ANA MARIA SOBA
Sus amigas
siempre lo supieron: Ana María Soba tenía una especial
predilección por las viejas abandonadas.
En su peluquería de barrio, las viejas le contaban sus dramas privados, su
soledad, el abandono mil veces repetido, inevitable.
A pesar del
aparente altruismo de Soba, las vecinas que iban a su local a
ponerse ruleros y tinturas, a lavarse el pelo y modelarlo, invariablemente
volvían a sus casas con la sensación de que esa española autoritaria, quejosa y
molesta, guardaba alguna carta bajo la manga. A ninguna le parecía normal que Ana María
se encariñase siempre con mujeres decrépitas, sin familia, sin amigos, y que además
se hiciera cargo de ellas. Mil veces la peluquería estaba cerrada porque Soba
se pasaba horas haciendotrámites ajenos
para facilitarle la vida a alguna desconocida. Sin embargo, a la mayoría las
ignoraba. No tenía la menor intención de intimar con sus clientas jóvenes, con
madres de familia, con esposas mejor o peor casadas. Buscaba otra cosa.
"Lo que Anita quería era quedarse con la plata de las
pobres viejas que confiaban en ella ", contó una vecina
que, además, fue a hablar por su propia voluntad con un comisario. "La conozco como que la hubiera parido. Lo único que le
interesa es tener dinero, y para eso se hace amigas de las viejas, para que le
dejen todo a ella, para que la pongan en la herencia. Ya lo hizo por lo menos
dos veces y ligó unos terrenos cerca de la costa que ahora los tiene el hijo.
Es así, yo lo sé. Es como que la hubiera parido".
Ana María Soba nació el1S de abril de 1941 en Torrecillas, provincia de La Rioja, España. A los quince años se
mudó a la Argentina con toda su
familia. Y cuando llegó a Buenos Aires
no tuvo dudas de que la esperaba un futuro insuperable. Se imaginaba a sí misma
en una casona gigante, con un living lleno de espejos y arañas de cristal
colgando de techos altísimos. Tendría muchos hijos que serían criados por
niñeras alemanas, y nunca pero nunca haría nada en su casa, que para eso
estaban las mucamas.
El plan era
perfecto, excepto que a Ana María
nunca se le ocurrió la manera de llevarlo a cabo. En sus fantasías, el dinero
necesario para su proyecto era producto del destino, caía del cielo sin que
ella necesitase mover un dedo. Cuando cumplió veinte años empezó a advertir que
su vida sería mucho más parecida a la de su madre que a las de las mujeres que
salían en las revistas. Por supuesto, lo primero que hizo fue odiar a su madre.
La observaba día y noche con un resentimiento visceral, miserable.No había una sola
cosa que hiciera que a ella no le provocara. rencor. La veía lavar platos,
cocinar milanesas, sopas y pucheros, lavar pisos y baños y baldear la vereda para,
al fin del día, tumbarse en el comedor a escuchar la radio y cebarle mate a su
padre, un empleado público acobardado por la intensidad banal de la vida
cotidiana.
Y poco después, tal como ella misma sospechara a los veinte años,
Ana María hizo su debut en el mundo de las amas de casa. Como su madre, se casó
con un empleado público, y de un plumazo se tuvo que olvidar de las arañas de
cristal, los espejos y las niñeras alemanas. Había pensado en no casarse con él
y esperar para ver si aparecía un hombre que al menos pudiera acercarla a su
ideal de vida. Pero estaba demasiado apurada para conseguir marido: en su cabeza
no dejaba de resonar la voz monótona de su madre repitiéndole que si no se
casaba pronto iba a terminar "vistiendo santos", tras lo cual
seguía una larguísima enumeración de mujeres que, por esperar al hombre ideal,
quedaron solas, lo cual, para su madre, era lo mismo que decir que quedaron
desahuciadas.
Ninguna historia
memorable surgió de esa unión desapasionada. Tuvieron dos hijos que a su vez se
casaron compulsivamente, ahorraron un poco de dinero cuando pudieron, hicieron
reuniones familiares los domingos y las Navidades, tuvieron algún veraneo en Mar del Plata, compraron en cuotas
artefactos electrodomésticos, discutieron por asuntos intrascendentes,
enterraron familiares, plantaron malvones y criaron un par de perros feos.
