
menos tiempo y menos energía para cargosear a su marido. y él, aunque
estaba al tanto de la actitud de su esposa, no pensaba más que en sí
mismo, por fin ella estaba entretenida en algo y lo dejaba en paz. Era
cierto que a veces Clara lo insultaba y le decía que no faltaba
mucho para desenmascarar a la vecina, pero esas escenas no eran muy
frecuentes. La frenaba la posibilidad de que su marido hablara con el
psiquiatra y la internaran. Ni por un momento al hombre se le ocurrió
pensar en la angustia de la vecina, o en el peligro potencial. Prefería
pensar en otra cosa, en lo que a él de verdad le interesaba, ver
partidos de fútbol, hacer bien su trabajo, tomar café con sus amigos.
Tener a la loca en su casa cada noche era un hecho inevitable que le
había venido de arriba y tenía que soportarlo. Nada más.
Una
semana más tarde, sin que la persecución hubiera cedido un ápice, la
rubia cumplió con sus rituales matutinos. ducha, arreglo del pelo,
desayuno para ella y para su suegra. Cuando terminó, salió al pasillo,
llamó el ascensor, y esperó. En cuanto llegó, abrió la puerta y, sin
mirar, se metió. Adentro estaba la pelada, con un cuchillo de cocina en
la mano. Las puñaladas fueron mas de sesenta. La rubia no pudo impedir
ni una, la pelada tenía una fuerza extraordinaria.
Mucha
gente del edificio escuchó los gritos y aullidos de la víctima. Una
vecina de la rubia se acercó a la puerta de su propio departamento y
por la mirilla vio el ascensor abierto. Abrió un poco la puerta ,sin
soltar la cadena de seguridad, y vio a la rubia tirada, y a una mujer
calva que la acuchillaba sin piedad. Llamó enseguida a la policía.
En
tanto, una vez que la pelada calmó su furia asesina, bajó en el mismo
ascensor en que estaba tirado el cadáver de la mujer, y fue a su propio
piso. Se sacó la ropa ensangrentada y la dejó en el lavadero, para
lavarla más tarde. Enjuagó el cuchillo tramontina y lo dejó en su
lugar. Fue a su cama, donde su marido todavía dormía, y se acostó con
él. El esfuerzo del crimen la había agotado, y no tardó nada en
dormirse. Una hora más tarde, el matrimonio se despertó por los golpes
a la puerta. Era la policía. La mujer negó los hechos respaldada por el
marido, que juraba que su esposa estaba durmiendo con él y que no se
había levantado en toda la noche. Pero uno de los oficiales ya había
encontrado la ropa ensangrentada.
Después de un juicio rápido, la mujer fue declarada inimputable y terminó en el Moyano. Cuando una psicóloga forense se acercó a verla, la mujer se mostró desalentada. "Mire qué cosa. Yo estoy presa porque la otra hija de puta no quería mostrarne los documentos. ¿A usted le parece justo?".
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)