Ana María se quejaba con amargura de su trabajo de peluquera "
Tengo que tocar cada cabeza asquerosa", y su marido repetía
el lamento inmemorial del empleado público maltratado por sus jefes.
Para Inés Quintans la vida, al igual que su
muerte, no fue nada fácil. Como Ana María Soba y como otros millones de
mortales,
Inés imaginó un futuro idílico. Pero nada de lo que le pidió al
destino, ni una sola cosa, se le hizo realidad. La diferencia abismal entre sus
expectativas y los hechos le moldeó un carácter agrio y depresivo. Nunca se
casó ni se le conoció ningún hombre, aunque sus vecinas sospecharon siempre que
vivía un romance a escondidas con un hombre casado que no estaba enamorado de
su esposa ni de su amante sino de otra mujer que lo ignoraba.
Inés
vivió con sus padres hasta que los dos murieron con muy pocos años de
diferencia, y cuando al final se quedó sola no pasaba un solo día sin visitar a
su hermana Rosa. Tras la muerte del
marido de Rosa, las hermanas
vivieron juntas durante un tiempo, pero una tarde, al volver del mercado, Inés
entró a su casa y descubrió el cuerpo de su hermana tirado en la cocina. Llamó
a una ambulancia, pero era tarde: Rosa
había muerto de un derrame cerebral.
Ana María Soba conocía a las Quintans desde que tenía 25 años, porque eran del mismo barrio.
Pero, según contó en la declaración ante el juez, el vínculo más fuerte se
formó entre ella e Inés, después de
la muerte de Rosa. "Inés me pidió que le hiciera todos los papeles que hacían
falta para el entierro de su hermana y esas cosas. Yo hice todos los trámites.
Ella me tomaba como una madre", evaluó Ana María, a pesar de que Inés
le llevaba veintinueve años.
A las tres de la
madrugada del 8 de enero de 1998, un día después del crimen de Inés Quintans, el Subcomisario Roberto Carlos Kidd recibió una llamada
anónima en su oficina de la seccional 12. Una mujer, que se identificó como
vecina del barrio, dijo estar enterada de la detención de Ana María Soba. "Estoy segura de que ella mató a la vieja. Tiene una
peluquería y atiende a viejitas a las que les cobra poco y nada, se hace amiga
de ellas y al final consigue que hagan un testamento a su favor. Ya hizo lo
mismo cuatro veces, y con esa plata hasta le compró la casa al marido de la
hija, un tal Demarco".
De hecho, a Ana María el
tema de las herencias le resultaba fascinante. En sus días de intimidad con la
asesinada Inés, Ana María había realizado una
ardua tarea de seducción indirecta. Al darse cuenta de la soledad de Inés, se había ubicado en un papel
protagónico: la llevaba al médico, le recordaba que tenía que tomar los remedios,
le hacía los trámites bancarios, le llevaba ollas con comida sana y la llamaba
por teléfono varias veces por día. Tomando mates con facturas, le contó a su
amiga desvalida que tenía una hermana que había perdido su casa y su poco
dinero en la época de la hiperinflación del gobierno de Raúl Alfonsín. Y que, como buena persona que era, le iba a dejar
todo el dinero de la venta de la casa de los padres. Es decir, le cedería su mitad
porque quería sentirse útil con la gente necesitada.
Ana María ya estaba al tanto, por supuesto, de que la casa
donde vivía Inés, en Cachimayo 1195, de
capital Federal, estaba a nombre de las hermanas Quintans, y de que, al haber muerto Rosa, Inés -soltera y sin hijos- no tenía herederos directos.
La
conversación acerca de la hermana pobre de Ana María prendió en el pobre cerebro de Inés,
una luz iluminó su conciencia; ella también podría hacer algo por alguien, ella
también podría ser buena. En el acto dijo que quería dejarle la casa a ella, a Ana María,
su amiga de siempre, la que se hacía cargo de todo en su vida.
Juntas fueron a
ver al escribano Juan Manuel Miró para
hacer el testamento. Las tasas judiciales fueron pagadas por Soba,
quien además, como gesto de buena voluntad, decidió aportarle a su benefactora
cien pesos por mes como ayuda para completar una exigua jubilación. A su vez Soba
quiso pagar los honorarios del escribano (unos mil doscientos pesos), pero Inés se negó y dijo que eso lo pagaría
con una parte de sus ahorros.
Esos mil doscientos pesos fueron el inicio de los
conflictos entre las dos. Menos de una semana después, Inés comenzó con sus reproches; según ella, Ana María tenía que haberse
hecho cargo de ese dinero, tenía que haber insistido con toda firmeza para
pagarle al escribano puesto que al final la propiedad de la calle Cachimayo sería para ella. Ana María
dejó entrever, por primera vez, su opinión acerca de su amiga, a la que calificó
de loca y de insoportable. "No te aguanto
Yo, ni nadie te va a aguantar nunca", le gritó.
Después de
esa primera discusión, Ana María aflojó la vigilancia amistosa con
que había rodeado a Inés; poco a
poco fue llamándola menos por teléfono, la visitaba muy de vez en cuando y
cambió en forma radical su discurso afectuoso. Ya no decía admirarla, ni
extrañarla, ni sentirse feliz en su presencia. Por el contrario sacó a relucir
cada defecto de Inés, cada detalle
de miserabilidad, cada síntoma de egoísmo.
Inés reaccionó como ante un espejo: si antes mostraba lo mejor de sí frente a
esa amiga que se desvivía por ella, después, ante la mujer que la despreciaba,
empezó a presentar su costado más oscuro. La relación se enturbió más y más
hasta hacerse hostil, insostenible.
El día anterior a su muerte, Inés Quintans llamó por teléfono a la
escribanía del doctor Miró. Como Miró estaba ocupado, le dejó un
mensaje a su secretaria, Paola Vanesa Giuliano. Le explicó que quería dejar sin
efecto su testamento ya que desde el día en que le dejó la casa como herencia,
su amiga Ana
María Soba había dejado de llamarla, demostrando así que toda su
amistad previa había sido obra del puro interés.
Pero ese no fue su único
llamado. Una vez que cortó la comunicación, no pudo esperar un solo minuto para
contarle a la propia Ana María la consecuencia directa de su
desatención. Cuando Soba atendió, Inés le comunicó que la dejaría fuera de su herencia. Después de un
teatral intercambio de insultos, quedaron en hablar el tema personalmente.
El 7 de enero por
la mañana, Ana
María Soba fue a la casa de Inés
Quintans. Había decidido cambiar de estrategia y volver a ser la amiga
imprescindible de siempre, la que había sido hasta la redacción del testamento.
Al llegar
encontró a Inés en la cama, en
camisón, deprimida y llorosa. Con un hilo de voz pidió que le encendiera el
televisor en el canal dos. y mientras miraba fijo la pantalla le dijo que era
una mujer interesada, deshonesta, prácticamente una ladrona, que en cuanto tuvo
asegurada la casa como herencia dejó de tratarla como una amiga, y que eso era
imperdonable. En contra de lo que había planeado, Ana María se dejó llevar por el
odio y retrucó las acusaciones de Inés. Le dijo que en realidad había dejado de
verla porque era una persona insoportable, y que la prueba de eso era que
ninguna amiga le duraba, salvo una tal Patricia,
que apenas aparecía, y una tal Nélida,
que además la volvía más loca de lo que ya era.
En este punto, según lo
declarado por Soba, Inés sacó un
revólver con la intención aparente de suicidarse. Se inició un forcejeo y Soba
logró apoderarse del arma, no sin antes recibir varios arañazos y tirones de
pelo. "Después la vi muy mal, como que le faltaba
el aire, y le puse un poco de alcohol en la nariz. Es decir, puse alcohol en un
pañuelito y le froté la nariz para que estuviera mejor. Después escondí el
revólver en un cantero del jardín y me fui apagarle una cuenta a Inés, que al
final no la pagué porque me olvidé el recibo en su casa. y me fui, entonces,
mientras ella todavía me insultaba. Me quedé como una hora dando vueltas por el
Caballito Shopping para comprarle unos regalos de Reyes que les estaba debiendo
a mis nietos. y después volví a buscar el papel para pagar el impuesto ese,
pero Inés no estaba. Mientras estaba .tocando timbre apareció la otra amiga, Nélida,
y nos quedamos charlando afuera. Después la amiga se despidió de mí y yo fui a
buscar a Inés al parque Chacabuco, pero tampoco estaba. Cuando volví golpeé la
puerta y escuché la voz de Inés, desde adentro, que decía que le estaban dando
una paliza o algo parecido".
A las seis de la tarde del
mismo 7 de enero, el inspector Alejandro
Mario Prieto, de la seccional 12, fue notificado por radio de un incidente
en una casa de Cachimayo 1195. Fue
al lugar acompañado por un cabo de apellido Juárez y un agente de apellido Flores.
Al llegar vieron la puerta abierta, entraron, pasaron por el pasillo y vieron
que en unos escalones que comunicaban la cocina con el comedor había una mujer
que tenía en las manos una botella de alcohol y un trapo con el que le limpiaba
la cara a otra mujer que estaba tirada en el piso, con la cabeza aplastada y
ensangrentada. La ambulancia del SAME
llegó enseguida y el médico Martín Galmarini
constató que la mujer que estaba tirada ya había muerto. Mientras tanto, la
otra, Ana
María Soba, lloraba a mares, llamaba por su nombre a su amiga Inés, y luchaba para que la dejaran
seguir impiándole la cara con el trapo con alcohol.
En toda la cocina había
sangre, y también en las ropas de Soba. Una vecina que estaba en la puerta de la
casa, Elda María Beatini, le preguntó
a Soba
qué había pasado. Soba, que entraba y salía, lloraba y se retorcía las manos,
le dijo que estaba tratando de reanimar a su amiga porque no podía creer que
estuviera muerta.
"Después de
escuchar a Inés que me decía, desde dentro de la casa, que le estaban pegando,
probé de abrir la puerta y estaba abierta. Entré -continúa Soba
en su declaración-. Mi amiga estaba tirada en el piso de la
cochera y tenía como un hilo atado al cuello. ESo hacía que le costara hablar,
estaba ronca, y yo me arrodillé y con una tijera corté ese hilo. En ese momento
alguien me agarró del pelo. Alguien que vino por detrás y me vendaron los ojos con una tela negra. Yo
insulté al que me agarró, y lo arañé, pero me dejaron a un costado. Yo tenía
mucho miedo y me quedé quieta, y escuché unos golpes, como si estuvieran
abriendo un zapallo, y después escuché un chorro de agua que me llamó la atención.
Yo tenía tanto miedo que me sentía como en otro mundo, no tenía fuerzas para
caminar ni para levantarme. Un tipo me apretó el hombro tan fuerte que me dejó
un moretón y me dijo 'doblá la cabeza, lesbiana puta'. Al rato abrió la puerta
una persona, una mujer, que llamaba a Inés. Le dije que pasara, por lavoz era
Nélida, y además la pude ver porque me saqué la venda y también vi a la pobre
Inés. Pensé que Nélida se iba a impresionar, entonces le dije que no mirara, que
llamara a la policía. Mientras tanto volví a mirar a Inés y estaba en tal
estado que pensé que a lo mejor no era ella, por eso le quise limpiar la cara.
Yo estaba Como loCa, la quería desinfectar,
y me agarró un ataque de locura y salí a la calle a pedir que llamen a
la policía, porque no llegaban nunca".
La declaración de Ana María Soba
no convenció a nadie. Fue procesada por homicidio simple. En
prisión, las mujeres que la custodiaban hacían esfuerzos permanentes para no
acercársele: "Esta Soba, la mina que le reventó la cabeza
con una piedra a una vieja, es lo más jodido que tenemos acá. Por primera vez
una presa me da miedo, yeso que como policía vi muchas más cosas de las que ve
cualquiera. No puedo mirarla a los ojos, no puedo, pero todas nosotras, que
trabajamos acá hace años, sabemos que esa mina es loca, tiene que ser loca, seguro.
Seguro".
Ante los
psicólogos forenses, Soba es hermética. Se queda sentada frente a
ellos, mirando al piso, sin abrir la boca. Si insisten, ella espera un poco. Y al
final levanta la vista, muy despacio, desde el suelo hacia la cara de sus interlocútores.
Sonríe apenas, sin abri la boca, y se despide en toda amabilidad. "Hasta luego". Nada más que eso.
Fuente :
Libro Mujeres Asesinas , de Marisa Grinstein, archivado en la Biblioteca Municipal " ALMAFUERTE " - Ciudad de Arroyito (cba)